Diagnóstico e ideología
La razón de ser de la mara es inexpugnable. Armar el rompecabezas de las FARC, la ETA, Al-Qaeda, los skinheads, el movimiento hippy o cualquier barra brava es un juego de niños al lado del de la Salvatrucha. No se sabe con certeza quien la dirige, si es que alguien lo hace, ni desde dónde, ni cuales son sus objetivos. No se entiende bien por qué es tan atractiva para tantos jóvenes, cada vez más niños. Las relaciones con las comunidades en sus barrios son ambiguas, de protección y de acoso. Un rápido collage con lo que se ha escrito sobre las maras ilustra la magnitud del desafío de entenderla.
En Guatemala, por ejemplo, las maras harían parte tanto de la insurgencia popular como de la contrainsurgencia. En efecto, se señala que las maras surgen “como contestación violenta ligada, indiscutiblemente, al contexto sociopolítico anterior en que se incuban y nacen … demostraron ser un grupo contestario y protagonista de luchas reivindicativas en beneficio del pueblo” [1]. Pero también, para el mismo país, se considera que “la presencia de las maras en los motines no es algo gratuito ni tampoco una coincidencia, sino que se trata de una estrategia contrarinsurgente. Es cierto que a veces los grupos populares pueden ser violentos. Pero es curioso que cada vez que los grupos y organizaciones de derechos humanos deciden protestar, llegan de repente las maras a saquear y atacar gente y vehículos. Esto no es más que una táctica oficial para infiltrar las protestas populares, para confundir a la población y para que ésta tema después cualquier marcha, cualquier manifestación pública. Usan la violencia para deslegitimar al movimiento popular" [2].
Rocha (1999) adelanta siete tesis sobre las pandillas en Nicaragua que serían, simultáneamente, una vía para forjarse un papel social, los defensores del barrio, una expresión de la cultura machista, una institución solidaria, un potencial destructor y la expresión de una búsqueda. Sin que se entiendan bien los motivos de su participación en algunas revueltas callejeras, los pandilleros nicas también resultan esquivos a una clasificación dentro del espectro político. No queda claro si son sandinistas u opositores. “El ya tradicional enfrentamiento callejero que se produce entre los estudiantes universitarios y la policía ha contado con la participación de las pandillas. Ahí están, año tras año, con sus piedras, morteros y palos. Aunque desde un punto de vista estrictamente político las pandillas no sean vistas como un sujeto relevante, porque no son un gremio formalmente constituido ni se afilian a ideología política alguna, su participación ha adquirido un nada desdeñable peso militar, que puede definir la duración de determinados conflictos, repercutiendo así sobre la capacidad de negociación de los grupos que logran conquistarlos para su bando. ¿Qué papel jugaron las pandillas en ocasión de las protestas universitarias y de la huelga de los transportistas? ¿Por qué se involucraron en estas luchas? ¿Qué teclas fueron activadas para su volcamiento a las calles? ¿Quiénes movieron esas teclas? ¿Qué motivó el exceso de violencia de sus intervenciones? Son preguntas aún abiertas y nada fáciles de responder …. Los pandilleros son los armados sin utopía, y tal vez por ese vacío no se rinden pero sí se venden” [3].
Aunque uno de los temas más recurrentes en los diagnósticos es que la pandilla empieza ante todo como un grupo de amigos que buscan una identidad propia, Neftalí, un pandillero nicaragüense señala que allí, "no hay muchos amigos. Aunque en la pandilla todos nos hablamos, sólo con algunos nos llegamos a hacer compadres. Sólo con el compadre se hacen préstamos de reales. No con todos podemos ser compadres, porque en la pandilla hay muchos a los que casi no conocemos" [4].
Los jóvenes del capítulo mexicano de la Salvatrucha, estarían “dedicados al narcomenudeo, al tráfico de indocumentados, convertidos en eficaces sicarios del crimen organizado” pero su estrategia sería bastante más ambiciosa: “según distintos observadores, lo que buscan es abrir un corredor desde Colombia hasta los Ángeles con el propósito de traficar drogas ellos mismos” [5].
“Nadie sale vivo de la Mara Salvatrucha, dicen. La única puerta que se abre es la de los grupos religiosos evangélicos, quienes ofrecen el perdón de Dios … Muchos ex pandilleros han encontrado un lugar en las iglesisa y los movimientos evangélicos. En la mitología de los mareros no se toca a quienes encuentran a Dios y su perdón” [6].
A lo que parece una férrea estructura criminal entrenada por ex militares, ex guerrilleros o terroristas de Al Qaeda, algunos contraponen una idílica agrupación que promueve la amistad, la equidad de género y que, incluso, posibilita la emancipación sexual de las mujeres liberándolas de una sociedad hipócrita, corrupta y machista. “La convivencia en la pandilla crea una historia común, un intercambio permanente de conocimientos, y posibilita a los jóvenes encontrar reconocimiento y confirmar y fortalecer nexos de amistad. Responden sin condiciones los unos de los otros. La pandilla no surge para romper las leyes, sino como grupo de amigos que quieren hacer algo juntos. La fidelidad más grande es la de los bróderes de la pandilla, no la de la familia. La pandilla se convierte en una especie de familia de forma real, en el amor y las relaciones, y no sólo retóricamente. En el grupo se estima mucho la justicia y la honestidad, consideradas cualidades de mando. En todas las pandillas existe una especie de código de honor que es absolutamente obligatorio para todos. Se entiende como una respuesta a la hipocresía que han experimentado en los adultos y a la corrupción que perciben en la sociedad” [7].
Pese al monumental entuerto, el grueso del debate sobre lo que se debe hacer con tan extraño ente es de una simplicidad radical: acabarlos o cambiar la sociedad. La dicotomía de las respuestas, a su vez, está basada en unas cuantas ideas muy simples sobre las cuales existe un ancestral y profundo desacuerdo político e ideológico. El debate se puede enmarcar en el secular enfrentamiento entre la izquierda y la derecha. En el costado izquierdo, para dar cuenta de la mara, predomina la cuestión cultural, la búsqueda de identidad, la marginación, la necesidad de cambio social, la violencia oficial, el Estado social, la democracia popular, el buen salvaje de Rousseau y el modelo Europeo. A la derecha se hace énfasis en la responsabilidad personal, la competencia, las tradiciones, el Estado mínimo, la seguridad y el orden, la anarquía de Hobbes y el modelo anglosajón.
Sin embargo, tanto las maras como su nuevo entorno son bastante más complejos que las caricaturas ideológicas decimonónicas. Para sorpresa de cualquier mentalidad ortodoxa, gobiernos democráticos de izquierda se ven obligados a recurrir a la represión de jóvenes. También hay violencia y protesta juveniles bajo regímenes socialistas. Grupos paramilitares de extrema derecha reconocen las ventajas de la política social, y la practican. En varias zonas de Centroamérica no se tiene claro quien asume el rol estatal, y masas de jóvenes marginados prefieren la música y el baile a la protesta social.
La pugna entre quienes favorecen uno u otro esquema no es del todo casual. La manera más simple de verlo sería como una consecuencia de la división del trabajo: los organismos de seguridad abogan por la represión, pues ese es su oficio. Los encargados de hacer gasto social defienden esa como la vía más idónea para la prevención. En los medios de comunicación, el componente ideológico del debate es transparente. El periodismo progresista empezará cualquier reporte sobre las maras con un resumen de la deplorable situación social de los barrios marginados, mientras que los voceros de la derecha harán énfasis en los daños, las víctimas y la amenaza al clima de inversión.
Entre los analistas académicos, el debate está anclado en dos maneras de ver el mundo, casi irreconciliables, la de Hobbes y la de Rousseau, que a su vez corresponden a las supuestos básicos que se hacen en las ciencias sociales sobre el comportamiento humano. No es simple coincidencia que los trabajos de los sociólogos o antropólogos sean los que abogan por la necesidad de cambiar las estructuras sociales como la vía para prevenir la violencia mientras que, al otro lado del espectro, sean los economistas los principales impulsores de las medidas relacionadas con la disuasión. Simplificando, el debate prevención sanción es asimilable al que existe entre la visión del mundo de la sociología clásica y el esquema de la elección racional. Bajo la primera perspectiva, el papel de la intervención pública ante la violencia debe hacer énfasis en la alteración de las condiciones económicas y sociales que empujaron a ciertos actores sociales a la delincuencia. Para quienes adhieren al esquema de la elección racional, por el contrario, la respuesta debe ante todo enviar un mensaje disuasivo, mediante la aplicación de las sanciones, a quien ha decidido delinquir, para alterar los elementos que afectan esa elección.
En ambos casos, se trata de una caricatura demasiado burda del ser humano, sobre todo cuando se pretende utilizarla para entender a los jóvenes. Estas simplificaciones han llevado a una reducción del abanico de intervenciones susceptibles de prevenir la violencia juvenil. Para lugares en dónde, como ocurre en América Latina, la evidencia es precaria, y la criminología es un apéndice de facultades de derecho con escasa vocación empírica, ha sido inevitable que se recurra a uno de los dos paradigmas para hacer un diagnóstico en esencia político de la situación y proponer intervenciones. Como sugieren todos los testimonios de mareros, y lo corroboran los datos que se analizan en este trabajo, la cuestión no es tan simple como afirmar que a los pandilleros los empujaron las circunstancias, asignando toda la responsabilidad a la sociedad, como se pretende desde la izquierda, o plantear que todos estos jóvenes, cada vez más niños, decidieron delinquir y se les debe responsabilizar de sus actuaciones castigándolos, como clama la derecha. Lo que se quiere argumentar es que por tortuosos caminos o senderos, los niños y adolescentes fueron llegando, guiados por sus instintos y dirigidos por las pandillas, a la violencia y la delincuencia.
Diagrama 1
Literatura y estadística
La novela La Mara, escrita por el mexicano Rafael Ramírez Heredia, se inicia con una aforismo de Ortega y Gasset: “sorprenderse, extrañarse es comenzar a comprender”. De hecho, nada más sorprendente y difícil de encajar en los esquemas tradicionales que la mara. Sin embargo, si se pretende hacer aportes para prevenir que los jóvenes se vinculen a ella es apenas prudente superar la etapa de sorpresa. Se puede, ese es el desafío, simplificar el problema para hacerlo manejable -sin banalizarlo- dimensionarlo, tratar de medirlo y ponerlo en perspectiva.
Relatos como el de Ramírez Heredia son invaluables para la comprensión del marero y su entorno. Su lectura es un excelente antídoto contra las visiones simplistas, frecuentes en la literatura académica. En La Mara, Jovany ya tiene varias lágrimas tatuadas –cada una es un muerto a cuestas- pero conserva paciencia y capacidad de seducción. El afán de emigrar y resolver angustias económicas no es un asunto que afecte sólo a los marginados y excluídos. El personaje que induce a las adolescentes a la prostitución no es un rudo mafioso que las golpea y secuestra sino un hábil caballero que las enamora. La espiral de violencia la alimenta la sed de venganza, no sólo de los pandilleros sino de los familiares de algunas víctimas. Las autoridades no siempre aplican la mano dura con los mareros sino que se alían con ellos, marginados pero a la vez poderosos. “Así como al Papa le hacen reverencias, se les deben hacer a ellos, a los que cerca del río están esperando la entrada de uno nuevo para formar parte de la clica. Siempre hay un novato que quiera entrar a la MS 13. Uno nuevo como este o aquel que anda buscando pertenecer a los batos locos de la Mara 13. Ser como ellos. Vivir el segundo como viven ellos” [8].
Fuera de entender, comprender tiene la acepción de “encontrar justificados o naturales los actos o sentimientos de otro”. Es tal vez en este último sentido que, con el objetivo de promover que se observe e interprete a los pandilleros “con una mirada más comprensiva”, Rocha (2000), hace el elogio del vago de la literatura. “Hace poco más de un siglo, el polémico escritor norteamericano Mark Twain escribió varios relatos acerca una pandilla de adolescentes cuyas correrías tuvieron por escenario las riberas del Mississippi. Un agudo sentido de observación permitió a Twain penetrar en el espíritu juvenil y obtener una vívida descripción del carácter de sus personajes. ¿Quién no ha oído de las aventuras de un pandillero llamado Tom Sawyer y de las de su no menos irredento amigo y también pandillero Huckleberry Finn? Basado en hechos de la vida real, y elevando al rango de paradigma juvenil un modo de vida que era sin duda objeto de censura para las buenas conciencias de su tiempo, Mark Twain convirtió en héroe a un paria y creó un personaje genial que hacía ácidas críticas a las instituciones educativas de su época. En este contexto resulta lúcida la célebre sentencia de Twain: No permitas que la escuela interfiera con tu educación. Twain bendijo el oficio del rebelde: fustigar el orden establecido, ridiculizar los lugares comunes, socavar los cimientos aparentemente sólidos de las instituciones. Twain penetró en el espíritu de los rebeldes de los agitados tiempos de la fiebre del oro, tiempo de cambios acelerados, movilidad social, marginación y delincuencia. En Las Aventuras de Tom Sawyer, Huck Finn es presentado como el adolescente paria de la villa, hijo del borracho del pueblo, cordialmente odiado por todas las madres del lugar porque era alocado, sin ley, vulgar y malo, y porque a todos los niños les deleitaba su trato prohibido. Huck es el prototipo del adolescente vago. Mark Twain declara haber tomado sus personajes de la vida real. El inspirador de su personaje fue un muchacho que Twain describe como sucio, ignorante, de un corazón tan bueno como ningún muchacho lo tenía y con libertades enteramente irrestrictas. De acuerdo a Twain, era la única persona realmente independiente -hombre o muchacho- en su comunidad”.
Esta mirada literaria presenta algunas peculiaridades. La primera, desde la perspectiva envidiosa de quien escribe informes de investigación o consultoría y no novelas, es que se trata de la perspectiva con mayor difusión. Es probable que esto se deba a la calidad del escrito. Como bien anota el mismo José Luis Rocha “así como un buen gourmet jamás buscaría un platillo exquisito en un Burger King, todo lector experimentado no tiene muchas esperanzas de tropezar con un hallazgo memorable en el texto elaborado por un consultor” [9]. Pero también es probable que, cual estrategia de Burger King, esto se deba a un manejo más acertado de los gustos e instintos básicos, de las emociones. Sea lo que sea, es la perspectiva que más influye. Es la más taquillera, tanto entre la opinión pública como, se puede sospechar, entre los responsables de diseñar políticas. La novela de Ramírez Heredia ya se acerca al medio millón de ejemplares vendidos. A vuelo de pájaro, eso equivale a veinte, cincuenta o cien veces el número de lectores de todas las publicaciones académicas que se hayan podido hacer hasta la fecha sobre el mismo tema. Si, como se puede prever, de allí surge una serie de televisión, o una película, la mirada que al final se impondrá sobre el fenómeno marero será la literaria. Cabe esperar que, por lo menos, tenga algo que ver con lo que ocurre en la calle; que los personajes y escenas novelescas tengan un polo a tierra. Esto es algo que no siempre se puede dar por descontado, y que es prudente verificar. Sin duda, la novela La Mara pasa bien esa prueba, además de ser en extremo útil para ilustrar, con envidiable estilo, varias de las situaciones que sugieren los datos.
Alguien que difícilmente podría calificarse de tecnócrata, o de reaccionario, el novelista y humanista colombiano Héctor Abad Faciolince, observador agudo de las bandas juveniles de Medellín sugiere prudencia con la mirada literaria. “Una de las novelas más extraordinarias de Occidente, Los Miserables, tiene, sin embargo, un gran defecto: uno de los personajes más entrañables creados por Víctor Hugo, Gavroche (el gamín), es una idealización romántica del niño. Este niño de la calle es un héroe, un mártir capaz de los más desprendidos actos de arrojo, alegría y generosidad. Es un personaje que nos seduce por su picardía bondadosa, pero si lo pensamos bien, es un personaje falso. Los niños de la calle, lamentablemente, casi nunca son como Gavroche” [10].
Si se pretendiera abordar el problema del menor en conflicto con la ley a partir de la lectura de Victor Hugo para proponer políticas, sería apenas prudente resolver la inquietud de Héctor Abad: ¿qué tan verosímil es Gavroche? En la obra de Ramírez Heredia, Ximenus Fidalgo, un travesti, chamán, vidente y curandero, es el guía espiritual y, de hecho, el líder de la mara que opera en la frontera entre Guatemala y México. Sería un poco apresurado diseñar intervenciones intensivas en lecturas del Tarot sin antes corroborar que se trata de un personaje relevante.
Un segundo problema, más sutil, es el de qué tan representativo es el personaje de novela, así sea una figura fidedigna. Una cosa es que exista un travesti que tenga ascendiente sobre una clica y otra bien distinta que la mayor parte de las maras las oriente un drag queen. El hecho que los cinco o diez pandilleros de una novela vengan de sectores marginados no basta para inferir que todos los mareros, y sólo los mareros, tienen esos orígenes. Una de las reacciones a la novela de Ramírez Heredia refleja bien esa confusión. “La miseria corrompe, degrada, enloquece. La miseria pervierte, degenera, deprava. Es terreno abonado para la maldad y el crimen, para la más selvática y rudimentaria ley del más fuerte. La miseria material es condición propicia para otra miseria, la más terrible y casi siempre irreversible, la miseria humana, la que logra exacerbar y enardecer el lado oscuro del hombre, los bajos y abyectos fondos del alma” [11]. Como la novela se centra en unos cuantos mareros, todos de origen humilde, y no menciona los miles de niños y jóvenes pobres que siguen asistiendo a la escuela y haciendo sus tareas al llegar a casa, es fácil la tentación de concluír que la pobreza siempre conduce a los peores males entre los jóvenes.
Incluso si se encontrara, tras minucioso trabajo de campo, que la mayor parte de las pandillas las dirige un personaje peculiar, por decir algo un antiguo seminarista, para atribuir vínculos de causalidad con la violencia –algo que se requiere para diseñar políticas- habría que investigar si esos mismos personajes son ajenos a otras asociaciones juveniles como coros, clubes de ajedrez, boy scouts, raperos o equipos de fútbol. Para estas dos tareas, dimensionar un problema y detectar las peculiaridades que permitan inferir causalidad, la estadística puede ser un buen complemento de la literatura.
Otra particularidad de la mirada novelesca es que filtra, pondera, hace menos énfasis, o deja de lado varios personajes, que también se deben tener en cuenta y merecen ser comprendidos. Como las víctimas, los pares no violentos de los pandilleros, o las autoridades que los acosan. Una política hacia los mareros no puede basarse en el detallado testimonio de una de las niñas violadas o sometidas por ellos. Pero tampoco puede ignorar esa parte de la historia.
No abundan novelas o etnografías sobre funcionarios públicos no corruptos. Nada tan poco pintoresco, intrascendente y aburrido que un militar, un policía, un agente de aduanas o de inmigración que simplemente haga bien su oficio. En eso la novela La Mara no es una excepción: no aparece un sólo representante de la autoridad oficial que no tenga ambiciones, contactos y negocios turbios. Todos abusan de las jóvenes, algunos son proxenetas, contrabandistas de armas o aliados de los narcos. Desde un punto de vista literario esta ley -la imposibilidad de una autoridad no corrupta- no suscita mayor reparo. En ninguna buena trama novelesca hará falta un insípido servidor público que se limite a cumplir con su deber. Para controlar o prevenir la violencia juvenil, sin embargo, este personaje tan poco útil para la trama y el drama es, textualmente, indispensable. Si no existe, hay necesidad de formarlo.
Tampoco son comunes en la literatura los llamamientos para entender el pasado, la biografía y las condiciones que empujaron a los violadores de derechos humanos por ese camino.
En últimas, hay cierto desbalance en la mirada literaria a favor de lo pintoresco, lo que se sale de la norma. Entre los pobres, humildes y marginados, es usual que reciban más atención quienes dejan de serlo o mueren en el intento. Hasta el punto de parecer mayoritarios, cuando están lejos de serlo. Entre los representantes de la autoridad oficial, el foco se centra en los veniales, corruptos o criminales que, aunque suene insólito, también son minoría, incluso en sociedades corruptas y criminales. La combinación del violento por pobre y la autoridad corrupta porque sí, tan adecuada para la trama literaria, es un pésimo insumo para avizorar propuestas o soluciones, que no pueden ir mucho más lejos de llamados utópicos a cambiar el mundo.
Qué tanto peso se le debe dar a las necesidades, ambiciones y restricciones de quienes están representados en una novela, o de quienes no aparecen, es una discusión indispensablemente política, no técnica, pero que tampoco debe estar supeditada a la visión de un mundo creado por un autor. Y este debate no puede basarse en la imagen, a veces idealizada, a favor o en contra, de uno o dos de los personajes envueltos en una situación que por su naturaleza misma es conflictiva. Algunas de las reacciones que ha suscitado la novela La Mara ilustran lo arriesgado que resultaría diseñar políticas sobre esa base literaria. “Es el sistema neoliberal el que le da sustento, lógica, organización a este fenómeno que se antoja espeluznante, inhumano, voraz … Los mareros no son criminales peores que otros criminales; sólo son diferentes; el marero mata por matar, por el placer de la muerte y del dolor propio y ajeno; para el resto lo único que vale son los dineros que se pueden obtener. Más allá de los mareros sigue la red tejiéndose hasta donde alcance el hilo del poder y también el del hambre, de la necesidad, del deseo por el consumo de todo tipo; mientras todo esto exista, existirá la mara, la Mara Salvatrucha y otras más... las que tejan entre todos los que buscan el sueño neoliberal en EU, en los países europeos, en Japón, donde quiera que exista una esperanza fallida, una promesa incumplida, un deseo inalcanzable... Los mareros, a pesar de su contenido de fría crueldad, también pertenecen a ese orbe de inclemencias que significa crecer en medio de la marginación. Son personajes de un drama del que no pueden salir, van adelante, se defienden, hacen lo que han aprendido a hacer a fuerza de miseria y abuso, se adaptan como nadie a los conflictos y son los más fuertes, los que se le juegan a diario contra el mundo y le ganan un poco de tierra cada día” [12].
En la Inglaterra del siglo XIX, la industrialización y el rápido crecimiento de las ciudades redefinieron el escenario criminal. El robo se volvió el delito más común. En Oliver Twist, Charles Dickens muestra cómo la falta de sentido comunitario, la pobreza y el instinto de supervivencia, daban cuenta del crecimiento de los robos. Dickens describe una pandilla de niños, liderada por Fagin para mostrar la valentía y las destrezas de los jóvenes carteristas. En realidad, el agresor típico de la época era un adulto trabajando con otras dos personas [13]. Es probable que Dickens hubiese rejuvenecido la banda de carteristas por mero sensacionalismo. En la misma obra, el novelista muestra que el crimen es una consecuencia inevitable de la estratificación social en Londres. Los robos a las casas eran una preocupación frecuente y pensar en Bill Sikes, el ladrón de carrera asociado con Fagin, planeando y ejecutando un robo en una casa londinense era inmediato. Sin embargo, la mayor parte de los robos de la época se daban en los suburbios y las áreas rurales y eran cometidos casi siempre por sirvientes y personas conocidas de los afectados [14]. De nuevo, el afán por ganar lectores parecía prioritario a la descripción precisa de lo que ocurría. Un programa de prevención de los robos basado en la obra de Dickens no hubiese aportado mucho a la solución del problema. Más útil habría sido una árida y aburrida encuesta de victimización o auto reporte.
En una entrevista el autor de La Mara, señala que “los sociólogos, los antropólogos y los historiadores tienen una mirada perdida. Se tratan de justificar sus propios razonamientos. ¿Por qué no puedo contar la historia desde un tinte novelístico, sin tener que enfrentarme al problema de los sociólogos y los historiadores? Los sicólogos y los historiadores son como las gitanas. Son egocéntricos, quieren contar la historia a su modo. Las gitanas bailan de perfil, para dar un paso gitano, luego, se ven las nalgas y se aplauden” [15]. Cada quien escoge las fuentes que considera apropiadas para formarse su visión del mundo, y sus opiniones. Pero no hay razón para pensar que los novelistas no tienen también su mirada perdida, y su agenda política.
Una de las novelas más cortas de Dickens, Tiempos Difíciles, publicada en 1854, tuvo un doble propósito: comercial e ideológico. Las ventas del semanario de Dickens, Household Words, venían cayendo. La publicación por capítulos permitió recuperarlas. Otro propósito de la novela era ridiculizar a los utilitaristas, “aquellos que ven números y promedios, y nada más”. Uno de los blancos de sus críticas fue J.S. Mill, caracterizado en la novela por el duro personaje de Louisa Gradgrind, alguien muy analítico, con una formación lógica, matemática y estadística, pero incapaz de sentir compasión. Al igual que Mill, que en su juventud tuvo una crisis nerviosa producida por la rígida rutina a la que su padre lo sometía, Louisa sufre una depresión consecuencia de su dura y árida educación. Es otra víctima del utilitarismo. Su padre, Thomas, un rico comerciante retirado que después ingresa al Parlamento, es un utilitarista, racionalista, que defiende el propio interés y sólo entiende de hechos. Dos de sus hijos se llaman Malthus y Adam Smith.
Un punto clave en esta obra de Dickens es la contraposición entre la estadística, las matemáticas y el rigor, por un lado, y la capacidad de compasión o empatía por el otro. Los Gradgrind son fríos, calculadores, sistemáticos, pero incapaces de sentir afecto. No comprenden la miseria humana. Nada más familiar que esa dicotomía en los escritos sobre maras y pandillas contemporáneos. Las estadísticas son siempre duras e inhumanas, como los policías que las manejan y manipulan.
La literatura conmueve, despierta la empatía. La estadística condena, es inapelable. Parecería razonable buscar un punto intermedio en el cual la literatura pueda servir para interpretar humanamente las estadísticas, y la estadística permita contrastar o cuantificar las descripciones literarias. Porque cuando los argumentos literarios y conmovedores invaden las descripciones y explicaciones de fenómenos sociales sin que las afirmaciones pasen el cedazo de la relevancia, los sugerencias de política que de allí se deriven pueden resultar lamentables.
Un escenario delicado surge cuando se busca darle autoridad estadística a un manejo ligero de la evidencia. Las generalizaciones escuetas no son un buen ingrediente del diseño de intervenciones. “Las familias de las que proceden los mareros viven en la mayoría de los casos en tal estado de pobreza que no pueden alimentar adecuadamente a sus hijos, mucho menos ayudarles económicamente. A menudo, el espacio de la casa es tan pequeño a medida que los niños se hacen mayores no queda espacio para los jóvenes, quienes prácticamente deben trasladarse a las calles” [16].
La tendencia a considerar irrelevante la investigación y la medición aparece a veces de manera explícita en las novelas. “Qué caso tiene ponerse a contar a los que quieren entrarle (a la mara), si son un montonal de batos. No hay quien tenga la capacidad de contarlos si el número es inmenso y nadie los cuenta “ [17]. De manera lamentable, el desprecio, a veces aversión, a la estadística se está abriendo paso en el tratamiento de los problemas juveniles, y hacia allá se inclinan entidades académicamente solventes de las cuales se esperaría algo más de cuidado con ciertas afirmaciones cuando con ellas se sustentan propuestas de política. En un extenso informe sobre las pandillas en México y Centroamérica realizado por USAID se presenta un diagrama sobre la estructura piramidal de las maras. En su vértice, por encima del “liderazgo transnacional de las pandillas”, se coloca a los “capos (bosses) del crimen organizado y del tráfico internacional de drogas”. El soporte de este esquema es que “se cree que algunos capos del narcotráfico trabajan de cerca con los líderes de las pandillas tradicionales más sofisticadas”. La evidencia que se ofrece sobre tan sórdido escenario es una breve nota biográfica de Joaquín Guzman-Loera, alias El Chapo, líder de 51 años de un cartel mexicano de la droga, quien “ha contratado trabajo con pandilleros. Se especula que el Chapo ha empleado miembros de la MS-13 para combatir carteles rivales”. A este precario indicio se suma, como prueba del segundo nivel de la pirámide, el de los líderes mareros transnacionales, el perfil de Bernardo Bonilla, de 24 años, alias, el Loco, “un ambicioso pandillero que evolucionó de operaciones locales en el vecindario hacia actividades de crimen organizado más sofisticadas y transnacionales, y ha establecido poderosas redes con pandilleros en las cárceles y en otros países” [18]. Las recomendaciones de este extenso trabajo son ambiciosas: incluyen la cooperación internacional e interinstitucional liderada por el gobierno norteamericano, la adopción urgente de iniciativas de política, reformas a nivel regional y el fortalecimiento de los sistemas judiciales de la región. Este verdadero revolcón institucional se propone a pesar de que se acepta que “la información precisa sobre las pandillas no existe” y que “abundan las anécdotas”. Sin embargo, el velo de ignorancia no constituye un obstáculo para presentar un rígido esquema piramidal como estructura de la mara. Toda la juventud de la región estaría en situación de riesgo, bajo la sombra de los grandes capos del narcotráfico mundial. En últimas, aunque no se hace explícito, con el lacónico esquema organizativo de las pandillas lo que se busca es enmarcar el asunto como un capítulo adicional de la guerra norteamericana contra las drogas. Y la evidencia que se ofrece para sustentar tan arriesgada maniobra se basa, en últimas, en dos mini perfiles, el del Chapo y el del Loco, y en informes de inteligencia locales de acuerdo con los cuales, en El Salvador, la mara 18 pretende “tomarse el comercio de drogas, tomarse las rutas del tráfico del narcotráfico en dos o tres años y tomarse los pequeños carteles” [19].
En la misma línea de las generalizaciones escuetas, y sin siquiera la sustancia de las descripciones literarias, el mismo trabajo de USAID ofrece, para ilustrar el asunto de los (miles, millones) de jóvenes que pueden ascender vertiginosamente la pirámide de la mara para coronar como narcotraficantes, el perfil de Alberto Méndez, que “tiene 10 años y no le gusta la escuela. Su familia lo deja estar en la calle con sus amigos a pesar de que su madre sabe que su primo se unió a una pandilla hace poco. Admira a su primo. La semana pasada la foto de su primo apareció en el periódico. Fue detenido por la policía pero estaba de nuevo en el barrio tres días después. Si su padre sigue bebiendo y golpea a su madre y a su hermanito, le pedirá a su primo que lo deje entrar a la banda” [20]. Se considera inocuo precisar más quien es Alberto, ni la historia de su barrio, ni de su ciudad, ni si se trata de El Salvador, Honduras, Nicaragua, Chiapas o Los Angeles. Poco incumbe que Alberto represente adecuadamente al 1%, al 5%, al 50% o al 85% de los menores centroamericanos. Tampoco importa cual es la pandilla. Sólo citar un nombre y apellido da vía libre para plantear que puede ser cualquier niño centroamericano, parte de “ese grupo que representa el mayor segmento de la población: jóvenes entre los 8 y los 18 años cuyas vidas se caracterizan por múltiples factores de riesgo, que los hacen susceptibles de unirse a las pandillas. La mayoría de los jóvenes de este grupo son pobres, viven en áreas urbanas marginales y representan el nivel más bajo de la cadena de oferta de las pandillas” [21].
Dickens tiene mucha razón al señalar que un esquema, como el recomendado por Thomas Gradgrind, basado en los hechos, los hechos, los hechos y el destierro de la imaginación es limitado y árido para educar unos hijos. Pero el diseño de políticas públicas frente a asuntos delicados como la violencia juvenil, cuando puede haber de por medio víctimas, injusticias, venganzas, retaliaciones, atentados a los derechos humanos, reincidencias o rutas de droga no puede darse el lujo de ignorar los hechos y darle rienda suelta a la imaginación o al dramatismo.
Un ejemplo más explícito de esta desafortunada tendencia a generalizar a partir del relato de uno o dos casos se encuentra en el ámbito del debate sobre prostitución adolescente, un fenómeno que, como se verá, es bastante pertinente para el análisis de las pandillas. La directora del Protection Project de la Escuela de Gobierno de la universidad de Harvard recurre a la siguiente metodología para ilustrar el problema del tráfico de mujeres.
a) Construye, como una amalgama de varios casos reales la historia de Lidia, una joven de 16 años que en algún país de Europa del Este -puede ser cualquiera- es secuestrada, drogada y llevada a algún país industrializado –cualquiera- dónde, al despertarse un hombre le dice “Yo soy tu dueño, tú eres mi propiedad, y trabajarás para mí hasta cuando yo lo desee”. Amenaza con golpearla si trata de escapar y le comunica que tiene una deuda de U$ 35 mil que deberá pagar trabajando en un burdel ofreciendo servicios sexuales a 10 o 20 hombres al día. Lidia se rehúsa, entonces la golpea, la viola y llama a todos sus amigos para que también lo hagan.
b) Con base en este dramático collage, procede a la generalización: “ahora, multiplique la historia de Lidia por cientos de miles y de allí emerge una imagen de la magnitud del problema” [22].
El escenario de trata de blancas por misteriosas mafias de hombres adultos para explicar la prostitución adolescente responde más al objetivo de promover una agenda política, la abolición, que al de entender lo que ocurre. A pesar de lo anterior, esta tipificación del comercio sexual juvenil se ha ido imponiendo de manera progresiva, sin que siquiera se sienta la necesidad de contrastarla con los testimonios o con la evidencia disponible. Esta aproximación, poco rigurosa, es además, como literatura, de pésima calidad. Malos contra buenos, siempre aliados del analista, sin la menor sutileza. Una imagen más verosímil de la prostitución de adolescentes se encuentra en cualquier novela buena, como La Mara. Al fugarse de su casa, en San Pedro Sula, Sabina conoce a Mario Antenor quien le pregunta si sabe dónde queda el Museo. “Ella alza los hombros pero no se mueve. Él le pregunta que si quiere sentarse a tomar un helado o un café con leche y ella asiente con la cabeza y se acerca. El hombre le arrima una silla y ella acepta el café con leche y unos panes y el señor, Mario, le dice que es muy bonito San Pedro, que él viene de Texas a visitar las ruinas de Copán, que sabe hablar en español porque su papá era salvadoreño, que viaja solo y si ella se anima él le puede pagar para que lo guíe por la ciudad y le enseñe los lugares más bonitos, un trabajo para ganar unas lempiras que en algo le pueden servir, y la mira poniendo ojos de afecto que Sabina supo descubrir más tarde en la mirada que algunos ponían cuando trataban de hacerse los zorritos … La invitó a que lo acompañara para recoger algunas cosas y después se fueran a caminar por la ciudad … Mario camina desenfadado como si la niña fuera parte de su familia. Ella va seria, fijándose que por las calles del centro otras muchas chiquitas la observan con ojos de asaltar a la presa que sigue hablando del viaje a Copán … Mario Antenor le pide discreción a la entrada del hotel porque no hay que hacer cosas buenas que no lo parezcan si Sabina es su guía oficial y que necesita hacer unas llamadas por teléfono, y mientras ella revisa los mapas que le puso sobre la cama, Mario dijo que antes era necesario que ella se bañara porque esta su nueva amiguita de San Pedro andaba un poquito descuidada … Sin más, después que le dijo que no tuviera desconfianza, si él era ciudadano americano y que respetaba a una chica tan linda, sin más se metió a la bañera … le habló algo en inglés que ella por supuesto no entendió pero que en otro tiempo y en otro idioma después supo que se trataba de las mismas palabras que los hombres dicen cuando andan harto calenturosos … El tejano le regaló unos dólares y unos consejos que tenían que ver con el baño y la limpieza, la dejó dormir en el hotel y le dijo que él conocía a unos amigos que se la rolaron en los siguientes días, puros gringos” [23].
Esta mirada literaria es pertinente pues asocia la explotación sexual de adolescentes con la industria turística, tan cosentida, y se centra en la seducción como su principal motor en lugar de limitarla a la acción de misteriosas mafias frente a las cuales la solución policial sería bastante menos compleja que la que se requiere para prevenir historias como la de Sabina. Incluso el proxeneta que luego la conecta con los burdeles fuera de su ciudad, Danilo de León, es alguien que la enamora a punta de “acariciarla sin prisa, besarla con ardor pero sin estrujones, tocarla en los puntos que ella nunca pensó que le agradaría tanto” [24]. Para Centroamérica, como se verá, la información disponible sugiere hacerle, como mínimo, un par de adiciones a este guión de la prostitución juvenil que se inicia con un turista: mencionar las pandillas juveniles como catalizadores o promotores de la explotación sexual de adolescentes y reemplazar los raptos con seducciones algo más bruscas, o con rudos noviazgos.
La novela La Mara, está llena de personajes y escenas impactantes, que cualquiera estaría tentado a multiplicar por cientos de miles para hacer que de allí emerjan la magnitud, las características y las eventuales soluciones del fenómeno de las pandillas centroamericanas. En particular, para una de las ideas claves de este trabajo, la relación entre la violencia juvenil y otras pasiones sería en extremo oportuna. A diferencia de los trabajos académicos sobre maras, que son bastante parcos sobre la explotación sexual de las mujeres, en la novela las referencias al sexo violento y a la prostitución son recurrentes. Para no ir lejos está la ya mencionada Sabina, pequeña prostituta, hermana y ex amante de Jovany, un marero, y luego amante de Don Nico, el ex cónsul que vende visas. Doña Lita es la proxeneta que embauca niñas para trabajar en los burdeles y engancharlas para la venta de cocaína y otras drogas. El jefe de personal y catador de las menores es su parejo, el cura Felipe Arredondo. Están también las escenas, que vale la pena citar en detalle, de los primeros encuentros de Anamar, la asistente del consultorio de Ximenus Fidalgo y Jovany, el marero.
- Ella “ con la vista recorre el cuerpo de ese paciente que le aturde la paz interna, cuenta las tres lágrimas tatuadas bajo los ojos y siente que ella puede ser una más que se pegue al corazón de Jovany y ruede libre mojando la tristeza que derrama ese muchachito”.
- Él, “desde su asiento mueve apenas los ojos, estira el cuerpo, deja ver el tejido de las figuras tatuadas, siente y presiente la inquietud en la delgadita niña de cabello descuidado y ojos chiquitos como pringas. La mira y palpita fingiendo la pasividad con que mide la claridad del río bogando en las mejillas de la niña untadas a los pómulos, en el tono coloreado del rostro de la chiquita que anda zambullida en los triquitraques de lo nunca antes sentido y que él advierte a través del espacio del consultorio”.
- Ella “cuenta y recuenta los días en que él, su él aunque no lo sea, marca su ausencia por el lado contrario de la calle. Cómo reza para que su él, igual a copo de nieve, aparezca caído del color de los árboles de la selva. Camine con la lentitud de los pasos de una esquina a la otra, y mostrando los dibujos de su cuerpo y sin hablar le relate mil historias, una de ellas la de una niña que suspira por el amor de un héroe que cabalga dragones y cruza veloz por dos países en busca de la niña que aún no conoce … Qué triste verla así porque lleva casi dos semanas que su él no aparece”.
- Él, “la detiene antes de entrar a casa, la sobresalta, la palpita en el asombro, en el fruncir de los labios en esa voz de tonos tan bellos que la niña escucha junto a su llanto de felicidad suprema que ella deshace en los brazos que la cubren y en las manos de puntos negros que le limpian con dulzura el rostro. Llegó. Lo nunca creíble, llegó. Es Jovany quien le acaricia el cabello. Ese encuentro ha cambiado a la niña y la alegría se le cuela en la mirada … Cuánto amor por el mundo se introduce en la respiración de ella”.
- Él, “goza en el placer del retortijón corriendo por las figuras de su estómago al estar seguro de que la hermanita Anamar ha cambiado la tristeza por el regusto de saberse mirada y buscada”.
- Ella, “quiere que se repita la primera vez en que le secaron los ojos y le bebieron los latidos”.
- Él, “la visita no tantas como ella quisiera, sólo a ratitos en las tres ocasiones en que lo ha visto antes y después de la consulta, y el par de reuniones fuera de la casa en la oscuridad de la esquina”.
- Tata Añorve, el padre de ella, “no quiere que su hija se meta con tatuados, no, no lo quiere si esos son los mismitos hijos de Satanás, porque sabe de los horrores que de ellos cuentan, lo que tragan y se fuman, lo que beben y esconden , y ella que no, que no padre mío, si Jo es bueno y me respeta, ya verá cuando lo conozca”.
- “¿Sabrá la niña la historia que carga cada lágrima?”
- Por fin él, “ha tocado el pórtico de sus oraciones. Mira hacia los lados porque él siempre acostumbra mirar a quien lo puede estar mirando. Abre sin levantar los ojos del suelo y sin ocultar el sonido de su respiración amorosa. Entra a la casa con la prudencia del felino que pisa terrenos donde abundan las trampas” .
- Ella, con rubor “esperando las palabras imaginadas durante el baño después de arreglar la misma habitación en que se encuentra Jo y ella, por fin, sin que otra persona se entrometa porque nadie tiene el derecho de meterse en lo que sólo es propiedad de la niña Anamar”.
- Él, “deja ir con lentitud la pregunta de si están sólos moviendo después la mano para tocarle a ella el rostro y con la misma mano hacer que levante la cara y ella con la mirada pasiva vea los tatuajes en los brazos, en el cuello, con las lágrimas secas en las mejillas y él le diga sin levantar la voz que ya iba siendo hora que dejaran de jugar a los fantasmas y la tímida hermanita no sabe a qué fantasmas se refiere Jo”.
- “Los minutos son puntos extras en La Vida Loca y él tiene sólo un segundo que es lo que vale el mundo. Qué cantidad de brincos puede dar el tiempo en un segundo, eso no lo sabe la embelesada Anamar”.
- Ella “siente el cuerpo de su Jo juntarse a sus nervios y la boca con olor a mixtura de heno chaya arrayán y tamarindo meterse en los labios sin tacha y esconderse en los oídos que le silban algo enrabiado y ardoroso y de sus hombros las tiras del vestido venirse abajo sin detenerse ante la razón de negar lo que no sabe que debe negar cuando los tatuajes se meten en la punta de los pezones libres de un vestido ya en el suelo y rotos los calzones color rosa dejando escapar el olor que protegían entre los vellos ralos jalados al abrir las piernas por la fuerza que nada contiene ni siquiera los gritos de la aterrada hermanita silenciada de inmediato por un puñetazo en la cara recién retocada con el maquillaje comprado a plazos que ahora se destiñe por la saliva y el llanto que no hace sino enfurecer más al que se trepa y de un empujón mete lo que la desconocedora Anamar nunca ha visto y jamás verá después de dolor corriendo en su adentro que el cazador urgido de secarse las llamas con rugidos que la sumisa Anamar oyó pegados a sus cabellos cortos a sus ojos abiertos que desde el suelo miraron el fulgor de los ojos de Cristo sin timbre que los accione delineando los tatuajes en la figura de un hombre joven que acompasa su movimiento de caderas al trepidar de la dolida hermanita mientras le aprietan la garganta y con sed chupan la baba que se va de los labios de la reseca hermanita Anamar tan sola como se quedaría después en esa misma habitación donde Tara Añorve la descubrió la tarde en que los tordos desde los árboles gritaron más que las otras tardes” [25].
La magistral descripción de esa línea a veces imperceptible entre seducción y violación que resulta indispensable para entender las relaciones de pareja de los pandilleros, no es algo que se pueda considerar silvestre en la literatura académica. No cabe duda que de escenarios como este pueden surgir un sinnúmero de pistas para estudiar a las maras, pero siempre es útil ponderarlas, tratar de cuantificar su incidencia y contrastarlas con los datos. Es conveniente saber cual es la importancia relativa de los primeros encuentros como el de Anamar y Jovany versus los que se dan con violaciones colectivas de mujeres desconocidas, o las seducciones abortadas que terminan en agresiones o feminicidios, o las afiliaciones voluntarias de hynas a las pandillas. Es necesario saber si las niñas que se prostituyen, como las explotadas por Doña Lita, son unas pocas, o muchas, o casi todas las que tratan de cruzar la frontera, y cual es su relación con los mareros. Para esas frías y áridas labores puede servir la estadística.
Ampliar la teoría
El segundo filtro por el que deben pasar las descripciones, literarias o etnográficas, si se pretende que apoyen el diseño de intervenciones, es el de su consistencia. Para eso se requieren rudimentos de teoría, en distintos niveles, que no se contradigan entre sí, ni con los datos, ni con los testimonios.
El panorama completo de las maras es en extremo nebuloso. Es como una cadena de matryoshkas -las muñecas rusas que van una dentro de otra desde la más grande hasta las más pequeña- pero fabricadas no en madera sino en una gelatina maleable. La cadena se inicia con los adolescentes que encajan en sus clicas. Hay que entender qué es lo que los atrae. Y eso requiere una teoría del comportamiento individual juvenil, una herramienta escasa en las ciencias sociales. Dado el rejuvenecimiento de los pandilleros, la cuestión es tan esquiva como preguntarse ¿por qué juegan a eso algunos críos? Todo indica que las pandillas y maras funcionan como un transistor: el movimiento es más fluido en un sentido, el de entrada, que en el de salida. La mara compromete, obliga, formatea, marca de manera irreversible, como un tatuaje. Es necesario comprenderla como organización, y no como suma de una o dos decenas de adolescentes. Segunda área casi huérfana de teoría: las agrupaciones de machos con exceso de hormonas. Aunque el comentario sea impertinente, es factible que de eso los que sepan sean los militares, tan excluídos del debate por los analistas de pandillas. Estas organizaciones, voraces y maleables, no actúan en un vacío. Se cree que algunas reportan a estructuras superiores, locales o globales. Una de sus razones de ser es la defensa del barrio. ¿Contra qué? Contra otras maras, o contra la policía, o contra los delincuentes, o contra competidores en el menudeo de droga, o contra vecinos indeseables, o contra machos depredadores. Cada barrio tiene la pandilla o mara que le tocó, o que acepta, tolera o merece. Los barrios, las localidades, los países, tienen su historia, sus instituciones, legales, informales e ilegales, sus padrinos políticos, sus corruptos, sus capos, sus mafias. Estas, a su vez, responden a políticas externas, como la guerra contra las drogas, la cruzada contra el terrorismo o la construcción de murallas, de leyes o cemento, para frenar los flujos migratorios. Todo esto en medio de agendas políticas de ONGs, también externas, y de instituciones policiales y de justicia que apenas se están configurando en un entorno democrático.
Ante un escenario tan enredado y cambiante, explicaciones o recetas, simples y contundentes como que las maras son un resultado de la pobreza, o de la globalización, o que la represión no sirve, son inocuas como diagnóstico, no concuerdan con la información disponible y, sobre todo, conducen a la adopción de políticas desacertadas, o a la inacción. Además, evitan que se aborden las preguntas claves y se discutan los asuntos verdaderamente álgidos de política, como la pertinencia de la cruzada contra la droga, el conflicto entre las leyes de inmigración y la globalización, el dilema entre deportaciones y derechos humanos, o el impacto de la inversión extranjera en maquilas sobre el equilibrio por géneros en la población soltera.
Lejos de pretender que la caja de herramientas analíticas que se expone a continuación constituye una llave maestra, una ganzúa universal para abrir los misterios de las conductas adolescentes, en cualquier entorno, sí se espera que por lo menos amplíen el abanico de temas de pandilleros y mareros susceptibles de ser abordados de manera sistemática. El análisis de una gama de situaciones y conductas de los mareros –como por qué pelean entre sí, por qué se tatúan, por qué maltratan a sus mujeres, por qué les divierte hacer daño o por qué acaban en grupos religiosos- se puede enriquecer con tan sólo relajar el tradicional supuesto que todos los comportamientos tienen una lógica económica, laboral o política. Haciendo explícito que dos campos de la naturaleza humana, la agresión y el sexo, son no sólo parte esencial de la adolescencia, sino que están vinculados y ese vínculo merece tomarse en serio, se puede llegar a una comprensión un poco más acertada y refinada del fenómeno.
De la lectura de cualquier texto escolar de biología o etología queda claro que para cualquier ser viviente, el nombre del juego es el de la supervivencia pero, sobre todo, el de la reproducción. Tanto para la una como para la otra, el problema de evitar el daño, huir del peligro, evitar los depredadores, o ser uno de ellos, es tanto o más importante que el de enfrentarse a la naturaleza, o al sistema económico, para conseguir recursos.
Aunque bastante menos conocido que su trabajo sobre la selección natural de las especies, que aborda el problema de la lucha por la supervivencia, Charles Darwin también sentó las bases de lo que vendría a consolidarse como un área independiente de investigación, la selección sexual, que gira en torno al asunto crítico de la reproducción y la búsqueda de pareja. En The Descent of Man and Selection in Relation to Sex Darwin trató de manera sistemática la dimensión sexual, en parte porque sentía que la simple selección natural era insuficiente para explicar ciertos tipos de adaptaciones poco competitivas, tales como el hermoso plumaje de la cola del pavo real.
A diferencia de un reflejo común de las ciencias sociales contemporáneas, que consiste en ignorar o considerar irrelevante lo que desafía la teoría –o la agenda política- el asunto del vistoso y pesado plumaje de la cola del pavo real -que poco sirve para encontrar más recursos, o para huir del peligro- obsesionó de tal manera a Darwin que lo llevó a postular la teoría de la selección sexual. En este punto es inevitable un paréntesis para una irresistible metáfora: los tatuajes de los mareros serían su llamativa cola de pavo real. Son un handicap para defenderse de los depredadores, la policía o las maras enemigas, y tampoco ayudan a la obtención de recursos, pues estigmatizan en el mercado laboral. “Un tatuaje es motivo suficiente para ser rechazado por la población, no poder conseguir trabajo, ser señalado como indeseable o terminar en una cárcel, algo así como un infierno en la tierra” [26]. Su función, como en el pavo real, podría estar relacionada con las estrategias de búsqueda de pareja.
Anticipando en más de un siglo la solicitud, que se ha vuelto común, por un enfoque de género, Darwin planteó que “la selección sexual depende del éxito de ciertos individuos sobre otros del mismo sexo, con relación a la propagación de la especie; mientras que la selección natural depende del éxito de ambos sexos, en cualquier edad, con relación a las condiciones generales de la vida”.
En su obra, Darwin dividió la selección sexual en dos categorías básicas: la competencia entre machos, de la que surgen adaptaciones que sirven principalmente para la lucha por el acceso a las hembras y, por otro lado, las decisiones de pareja de las hembras, que producen adaptaciones como la cola del pavo real, los cantos elaborados y otros rasgos orientados a impresionar y atraer al sexo opuesto. En la especie humana, todas esa actividades, a veces redundantes e ineficaces en los mercados, como la literatura, la poesía, la música, las artes plásticas, los tatuajes o la retórica se adecuan a la propuesta de Darwin de mecanismos utilizados no siempre para aumentar la riqueza o el poder sino, en esencia, para ampliar las posibilidades de encontrar una pareja. También en la especie humana algunas guerras entre machos jóvenes solteros, totalmente irracionales bajo el prisma económico podrían comprenderse mejor como escenarios para la selección sexual.
En síntesis, y siempre bajo la restricción del principio de parsimonia, es útil hacer explícito el principio que, como cualquier especie, el ser humano busca sobrevivir y reproducirse. Teniendo en cuenta que para el objetivo de la supervivencia la cuestión de evitar el peligro y el daño es tan pertinente como la de obtener e intercambiar recursos, el modelo de comportamiento debe considerar, como mínimo, dos dimensiones autónomas adicionales a la materialista o económica: la agresión y el sexo. Ni las pandillas ni su fenómeno espejo, la prostitución adolescente, se comprenden acertadamente si se limita la explicación al ámbito laboral, o a la búsqueda de identidad, sin considerar de manera explícita las estrategias de búsqueda de pareja, fundamentales para cualquier adolescente, de cualquier cultura y en cualquier época.
La trilogía de los controles
Uno de los pensadores contemporáneos más interesado en el análisis sistemático del comportamiento humano es tal vez Jon Elster [27] quien, retomando preocupaciones milenarias y adoptando el postulado general del individualismo metodológico, sugiere ampliar el enfoque de la elección racional, que considera útil para entender ciertas interacciones, complementándolo en dos dimensiones. En primer lugar con la preocupación tradicional de la sociología por las normas, las reglas y los valores como elementos que afectan el comportamiento. Para Elster, entre mucho otros, es claro que aún las interacciones en las cuales prima el cálculo del interés racional se dan entre individuos que actúan en un entorno poblado de instituciones. Por otro lado, sugiere que el estudio del comportamiento incluya temas típicos de la psicología, o las neuro-ciencias, tales como las limitaciones cognitivas, las emociones, las compulsiones, las pasiones, o las adicciones [28].
En esas líneas, parece razonable proponer, para analizar el comportamiento individual de los adolescentes, pandilleros o no, un esquema que complemente el modelo de elección racional (ER) con dos elementos adicionales: por un lado, la alternativa propuesta por la sociología clásica, que se puede denominar el modelo de seguimiento de reglas (SR) (rule-following behavior) y por otra parte, con un componente emotivo-instintivo-pasional (EIP) tradicionalmente relegado por las ciencias sociales pero que es apenas prudente tener en cuenta. En otros términos en lugar del típico agente con un único centro de control de sus acciones, el de la elección racional, como plantea la economía, o un ente sólo cultural, como supone la sociología, se propone un individuo sujeto a una trilogía de controles. Esta parecería ser la caricatura mínima necesaria para abordar el estudio sistemático del comportamiento de un adolescente.
Diagrama 2
La importancia relativa de los tres componentes propuestos depende de cada situación específica. Así, mientras la conducta de un joven estudiante que decide no ingresar a la pandilla, o la de un pandillero que acepta distribuir droga para el capo de un barrio se pueden situar en algún punto del eje ER-SR, la de un marero celoso que lesiona a su pareja, o la de otro que mata por accidente en una pelea, estarán más cerca del vértice EIP. El comportamiento de quien busca vengar la muerte de un familiar, o uno de sus hommies, o el de un miembro de la policía que viola los derechos humanos de un marero enemigo detenido, estará localizado en algún punto del eje EIP-SR.
En términos del análisis relevante para la prevención de la violencia juvenil, en dónde lo que por definición se busca es, por medio de incentivos o estímulos, modificar ciertas conductas, la principal consecuencia del enfoque propuesto es que los incentivos i deben tener en cuenta el centro de control de dónde surgió la acción a. En particular, se plantea que con las acciones EIP o SR los incentivos (racionales/materialistas) ER tendrán escaso alcance y deberán considerarse otro tipo de incentivos, normativos o emotivos [29]. Si una joven dejó de estudiar, o tuvo un hijo, por convivir con su pareja o huye de la casa por temor a un nuevo abuso, los argumentos racionales para prevenir acciones de ese tipo tendrán un alcance limitado.
Diagrama 3
Se postula que, para ser eficaces, los incentivos que pretendan alterar los comportamientos deben tener en cuenta la combinación de componentes detrás de cada conducta. En particular, el alcance de las leyes para las cuales se contempla una sanción que se espera sea tenida en cuenta por un individuo racional puede ser precario para conductas con un alto componente emotivo.
A diferencia del modelo económico tradicional que se pretende aplicable tanto a los seres humanos como a distintos tipos de organizaciones, el esquema propuesto reconoce que el triángulo ER-SR-EIP es relevante principalmente para los primeros. Aunque para algunas organizaciones simples –la familia, la pandilla- se pueden percibir rezagos emotivos en ciertas conductas, a medida que aumenta su complejidad, su comportamiento se sitúa en el eje ER-SR. La extensión de dos conductas típicamente emotivas –el instinto de supervivencia y el ánimo de venganza- podría ser relevante para explicar ciertas conductas corporativas.
Parece ser una tendencia general, tanto para los individuos a lo largo de su ciclo de vida, como para las organizaciones e incluso sociedades a través de su desarrollo, el tránsito desde el componente esencialmente emotivo de las conductas hacia la mayor normatividad de los comportamientos y/o el creciente recurso a la razón. Este tránsito resulta indispensable para comprender tanto al adolescente que se escapa de la casa para ser absorbido por el rígido sistema normativo de las pandillas, como a la misma pandilla que evoluciona desde la rumba del barrio hacia la milicia o mara, necesariamente racional, que se asocia con el crimen organizado, la insurgencia o con los políticos, como a un ejército progresivamente respetuoso de los derechos humanos, como una sociedad que erradica el derecho de pernada, o el afán de venganza, del soberano.
Así, a nivel micro analítico lo que se busca destacar es que a lo largo de la vida de los individuos, e incluso de ciertas organizaciones que, en sus orígenes fueron fundamentalmente emotivas y espontáneas, es que la racionalidad, o la aceptación de las normas, son características que evolucionan y se van configurando de manera progresiva con el paso del tiempo. Este planteamiento no es más que una reformulación de la idea central del trabajo de Norbert Elías (1994), la del proceso de civilización de las costumbres: los instintos tuvieron que ser controlados por la razón y las normas. De particular relevancia fue el progresivo control de los impulsos violentos de los guerreros.
Diagrama 4
A nivel más específico, se abandona la idea, común en las ciencias sociales, que el comportamiento civilizado surge de una tabula rasa, noción compatible con la visión tradicional y romántica del buen salvaje, y de acuerdo con la cual todo lo que somos es un resultado de la cultura. Por el contrario, se adopta la idea que la educación, la socialización, la formación de hábitos civilizados, el respeto por la ley, tiene un importante componente de inhibición de conductas instintivas y naturales.
Diagrama 5
Una disciplina de particular relevancia para la prevención de la violencia juvenil es la criminología, no sólo porque aborda la pregunta fundamental –por qué algunos jóvenes cumplen las normas, en este caso las penales, y otros no- sino porque se trata de un campo que ha despertado un interés de las disciplinas más variadas y que, además, cuenta con un volumen considerable de trabajo empírico y de información disponible para contrastar hipótesis. Dentro de la criminología, hay una idea básica que puede ser de gran utilidad y es que para entender al criminal adulto es indispensable comprender al delincuente juvenil, pues es durante la adolescencia, a veces desde la infancia, cuando se configuran ciertas actitudes hacia la ley. Uno de los aportes recientes más interesantes de la criminología, el estudio de cohortes de jóvenes infractores, plantea que lo que somos como adultos ante la ley penal no es más que el resultado de una secuencia individual de pequeños incidentes acumulativos, que a lo largo de nuestra biografía el entorno inmediato acepta y consolida, o rechaza y corrige. En ese proceso de socialización, o civilización, el papel de la familia y en particular el de la madre, es crucial. Aunque la extensión de este esquema a las áreas no penales del derecho, y en general de las normas sociales es incipiente, hay razones para pensar que también es muy pertinente. La aceptación y la legitimidad de las leyes y las normas sociales no son sólo un asunto de adultos racionales que un buen día, reunidos en cabildo abierto, o luego de una ronda de negociaciones comunitarias, diseñan, demandan o adoptan un régimen legal. El derecho, las leyes, las instituciones requieren familias que las acepten, las legitimen y las transmitan. Y no todas las estructuras familiares son igualmente receptivas a los distintos arreglos legales e institucionales.
Algunos hallazgos recientes sobre desarrollo del cerebro durante la adolescencia, tienden a apoyar la propuesta de estudiar la trayectoria vital de los individuos para entender su comportamiento ante la ley como adultos. En efecto, se sabe ahora que el cerebro adolescente sigue formándose casi hasta los 25 años y que, además, las partes más primitivas del mismo –como el centro de control EIP- se desarrollan antes que las encargadas de controlar las pulsiones y tomar decisiones basadas en la razón. Así, el cerebro adolescente se caracteriza no sólo por un verdadero torrente de hormonas sexuales, como los estrógenos y la testosterona, que activan las emociones sino por un centro normativo y racional aún poco maduro. Encajan bien en este escenario la búsqueda de sensaciones fuertes, el gusto por el riesgo, el abandono a las sensaciones, emociones y pasiones, el afán por explorar, así como las dificultades para evaluar consecuencias, tan típicos de la adolescencia.
Un elemento crucial al analizar el comportamiento de los adolescentes es el de su interacción con las instituciones que lo rodean. Son innumerables, tal vez mayoritarios en la vida real, los casos de individuos que, como miembros de una organización, adoptan las conductas y comportamientos prescritos por dicha organización, sin que exista un margen de acción suficiente para hablar de elección individual. En estos casos, el supuesto más parsimonioso de comportamiento será el del seguimiento de reglas (SR) –las definidas por la organización- y una decisión crucial que se debe explicar para cualquiera de sus integrantes individuales será la de su ingreso o adhesión a la organización. En cierto sentido, los llamados ritos de iniciación no son más que un desplazamiento sustancial en el centro de control del comportamiento hacia la adopción de las normas o reglas que impone la organización.
“Una de las ceremonias de iniciación en la Mara Salvatrucha es que el candidato soporte 13 segundos de golpiza. En este ritual llamado “brincamiento” el candidato se debe pelear con tres pandilleros y en algunos casos con cinco. En otros casos debe pasar por un “túnel” formado por “hommies” quienes se encargan del maltrato. Otra de las obligaciones sería matar a un miembro de una organización enemiga” [30].
En este contexto, lo que muchas veces se busca infructuosamente explicar como una acción individual –un fanático que se suicida en un atentado con una bomba, un joven guerrillero que participa en un secuestro colectivo o un pandillero que cobra extorsiones o participa en un trencito- es más esclarecedor descomponerlo como una secuencia de dos acciones. La primera, individual, tiene que ver con la decisión de ingresar a un grupo. La segunda debe entenderse como la típica adopción de una norma, algo que se espera hagan los miembros de ese grupo. Este tipo de situaciones son innumerables en la vida real: el joven que ingresa a una pandilla en la cual “lo que se hace” es vestirse de determinada manera, o pintar graffitis, o tatuarse, o destrozar cabinas telefónicas. Para todas ellas, sería infructuoso tratar de explicarlas como decisiones individuales aisladas. No es una simple coincidencia que en algunas de estas circunstancias una salida, para evitar tal tipo de acciones, sea la de negociar o buscar un pacto colectivo con el grupo.
El caso extremo de este escenario es lo que Lewis Coser (1978) ha denominado las instituciones voraces, entendidas como grupos u organizaciones que demandan una adhesión absoluta de sus miembros.
Diagrama 6
Las declaraciones de un líder marero no podían ser más elocuentes acerca de cómo se deciden ciertas acciones. “Estaba en Los Ángeles, me comisionaron. A todos nos están rotando. Nosotros sólo recibimos órdenes. En la organización sólo se reciben órdenes. No se discuten. Ahora se nos ha ordenado que nada de drogas, nada de alcohol, nada de nada. Sólo proteger a los indocumentados que pagan el precio del servicio” [31].
El esquema de las organizaciones voraces es particularmente útil no sólo para analizar ciertas organizaciones, como las pandillas, los clanes o los clubes, sino para comprender lo que a primera vista resulta paradójico y es la aparente avidez normativa que muestran los individuos que se vinculan a tales grupos. También es pertinente para entender la previa desvinculación que, antes de ingresar a casi cualquier organización, se da de otra organización igualmente voraz, la familia. En este contexto, es útil anotar que el ingreso de los individuos a una organización requiere, como mínimo, descomponerse en dos pasos críticos : el abandono previo del sistema normativo al cual estaban adscritos, por ejemplo el que predomina en el hogar familiar, el club, la banda, o el sistema escolar y, sólo posteriormente, la vinculación propiamente dicha.
Diagrama 7
Para ilustrar que la idea de este tránsito de una organización, contra la cual muchas veces se rebela un individuo, hacia otra que es igual o más voraz, no es nueva vale la pena transcribir las anotaciones de un observador de las bandas andaluzas del siglo XIX.
“La etiología del bandolerismo se compone de dos momentos. Uno, de segregación (apothenosis) por el cual el individuo, a causa de algún yerro cometido, se pone en rebeldía frente a la ley y se constituye, de hecho, en bandido. Otra, de organización de una vida hostil a la sociedad (enantibyosis), agrupándose los bandidos, por afinidad y necesidad, en la banda por la que se llaman bandoleros. Ahora … la apothenosis, o tiene una levísima motivación o carece de motivación enteramente. El bandido, sin drama alguno interior, sin conflictos ni adversidades sociales críticas, se lanza al campo por vocación, convertida en profesión de su vida. La enantibyosis en algunas de las manifestaciones del fenómeno no afecta al grupo social originario y sí sólo a los extraños o a los forasteros” [32].
Los criminólogos de jóvenes han propuesto un esquema de análisis, el de los llamados senderos (pathways) hacia la delincuencia, que se puede resumir en los siguientes puntos: (i) varias dimensiones de los comportamientos problemáticos y de las infracciones a las normas o a la ley se originan en edades muy tempranas, (ii) tales conductas se desarrollan siguiendo una secuencia temporal y con bastante continuidad, (iii) por lo general las infracciones leves anteceden a las graves y ciertos incidentes pueden servir de catalizador del agravamiento de las conductas y (iv) creer en la legitimidad del “orden moral” inhibe la aparición de ofensas leves pero, a su vez, las transgresiones afectan la credibilidad en el “orden moral” [33].
Loeber (1996) propone superar la tradición de clasificar a los individuos sobre la base de su primera infracción grave y analizar el historial de conductas problemáticas pasadas en lugar de un solo incidente. Tremblay (2000) critica la idea de que las ofensas leves anteceden a las más graves y argumenta, por ejemplo, que el prototipo de la ofensa grave –las agresiones físicas que son muy corrientes según él entre los niños desde las edades más tempranas- anteceden a otras formas de violencia, como la verbal o la psicológica, evidentemente menos serias.
El elemento básico de este esquema, más complejo pero más realista, del individuo que –constreñido por las normas, atento a los estímulos, pero también sujeto a sus emociones, a sus pasiones y a sus acciones pasadas- se va trazando un camino peculiar e individual que ayuda a explicar sus conductas se adopta con algunas aclaraciones acerca de la viabilidad del trabajo empírico. La primera es la de las limitaciones de información, pues los instrumentos de medición necesarios para contrastar esta teoría de los senderos hacia la delincuencia juvenil –básicamente muestras longitudinales de seguimiento de una misma cohorte de jóvenes a lo largo de su vida- no están disponibles y simular estos instrumentos con encuestas retrospectivas es una fuente importante de imprecisión. La segunda restricción es que el esquema propuesto para las infracciones cometidas por un individuo no siempre es aplicable de manera inmediata a las agrupaciones de individuos que pueden ser determinantes, como tales, de la incidencia de ciertas conductas.
Es conveniente hacer énfasis en la existencia de algunas organizaciones como entes con dinámica propia, con reglas de comportamiento rigurosas y cuya existencia antecede la de los individuos que la integran. En innumerables circunstancias es conveniente analizar un escenario caracterizado por el ingreso de los individuos a un grupo u organización ya establecido que, posteriormente, lo induce a adoptar una amplia gama de conductas o a cometer ciertas infracciones.
En este contexto, el comportamiento de un individuo que acepta o incumple una norma se debe estudiar como una secuencia de dos pasos consecutivos, analíticamente distintos: 1) el ingreso a adhesión a un grupo u organización y 2) la adopción de las conductas, rituales, hábitos, procesos o infracciones que ese grupo ha adoptado previamente.
Así, por ejemplo, en lugar de tratar de explicar, vanamente, por qué algunos jóvenes colombianos participan frecuentemente en secuestros mientras que sus contrapartes centroamericanos lo hacen mucho menos o por qué unos jóvenes islámicos se suicidan en un atentado mientras que los adolescentes latinos no lo hacen, se propone diferenciar la adhesión a la organización de la adopción de ciertas conductas como miembro de ese grupo. La explicación de estas últimas –i.e. por qué las guerrillas colombianas recurren de manera sistemática al secuestro o Al-Qaeda al atentado suicida- requiere un análisis institucional, o histórico, de esas organizaciones como tales, que será más esclarecedor que un examen minucioso de las conductas individuales de los jóvenes que ingresan a ellas.
Diagrama 8
Aún a nivel microanalítico, el esquema de análisis propuesto se aparta del enfoque tradicional en la importancia que se le asigna a las instituciones y organizaciones que rodean al adolescente como elementos determinantes de sus conductas. Aunque parezca de Perogrullo, es conveniente hacer explícito que para entender el comportamiento de los seres humanos es imprescindible estudiar su entorno, las instituciones y organizaciones que los rodean, pues es allí donde se configuran ciertas conductas que no siempre son un asunto personal. Además, otra verdad de Perogrullo es que muchas de estas instituciones y organizaciones no son universales sino que pertenecen al ámbito local. La obligación de vengar la muerte de un familiar que impera en ciertas sociedades no existe en otras. Otro tanto se puede decir del reflejo de practicar la ablación a las mujeres, o la circuncisión a los hombres en ciertas culturas. La conducta de un guerrillero de las FARC, de un miembro del ejército, de un hippy, de un pandillero en Managua, de un marero en la frontera, de un monje de clausura, o de un jesuita, no pueden estudiarse sin comprender las organizaciones a las que pertenecen. A nivel mucho más banal, lo que con frecuencia se trata de analizar como una decisión individual y racional de un individuo se comprende mejor si se toma como una moda, un patrón de comportamiento compartido por todo un grupo.
Contrastar las hipótesis
Los testimonios, los reportajes o las aproximaciones literarias ayudan no sólo a comprender un fenómeno como el de las maras sino que pueden utilizarse para formular ciertas hipótesis que, enmarcadas en una teoría, puedan ser contrastadas con los datos. Son tres las fuentes de información disponibles para esta labor, para complementar el diagnóstico y tratar de medir cómo se involucran los jóvenes con la violencia. Están en primer lugar las estadísticas oficiales, de policía o del sistema judicial, cuya principal limitación es que incorporan y mezclan información no sólo del comportamiento de quienes delinquen sino de las víctimas, que pueden o no denunciar, y de quienes están encargados de controlarlos. Aún en los países desarrollados en dónde el registro oficial de las infracciones y delitos es minucioso, desde hace varias décadas se reconoce que el valor de una tasa de criminalidad para efectos de diagnóstico decrece en la medida que, a lo largo del procedimiento, aumenta la distancia entre la cifra y el incidente. Así, la información sobre delincuentes detenidos es menos valiosa que aquella sobre investigados a su vez menos pertinente que la de denuncias. Cada paso adicional en el procedimiento implica mayor confusión en las cifras y menos idoneidad de estas para dar información sobre el crimen, puesto que se van involucrando otras instancias y actores que no siempre son independientes de las características de los delincuentes. Es mucho más probable, como se verá, que un delincuente de escasos recursos reciba una condena que su equivalente con mejores contactos. Por ese simple hecho, la información de detenidos puede transmitir la idea errónea de una asociación entre clase social y delincuencia.
La segunda fuente de información la constituyen las encuestas de victimización, por lo general realizadas a los hogares. Este instrumento, cuya utilización se puede considerar rutinaria en un buen número de sociedades, ha sido de gran utilidad para entender la proporción de incidentes delictivos que no llega a conocimiento de las autoridades y las razones para que ocurra esta discrepancia. Desde el punto de vista de la prevención de la violencia, este tipo de medida es útil para identificar cuales son los elementos que, desde el lado de las víctimas, contribuyen a la incidencia de delitos, y a la sensación de seguridad. Sin embargo, para tener información sobre los agresores este es un instrumento con limitado alcance. Inicialmente, algunos criminólogos estadounidenses pensaron en la posibilidad de ir al terreno a observar de manera directa cómo se cometían algunos delitos. En esa línea se enmarcan los trabajos pioneros sobre pandillas. A pesar de que este tipo de observación directa permitió replantear algunas de las teorías acerca de la criminalidad, se hizo evidente la limitación que tenían para describir todo su funcionamiento. En particular, y como resulta obvio, estos investigadores podían observar sólo una fracción de lo que ocurría.
Si no se podía observar directamente a los criminales, una posible solución era preguntarles, ex–post sobre cómo, cuando y por qué lo habían hecho. Surgía así el principio de la tercera fuente de información sobre crimen, las encuestas de auto reporte. Inicialmente, hubo un gran escepticismo sobre la viabilidad de un esquema basado en que los infractores relataran su participación en actividades ilegales. Sin embargo, desde los primeros estudios, en los años cuarenta, se encontró no sólo que algunos delincuentes estaban dispuestos a contar sus historias sino que muchos de ellos lo hacían.
Historia de las encuestas de auto reporte [34]
Los primeros estudios empíricos sobre criminalidad se basaban exclusivamente en fuentes oficiales, de policía, juzgados y prisiones. Con este tipo de información los criminólogos lograron elaborar unos mapas con la geografía del crimen, y en ciertos casos, identificar algunas de las características económicas, sociales y demográficas de los agresores. Para los Estados Unidos, estos primeros ejercicios indicaban que el delito estaba concentrado de manera desproporcionada en las zonas más pobres y marginadas de las ciudades y que los condenados por la justicia eran ante todo personas de las clases populares o de minorías étnicas.
Ya desde los años treinta, algunos sociólogos como Merton y Sutherland empezaron a señalar que este tipo de información no era la más adecuada para el diagnóstico puesto que no daba una idea sobre la delincuencia escondida, que constituía la cifra negra de la criminalidad. El trabajo ¿Se puede medir la delincuencia? realizado por Sofía Robinson en los años treinta calculaba que el número de delincuentes juveniles se duplicaba cuando se tenían en cuenta algunas agencias no oficiales y no sólo los juzgados de menores. Además, se reportaba que las características sociales de los infractores, o cuestiones como su raza o religión, dependían mucho del lugar a donde eran enviados los menores. La autora concluía que la información judicial no sólo era insuficiente sino engañosa. Conclusiones similares se obtuvieron en estudios posteriores.
Se atribuye a Edwin Sutherland el impulso inicial de lo que luego habría de convertirse en la metodología de las encuestas de auto reporte. Su trabajo pionero sobre el crimen de cuello blanco sería un gran desafío a la noción generalizada que los individuos de medios sociales favorecidos tenían menos tendencia a infringir la ley. La discrepancia entre los datos oficiales que se concentraban en los delitos callejeros y las observaciones de Sutherland sobre los delitos cometidos por las élites llevaron a los criminólogos a buscar nuevas vías para medir la delincuencia.
En los años cuarenta, Austin Porterfield publicó Youth in trouble, que constituye el primer trabajo basado en una encuesta de auto reporte. El autor analizó los expedientes judiciales de un poco más de dos mil delincuentes de Texas e identificó cerca de 50 infracciones por las cuales se los condenaba. Procedió luego a hacer una encuesta entre un poco más de 300 jóvenes de las universidades del norte del mismo estado de Texas para determinar si habían o no cometido esas infracciones. Encontró que cada uno de los estudiantes era responsable de al menos una de las infracciones, que estas eran tan serias como las de los delincuentes (aunque menos frecuentes) pero que muy pocos de ellos habían tenido que rendir cuentas ante la justicia. Unos años después se realizó un estudio con una muestra más amplia (cerca de 1700 cuestionarios) y se encontró que dos de cada tres de los hombres y una de cada tres de las mujeres había cometido alguna de las catorce infracciones consideradas en la encuesta.
En los años cincuenta y con el objetivo explícito de contrastar la hipótesis sobre la relación entre clase social y delincuencia J.F. Short y F.I. Nye emprendieron un ambicioso estudio en escuelas secundarias en varias ciudades de los EEUU. Encontraron, de nuevo, que entre los jóvenes con diferentes antecedentes sociales y económicos, no se encontraban discrepancias significativas en el reporte de infracciones. El hecho de no encontrar una relación sólida entre clase social y delincuencia desafiaba las teorías predominantes basadas en el supuesto de una asociación negativa entre una y otra y sugería que la justicia de menores podría estar usando elementos extra legales para sus decisiones con respecto a los jóvenes delincuentes. Los resultados de este estudio estimularon un buen número de trabajos posteriores que se emprendieron en la década de los cincuenta y los sesenta. En todos ellos se encontraba que aunque la mayor parte de los jóvenes incurrían en actos delictivos, sólo unos pocos cometían crímenes serios de manera repetida. Con pocas excepciones estos trabajos llegaban a la misma conclusión de Short y Nye que la relación entre el estatus social y el reporte de infracciones era débil y que no reflejaba los hallazgos de los estudios basados en las estadísticas oficiales.
A lo largo de los sesenta se fue reconociendo el potencial de la metodología del auto reporte, se empezaron a explorar nuevos aspectos de la vida adolescente y a identificar otros elementos de la etología de las infracciones. Aparecieron temas relacionados con las estructura familiar y con el sistema educativo que se volverían luego centrales en este tipo de ejercicios. Un trabajo de M. Gold realizado en Michigan a principios de los sesenta mostró un efecto perverso de la acción policiva sobre el comportamiento de los jóvenes: el hecho de haber estado detenido se asociaba con un aumento posterior en las infracciones.
El influyente trabajo de Travis Hirschi, Causes of Delinquency, publicado en 1969 fue tal vez el primer esfuerzo importante por contrastar una teoría de la delincuencia utilizando encuestas de auto reporte. Este libro se convirtió en uno de los más influyentes en la historia de la criminología. Buena parte de los esfuerzos por contrastar teorías del crimen en las últimas tres décadas se han hecho con base en este tipo de metodología.
Un desarrollo posterior fue la introducción, en 1972 y en los EEUU, de encuestas nacionales de delincuencia y uso de drogas. La primera encuesta longitudinal de auto reporte fue realizada en los años sesenta y publicada por Elliott y Voss en 1974 como Delinquency and Dropout. Se mostraba la asociación entre abandono escolar y delincuencia juvenil. Ya a mediados de los ochenta se habría consolidado este salto cualitativo de encuestas con un diseño de panel, con las que se le hace un seguimiento por varios años a quienes responden.
A finales de los setenta, y ante la persistencia del problema de incoherencia entre las encuestas de auto reporte y las cifras oficiales de delincuencia se iniciaron algunos esfuerzos para examinar la fuente de estas inconsistencias. En 1979 se emprendió un estudio comparando las cifras de las tres fuentes –oficiales, victimización y auto-reporte- así como las características de los delincuentes que se derivaban de cada una de ellas. Se encontró que, en términos de las características de los agresores, existe una mayor similitud entre las encuestas de victimización y las cifras oficiales que entre estas últimas y las de auto reporte. Se planteó la posibilidad que las encuestas de auto reporte estuvieran captando un conjunto distinto de conductas que las otras dos fuentes. Posteriormente se observó que parte del problema podía originarse en el hecho que una pequeña parte de jóvenes comete un número desproporcionadamente alto de delitos. En las encuestas, estos delincuentes intensivos podrían estar sub representados.
Incluso en las encuestas longitudinales este problema de desgaste, o erosión (attrition) ha sido reconocido como relevante puesto que en una misma cohorte de jóvenes a los que se le hace el seguimiento es poco probable que los verdaderamente criminales sigan colaborando, con lo cual los resultados tenderán a subestimar la verdadera magnitud y gravedad de los incidentes cometidos.
Estos desarrollos en la metodología para recoger información coincidieron con un vuelco en el énfasis de la criminología, en los años ochenta, hacia la etología de los agresores. El asunto de los pocos agresores intensivos llevó a focalizar la investigación en los delincuentes crónicos. En particular, los trabajos de Alfred Blumstein recalcaron la necesidad de concentrar esfuerzos en el estudio de las carreras criminales, incluyendo los precursores tempranos de la delincuencia, la continuidad durante la adolescencia y las consecuencias sobre la criminalidad adulta.
En 1988 se reunieron en Holanda expertos en esta metodología provenientes de 15 países y acordaron emprender un ambicioso proyecto comparativo de estudios basados en encuestas de auto reporte con un formulario relativamente homogéneo. Los resultados de este ejercicio, que se resumen en otra sección, tienden a confirmar el hallazgo principal de una escasa asociación entre estrato socio económico de los jóvenes y reporte de infracciones.
En América Latina, fuera de las encuestas cuyos resultados se resumen en este trabajo, de un trabajo pionero realizado por Christopher Birbeck en Venezuela y de otro similar llevado a cabo en Colombia –alguno de cuyos resultados también se discuten en otra sección- es escasa hasta el momento la aplicación de esta metodología.
Las encuestas de auto reporte en Centroamérica
Como parte de los estudios de diagnóstico previos a la puesta en marcha de los programas de Seguridad Ciudadana del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en Centroamérica, se han realizado en Honduras, Nicaragua y Panamá cinco encuestas de auto reporte de conductas entre jóvenes. En algunos de estos trabajos, además, se han hecho encuestas de victimización tanto a hogares (Honduras y Nicaragua) como a empresas (Honduras). Obviamente, en el diagnóstico general de la situación de seguridad se han analizado, con distinto nivel de detalle, las estadísticas oficiales disponibles.
En cuanto a las encuestas de auto reporte, se han encuestado en total más de ocho mil quinientos jóvenes (8523), entre 13 y 19 años, de los cuales un poco más de las tres quintas partes (61.4%) estaban vinculados al sistema educativo y distribuidos por mitades entre hombres y mujeres. Entre los desescolarizados, hay mayor participación de hombres (68%) que de mujeres.
En todas las encuestas, la muestra de la población estudiantil se escogió de manera aleatoria primero con muestreo geográfico de los establecimientos y luego, dentro de estos, buscando representatividad por edades y género de los jóvenes a quienes se suministraba el cuestionario. El cuestionario se respondía de manera privada y anónima por los mismos jóvenes que lo auto diligenciaban.
Para captar a los jóvenes desvinculados del sistema educativo fue imposible encontrar un procedimiento de muestreo que garantizara, simultáneamente, aleatoriedad y el requisito de privacidad y anonimato de la encuesta. El segundo requisito, al cual se le asignó prioridad, hizo descartar la mayor parte de los procedimientos habituales de diseño de muestras, como los de selección geográfica utilizados en las encuestas de hogares. En la mayoría de los casos los esfuerzos se centraron en captar jóvenes con algún tipo de vinculación institucional que se pudieran agrupar para responder el cuestionario de manera anónima. Así, la mayor parte de los pandilleros, mareros y delincuentes juveniles que pudieron ser encuestados llegaron a la muestra de manera dirigida.
La principal ventaja del instrumento utilizado, fuera del considerable número de jóvenes que respondieron el formulario, es que permite elaborar no sólo un perfil de los infractores y pandilleros sino, sobre todo, comparar algunas de sus características con un grupo de control, el de los estudiantes. Esta es tal vez la innovación más importante de la metodología adoptada sobre trabajos previos. El hecho que la sub muestra de desescolarizados no sea aleatoria implica que no se puede utilizar para medir la incidencia global de infracciones, o de afiliación a pandillas. Además, las comparaciones entre localidades, y entre países, deben interpretarse con cautela para los no escolarizados. Otra consecuencia del procedimiento de muestreo es que muy probablemente se está sobre estimando el impacto del abandono escolar sobre la delincuencia juvenil, la afiliación a pandillas y la prostitución adolescente.
Otro de las innovaciones tanto de las encuestas de auto reporte como las de victimización realizadas ha sido la introducción de preguntas sobre la presencia de maras, pandillas o crimen organizado en el barrio de quien responde la encuesta. Es evidente que esta es una más de las muchas opciones que se tiene para tratar de medir esa influencia. Desafortunadamente, aún no se ha logrado desarrollar mecanismos para comparar estos resultados con otras fuentes de información sobre pandillas, como los inventarios o censos que realizan las autoridades o las organizaciones que trabajan con pandilleros.
Una de las principales limitaciones del esfuerzo realizado hasta el momento es que, por obvias restricciones presupuestales, no ha estado enmarcado en lo que sería deseable y es una investigación en la que las distintas metodologías –información oficial, historias, etnografías, entrevistas, testimonios- se refuercen y complementen. En particular, se hará obvia en la lectura de este trabajo la carencia de testimonios, historias de los barrios, y entrevistas a profundidad, levantados como parte del trabajo de campo, entre los mismos pandilleros, mareros y estudiantes que respondieron la encuesta. El único sustituto para esta escasez de evidencia cualitativa de soporte ha sido la literatura disponible y una que otra conjetura deductiva. De cualquier manera, no sobra aclarar que ninguno de los resultados expuestos, incluso aquellos que pasaron el severo cedazo de la significancia estadística se plantea como una eventual ley universal, independiente del entorno. Por el contrario, y como se hará explícito en las recomendaciones, todas las regularidades que aparecen en los datos se proponen como simples hipótesis susceptibles de verificación con otros datos, historias, testimonios y entrevistas recogidas a nivel local.
Otra peculiaridad del esfuerzo realizado hasta el momento, que no es inmediato calificar como limitación o ventaja, es que no corresponde a una investigación programada en su totalidad desde el principio con unos parámetros y unos formularios rígidos y uniformes. Ha sido, por el contrario, un proceso de aprender haciendo. La falta de resultados sugerentes en algunas encuestas llevaba siempre a la tentación de reformular algunas preguntas. Con este tipo de ejercicio, el dilema permanente ha sido entre la innovación, introduciendo nuevos temas y preguntas, y la posibilidad de comparar resultados entre las encuestas, dejando algunas preguntas sin modificar.
[1] Merino (2001) pp. 156 y 162
[2] Opiniones del sociólogo Gabriel Aguilera citadas por O’Kane (1994)
[3] Rocha (1999)
[4] Rocha (2000)
[5] Fernández y Ronquillo (2006) p. 59
[6] Ibid. p. 49
[7] Liebel (2002)
[8] Ramírez Heredia (2004) p. 81
[9] Rocha (2005)
[10] Héctor Abad, “Gavroche y la libertad”, Semana Agosto 27 de 2006
[11] Guadalupe Aldaco. Comentarios a la novela La Mara de Rafael Ramírez Heredia. http://www.rafaelramirezheredia.com.mx/opiniones_lamara.php
[12] http://www.rafaelramirezheredia.com.mx/opiniones_lamara.php
[13] B.J. Davey (1983). Lawless and Immoral, Leicester University Press, p.22. Citado por Small (1999)
[14] Jones David (1982). Crime, Protest, Community and Police. Londres: Routledge & Kegan Paul, p.125. Citado por Small (1999)
[15] “¡Si matan al marero que lo maten! Me importa madres”. Plática con Rafael Rodríguez Heredia, escritor mexicano. http://www.elfaro.net/secciones/Noticias/20040705/Platicas1_20040705.asp
[16] Liebel (2002). Énfasis propios.
[17] Ramírez Heredia (2004) p. 81
[18] USAID (2006) p. 14
[19] USAID (2006) p. 46
[20] USAID (2006) p. 15
[22] CSCE (1999) pp. 21 y 22
[23] Ramírez Heredia (2005) p. 213 a 218
[24] Ramírez Heredia (2005) p. 222 y 223
[25] Ramírez Heredia (2004) pp. 108 a 121
[26] ¿Quién está matando a los mareros? Univision Online, 6 de Octubre de 2005
[27] Ver por ejemplo Elster (1991) El Cemento de la Sociedad. Barcelona: Gedisa, o Elster (1986) The Multiple Self. Cambridge: Cambridge University Press o Elster, Jon (1997) Egonomics.
[28] Elster (1999)
[29] Ver Gazzaniga (1998) o Ledoux (1998).
[30] Anzit y Fernández (2006)
[31] Declaraciones del líder de la MS en la frutera México EEUU. La Prensa, Abril 10 de 2005
[32] de Quirós (1913, 1992) pp. 52 y 53
[33] Ver por ejemplo Loeber (1996) o Roché (2000).
[34] Esta sección está basada en Thornberry & Krohn (2000) y Farrington (2003)