Resultados globales de las encuestas


Incidencia de pandillas, inseguridad y delincuencia
El primer dato que vale la pena destacar es la alta presencia de pandillas en la región. En este punto es necesario hacer un paréntesis para aclarar cual es la definición de pandilla y pandillero en las encuestas . De manera escueta se puede señalar que pandilla (o mara) es simplemente lo que cada uno de los jóvenes que respondió la encuesta entiende por pandilla (o mara). No se les suministró a los jóvenes ninguna definición o aclaración previa del término. En los países en los que, como Honduras, es corriente el término mara fue ese el vocablo utilizado en el formulario. En los demás países se utilizó el término pandilla. Las preguntas sobre pandillas (maras) iban precedidas por una serie de indagaciones sobre los grupos de amigos que concluía con una pregunta sobre la similitud de tal grupo con una pandilla (mara). Con lo cual se puede suponer que no existe confusión en las respuestas entre la pandilla y un grupo desarticulado de compañeros o amigos. 

Más de la mitad (57%) de los jóvenes escolarizados reportan vivir en un barrio en el que operan pandillas y cuatro de cada diez manifiestan tener un amigo pandillero.

Alrededor de estos promedios se observan importantes diferencias geográficas: mientras que en Managua un 81% de los estudiantes señalan que en el barrio en donde viven operan pandillas, y en Panamá cerca de la mitad de los estudiantes (49%) reporta conocer personalmente un pandillero, para la Zona Metropolitana del Vallle del Sula (ZMVS) las cifras respectivas son del 33% y el 24%. Además, el ordenamiento de los lugares depende del indicador que se utilice.
Gráfica 3.1

Por otro lado, entre los estudiantes el auto-reporte de haber pertenecido a una pandilla es ligeramente inferior al 3%. Es conveniente reiterar que puesto que la muestra de estudiantes es aleatoria mientras que la de los jóvenes no escolarizados no lo es, para la comparación entre regiones el indicador de vinculación a las pandillas basado en el auto-reporte debe limitarse a los jóvenes que siguen vinculados al sistema escolar. Lamentablemente, no es posible saber si este es el indicador más adecuado de la incidencia global de pandillas en los distintos lugares, pero se puede sospechar que no. Como se vio, la capacidad de penetración de estas organizaciones en al ámbito escolar no necesariamente coincide con la generalización de su presencia en los barrios. Sería ingenuo pensar que la capacidad de captar pandilleros para que respondieran la encuesta fue la misma en todos los lugares en los que se aplicó la encuesta.

Gráfica 3.2
De cualquier manera, la incidencia de pandillas dentro del sistema educativo también presenta grandes discrepancias por regiones. La proporción más alta de estudiantes pandilleros se observa en Panamá (5.5%) seguida por Managua (3.4%), el resto de Nicaragua (3.0%), Tegucigalpa (1.8%) y la Zona Metropolitana del Valle del Sula (0.7%). Entre la incidencia máxima y la mínima se presenta una relación del orden de ocho a uno.

Llama la atención que es precisamente en los lugares en dónde las pandillas juveniles se denominan maras –Tegucigalpa y San Pedro Sula- que la incidencia de estas agrupaciones, sea cual sea el indicador que se utiliza, es menor. Tanto la presencia de pandillas en los barrios, como el conocimiento personal de uno de sus miembros, como el reporte de vinculación a estos grupos entre los jóvenes escolarizados es menor en las encuestas realizadas en Honduras, donde operan las maras, que en los países en dónde se sigue hablando de pandillas juveniles.

Así, los datos de estas encuestas sugerirían que la mara es un fenómeno menos generalizado entre los jóvenes que la pandilla. No es arriesgado considerar las primeras como entes más organizados que las segundas, como una especie de etapa posterior en su desarrollo. Las agrupaciones transnacionales, como la Salvatrucha son, en efecto, maras. En los países en donde, como Nicaragua, no se utiliza el término mara, son frecuentes las aclaraciones del tipo “aquí aún no han llegado”.

"Son dos realidades distintas, los miembros de la mara Salvatrucha hacen juramentos de fidelidad, todo un rito y pactos para quienes quieren integrarlas, es decir, es un asunto serio como que entres a una sociedad. En cambio, en Nicaragua, los jóvenes entran a las pandillas por diversión, desempleo, falta de alternativas; no se trata de un compromiso, nada que ver con eso" [1]. 

"En Panamá no hay maras, pero no podemos descuidarnos… En Honduras comenzaron como pandillas pequeñas y ahora es la principal amenaza a su seguridad nacional… Tenemos que vacunar a Panamá contra las maras y esa es la prevención" [2].

“De acuerdo con la policía, en Nicaragua hay sólo unos 4.000 pandilleros que no constituyen un problema serio de seguridad pública” [3].

Por otra parte, también se podría plantear que se trata de organizaciones menos impulsivas y más instrumentales en el uso de la violencia que las pandillas.

“Las maras en las que los jóvenes de los Estados Unidos llevan la voz cantante se caracterizan por ser especialmente grandes y rigurosamente organizadas. También, por actuar con armas de fuego. Las dos más conocidas son la Mara Salvatrucha (MS) y la Mara Dieciocho (M18)… Las maras centroamericanas actúan de manera más profesional y agresiva que las pandillas de Nicaragua” [4].

“En Nicaragua los grupos juveniles y pandillas no han alcanzado niveles de violencia como los tienen las maras… (que) son delincuentes altamente peligrosos y asesinos, pero los actos de las pandillas de Nicaragua rayan en la alteración al orden público, y los delitos más comunes que comenten son faltas, robos, asesinatos” [5].

En la mara la violencia tendría más una connotación de guerra que de riña. Incidentes como la masacre de 28 personas que se desplazaban en un autobús en San Pedro Sula, a finales del año 2004, atribuido a la mara Salvatrucha como respuesta al endurecimiento de la política contra la delincuencia juvenil del gobierno hondureño tienden a corroborar esta observación. En la misma dirección apuntan algunos resultados de las encuestas.

Esta en primer lugar el hecho que, con la notoria excepción de Managua, la sensación de seguridad en el barrio entre los jóvenes estudiantes es relativamente más favorable en los lugares donde las pandillas parecen un fenómeno más generalizado. Con un indicador de seguridad utilizado basado en la pregunta “¿qué tan seguro te sientes en las calles de tu barrio?”,  se observa que sobre la proporción de jóvenes que manifiestan sentirse muy seguros, o la de muy inseguros, la mara parece tener mayor impacto negativo que la pandilla.  La excepción, como se señaló, la constituye Managua en dónde se dan, simultáneamente, una mayor incidencia de pandillas en los barrios y una sensación de seguridad más desfavorable entre los escolarizados.

Gráfica 3.3
Puede pensarse que la sensación de seguridad no depende tan sólo de la presencia de pandillas sino de otros factores, como por ejemplo de la delincuencia común. De hecho, el perfil regional de lo que se puede considerar un indicador de la delincuencia, la tasa de victimización entre los jóvenes, no es el mismo que el de la presencia de pandillas. Tampoco es idéntico al del indicador de seguridad en el barrio. Globalmente, cuatro de cada diez de los estudiantes que respondieron la encuesta manifiesta haber sido víctima, alguna vez, de algún ataque criminal. Tan sólo la ZMVS con un 30%, difiere en más de cinco puntos de esta tasa promedio.

Gráfica 3.4
Un interrogante que vale la pena resolver es el de la asociación entre la presencia de pandillas en los barrios y la probabilidad de ser víctima de algún ataque. En el agregado de las encuestas, el hecho de que un estudiante reporte que en su barrio hay pandillas incrementa en un 66% la probabilidad de que manifieste haber sido víctima de un ataque criminal. Esta cifra varía bastante entre regiones, siendo muchísimo mayor el impacto de las pandillas sobre la victimización en Panamá (165%) que en la ZMAVS (103%), Managua (88%), en Tegucigalpa (82%), y en el resto de Nicaragua (38%). En todas las encuestas este coeficiente es estadísticamente significativo pero está lejos de ser el único elemento que explica las variaciones en la tasa de victimización. En otros términos, la responsabilidad de las pandillas en la pequeña delincuencia –todos los ataques incluidos en la tasa de victimización se pueden considerar menores- varía considerablemente de un lugar a otro.

Lo que sí puede anotarse es que, en todos los sitios en los que se aplicó la encuesta, la presencia de pandillas en un factor importante de inseguridad entre la población joven, que este impacto es mayor que el de la delincuencia callejera y que, en esta dimensión, las diferencias regionales parecen reducirse. En efecto, al calcular cual de estos dos fenómenos -la presencia de pandillas en el barrio o la delincuencia- tiene mayor repercusión sobre la percepción de seguridad en los jóvenes se encuentra que el impacto del primero es mayor, y más significativo en términos estadísticos.

Gráfica 3.5
De estos resultados, llama la atención, por lo bajo, el impacto de las pandillas sobre la sensación de inseguridad de los estudiantes en Panamá, que es casi la mitad del que se observa en promedio en las demás encuestas.

Con base en estos resultados, se puede señalar que un buen indicador de la incidencia de pandillas –el que capta de manera más clara el impacto sobre la percepción de inseguridad- es el que se basa en la percepción de los jóvenes sobre la presencia de pandillas en sus barrios.

Por otra parte, y de nuevo en apoyo a la idea de una diferencia entre la incidencia cuantitativa y la intensidad del fenómeno de las pandillas, se observa que es en aquellos lugares en los que aparece más generalizada la presencia de pandillas en donde estas agrupaciones parecen tener un menor poder efectivo sobre la vida del barrio.

Para acercarse a la medición del poder de las maras y pandillas, en las encuestas se solicitaba calificar  qué tan aplicable era al barrio la siguiente afirmación hecha por un pandillero ‘’nosotros gobernamos el barrio sin que nadie nos diga nada. Si alguien dice algo lo callamos. Se asustan porque somos muchos. Los jóvenes mandamos’’ [6]. Si se analiza la proporción de quienes estuvieron de acuerdo con que esa afirmación corresponde a lo que ocurre en su barrio, se observan no sólo importantes diferencias regionales sino, además, discrepancias entre el poder tal como lo perciben los pandilleros y los estudiantes. El hecho que los pandilleros consideren que sus grupos cuentan con un poder mayor al que le atribuyen los demás jóvenes podría explicarse porque algunos barrios en dónde ellos viven, y en dónde mandan tales organizaciones, estén sobre representados en la muestra de jóvenes no escolarizados. La diferencia es muy marcada en la ZMVS y en Panamá.

De cualquier manera, las respuestas de los estudiantes sugieren que en los lugares en dónde operan las maras se percibe un mayor poder de las bandas juveniles que en  los sitios en donde la denominación corriente es la de pandillas. La mara sería políticamente más fuerte que la pandilla.

Gráfica 3.6
En cuanto al auto reporte de infracciones, si se analizan las diferencias entre los pandilleros y los jóvenes vinculados al sistema escolar se corrobora la impresión de diferencias entre la pandilla y la mara. Parecería que, de nuevo con la excepción de Managua, en los lugares en dónde operan maras hay una mayor discrepancia entre la incidencia de infracciones cometidas por los pandilleros y por los estudiantes. En otros términos, se podría sugerir que las maras tienden más a monopolizar las infracciones que las pandillas. Mientras que en Tegucigalpa o San Pedro Sula, territorios mareros, el porcentaje de pandilleros infractores supera en cerca de 80 puntos el de estudiantes, en Panamá la diferencia se reduce al 50%.

Gráfica 3.7
Estas diferencias no son tan agudas, y el panorama cambia al considerar no la incidencia –porcentaje de jóvenes que han cometido al menos una infracción- sino la variedad de las infracciones. Conviene aclarar que lo que se reporta en las gráficas como número de infracciones cometidas no corresponde al concepto usual de reincidencia sino a la variedad de categorías dentro de las que se han cometido. Un número mayor implica una menor especialización.

En esta dimensión, se destacan por su mayor variedad de infracciones tanto los mareros hondureños como los pandilleros de Panamá.
Gráfica 3.8
Es interesante anotar que un perfil similar al de la variedad de las infracciones se observa para un indicador de la gravedad de la violencia juvenil, el auto reporte de haber cometido algún homicidio –o haber causado una herida grave- para lo cual, de nuevo, se destacan junto con los mareros de Tegucigalpa, los pandilleros panameños.
Gráfica 3.9
No deja de sorprender que la alta fracción de pandilleros homicidas en Panamá, en dónde más de la mitad (53%) de los miembros de bandas se declaran responsables de una muerte violenta o un herido grave, no tenga repercusiones sobre la sensación de inseguridad de los jóvenes en ese país, en dónde como se señaló se presentan no sólo los indicadores más favorables de seguridad sino el menor impacto negativo de las pandillas sobre tales indicadores. Se podría sugerir que en Panamá las pandillas están involucradas en enfrentamientos sangrientos entre ellas sin que esto tenga consecuencias en sus relaciones con los jóvenes no pandilleros.

Gráfica 3.10
Lo que, por el contrario, no sorprende es que las mismas localidades que se destacan por el alto reporte de homicidios por pandilleros sean las mismas en las cuales la venta de droga por ellos supere ampliamente la incidencia promedio de este tipo de infracción. Tanto en Tegucigalpa como en Panamá, más de siete de cada diez de los pandilleros reportan haber negociado con estupefacientes por lo menos una vez en la vida. En Panamá, además, el reporte de esta infracción entre los estudiantes (3.1%) es casi seis veces superior al promedio del que se obtiene para las otras encuestas (0.52%).

Tampoco sorprende que aquellos lugares en donde los pandilleros aceptan en mayor proporción haber cometido homicidios y haber vendido droga coincidan con aquellos en dónde manifiestan que tienen un mayor poder de control político sobre la vida de los barrios.

Pandillas, pobreza y exclusión
La explicación más extendida para la existencia de pandillas en Centroamérica, y para la vinculación de los jóvenes a tales grupos, es la de la precariedad económica. Es difícil identificar la ascendencia intelectual de estos planteamientos. Se trata de una mezcla entre anomia y lucha de clases que se percibe como algo tan automático y evidente que no requiere mayor elaboración conceptual.

“Las pandillas son típicamente descritas como grupos urbanos, de adolescentes de pocos recursos que se congregan para cometer actos antisociales y criminales … La mayoría de las investigaciones están de acuerdo en que las grandes fuerzas históricas y estructurales son fundamentales en la causa y persistencia de las pandillas callejeras … Si es verdad que las condiciones económicas y estructurales influyen en cómo se forman las pandillas, y en por qué los jóvenes se unen a ellas, especialmente entre las poblaciones étnicas y raciales que han sido históricamente contaminadas por esas fuerzas, entonces es muy fácil ver que son ésas las causas que necesitan ser estudiadas. Los efectos de esas fuerzas básicas han socavado y acallado influencias familiares y escolares. Como resultado, muchos de nuestros jóvenes están viviendo estrictamente según la cultura de la calle. La socialización callejera, a su vez, se asegura que pandilla tome el poder y se convierta en padre, escuela y fuerza policial” [7].

“La falta de oportunidad para acceder a una formación de bajo costo es limitante, dado que la tendencia del mercado de trabajo es de emplear mano de obra calificada. Al no contar con calificación laboral, el joven tiene dos opciones: subempleo o desempleo, lo que lo enfrenta a la inestabilidad laboral o a empleos escasamente remunerados; son opciones que conducen a la violencia social … No se cuenta con espacios de recreación o los existentes son muy reducidos, y hay serias carencias de personal especializado que oriente la recreación. Esas realidades originan en el joven una insatisfacción que él resuelve al integrarse en pandillas o “maras” para satisfacer dos grandes necesidades: socialización (¿cómo me inserto en esta sociedad?) y definición (¿qué papel tengo en esta sociedad?)” [8]

“Las ciudades latinoamericanas han mudado su semblante de pobreza paciente, trabajadora y optimista al de una pobreza permanente, dura y sin esperanzas. En estas sociedades se conforman universos dramáticamente fragmentados, en los que conviven sin pausa la superstición contemporánea del consumo, un capitalismo de casino en el que el éxito es cada vez más restringido y el poder más arbitrario y distante de las mayorías, para las que nunca había sido tan visible la certeza de sus imposibilidades. La crisis económica ha transformado la cultura urbana, por lo que los estilos de vida, las formas de trato, los deseos y hasta el uso del tiempo libre han terminado por adaptarse a la lógica de la supervivencia, redimensionando radicalmente la vida cotidiana de nuestra sociedad. Si sumamos a ello el abandono de la cultura político-social del optimismo, se dibuja claramente la crisis de las condiciones de movilización y participación, elementos básicos para el afianzamiento de las democracias. Comienza a gestarse el aval social de la violencia: la justicia no funciona, la sociedad civil no existe. En el interior del universo social y territorial de las clases populares venezolanas se ha iniciado, entonces, la construcción de un nuevo modo de vida. La escisión y fragmentación de una sociedad empujan a muchos jóvenes urbanos pobres a reconstruir y reafirmar su identidad, en un contexto social cuyo modelo único e ideal es el del consumidor a ultranza. De modo que muchos jóvenes, para cumplir con el rito de la sociedad de tener poder, y como no pueden ser ricos, deciden ser peligrosos … Ser joven y pobre en una sociedad significa ser portador de un estigma social profundamente criminógeno. Los jóvenes pobres “amenazan” la seguridad y la estabilidad social. Son la nueva “clase peligrosa”” [9].

“En el contexto de los cambios rápidos e irreversibles sucedidos en las formas de producción y en las relaciones humanas, la inaccesibilidad a los servicios y la internacionalización de los proyectos socio-políticos se generalizan, y el aspecto de la violencia aparece como una reacción, hasta cierto punto, previsible y nos parece natural reaccionar en defensa de nuestra propia especie. Con todo, la experiencia personal frente a tal falta de oportunidades de expresión, de acceso a los bienes de servicio, de estructuración del ser social y de construcción de una identidad, conduce a una reacción violenta como única opción … No hay lugar para el sujeto consumidor, no hay lugar para el sujeto productor, no hay lugar para el sujeto político. En conclusión, existe un proceso de exclusión permanente, cuyo vértice es la violencia y la intolerancia generalizadas” [10].

La asociación simplista entre precariedad económica y violencia juvenil está siendo criticada por quienes mejor conocen el fenómeno. El curtido pandillerólogo José Luis Rocha, luego de señalar  que  Nicaragua “muestra niveles de pobreza y exclusión superiores a los países con presencia de maras en áreas muy sensibles y determinantes” pregunta a “aquellos que insisten en una correlación unívoca entre violencia juvenil y niveles de pobreza, ¿cómo explican la ausencia de maras y los menores índices de violencia de las pandillas nicas?”. Para respaldar su inquietud cita un estudio de la CEPAL [11] de acuerdo con el cual “resulta conveniente evitar ciertos simplismos todavía vigentes en la interpretación del fenómeno de la violencia y delincuencia juveniles. Uno de ellos es el que asocia mecánicamente pobreza y delincuencia. Bajo este enfoque, la violencia es un derivado lógico de la pobreza, pero la evidencia disponible muestra que -contrariamente a lo que esa teoría indica- las mayores expresiones de violencia no se concentran en las zonas más pobres del continente, sino en aquellos contextos donde se combinan perversamente diversas condiciones económicas, políticas y sociales” [12].

A pesar de las observaciones anteriores, en otro trabajo, el mismo Rocha retoma la popular teoría, y en una versión aún más difícil de contrastar con los datos. No es la pobreza la que empuja a la violencia, sino la economía neoclásica. “Criminólogos y sociólogos han confirmado incuestionablemente que el auge epidémico de la violencia pandillera tiene sus raíces en la conducta de la economía neoclásica, con la salvedad de que la mano invisible que ordena el mercado, ahora empuña un AK-47, un mortero, una navaja. La mano que empuña el mortero es la misma mano invisible del mercado”. La evidencia que aporta para tan categórica afirmación no podía ser estadística, sino literaria. “Al vago Huck Finn, héroe literario de hace un siglo, tan contento entonces con sólo su libertad, se le han creado nuevas necesidades en la sociedad de consumo, se fue sintiendo excluido, y por eso se ha ido tornando cada vez más y más agresivo” [13].

La información de la encuesta es útil no sólo para contrastar la hipótesis de la pobreza sino para refinar el análisis e identificar los mecanismos a través de los cuales operaría la causalidad desde el ámbito económico hasta el entorno de las pandillas.

Son dos los indicadores que se tienen en las encuestas sobre la situación económica de los jóvenes. El primero se obtuvo preguntándole a los jóvenes la percepción de su posición en la escala social. El segundo hace referencia al monto mensual de sus gastos.

La identificación de la clase social del joven está basada en la siguiente pregunta: “en términos de su ingreso y su nivel de vida, la gente se describe a si misma como perteneciente a cierta clase social. (Alta, media o baja). Tú te describirías como perteneciente a la clase:  alta, media alta, media, media baja y baja”. Una de las principales ventajas de este indicador es que, al tratarse de una percepción relativa al entorno en el que vive el joven, permite agrupar los datos de las encuestas de los distintos países sin necesidad de hacer supuestos adicionales sobre diferencias urbano rurales, equivalencias cambiarias, niveles salariales o costo de vida. Además, no es difícil argumentar que, de existir algún tipo de influencia de la situación económica sobre las decisiones de los jóvenes, estas últimas deben darse en términos relativos, no absolutos.

En ocasiones se argumenta que este tipo de indicador es demasiado subjetivo y, sobre todo, que presenta el riesgo de que quien responde la pregunta sobre valore su verdadera posición en la escala social. No hay manera de contrastar con los datos de la encuesta la validez de estas críticas, pero tampoco se tienen muchos indicadores alternativos que se pueda pensar presenten menos inconvenientes y reflejen mejor la situación social y las expectativas económicas de los jóvenes. Algunos intentos que se hicieron en una de las encuestas averiguando los ingresos familiares resultaron poco menos que desastrosos. Lo cual no sorprende, pues no hay razón para pensar que los adolescentes están adecuadamente informados sobre la situación financiera de sus hogares.

Vale la pena observar la distribución de las respuestas a la pregunta sobre clase social entre los estudiantes, una muestra que, como se señaló, fue tomada en todas las encuestas de manera aleatoria. La distribución por clase social de los adolescentes que se deriva de las encuestas, tanto de los estudiantes como de los no escolarizados, está lejos de poderse considerar descabellada, o poco verosímil. Por el contrario, es bastante consistente con lo que se podría esperar a priori teniendo en cuenta la manera como se tomaron las muestras para las encuestas. Para la sub muestra de estudiantes que, como se señaló, es aleatoria y representativa de esta población, se obtiene una distribución adecuada, en forma de campana, con una moda del 46% en la clase media y ligeramente concentrada en los valores inferiores de la escala. El 8% de los estudiantes consideran pertenecer a la clase baja, contra 4% a la más alta y el 22% a la clase media-baja contra 20% a la clase media alta. Es claro que para quienes piensan que en Centroamérica toda la población, incluso la estudiantil, es y se siente muy pobre, la distribución parecerá demasiado optimista. Pero esto es lo que señala la opinión de los encuestados.

Entre los jóvenes no escolarizados, y tal como se podía prever por la forma empleada para levantar las muestras, la distribución está mucho más concentrada en los niveles bajos de la escala social. Más de la tercera parte de los jóvenes (35%) manifiestan pertenecer a la clase baja, el 26% a la media baja, el 23% a la clase media y un 5% a la clase alta.

Gráfica 3.11
No hay manera de saber qué tan representativa, por clases sociales, es esta muestra de la población de los jóvenes por fuera del sistema educativo. Se sabe que algunos grupos –por ejemplo los que dejaron de estudiar para trabajar, o los que emigraron- están sub representados, pero en esos grupos puede haber jóvenes de todas las clases sociales.

Por otra parte, la consistencia entre este indicador de clase social y el derivado del reporte de lo que gastan los jóvenes mensualmente también es bastante razonable. Para evitar los problemas asociados con la conversión de monedas, y conservar el principio de que el nivel económico de interés es en términos relativos, la variable que se obtuvo de manera directa en las encuestas, “cual es el monto mensual de tus gastos personales” se normalizó o estandarizó, restándole a ese valor el promedio de los gastos en la respectiva encuesta y dividiéndolo por la desviación estándar.

Lo que se observa es que, con algunas excepciones que pueden explicarse, es que: (i) los gastos se asocian positivamente con la percepción de la clase social, (ii) en cada clase social los jóvenes que trabajan, estudien o no, gastan más que los que no trabajan y (iii) los no escolarizados que trabajan reportan un gasto mayor que los estudiantes que trabajan, pero los estudiantes que no trabajan gastan más que los no escolarizados sin empleo.

Gráfica 3.12

Haciendo caso omiso de las diferencias salariales entre familiares, sobre las cuales no se tiene información, con algunos datos de la encuesta que reflejan el potencial laboral de los miembros del hogar, se puede construir un indicador sobre la capacidad de la familia para generar ingresos basado en las siguientes variables: (1) si el joven vive con su padre y su madre, o con esta última y su pareja, o sea si la familia cuenta con dos posibles fuentes de ingreso, (2) si tiene menos de 3 hermanos, (3) si no tiene medio hermanos, (4) si el nivel educativo de la madre es de bachillerato o más, (5) si la madre cuenta con un empleo y (6) si el padre cuenta con un empleo. Para reunir la información de todas estas variables en un único indicador se utilizó el método de componentes principales que simplemente resume toda la variación independiente que hay en cada una de ellas en un índice que se puede denominar de Capacidad Laboral Familiar (CLF) que toma el valor mínimo de 0 para el peor escenario de todas estas variables y el valor máximo de 100 en el mejor escenario posible.

Los resultados de este ejercicio muestran que este nuevo indicador, construido con información más objetiva que la de la percepción de clase social, sí está positivamente relacionada con esta última variable, tanto entre los jóvenes estudiantes como entre los no escolarizados. Así, mientras entre los estudiantes que se sitúan en la clase social más baja el índice CLF muestra un valor promedio de 47, entre los que se consideran pertenecientes a la clase social más alta la cifra respectiva es de 57. Para los no escolarizados las diferencias son aún mayores.

Gráfica 3.13

Conviene recordar que esta variable se construyó sin tener en cuenta las diferencias salariales; sería un indicador de nivel de vida si todos los ingresos monetarios fueran similares. Por eso se observan, entre los estudiantes, diferencias tan pequeñas entre los extremos de la escala social. De cualquier manera, este nuevo indicador señala que la percepción de clase social que manifiestan los jóvenes no es tan arbitraria ni irrelevante, y sí contiene información pertinente sobre su condición económica y social.

Puesto que estas distribuciones de los jóvenes por clase social, su asociación con el gasto, y con el indicador de capacidad laboral familiar parecen razonables y verosímiles, se puede proceder a cruzar algunos datos de la encuesta con este indicador de la situación social y económica de los jóvenes para contrastar algunos postulados de la teoría de las deficiencias económicas.

La primera variable que vale la pena cruzar con la percepción del estrato de los jóvenes es el reporte de haber estado vinculado, alguna vez, a una mara o pandilla. Los resultados de este ejercicio son pertinentes, puesto que, por un lado, muestran que la tradicional asociación entre la situación económica la vinculación a las pandillas se observa en los datos con claridad tan sólo entre los jóvenes no escolarizados, pero es mucho más tenue, prácticamente irrelevante, entre la población estudiantil.

Gráfica 3.14
Entre los jóvenes que no estudian, la mayor proporción de pandilleros (27%) se observa en el estrato social más bajo. En la clase media-baja el porcentaje es del 22%, en las clases media y media alta del 12% y en la clase alta del 10%. Entre la población estudiantil, por el contrario, la relación entre clase social y afiliación a las pandillas es menos nítida, no es decreciente, el porcentaje no varía mucho alrededor del promedio (3%) y la fracción de pandilleros en la clase más alta (4%) es muy similar a la del estrato inferior (5%). En otros términos, entre los estudiantes no se observa un efecto claro de la situación económica sobre la decisión de los jóvenes de vincularse a una pandilla.

Si se utiliza como indicador de la situación económica de los jóvenes el monto mensual de sus gastos personales, el panorama en el universo estudiantil no cambia de manera perceptible: la proporción de pandilleros es más o menos similar en todos los quintiles del gasto. Sobre todo, es muy similar entre el quintil superior, los jóvenes que más gastan, y el quintil inferior, los más pobres. Entre los no escolarizados, por el contrario, sí se observa una relación pero esta es positiva: hay una proporción de pandilleros (25%) entre los no escolarizados que gastan mucho, los del quintil superior, que es casi el doble de la que se observa entre los que gastan muy poco (13%).

Gráfica 3.15

Otra manera de contrastar la hipótesis de la precariedad económica con estos datos es mirando la distribución por clases sociales de los pandilleros, tanto los que estudian como los que abandonaron la escuela. Se observa que estas distribuciones son bastante similares, respectivamente, a la de la población de estudiantes y a la de los jóvenes desvinculados del sistema educativo. La mayor proporción de estudiantes pandilleros (40%) se sitúa en la clase media, un 23% siente que pertenece a la clase media-alta, un 17% a la media baja, un 15% a la baja y un 5% a la clase más alta. Entre los pandilleros no escolarizados, más de la mitad (51%) dice pertenecer a la clase social más desfavorecida y desde esta cifra desciende de manera más o menos uniforme el porcentaje hasta sólo un 2% que perciben estar en el nivel social superior. 

Gráfica 3.16
Estas gráficas son útiles para ilustrar por qué es tan persistente la idea de una asociación entre pobreza y pandillas. En la sub muestra de jóvenes no escolarizados la gran mayoría de los pandilleros, casi el 80%, pertenecen a las clases más bajas. En este ejercicio, sin embargo, se ha hecho explícito que esta muestra no es aleatoria ni es representativa de la población por fuera del sistema educativo. Aún más, no es arriesgado afirmar que la muestra, que fue dirigida, se tomó en la práctica tratando de captar pandilleros, y pandilleros de los estratos más bajos, que son los que normalmente se hacen visibles en las calles o acuden a las organizaciones y asociaciones que trabajan con ellos. Se puede sospechar que las pandillas de jóvenes ricos -que también las hay- son menos fáciles de detectar, porque cuentan con espacios privados para reunirse y es poco probable que estén vinculadas a programas de prevención o rehabilitación.

En buena parte de los trabajos que se han hecho sobre pandillas en Centroamérica, los procedimientos para captar los jóvenes que se entrevistan tienen esa misma limitación: es casi seguro que la muestra no es ni aleatoria, ni representativa. Y esto no es una crítica, ya que son obvias las dificultades para hacerlo de otra manera. Sin embargo, no es usual que en las generalizaciones que se hacen a partir de esas muestras, sesgadas hacia los pandilleros de los segmentos más desfavorecidos, se haga explícita esa limitación. Esta es tal vez una vía a través de la cual se ha sobre estimado el impacto de las condiciones económicas sobre la vinculación a las pandillas. 

Para ilustrar con un ejemplo trivial el clásico problema de muestreo que se quiere destacar, se puede pensar en un trabajo en dónde se busque investigar cuales son los factores que afectan que una persona, o una familia, decida obtener su sustento de la venta de comida al público. Si esta investigación se circunscribe a los barrios populares, se concentra en los negocios callejeros, y se apoya en organizaciones que ayudan a las empresas informales en la obtención de licencias, y no se incluyen en la muestra las cafeterías o restaurantes de lujo, una conclusión de tal investigación será que la venta de comida está asociada a la precariedad económica y a la marginación. En ese sentido, casi cualquier actividad que se investigue –venta de comida, emigración, trabajos en el sector servicios, prostitución- para la cual la muestra esté limitada a personas de bajos recursos aparecerá como una respuesta a las limitaciones económicas.

Incluso si se puediera obviar el problema de la adecuada representatividad de la muestra y se lograra que esta fuera aleatoria, es bueno recordar que, en una sociedad pobre, cualquier subconjunto de personas escogido al azar tendrá una mayoría de individuos pobres. En cualquier país de América Latina, una muestra aleatoria de personas –peluqueros, futbolistas, plomeros, ciclistas, feligreses, dueños de ventas de comida, o usuarios de teléfonos- tendrá una proporción de gente en situación económica precaria tan alta como la del conjunto de la población.

De la muestra de estudiantes pandilleros en las encuestas, por ejemplo, que es tomada al azar, se puede concluir que un alto porcentaje, el 71% de ellos, pertenecen a la clase media o baja y que tan sólo un 5% hace parte del reducido círculo de privilegiados de la clase alta. Es fácil la tentación de inferir de allí una eventual asociación negativa entre el nivel económico y la afiliación a las pandillas; una relación que, como se vio, es bastante tenue ya que en la población total de estudiantes la distribución por clases sociales es  muy similar a la de los pandilleros.

Vale la pena analizar cual es el perfil del cruce de otros indicadores de influencia de las pandillas con el estrato social de los jóvenes. Con relación al reporte de relaciones de amistad con algún pandillero, lo que se observa es una gran homogeneidad por clases sociales, tanto entre los estudiantes como entre los no escolarizados. Con la excepción del segmento más alto de jóvenes desvinculados del sistema educativo, cerca de cuatro de cada diez jóvenes, en todas las clases sociales, estudien o no, reporta tener un amigo pandillero. Así, mientras que para la vinculación a las pandillas la escolaridad parece tener un efecto protector, para el contacto de amistad con las pandillas ese filtro no muestra tener mayor efecto.
Gráfica 3.17
Otro indicador de incidencia de pandillas, la percepción de su presencia en el barrio en el que viven los jóvenes, muestra un perfil similar al del reporte de tener un amigo pandillero: relativamente constante entre los estudiantes, y decreciente al aumentar la clase social entre los no escolarizados. Para este indicador, sin embargo, sí se alcanza a percibir, en la muestra de los estudiantes, una relación negativa, como postula la teoría de la precariedad económica: mientras el 62% de los jóvenes que dicen pertenecer al estrato más bajo reportan que en su barrio operan pandillas, entre los de la clase social más alta la cifra respectiva es del 54%.

Gráfica 3.18
Vale la pena analizar si esta relación, leve pero negativa, persiste al controlar por la cercanía de los jóvenes a las pandillas, separando la muestra de estudiantes entre aquellos que tienen un amigo pandillero de quienes no reportan tal tipo de relación. Lo que se observa es que una vez se controla por la amistad con los pandilleros, incluso el indicador de pandillas en el barrio aparece insensible a la situación económica de los jóvenes: en el estrato más alto, el 84% de los estudiantes que tienen  amigo pandillero señalan que viven en un barrio en dónde operan pandillas. Entre los jóvenes de la clase social más baja, la cifra respectiva es muy similar, del 83%.

Gráfica 3.19
Hechas estas observaciones vale la pena referir algunas de las explicaciones que con frecuencia se plantean sobre la violencia juvenil para contrastarlas con los datos de las encuestas.

La riqueza no es vacuna contra la violencia
“Los verdaderos pobres de este mundo padecen a los ricos y se destruyen unos a otros, pero no causan masacres entre nosotros. Sólo atacan los que ansían la primacía, no los que padecen la marginación” [14].

Esta observación de Fernando Savater para desafiar lo que él denomina las explicaciones conmovedoramente burguesas -como la pobreza, la injusticia, los atropellos bélicos- para el terrorismo islamista se puede extender al fenómeno de las pandillas y las maras, para las cuales sigue siendo común la referencia a la precariedad económica como factor determinante de las conductas violentas de los jóvenes.

De acuerdo con una hipótesis que se hace a veces explícita la pobreza sería una condición necesaria de vinculación a las pandillas: se plantea que todos los pandilleros son pobres. Se da por descontado que no existen bandas con jóvenes agresores provenientes de familias acomodadas, que la riqueza es una especie de vacuna contra el delito y la violencia.   

“En todos los casos, los pandilleros o mareros son personas pobres, jóvenes de barrios marginales, en su mayoría del ámbito urbano,  muchachos expulsados de las escuelas, desempleados, abusados, integrantes de minorías en busca de identidad social o colectiva; como se dice popularmente, gente de la calle” [15] .

“La vida para estos jóvenes en sus primeros años de vida ha sido de frustración, ya que no han podido satisfacer sus necesidades básicas de afecto, seguridad, estabilidad, alimentación. Han sido dejados en completo abandono… Para estos jóvenes, que han perdido a su padre y madre, y que viven solos, el sistema social formal no tiene nada que ofrecerles. Para ellos no hay escuela, ni trabajo, ni beneficios. Por eso, lo único que les queda es lo que hay en el complejo y alternativo mundo de la marginalidad” [16].

Lo que rara vez se hace explícito cuando se afirma que todos o la mayor parte de los pandilleros son de origen humilde es que, con frecuencia, el diseño mismo de los trabajos de los que se deriva esta observación hace que este sea un resultado inevitable, puesto que los jóvenes que se estudian o entrevistan se escogen, no de manera aleatoria para representar a la población, sino en los barrios populares.

Los datos de las encuestas de auto reporte, no avalan la afirmación que todos los pandilleros son de escasos recursos, o que ninguno hace parte de la población privilegiada que asiste a la escuela, o que cree hacer parte de la clase alta. En todos los lugares en los que se realizó la encuesta hay reportes de haber estado vinculado a una mara o pandilla entre los estudiantes. Y entre mareros y pandilleros no son escasos los que dicen pertenecer a las clases medias y altas. Con la posible excepción de la encuesta realizada en la zona alrededor de San Pedro Sula, en Honduras, y en dónde el hecho de pertenecer a las clases sociales más favorecidas parece ser un factor que casi elimina la posibilidad de la vinculación a las maras, pues se reduce a menos del 1%, en todos los demás lugares en los que se aplicó la encuesta, entre el 5% y el 15% de los jóvenes con situación económica muy favorable reportan haber estado vinculados a las pandillas o a las maras.

Gráfica 3.20

Por otro lado, entre los jóvenes pandilleros que respondieron la encuesta, aunque cerca de la mitad se sitúan en la clase más baja, uno de cada cuatro (26%) considera que pertenece a la clase media baja, el 18% se sienten de clase media y un no despreciable 10.4% manifiesta pertenecer a las clases más altas. Alrededor de este promedio se observan importantes diferencias regionales. Mientras que en Panamá, es baja la fracción de pandilleros (3.5%) que dicen pertenecer a la élite, en Tegucigalpa un impresionante 42.5% de los mareros captados en la encuesta manifiestan pertenecer a las clases sociales más altas.
Gráfica 3.21

Es imposible saber con los datos de la encuesta si estos pandilleros de buena posición social fueron originalmente señoritos de la élite que se vincularon a las pandillas –por razones tan variadas como no aburrirse, conseguir droga, defenderse o vengarse, acosar mujeres, jugar a la guerra o hacer negocios sucios- o si se trata de jóvenes de origen modesto que en la pandilla ascendieron -de manera vertiginosa pues todos son menores de 19 años- en la escala social. Desde la perspectiva de los programas de prevención de la violencia juvenil, ambos escenarios son pertinentes tanto para el diagnóstico de los problemas juveniles como para las recomendaciones de política pública.

Si se trata del primer escenario, el grupo de señoritos pandilleros presenta un gran interés analítico, porque su estudio y comprensión permitiría avanzar y sofisticar el diagnóstico de la violencia juvenil. El hecho que jóvenes para los cuales no aplica el discurso del rebusque y la supervivencia -que no viven hacinados, a quienes no les faltan recursos para ocupar sus ratos de ocio, que tienen acceso a canchas deportivas o piscinas privadas- también se vinculen a las pandillas es un desafío importante a la idea implícita pero generalizada que las mejores oportunidades económicas constituyen una especie de vacuna contra la violencia juvenil.

Lo que sí se puede señalar es que los pandilleros con buena posición social son menos vulnerables a la actuación de la justicia. Y esto es más que una conjetura. De acuerdo con los datos de las encuestas, un 48% de los pandilleros estudiantes reporta haber estado detenido alguna vez por las autoridades. Esta proporción de estudiantes miembros de bandas en problemas con la justicia sí se asocia negativamente con la escala social: muestra un máximo del 70% entre los pandilleros del estrato más bajo y desciende paulatinamente hasta situarse en un cómodo 29% para los pandilleros de la clase más alta. La impunidad parece ser algo que compran los jóvenes de la élite vinculados a las bandas. Y esa puede ser una fuente de sesgos en los trabajos  sobre pandillas que a veces se basan en encuestas a jóvenes detenidos, que por lo general son los de más escasos recursos.

Gráfica 3.22
Entre los pandilleros no escolarizados el impacto del estrato sobre los chances de haber estado detenido es menor, pero de todas maneras se observa que en la clase alta se cuenta con mayor inmunidad a la actuación de las autoridades judiciales.

Podría pensarse que el menor contacto de los señoritos pandilleros con la justicia tiene que ver con que sus actuaciones son más inocuas, pero esto no es lo que muestran los datos. Como se analiza más adelante, el estrato económico no ayuda a explicar la incidencia de infracciones graves, que las cometen tanto los pandilleros pobres como los ricos, pero sí la facilidad para evadir la acción de la justicia, y el efecto del estrato persiste aún cuando se controla por otras variables. Además, el impacto es importante. Una vez se tienen en cuenta otros factores que afectan la detención, como la edad, ser hombre, haber cometido un crimen o ser pandillero, el sólo hecho de pertenecer a la clase alta reduce en un 60% tal probabilidad.

Es curioso que quienes plantean vínculos estrechos entre la precariedad económica y la violencia juvenil señalen a la vez la estigmatización que sufren los jóvenes más pobres por parte de las autoridades, pues estos dos planteamientos son en últimas contradictorios. No tiene mucho sentido postular que los jóvenes ricos, que gozan de mayor impunidad, son menos propensos a la violencia.

No es arriesgado pensar que los pandilleros de alta posición social constituyen la materia prima más idónea para organizaciones paramilitares o grupos de limpieza social que, en últimas, contribuyen a espirales de violencia por retaliaciones y venganzas privadas, socavan las instituciones y limitan el alcance de los programas de prevención. Si, además, como se puede temer, cuentan con recursos para adquirir armas, y aportan a la pandilla aptitudes empresariales, facilidad para arreglar informalmente cualquier problema con la justicia comprando impunidad, capacidad de liderazgo o de subcontratación de asalariados para el trabajo sucio, contactos en los organismos de seguridad, su impacto sobre las organizaciones juveniles violentas puede ser importante.

El segundo escenario, los pandilleros que en un par de años suben de manera acelerada toda la escalera social, no es menos pertinente pues muestra las limitaciones de los programas de rehabilitación y reinserción basados en el aprendizaje de oficios modestos y sugiere que, desde una perspectiva puramente económica, la pandilla sería no una simple tabla de supervivencia sino una buena alternativa económica disponible para algunos jóvenes.

La experiencia colombiana es rica en ejemplos de hombres de buenos ingresos y posición social que se involucraron con organizaciones armadas, o las crearon. Se pueden mencionar los líderes del Cartel de Cali, que iniciaron con un secuestro de un compañero de las aulas universitarias un próspero negocio de tráfico de drogas; Ricardo Palmera, un alto ejecutivo bancario que se vinculó a las FARC; la cúpula inicial del ELN, compuesta por la élite estudiantil universitaria de los años sesenta, y  buena parte de los líderes de los grupos paramilitares. También sobran los ejemplos de descomunales fortunas amasadas en unos pocos años por jóvenes intrépidos en organizaciones criminales.

El perfil de uno de los testigos claves en el proceso de infiltración de los paramilitares colombianos en la política electoral no podía ser más ilustrativo, y devastador con la visión simple que los adinerados están vacunados contra la delincuencia. “Cuando Jaime Pérez habla de su vida parece que se sintiera orgulloso de haber estudiado en el mejor colegio de Barranquilla con los hijos de la clase dirigente: los Char, los Name y los Gerlein. Pero también dice que en el mismo colegio estudiaban los hijos de los narcos. Con los primeros gozaba en Bongo, la discoteca de moda. Con los segundos aprendió el negocio de la droga. Andaba con la gente de la sociedad, se vestía bien y jamás se acostaba sin comer, pero su única ambición era la plata y las mujeres. Relata sus 30 años de vida como si fuera uno de esos cuentos que los costeños saben contar muy bien. Recuerda que un día en Barranquilla un tremendo carro frenó y era un viejo amigo que no veía desde hacía años. Le decían 'Boliche'. Pero su verdadero nombre era Jorge Luis Hernández Villazón, un joven de Valledupar que, como él, creció en una de las familias de sociedad. "Cuando lo volví a ver ya era la mano derecha de Mancuso que lo quería como a un hijo porque era en el único que confiaba para que le sacara la droga del país. 'En el momento de gozar se goza', me dijo. 'Vente a trabajar conmigo y jamás te faltaran las mujeres, la plata, los carros, el poder y las armas'. Y así fue. Me convertí en la mano derecha de 'Boliche'. Me presentó a Mancuso y después conocí a  Jorge 40” [17]. 

A pesar de testimonios como el anterior –muy probables desde que los narcos tuvieron algo de poder- de la larga tradición de investigación en el área de la violencia, y de lo visibles que han sido las historias de ricos violentos o de violentos enriquecidos, sólo recientemente empieza a manifestarse en Colombia alguna preocupación por tales ejemplos de violencia juvenil no relacionada con la precariedad económica, algo que no concuerda con la teoría predominante.

En Bogotá, por ejemplo, los grupos de jóvenes universitarios motorizados que acosaban y golpeaban prostitutas y travestis en las calles, o que armaban trifulcas en los parques, los bares y cafeterías de los barrios de estratos altos son anteriores a las pandillas de los barrios populares. Sin embargo, el interés de los medios de comunicación por estas bandas de señoritos, o niños bien es reciente.

“Si te haces amigo de los de Multi, tienes respaldo para encargar golpizas y, en las fiestas, siempre te invitan al mejor trago y a cigarrillos”. “Siempre andan con niñas superlindas que se visten superprovocativas”. “Hay muchos que tienen pistolas y chuzos, pero son muy reservados y nunca nos cuentan de dónde sacan las armas”. “Ellos nunca salen solos, siempre están en grupo porque hay gente que los odia y es peligroso”. “En todos los colegios y universidades saben quiénes son y les tienen respeto”. “Muchos venden droga”. Son algunas descripciones de los propios amigos de los pandilleros. Algunos ya tienen reputación de “héroes” e incluso sus peleas se han convertido en leyenda. Por eso circulan historias de sus victorias entre varias promociones de estudiantes de los colegios del norte de Bogotá. Decirse amigo de El Payaso, Micro, El Gordo o Los Gemelos es símbolo de popularidad y argumento de poder. Sin embargo, Monedita, un muchacho que se inició en las pandillas a los 16 años y ya tiene 25, es hoy quien concentra la atención y respeto de los estudiantes. Cuentan que durante una riña realizada en el barrio La Calleja, situado a espaldas de la clínica Reina Sofía, metió la cabeza de un contrincante entre las rejas de una casa y luego lo golpeó hasta el cansancio. “En el condominio de Peñalisa, cerca de Girardot, fue vetado su ingreso durante un tiempo. Pero en una ocasión eludió la seguridad atravesando el río Sumapaz, que cruza cerca del condominio, y aunque apareció cortado y maltrecho, se escondió en la casa de un amigo y siguió en sus andanzas”. Otra prueba de las fechorías de estos agresivos adolescentes son las grabaciones de las nuevas cámaras de seguridad instaladas en las canchas de tenis, la sede social, el campo de golf y las porterías del condominio El Peñón en Girardot. El nuevo sistema de seguridad fue colocado por la administración, precisamente con el propósito de vigilar el comportamiento de estos belicosos visitantes. Sus padres son dueños de algunas de las más lujosas casas del exclusivo lugar” [18].

Queda claro en este relato que cuando los pandilleros son de clase alta su escenario no es la calle, sino el interior de los condominios, o los clubes. Esta tendencia es consistente con el comentario anterior que, al actuar en territorios privados, las pandillas de ricos son menos visibles, y es menos probable que hagan parte de las entrevistas de las que con frecuencia se infiere que la precariedad económica es una característica de los violentos.

“Mauricio Toro -hijo de un empresario y una funcionaria reconocidos- fue denunciado penalmente por pegarle con una silla metálica y causarle lesiones graves a Tomás Arango Ferreira. El hecho sucedió después de las 4 de la madrugada del pasado 25 de noviembre. Arango había llegado a la cafetería del supermercado Carulla en el exclusivo centro comercial Oviedo, que abre las 24 horas, a comer algo después de una noche de rumba. Estaba con su amigo Daniel Peláez. Allí también estaba Mauricio Toro con cinco amigos, al parecer igualmente embriagados. Según Gloria Ferreira, madre de la víctima, su hijo se había dormido encima de un sánduche y los seis muchachos empezaron a tirarle papeles enrollados. Luego, Peláez les hizo el reclamo y estos le respondieron tirándolo al piso y dándole patadas. Ferreira añade que en esas despertó Tomás y apenas alcanzó a pararse cuando recibió un golpe fuerte que lo dejó inconsciente. Al parecer Mauricio Toro le descargó una silla metálica en la cabeza. Momentos después, un guardia de seguridad detuvo al agresor y lo entregó a los policías asignados a la estación de El Poblado. Luego lo condujeron a rendir declaración a la Unidad de Reacción Inmediata de la Fiscalía, en el sector de San Diego, y a las pocas horas lo dejaron libre. Mauricio Toro, de 21 años, es hijo del presidente de la empresa Protección S.A., quien lleva su mismo nombre, y de Clara Patricia Restrepo, gerente del Museo Interactivo de Empresas Públicas de Medellín (EPM). Ese vínculo familiar y el hecho de que el presunto agresor haya recobrado la libertad poco después de la pelea han despertado suspicacias por un posible tráfico de influencias” [19] .

Esta otra narración aparecida en un diario bogotano corrobora las características de la violencia juvenil en los estratos altos. De nuevo, ocurre en el ámbito privado de un exclusivo centro comercial. Consecuentemente, el caso lo atiende, como representante de la autoridad, un guardia de seguridad privada que es quien detiene al agresor y lo entrega a la policía. Por último, quedan planteadas las dudas con respecto a la eficacia de la justicia cuando el infractor dispone de buenos recursos y contactos.

Las bandas de niños bien no son una peculiaridad colombiana. Un joven Guatemalteco participante en un grupo focal sobre pandillas en su país señala que “si hay maras en su colonia, pero no pobres, sino de cierto nivel social” [20]. Tanto en Brasilia, en Río de Janeiro, como en Sao Paulo, Brasil, han sido detectadas agrupaciones juveniles entre las clases medias y altas. “En Brasilia existen por lo menos 22 pandillas organizadas que involucran a jóvenes de la clase media o de la clase media alta. En Río, según investigaciones del Programa de Salud Mental de la Cámara Comunitaria de Barra de Tijuca, paraíso de las bandas de dominio común, el cien por cien de los jóvenes moradores de clase media que pasaron por el proyecto tenían algún tipo de conducta marginal. Sin embargo, en los registros de la policía eso no aparece. En el barrio de Barra Tijuca tienen lugar delitos como peleas entre las pandillas de condominios, accidentes de tránsito y hasta homicidios perpetrados por menores, además de los hurtos, y el tráfico y uso de drogas. Los casos de desviación de la conducta y de criminalidad están, en su mayoría, relacionados con el uso de drogas o de alcohol” [21].

“Si por un lado, en la ciudad de São Paulo no se siente la presencia extensa de bandas, sí se encuentran, invariablemente, grupos de jóvenes que van articulándose progresivamente en busca de su identidad social, de aventuras, etc., donde aparecen con frecuencia prácticas violentas tanto en relación con la sociedad en general como con sus pares. Los jóvenes de las clases altas también se ven envueltos en prácticas delictivas” [22].

Una periodista norteamericana acuñó el término de pandillas cucharita de plata (silver-spoon gangs) [23], para describir los grupos de jóvenes pudientes que en Brasil agreden y asaltan a jóvenes de su misma extracción social. Especializados en robos de residencias y vehículos, tales pandillas muestran altos índices de violencia al cometer sus delitos, torturando e incluso asesinando a sus víctimas. De acuerdo con información de la policía, a finales de los noventa habrían sido responsables de la mitad de los robos de automóviles en Río de Janeiro.

En Trinidad y Tobago los llamados posh gangs, reclutan sus miembros entre las clases medias y altas. Algunos de ellos, en su mayoría dedicados al tráfico de drogas, cuentan con un empleo en paralelo [24]. Las pandillas de fanaty, en la Unión Soviética, estaban constituidas inicialmente por jóvenes de la clase media. Las bandas que actúan en los centros comerciales de Malasia, cuya indumentaria se caracteriza por ser de color blanco y negro, pero de marca Versace o Valentino, provienen de sectores muy acomodados [25]. 

En Centroamérica existió cierto interés, durante los años noventa, por la maras que operaban en los colegios, pero en la actualidad, se las califica de maras light y merecen poca atención. Incluso algunos analistas que hacen énfasis en la pobreza como condición necesaria para que surjan pandillas dejan entrever la existencia de tales grupos entre sectores acomodados sin que eso merezca mayores comentarios. Por ejemplo, al hablar de la vida loca de las maras, Liebel (2002) la define como “la sensación que trae la lucha de la propia banda con bandas rivales de otros barrios, con otros jóvenes burgueses que se creen más que ellos”.

En un trabajo titulado “clases medias: violentas y organizadas” Martínez y Falla (1996) señalan la alta incidencia, en San Pedro Sula, de asaltos “protagonizados por bandas integradas no por gente pobre, sino por miembros de una clase media emergente que, en la crisis económica, busca  su parte del pastel de la riqueza … Estas bandas operan en carros o pick-ups, van fuertemente armadas, se componen de jóvenes ágiles y aparentemente bien entrenados, sus operativos suponen el manejo de mucha información y una esmerada planificación”. También mencionan masacres en las que “los asesinos van equipados con armas de guerra, operan en organizados grupos de hasta diez gentes, se mueven en vehículos pick-up o polarizados y responden a autores intelectuales, que son medianos agricultores o ganaderos o comerciantes”.

No menos pertinente como desafío a la teoría de la pobreza que determina las conductas violentas es el llamado matoneo, o bullying, en los centros escolares, o sea la variada y repetida gama de agresiones verbales y físicas, algo que como fenómeno apenas empieza a despertar la atención en distintos países. Como se verá más adelante, el matoneo escolar también puede detectarse en los datos de las encuestas realizadas en Centroamérica.

“Doce años. Ese fue el tiempo que resistió Carlos Pedraza los malos tratos de compañeros de colegio. Su pesadilla terminó el día en que cambió por cloro las gotas para los ojos que usaba su agresor. Intimidación, matoneo, bullying, maltrato entre iguales, acoso escolar, con diferentes nombres denominan psicólogos de E.U., Canadá, España y Colombia este fenómeno que los tiene en alerta por la racha de suicidios de adolescentes y porque aflige al 15 por ciento de la población escolar, según cálculos del mayor experto en este tema, el noruego Dan Olweus. "No es solo que un estudiante se la monte a otro. Es ese comportamiento agresivo e intencional que se da repetidamente y a lo largo del tiempo… Se da porque la violencia se convirtió en la forma predominante de relacionarse y en el medio para conseguir algo, y no tiene límite", señala la psicóloga Sara Llanos, quien trabaja en el tema desde hace 10 años. La psicóloga Hoyos y el doctor en educación Enrique Chaux, por ejemplo, mostraron los resultados de estudios que vienen desarrollando por separado. De las respuestas de los niños se infiere que la edad a la que hay que ponerle el ojo son los 12 años, pues es cuando se ve la mayor incidencia de agresiones. Entre los 13 y 14 años la situación es pareja y a los 15 y 16 disminuye. Por eso mismo, los grados más propensos a esta violencia son sexto, séptimo y octavo. Y sucede, especialmente, en el salón de clase, el patio, los baños y el bus. "También hemos encontrado que la intimidación se está dando por Internet -cuenta Chaux-. Mandan mensajes encubiertos o publican fotos en páginas web. Pasa en todos los estratos sociales". En dos meses tendrá el estudio más grande realizado en Bogotá: 88 mil alumnos de todos los estratos, de quinto a noveno grado, fueron encuestados. Desde ya sabemos que no es un fenómeno inocente ni se debe creer que es cosa de niños. Afecta de forma grave. Las víctimas pueden caer en una fuerte depresión con riesgo de suicidio. También pueden decidir vengarse y es cuando ocurren matanzas como las vistas en colegios de E.U.". En el caso de los agresores, los estudios muestran que están en alto riesgo de vincularse a pandillas y grupos delincuenciales”  [26].

Igual de pertinente para desvirtuar la asociación simple entre violencia y pobreza, es el ejemplo de organizaciones criminales que reclutan personas de alta clase social, con estudios y con buenos contactos. “Estos (nuevos) miembros de las FARC empiezan haciendo simplemente su oficio cotidiano como abogados, médicos o ingenieros y en cualquier momento reciben una misión que por lo general no tiene que ver con participar en acciones armadas. "A un experto en políticas públicas le pueden pedir que haga un plan de salud nacional para debate en la organización, y a un ingeniero, que haga un informe sobre los puntos vulnerables en las vías en una ciudad para posibles atentados". Nadie sabe cuántos son. Tampoco se sabe si alguno ha logrado infiltrarse a un nivel más alto que el alcanzado por Fredy Escobar, 'Mateo', el ideólogo de las FARC que tenía un asiento en la junta directiva de las Empresas Públicas de Medellín (EPM)” [27].

“Ser narco es el sueño e ilusión de muchos jóvenes, está presente en sus conversaciones. Basta comparar el futuro de un recién licenciado de la Universidad con el de quien ingresa en el negocio de la droga. El resultado está a la vista. Cada vez hay más universitarios en las estructuras de poder del narcotráfico. Sobre todo en las capas intermedias, donde los consejeros que analizan las inversiones para el lavado de dinero funcionan como en una empresa. La Universidad de Sinaloa, en cambio, es una fábrica de desempleados” [28].

Es probable que la poca atención que han recibido los violentos ricos se deba, como se anotó, a que son menos numerosos y visibles en público que los de los barrios populares. Pero esta explicación parece insuficiente. Algunos factores adicionales, ideológicos, han podido contribuir a perpetuar la idea de una asociación automática entre pobreza y violencia. El primero, sobre el cual no vale la pena profundizar, es la ya señalada influencia de las ideas progresistas, o de izquierda, que asimilan la violencia juvenil a una forma de rebelión contra una sociedad injusta: el joven pobre es violento porque está protestando, y para que deje de hacerlo se debe transformar la sociedad.

Una segunda influencia, más difusa, es la que pudo tener la literatura de los inicios de la industrialización. En efecto, personajes como Oliver Twist, de Charles Dickens, Gavroche de Honorato de Balzac, o Tom Sawyer de Mark Twain, encuadran bien en la figura contemporánea del pandillero que, sin más salidas, tiene que delinquir para sobrevivir y, por esa razón, genera sentimientos de comprensión y aceptación de sus desvanes y su picardía.

Se puede tratar de compensar la idealización de los pandilleros y mareros actuales que, como se verá, son más violentos –sobre todo con las mujeres- de lo que pudieron imaginar los creadores de Oliver Twist, Gavroche o Tom Sawyer, con algunas figuras de señoritos violentos -que también las hay en la literatura- contemporáneos de estos pilluelos y más cercanos a la tierra de la mara. La descripción literaria es útil no tanto para despertar empatía, sino porque una vez se despoja al joven violento del ropaje ideológico de la pobreza, pueden surgir pistas para comprender un poco mejor sus actuaciones.

En Gringo Viejo, Carlos Fuentes relata cómo los excesos en las haciendas a veces no pasaban de ser simples deslices de parranda juvenil, artificios para que los jóvenes de la élite no se aburrieran durantes sus vacaciones.

“Se aburrían: los señoritos de la hacienda sólo venían aquí de vez en cuando, de vacaciones. El capataz les administraba las cosas. Ya no eran los tiempos del encomendero siempre presente, al pie de la vaca y contando los quintales. Cuando venían, se aburrían y bebían coñac. También toreaban a las vaquillas. También salían galopando por los campos de labranza humilde para espantar a los peones doblados sobre los humildes cultivos chihuahuanenses, de lechuguilla, y el trigo débil, los fríjoles, y los más canijos les pegaban con los machetes planos en las espaldas a los hombres y se lanzaban a las mujeres y luego se las cogían en los establos de la hacienda, mientras las madres de los jóvenes caballeros fingían no oír los gritos de nuestras madres y los padres de los jóvenes caballeros bebían coñac en la biblioteca y decían son jóvenes, es la edad de la parranda, más vale ahora que después. Ya sentarán cabeza. Nosotros hicimos lo mismo”.

El señorito violento no es una simple figura literaria creada por Fuentes. Como se vió, los datos de la encuesta señalan que este personaje es estadísticamente relevante. Además, la historia de jóvenes sanguinarios sin mayores dificultades económicas, pertenecientes a las élites, es larga. Tal vez más que la de los adolescentes pobres que se pelean entre sí. En la antigua Grecia, la formación de bandas violentas era un asunto de jóvenes de las familias ricas [29]. En los tumultuosos siglos XI y XII en Europa, cuando las luchas entre múltiples señores feudales que reivindicaban privilegios para no pagar, y para cobrar, impuestos, o para establecer sus propias jurisdicciones, las nacientes aglomeraciones urbanas sufrían una gran fragmentación de poderes. Los lupi rapaces (lobos rapaces) en Boloña aterrorizaban la población mientras que los condes de Panico lo hacían con el condado. Eran estos señores y sus descendientes quienes, en defensa de sus intereses, asolaban a la población con la violencia. Una de las principales reivindicaciones que, como se vio, no parece perder vigencia, era la de lograr la inmunidad con respecto a cualquier acción judicial que no fuera la de la casa. Los conflictos no se limitaban a argucias jurídicas sino que se traducían en enfrentamientos entre las distintas autoridades –no competentes sino que competían- y que podían degenerar en verdaderas guerras. Fueron los odios y las querellas privadas entre dos castas poderosas, los que desencadenaron a principios del siglo XIII la guerra de los Güelfos y los Gibelinos que duraría casi 150 años. Los asesinatos y complots que, en la segunda mitad del siglo XV, tuvieron asoladas varias provincias italianas se asocian con los esfuerzos de los príncipes o señores para dominar las regiones. Fueron las grandes familias locales las que tuvieron en jaque la paz en múltiples ciudades italianas, sometiéndolas a la violencia cotidiana. En Barcelona, desde 1425 y por un cuarto de siglo, los clanes de la Biga y la Busca dirigidos cada uno por familias de enorme fortuna se pelearon por el control de la ciudad y envolvieron en la causa a su servidumbre y a sus amistades. Al principio del renacimiento en Venecia, la mitad de los ataques contra las autoridades de la ciudad eran cometidos por los nobles [30]. Las crónicas de las ciudades andaluzas durante los siglos XIV y XV muestran no sólo una intensa violencia ejercida por las élites sino que sugieren una asociación entre estas, las bandas y el mundo de la prostitución. Sobre estos vínculos, que no pierden actualidad, se volverá más adelante. “En Baeza se polarizó la lucha en los bandos de Benavides y Carvajal; en Úbeda serían los Cueva y los Molina; los dos grandes linajes de los Fernández de Córdoba  ensangrentaron las calles de Córdoba durante décadas, como ocurriera también en Sevilla entre los Guzmán y los Ponce de León. Cada bando armaba su ejército y sembraba el terror por campos, villas y ciudades, con el fin de hacerse con el control de caminos, pastos, tierras y, sobre todo, ayuntamientos. Para formar estos ejércitos, estos señores de la guerra no dudaban en recurrir a lo más florido de la canalla andaluza, entre los que sobresalían por su arrojo y su fiereza los rufianes que controlaban las actividades de numerosas prostitutas en cada ciudad” [31].

La presencia de población joven de buena condición económica fue un factor definitivo en el aumento de la violencia en las ciudades medievales. Los registros de Lille en el siglo XIV mencionan un “gusto inmoderado de los jóvenes burgueses por las agresiones brutales” [32]. Todas las ciudades universitarias en donde era importante la proporción de scolares en la población muestran alta incidencia de delitos de sangre. Los estudiantes de Salamanca se repartían en bandos que se disputaban el control de la ciudad y tomaban partido con cualquier disculpa: oposiciones universitarias, debate de ideas, discusiones académicas o religiosas. Cuando no se enfrentaban entre ellos, lo hacían contra los burgueses locales que no soportaban su impunidad. Esto llevaba a los últimos, en ocasiones, a tenderles emboscadas para ajustar cuentas, como ocurrió en Montpellier en 1345 cuando fueron asesinados varios estudiantes por una horda de burgueses. La condición religiosa de algunos jóvenes no fue suficiente para impedir enfrentamientos sangrientos como el ocurrido en Lyon en el siglo XV cuando un grupo de clérigos organizó una expedición armada para tomarse un ataúd en unas exequias que realizaban miembros de otra congregación [33]. Frevert (1998) señala como hecho reconocido en las ciudades europeas durante el siglo XVII  que los estudiantes eran particularmente propensos a las conductas agresivas y al uso de la fuerza. En las exequias de un joven noble muerto en 1620 el superintendente de Wittenberg criticaba la extrema violencia en el medio estudiantil; en lugar de resolver alegatos irrelevantes de forma civilizada preferían “pelearse con gran ferocidad”. La mayoría de los duelos se daban por asuntos triviales y se trataba de una costumbre arraigada casi exclusivamente en los estratos sociales más altos. En los duelos quedaba claro lo tenue que era la línea entre ganarse el honor y mantenerlo. Que entre los estudiantes se cultivara un concepto del honor relacionado con demostraciones de coraje y violencia “tenía mucho que ver con su estructura de edades y los retos específicos de la adolescencia … los estudiantes buscaban superar sus inseguridades de edad y estatus con actitudes deliberadamente vigorosas. Querían mostrarse a sí mismos varoniles en cualquier circunstancia; querían ser vistos como adultos. Con ese propósito inventaron un modelo de comportamiento que hacía énfasis en la disciplina, la camaradería, la valentía, y ser un bebedor duro. En este contexto el duelo jugaba un papel esencial”  [34]. 

Así,  “en numerosas ciudades, las violaciones colectivas, los desafíos a la autoridad, los asaltos homicidas, las riñas mortales en las tabernas, los escándalos nocturnos, los insultos y las blasfemas son principalmente obra de bandas de jóvenes, clérigos o laicos, que se identifican por su edad y condición social … Como los jóvenes patricios de Lille, esta gente parece matar para divertirse, puesto que tienen suficientes bienes para comprar su crimen … toda la violencia grave en Gante se ve favorecida, cuando no provocada, por el sentimiento persistente que verter la sangre es una prerrogativa aristocrática. Los nobles castellanos, y los de las ciudades italianas, se arman de valores idénticos para excusar sus actos de agresión ” [35].

“La consideración de la violencia medieval como un elemento de las relaciones interpersonales que afectaba por igual a todos los estratos sociales ha sido asumida por diversos historiadores … En algunos estudios se ha podido constatar que la violencia no se asociaba en exclusiva a un grupo marginal, que era una recurso común para individuos de todo tipo y que mercaderes, artesanos, nobles, servidores y campesinos se repartían de un modo bastante homogéneo la culpabilidad de los delitos de sangre … El delito violento no parecía responder a fines de la Edad Media a una clara racionalidad social o económica, siendo tan común entre los miembros de las clases altas como entre las clases bajas” [36].

Parte sustancial de la dinámica de la violencia en esa época se explica por las interminables cadenas de venganzas, las faidas. Algo que remite de inmediato a uno de los elementos claves en la continuidad de las pandillas centroamericanas en la actualidad, el llamado traido.

Un caso recurrente de agresiones inter-estrato, pero en el sentido opuesto al que postula la teoría de la precariedad económica es el de la violencia sexual en la que, con frecuencia, el victimario es de posición social más favorable que la víctima. En la mayor parte de las ciudades europeas en la Edad Media, la violación no afectaba por igual a todas las mujeres. En Venecia, por ejemplo, 84% de los casos de agresión sexual en los que los nobles reconocen su responsabilidad eran sobre jóvenes artesanas u obreras. El incidente típico del potentado que arremete sexualmente contra una menor de condición social más desfavorable, amparado en la impunidad no parece perder vigencia. En el año 2003 en la ciudad de Salta, Argentina, un abogado y hacendado fue detenido por haber intentado violar a una niña de ocho años en un motel. Ante la reticencia de las autoridades para recibir la denuncia en contra de un ciudadano tan prestante, fue necesario organizar un movimiento de apoyo para empujar la acción judicial. Una hermana de la niña, también menor (14 años) acusó al abogado de violarla repetidamente mientras su madre trabajaba para él [37]. Las declaraciones de la madre en el juicio fueron contradictorias; después, ella misma fue acusada por el abogado y “se sospecha que la madre no sólo fue forzada a ser cómplice de la violación, sino que su hija, la víctima, podría ser fruto de su amancebamiento con el patrón, quien la trajo hace años de una remota aldea del Altiplano, para que liara cigarrillos en la tabacalera” [38].

El caso de este hacendado no parece ser excepcional, ni el más extremo. En uno de los pocos juicios por los llamados feminicidios ocurridos en Ciudad Juárez, en la frontera de México con los EEUU, y en los cuales han sido asesinadas más de trescientas mujeres jóvenes en su mayoría trabajadoras humildes de las maquilas, uno de los acusados, Sharif Sharif, cuenta en su testimonio la historia de Alejandro, “un mexicano veinteañero, blanco, rico y prepotente que se enamoró en 1990 de una adolescente humilde llamada Silvia, morena, delgada, de cabellera larga … La muchacha aquella se negó a tener amores con él, y a mediados de aquel año, Alejandro la mató por despecho. Jamás se le investigó, ni se le detuvo por ese crimen: la familia de Alejandro había pagado a las autoridades para evitarlo” [39].

Versiones contemporáneas del llamado derecho de pernada persistirían en el sector rural de varios países latinoamericanos. En Argentina, por ejemplo, “las tasas de natalidad más altas y el número más elevado de hijos de padres desconocidos -huachos, según la expresión vernacular- se registran en las localidades rurales, donde prevalece el régimen estanciero. En el departamento de La Caldera, el índice de natalidad es del 10,1%; el 30% de las criaturas que nacieron entre 1995 y 1999 llevaban el apellido de la madre… En Brasil, Luiz Ignácio Lula considera prioritaria para la acción de su gobierno la erradicación del "vasallaje sexual" -como lo definió el escritor José Lins de Rego-. En las haciendas azucareras del nordeste del país es práctica habitual. Un estudio realizado por los sociólogos del Movimiento de los Sin Tierra (MST) muestra que en las regiones rurales del estado de Pernambuco el 15% de los nacimientos de la última década no ha sido registrado por las autoridades civiles ni por la iglesia. "Esto se debe a que las madres se avergüenzan de haber dado a luz hijos ilegítimos, fruto del abuso de que son víctimas por parte de los poderosos", declara Joao Stedile, coordinador general del MST. "Antes de realizar la pesquisa, suponíamos que el fenómeno tenía que ver con el nomadismo de los jornaleros, que dejan preñadas a las mujeres y luego migran en busca de trabajo. Ahora se esclarece que los coroneles [terratenientes] siguen aferrados a las costumbres del siglo XVIII". En Ecuador, el nuevo presidente, Lucio Gutiérrez, se ha fijado una meta similar a la de sus vecinos. Mauro Ayatahi, uno de los líderes del movimiento indígena Pachacutik, ha denunciado que en los ingenios caucheros del norte, en la zona limítrofe con Colombia, los propietarios "practican a destajo las malonadas [derecho de pernada], destruyendo el tejido familiar y condenando a miles de mujeres y niños al escarnio y la miseria". En los plantíos de hierba mate, en Paraguay, sobre todo en la región de Chaco, los propios recolectores han acudido al Defensor del Pueblo para que investigue estos delitos y se castigue a los culpables...” [40]. 

Igualmente difíciles de encajar en el guión tradicional de la violencia generada por la pobreza son los casos de abuso sexual que, como se verá más adelante, constituyen un significativo detonante de una variada gama de problemas juveniles y que tampoco deben considerarse un fenómeno limitado a las clases populares. López Vigil (2001) señala que es un mito considerar el abuso sexual como un problema que afecte tan sólo a las clases populares, o a las zonas rurales. “Lo que más abunda son hombres totalmente normales y muy frecuentemente con prestigio en su comunidad y ante la sociedad … Lo que es casi una ley es que mientras más alto es el estatus social del ofensor sexual, mientras más poder -político, institucional, económico- tiene, más fuerte es la presión para no denunciar los hechos, de callar. Atendí a una niña de doce años. Su mamá se levantó a lavar de madrugada y se dio cuenta que su esposo, el padrastro, estaba encima de su muchachita. Inmediatamente fue a hacer la denuncia. Después la mandaron donde nosotros, la acompañé al médico legal, hicimos toda la gestión. Y cuando ya estaba todo listo para iniciar el proceso judicial la mujer se paralizó. Y lo que la paralizaba era el estatus social del hombre. Era gente de clase media, tenían muy buenos ingresos y era muy apreciado en su barrio, entre otras cosas por haber sido jefe de escoltas de un dirigente revolucionario”.

En Barranquilla, Colombia, un reconocido empresario ha confesado la violación de una niña aclarando en una grabación que “lo hice a conciencia”. La madre de la víctima acusó a la esposa del violador, “una reconocida oftalmóloga de la ciudad, de ser cómplice del agresor. Hasta ahora un reputado y exitoso administrador de empresas, fue presidente de la Asociación de Egresados de la Universidad del Norte, estuvo vinculado a la Organización Radial Olímpica y fue asesor de prensa de la Sociedad Oftalmológica del Caribe. Y lo más grave del caso es que hoy es señalado de haber violado también a otros menores en los últimos años” [41].

Con estos casos puntuales no se pretende postular una teoría de la violencia con el signo opuesto a la de la precariedad económica. El hecho de ser rico, como el de ser pobre, es un indicio débil de propensión a las agresiones. Lo que sí indican la mayor parte de los testimonios es que, cuando son violentos, los ricos y poderosos cuentan con mecanismos más eficaces para esconder sus actuaciones y evitar la acción de la justicia que los adolescentes de origen humilde. La impunidad de las clases altas es ubicua y su historia larga. En Castilla medieval, a pesar de que los nobles eran particularmente propensos a la violencia, “una gran parte de los crímenes protagonizados por el grupo dominante podían quedar al margen de la actuación judicial, porque sus mecanismos de resolver conflictos estaban, en muchos casos, por encima de la ley. Arreglos privados, venganzas, actuaciones por medio de lacayos y servidores, podían encubrir buena parte de los hechos violentos protagonizados  por la nobleza, haciendo que su aparición en la documentación judicial sea escasa” [42].

“La impunidad de los jóvenes de la clase media es una regla imperante en casi todo el país (Brasil). Los actos de vandalismo son apenas notificados y la cuantificación de esos delitos es muy precaria. Debido a la intervención de padres y abogados, los crímenes cometidos por jóvenes de clase media acaban siendo cerrados en la propia comisaría, evitando así la apertura de investigaciones policiales. Esto ocurre por tratarse de familias con un poder adquisitivo más elevado. En Belo Horizonte, el año pasado, 1423 niños y adolescentes fueron castigados por cometer crímenes; 90 por ciento eran pobres” [43].

El abanico de infracciones y delitos de los señoritos de clase alta es similar al de los pandilleros de los barrios populares: lo que se pueda. Incluso arreglar que unos narcotraficantes apoyen financieramente una campaña presidencial, y sustraer una parte de los recursos. Lo que los distingue es, tal vez, su profundo convencimiento que la “justicia es para los de ruana”.

“Lo conocí en la Universidad de los Andes, en su época de maoísta, cuando escribía sesudos artículos en Tribuna Roja y era un exitoso agitador estudiantil. Era idealista, consciente de su responsabilidad de clase y un apasionado por hacer de la política un ejercicio digno. Hace 20 años, le esperaba un futuro promisorio en el mundo del poder y la política. Quería ser Presidente de la República. Para ello empezó desde muy temprano a entrenarse en el arte de la oratoria. Era un estudiante disciplinado y su paso por Harvard solo dejó buenas impresiones. También era inteligente, intuitivo y sabía que el poder no estaba en la militancia de izquierda. Empezó a coquetearle al Partido Liberal con muy buenos resultados. Después vino el proceso 8.000 y con él, el entierro de su carrera política. Hoy, es buscado por la Interpol. Un colombiano que todo lo tenía: dinero, inteligencia, influencias, pero que terminó condenado por robarse un dinero de una campaña para comprarse una finca, que no necesitaba. En el fondo, es producto de una élite que existe en Colombia, aquella que se considera por encima de las normas. Son personas que han nacido creyendo que tienen licencia para hacer y deshacer, porque su linaje así se lo indica. Ellos están acostumbrados a no rendirle cuentas a la justicia. Son sujetos influyentes que pueden hablar de ética y de transparencia mientras que por la puerta trasera hacen pactos con la escoria. Son personas que no encuentran reparos en hablar de la lucha contra la corrupción, cuando por detrás actúan de manera indigna. Y que profesan el dogma del personaje de Dostoievski -aquel que en Crimen y castigo dice: "a mí todo me está permitido" [44].

“Por décadas, la aspiración de la madre típica colombiana ha sido casar a su hija con un niño bien. De buena familia, con cartón universitario –ojalá un postgrado–, buena herencia en camino y, si es posible, atractivo, este partidazo es el sueño del ama de casa promedio para que reciba a su hija en el altar. Fernando Botero, Mauricio Pimiento y Álvaro Araújo fueron, en sus respectivas generaciones y regiones, partidazos de primera línea por quienes suspiraron muchas hijas y muchas madres. La gran mayoría de ellas, las que no consiguieron atraparlos, deben estar pensando que corrieron con suerte. … ¿Cómo es posible que ellos, que recibieron al menos en teoría la mejor educación, hayan terminado metidos en semejantes enredos? Difícil decirlo, pero no hay duda de que algo falló de manera grave en su formación, así como en la de cientos de niños bien de Bogotá, Cali, Medellín y otras ciudades que, atraídos por el poder y el dinero fáciles, no han tenido empacho en aliarse con narcotraficantes y asesinos. Creo, sin pretender con ello elaborar una tesis sociológica que ameritaría un esfuerzo mucho mayor que el de esta columna, que detrás de todo hay mucho de mal ejemplo y, aún peor, un mensaje prepotente y casi feudal en el sentido de que a estos niños privilegiados todo les estaba permitido y nada les sería cobrado. Puede ser que alguno de ellos haya visto a su padre comportarse como cacique regional, poderoso hacendado o patriarca de industria, con las dosis de atropello y desprecio por los subalternos y la gente del común que, en ocasiones y por fortuna no siempre, caracteriza el comportamiento de las familias ricas de Colombia. Y ahí, creo yo, radica el problema. ¿Cuánta gente de apellidos está convencida de que tiene derecho a pasarse la ley por la faja?” [45].

Se puede pensar que si los niños bien, logran evitar las pesquisas penales, les resulta aún más fácil esquivar las investigaciones académicas y sociológicas. Tal vez sea esa la razón para que se hable tan poco de los señoritos violentos en los trabajos que inspiran las políticas públicas para prevenir pandillas y delincuencia juvenil. Sólo cuando se pasa el umbral de la fama se hacen públicos sus desmanes, y sus carencias emocionales. A principios de 2007, por ejemplo, los despachos internacionales nos cuentan los líos judiciales de Paris Hilton “conocida por sus farras junto a otros hijos de papá millonarios, mimados, carentes de afecto y necesitados de atención” [46] y de una pelea a tiros entre Ryan O’Neal, la estrella de Love Story y su hijo Griffin, con un amplio prontuario y una serie de desacatos a la justicia [47].

No todos los pobres son violentos
La pobreza está lejos de ser una condición necesaria para la violencia juvenil.  También existen ricos violentos, señoritos pandilleros, y el hecho que no sean más numerosos en Centroamérica puede simplemente estar reflejando que en una sociedad poco desarrollada existen mucho menos miembros del club de las clases altas que de las clases medias y bajas.

De las conmovedoras reacciones a los testimonios o relatos sobre maras cualquiera estaría tentado a deducir que de la ley de la pobreza que lleva a la violencia nadie se salva. Vale la pena entonces abordar la cuestión de si la pobreza es condición suficiente para la violencia juvenil, si todos los jóvenes que enfrentan precariedades económicas muestran, por ese simple hecho, una alta inclinación hacia las pandillas. Este planteamiento, que rara vez se hace explícito, está latente en la mayor parte de los escritos sobre la violencia, y en general sobre cualquier problema juvenil en América Latina.

En los medios de comunicación de los países industrializados, por ejemplo, es estándar que cualquier relato sobre algún incidente criminal que involucre ciudadanos o jóvenes latinoamericanos recuerde que la pobreza y la desigualdad son rampantes en la región. Un reflejo que es menos automático cuando, por ejemplo, se relatan incidentes de kale borroka, por las ramas juveniles de la ETA en el país vasco o los desmanes de los hooligans ingleses.

También en los trabajos académicos sobre pandillas y maras en la región, es usual que se dediquen un par de secciones a la descripción detallada de los indicadores de pobreza, calidad de vida, desigualdad o desempleo, y de su deterioro. Se da por descontada la relación  que debe existir entre estas variables y la violencia.

En ese contexto, y dada la indudable precariedad de todos estos indicadores, el interrogante acerca de por qué hay tanta violencia en la región parecería estar mal planteado. Ante un panorama económico y social tan deplorable, la pregunta relevante sería, ¿por qué no hay más violencia? ¿Por qué, siendo tan generalizados y persistentes los indicadores de pobreza y desigualdad, y siendo tan clara y evidente la relación entre pobreza y violencia se observa esa situación anómala de jóvenes que son pobres, pero que no delinquen, que no hacen daño y que no se vinculan a las pandillas?

Los datos de las encuestas muestran que el escenario del joven pobre no pandillero, totalmente ajeno a la explicación más corriente, no es una excepción. Se trata, por el contrario, del escenario más común. Los jóvenes pobres no violentos constituyen una mayoría, una abrumadora mayoría que normalmente queda al margen del diagnóstico y, más grave aún, de las ventajas asociadas a los programas de prevención de la violencia.

De los jóvenes pobres aún vinculados al sistema educativo, casi la totalidad, un 95% reporta haber permanecido siempre al margen de las pandillas. En Panamá, el lugar en dónde esta cifra es más baja, tal porcentaje sigue siendo del 88%.  O sea que nueve de cada diez estudiantes de los estratos más bajos han logrado, desafiando la teoría, evitar la vinculación a las pandillas.

Entre los adolescentes no escolarizados, aunque inferiores, las cifras no son menos considerables. En promedio, un poco menos de las tres cuartas partes de los jóvenes desvinculados del sistema educativo no han optado por las pandillas. En todas las encuestas este porcentaje sigue siendo superior al 50%. Vale la pena recordar que la muestra de no escolarizados se hizo casi buscando de manera dirigida pandilleros, y pandilleros pobres.

Gráfica 3.23
A diferencia de los pandilleros ricos, que no sólo son pocos sino que, de acuerdo con la teoría, estarían vacunados contra la violencia, no existe una razón similar basada en su peso relativo para que estos jóvenes hayan sido excluidos del diagnóstico. Y al igual que los señoritos violentos, estos jóvenes que en contra de todas las adversidades, y desafiando las explicaciones de la violencia más aceptadas, han logrado permanecer al margen de la violencia juvenil –salvo tal vez como víctimas-  son un elemento crucial para la comprensión del fenómeno.

La proporción de jóvenes pobres ajenos a las bandas continúa siendo importante (42%) incluso en el escenario más adverso que se puede imaginar: entre los hombres que han abandonado el sistema educativo, que viven en un barrio con pandillas y que, además, cuentan con un amigo pandillero.
Gráfica 3.24
En condiciones menos extremas, la fracción de jóvenes pobres no pandilleros es aún más importante, y siempre mayoritaria. Los jóvenes pobres que estudian, por ejemplo, tanto hombres como mujeres, contradicen abiertamente la supuesta causalidad de la pobreza puesto que incluso viviendo en un barrio con pandillas permanecen en su totalidad al margen de tales grupos.

Ni en las crónicas de prensa, ni en los trabajos académicos sobre la juventud, es común encontrar historias sobre esta mayoría silenciosa, doblemente marginada –de las ventajas del desarrollo y del interés de los analistas- que si se tomara realmente en serio la teoría de la pobreza como detonante de la violencia juvenil, debería recibir atención prioritaria en los programas de prevención, proyectos que con frecuencia se dirigen, algo tarde, a los lugares en dónde ya se manifestó la violencia, o sea en donde falló la prevención.

Vale la pena rescatar el relato de unos jóvenes pobres que, en un país pobre, y al borde de zonas en extremo violentas, han logrado permanecer al margen de las actividades criminales, para seguir con sus rutinas. En Pasuncha, un pequeño corregimiento de municipio de Pacho, cercano a Bogotá, que hace parte de lo que fue el territorio del narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha, en los límites de la zonas esmeraldíferas de Boyacá y las zonas paramilitares del Magdalena Medio, y que luego estuvo bajo influencia de las FARC, un colegio muy pobre fue calificado en nivel muy superior en las pruebas del ICFES, el examen estatal colombiano al final del bachillerato.

“Los 15 alumnos del grado once del colegio Santa Inés, de la inspección de Pasuncha, en Pacho, a pesar de no tener computadores, ni mucho menos Internet y además tener que compartir el único diccionario con los 140 estudiantes de los otros grados, lograron obtener una calificación de nivel muy superior en el Icfes. Casi se quedan por fuera de presentar el Icfes a pesar de que desde un celular, que cuando tiene señal le faltan minutos, llamaban diariamente a Pacho a preguntar si ya los habían inscrito por Internet para participar en las pruebas de Estado. Por fin los 15 alumnos lograron quedar inscritos, presentaron la prueba y el día que les entregaron los resultados ser sorprendieron: la institución pasó de ocupar el nivel muy bajo a muy superior. El promedio mínimo fue de 390 puntos, mientras que el máximo fue de 442, sobre 500 puntos, es decir, el cuadragésimo segundo puntaje más alto del país y quien se llevó el honor fue Mauricio Fernández, un joven de 17 años. Fernández es carpintero y a la vez poeta, es considerado de buena pinta, canta, sabe de todo un poco y cultiva la tierra en la inspección de San Antonio Aguilera, en Topaipí, a dos horas y media de trocha de Pasuncha. Desde allí camina todos los días hasta el colegio, jornada que realiza desde que tiene seis años y la cual inicia a las 4:30 de la madrugada para estar a las 7:00 en punto en el centro educativo. Libia Rojas, rectora de la institución, asegura que el caso de Mauricio es el mismo de 110 de los 140 estudiantes. Para María González, alumna que vive en Pasuncha, haber obtenido el nivel muy superior es un milagro. “Este es un colegio con ventanas sin vidrios, las paredes de los baños se están cayendo, el piso del laboratorio se lo está comiendo los químicos, el aprendizaje de inglés se hace con carteleras pues ni siquiera tenemos un 'pinche' casete y el poco material didáctico es de 1971 que además de desactualizado está en mal estado”, explicó. Sin embargo, para esos obstáculos, los alumnos han tenido soluciones, pues a ellos les ha tocado desde construir las sillas en las que diariamente se sientan, hasta hacer 'librotones' para conseguir más textos pues comparten un diccionario entre 140 alumnos. “Nos sabemos los libros de memoria”, advierte Alejandra Romero, de 18 años, con la mirada perdida en el estante donde reposan los libros descuadernados de literatura latinoamericana, uno de química y uno de Física. Tampoco tienen libro de trigonometría, ni de cálculo, ni mucho menos un álgebra. Entonces, ¿cómo hicieron para obtener ese resultado? Diana Álvarez tiene la respuesta:  “Aunque el salón esté lleno de goteras y los pupitres dañados; somos superunidos y eso es lo que nos ha ayudado: la unidad y las ganas de aprender”, afirmó” .

Infracciones, género, escolaridad y clase social.
Una limitación importante de la teoría de la precariedad como causa de la violencia juvenil tiene que ver con la falta de mención a las diferencias de género, una de las variables que más peso tiene sobre el comportamiento de los adolescentes. Mientras que entre las jóvenes escolarizadas cerca de ocho de cada diez reporta no haber cometido ninguna infracción -en una gama bastante amplia de 13 categorías consideradas en la encuesta- para los hombres que estudian tal porcentaje se reduce al 59%, y entre los varones no escolarizados ya baja al 44%. Además, para las mujeres, la desvinculación del sistema educativo apenas afecta este porcentaje, que baja tan sólo al 73%.

En el otro extremo, mientras que la proporción de chicas estudiantes que reportan haber cometido una infracción grave, un crimen, es apenas superior al 1%, entre sus compañeros de estudio la cifra ya alcanza casi el 6% y entre los varones no escolarizados llega al 20%. Así, el género aparece no sólo como un factor determinante a la hora de irrespetar las normas sociales y la ley sino que, además, la desvinculación del sistema educativo parecería tener un impacto distinto, leve entre ellas, y contundente para ellos.

Para los hombres que estudian, que en las encuestas constituyen una muestra aleatoria y por tanto representativa de la población, las diferencias en la tendencia a respetar la ley a lo largo de la escala social son, en la práctica, imperceptibles: la proporción de quienes declaran no haber cometido infracciones es más o menos constante y casi idéntica en las clases sociales extremas: 65% entre quienes se sitúan en el estrato más bajo y 67% para quienes dicen pertenecer a la clase social más alta. Así, al igual que lo observado para la incidencia de pandilleros en el medio escolar, estos datos tienden a corroborar el planteamiento que, una vez se controla por dos variables críticas –el género y la escolaridad- la precariedad económica contribuye poco a explicar las diferencias en el reporte de infracciones.

Como cabía esperar, dada la manera como se tomó la muestra de jóvenes no escolarizados, orientada a captar jóvenes infractores y pandilleros en los barrios populares, el nivel social aparece asociado con el reporte de infracciones, tal como predice la teoría, tan sólo dentro de este segmento de adolescentes desvinculados del sistema educativo. .

Vale la pena analizar el perfil por estrato social de los resultados del auto reporte de infracciones por parte de los jóvenes de manera más detallada, para cada una de las categorías consideradas en la encuesta.
Gráfica 3.25
A nivel de lo que se pueden considerar infracciones leves, tales como vandalismo, pequeños robos, riñas y agresiones, lo que se observa es que, entre los estudiantes, únicamente el vandalismo presenta un perfil consistente con la teoría: los jóvenes de clase social baja reportar con mayor frecuencia este tipo de conducta (18%) que los del estrato más alto (11%). Además, se trata del comportamiento que presenta menores diferencias entre hombres y mujeres. Ellas son casi tan vándalas como ellos en la escuela. Abandonar los estudios se asocia, para todas las infracciones leves, con un mayor reporte de tales conductas y con una mayor diferenciación por géneros. De todas maneras, con la excepción del daño a la propiedad, ninguna de estas conductas encaja en la predicción que la mejoría en la situación económica tiende a disminuirlas.

No deja de llamar la atención que ni siquiera para la conducta que mejor encajaría en la figura de Gavroche el personaje de Balzac, los pequeños robos, se ajusta al guión de la precariedad económica. La incidencia de ladronzuelas o ladronzuelos es similar en los estratos altos y en los bajos.

Nótese cómo lo que se podría tomar como indicador del matoneo, o el bullying, el reporte de haber agredido a alguien, presenta una incidencia que es no sólo relativamente invariante frente a la situación económica sino, por el contrario, en la clase alta es más del doble (7%) de la observada entre el grupo más desfavorecido (3%). Así, en contra de la teoría más corriente, los señoritos no sólo matonean, sino que es más probable que lo hagan que los adolescentes más pobres.

Entre los jóvenes no escolarizados, para todas las conductas se observa, como predice la teoría de la precariedad económica, una incidencia decreciente con la posición social. No sorprende que las mayores diferencias por género se observen para las riñas, y las menores para el vandalismo. En las riñas también se observa el mayor efecto de la situación económica sobre su incidencia. Los micro fundamentos de este resultado, por qué los jóvenes más pobres riñen más entre ellos que los de mejor posición social, es algo sobre lo cual no abundan las explicaciones convincentes y tal vez es mejor suponer que este resultado, se puede relacionar con el ya señalado problema de representatividad de la muestra.

Para el segundo conjunto de infracciones, un poco más serias -amenazas, robos, el manejo de armas de fuego y haber estado armado- se obtienen resultados en las mismas líneas. Incidencia insensible a la situación económica entre los estudiantes, y decreciente entre los no escolarizados, así como mayores diferencias por género entre los últimos.

De nuevo, se debe destacar que entre los estudiantes, el nivel económico no afecta la incidencia ni siquiera de los robos, una de las conductas que más se esperaría consistente con la teoría del delito juvenil como recurso ante la precariedad.

Por otro lado, y también entre los vinculados al sistema educativo, se encuentra una asociación positiva, que no sorprende, entre el nivel económico y el conocimiento en el manejo de armas de fuego. El hecho que incluso para esta variable se observe entre los no escolarizados una incidencia decreciente con el nivel económico, sin que resulte fácil encontrar una explicación satisfactoria sobre por qué un joven pobre tendría mejor acceso a esa costosa tecnología que un adolescente sin problemas económicos, tiende a corroborar la sospecha ya mencionada que una parte de este perfil de las infracciones decreciente con la clase social es el resultado de una muestra en la que están sub representados los violentos de las élites.

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Es con respecto a las armas –tanto saber usarlas como reportar haber estado armado todo un día- en donde se observan discrepancias más notorias entre ellas y ellos, estudien o no. Además es esta la única dimensión para la cual la escolaridad no tamiza las diferencias por género.

Dentro de las infracciones que alcanzan el nivel de conductas criminales –venta de droga, ajustes de cuentas, violaciones, secuestro, ajustes de cuentas y homicidio (o heridas graves)- persisten las mismas tendencias señaladas, con la excepción de la venta de droga, conducta para la cual incluso entre los estudiantes se observa una incidencia que decrece con el nivel económico, tal como predice la teoría. El otro resultado digno de mención, es que para los ajustes de cuentas y los homicidios se observan las discrepancias más marcadas entre estudiantes y no escolarizados, diferencias por género similares a las señaladas para el manejo de armas de fuego y, de nuevo, poco efecto de la escolaridad para alterarlas.

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En síntesis, los datos de auto reporte de infracciones por parte de los jóvenes centroamericanos no permiten avalar la tradicional explicación que el principal caldo de cultivo de la violencia juvenil es la precariedad económica. Entre la población estudiantil no aparece, para prácticamente ninguna de las acciones problemáticas consideradas en la encuesta, una relación decreciente entre su incidencia y la clase social. Ni siquiera para la conducta consagrada en la literatura como la secuela de la pobreza,  los robos de supervivencia, se observa una diferencia sustancial entre los jóvenes más pudientes y los desfavorecidos. Otro tanto puede decirse de las peleas y las riñas: los estudiantes de clase alta parecen tan propensos a participar en ellas como los que se consideran más pobres. Entre los adolescentes que no estudian, por el contrario, sí se observa la asociación que predice la teoría ya que para buena parte de las infracciones es mayor la proporción de jóvenes del estrato más bajo que reportan haberla cometido. Sin embargo, y tal como se señaló para la vinculación a pandillas, es indispensable tener en cuenta que esta muestra de jóvenes no vinculados al sistema educativo no se tomó de manera aleatoria, sino que fue dirigida a captar pandilleros, y muy probablemente se limitó a los pandilleros de clase social baja, que son los más visibles y los permanecen en las calles de los barrios populares en donde se centró el levantamiento de la información. 

La falta de una asociación nítida entre los antecedentes económicos de los adolescentes y su tendencia a cometer infracciones no es una extraña peculiaridad de las encuestas realizadas en Centroamérica. Por el contrario, parece ser un resultado relativamente común en ejercicios del mismo tipo realizados en otras sociedades.  La mayor parte de las encuestas realizadas en el marco del ISRDS (International Self-Report Delinquency Study) que comprende la aplicación de encuestas de auto reporte de conductas entre jóvenes estudiantes en 15 países industrializados muestran resultados similares. “En general, no parece haber una relación entre el estatus socioeconómico y la delincuencia (juvenil). Este resultado no difiere de lo reportado en la literatura sobre estudios de auto reporte” [48].

En un terreno tan sensible es oportuna la cautela, y por eso es conveniente transcribir las observaciones hechas por los responsables del ISRDS en distintos países. Para la encuesta realizada en Helsinki, Finlandia, en 1992 se utilizó como indicador del estatus del joven la categoría ocupacional del padre y se encuentra que “para la violencia contra la propiedad, las diferencias por estrato son bastante pequeñas; para los chicos, sin embargo, la prevalencia de ofensas crece al aumentar el estatus pero no de manera dramática … En la violencia contra las personas se repite el patrón encontrado para la violencia contra la propiedad: las diferencias globales de estatus no son importantes, pero en los hombres aparece una mayor prevalencia al aumentar el estatus” [49].

En Inglaterra y Gales, se calculó un indicador de estrato socioeconómico basado en el lugar de residencia del joven que respondía la encuesta y la ocupación del padre, y se encontró que esta medida “muestra poca o ninguna relación con las infracciones, tanto cuando se toma el indicador global como cuando se toman cada componente por separado. Este hallazgo es consistente con estudios de auto reporte anteriores (para Inglaterra). Por qué los resultados de auto reporte aparecen inconsistentes con los resultados de agresores condenados –entre los cuales predominan los grupos de bajo nivel socioeconómico- ha sido un tema muy debatido en la literatura” [50].

En Belfast, Irlanda del Norte, se construyó una variable para medir la clase socioeconómica del joven basada en el estrato de la vivienda y el tipo de trabajo del padre. “Se encontró que la prevalencia global de delincuencia es mayor en las clases sociales bajas que en las altas. Esta relación se puede ver en ofensas contra la propiedad y contra las personas pero es menos obvia en otros comportamientos problemáticos para los cuales la prevalencia entre las clases altas era más alta que en las medias pero inferior a las demás ” [51].

Para los Países Bajos, se calculó un indicador de clase socioeconómica combinando el estatus laboral del padre con la apreciación del estrato de su vivienda por parte del joven. “Diferencias significativas en la prevalencia entre los cinco grupos (por clase económica)  se observan sólo para las conductas problemáticas. Estas conductas se registraron con mayor frecuencia entre el estrato medio alto y el medio. A medida que aumenta el estrato se observa un prevalencia en forma de U invertida. El porcentaje de jóvenes envueltos en delitos contra la propiedad en el último año es el mismo para los cinco estratos. Para la violencia, el estrato más bajo muestra la prevalencia más alta, seguido por el estrato alto y el medio alto. Los grupos medio y medio bajo están en el punto más bajo en la prevalencia” [52].

En la ciudad belga de Lieja, la información sobre clase social se limitó a las características laborales del padre del encuestado, encontrándose que “el valor explicatorio del indicador de estatus no es importante. Si bien los hijos de trabajadores no especializados  -en lo más bajo de la escala- parecen más vulnerables, es tan sólo con respecto a ciertas infracciones (status offenses, tales como faltar a clase o escaparse de la casa). Por otro lado, son los jóvenes de las clases medias los que se destacan en todas las demás categorías de infracciones y en particular de las infracciones violentas y los que más han aumentado su experiencia criminal en el último año … Que el padre tenga un empleo no parece proteger a un joven de cometer robos o agresiones. La probabilidad de haber robado algo en el último año es mayor entre los jóvenes que tienen un padre con empleo” [53].

En la ciudad de Manheim, Alemania, se determinó el estrato socioeconómico a partir del estatus ocupacional del padre del joven y una evaluación hecho por el entrevistador del estrato del vecindario en donde habita el mismo. El indicador así construído “no muestra ninguna conexión significativa con las distintas categorías de delincuencia auto reportada. Las prevalencias globales  son aproximadamente iguale en todos los estratos sociales. La tendencia en infracciones violentas parece mostrar un descenso a mayor estrato, mientras que las llamadas conductas problemáticas son más extendidas en esos estratos”  [54].

“La delincuencia juvenil en Suiza no está relacionada con la clase social. Existen diferencias entre clases cuando se consideran categoría particulares de infracciones pero son difíciles de interpretar por su inconsistencia. Los resultados presentados contradicen de manera fuerte cualquier explicación de la delincuencia juvenil basada en la teoría de la anomia”  [55].

En el sur de Europa la situación no cambia de manera sustancial. En Portugal “el aspecto más llamativo es la democratización de la delincuencia: el porcentaje de jóvenes que admiten haber cometido infracciones en el último año es casi el mismo para todas las clases sociales. Las diferencias en los niveles de prevalencia son pocas y de escasa significancia. Con respecto al comportamiento delictivo, las tasas más bajas aparecen en los dos extremos –la clase más baja y la más alta- y las tasas más altas en las clases media y media alta. La misma tendencia emerge con respecto a las distintas categorías de infracciones y consecuentemente ningún comportamiento delictivo puede considerarse exclusivo a una clase particular” [56].

Para España, una encuesta hecha en las ciudades de Madrid, Valencia, Badajoz, Dos Hermanas, Cornellá, Portugalete y Guadalajara, se encuentra que “la clase social muestra niveles de participación global en actividad delictiva auto reportada relativamente homogéneos. Los jóvenes de clase media alta tienen la mayor tasa de prevalencia global … Los niveles más altos de prevalencia global ocurren entre quienes están en la escuela y también trabajan. Todas las otras ocupaciones tienen niveles similares de prevalencia. El mismo patrón se observa para ataques a la propiedad, infracciones violentas contra las personas y uso de drogas” [57].

Otra investigación de autoreporte de conductas realizada en España, esta vez en Galicia, señala que “la relación del estatus socioeconómico con conducta antisocial fue muy débil y, lo que creemos más importante, resultó estar fuertemente modulada por características de personalidad tan «temperamentales» como la Impulsividad y la búsqueda de sensaciones” [58]. Dicho resultado concuerda con lo hallado en trabajos previos realizados en la misma región: “a pesar de las enormes controversias producidas sobre la espinosa relación que pudieran mantener la clase social y la delincuencia, la cuestión está lejos de ser aclarada. Por ejemplo, Romero (1996), trabajando con una amplísima muestra de adolescentes gallegos no encontró relación significativa entre clase social y conducta antisocial autoinformada; es más, las diferencias en el grupo de las chicas apuntaban en sentido contrario a las suposiciones clásicas” [59].

Para Italia, se llevó a cabo una encuesta de auto reporte de conductas entre jóvenes de Génova, un centro industrial, Messina una ciudad de precaria situación económica afectada por alto desempleo juvenil  y crimen organizado y Siena, que depende de la artesanía y el turismo y sin grandes tensiones sociales. Los resultados del análisis “apuntan a la conclusión que los comportamientos desviados son, en general, ligeramente más comunes entre la clase social más alta … El uso no autorizado de transporte (viajar en bus, tranvía o metro sin pagar) es más frecuente entre los jóvenes de familias de altos ingresos. Una diferencia significativa se encuentra en el uso de drogas blandas; parece estar más extendido entre la clase social alta, la media alta y la baja que entre las clases media y media baja” [60].

En la capital griega se construyó un indicador basado tanto en la profesión del padre como en los precios diferenciales de la tierra en los barrios de residencia de los jóvenes encuestados y se encontró que “no hay asociación entre el estatus socioeconómico y la delincuencia global, el consumo de alcohol o cualquier otra categoría de comportamiento delincuencial o problemático. Estos hallazagos respaldan la tesis propuesta por Hirschi [61] en su primera revisión de la evidencia empírica sobre clase social y delincuencia. En otras palabras, la mayor parte de los datos de la investigación contradicen el supuesto sociológico que hay una estrecha asociación entre estrato social y comportamiento delictivo” [62].

Una de las conclusiones globales de este conjunto de estudios basados en encuestas de jóvenes en trece sociedades occidentales a principios de la década de los noventa es que “no aparece una relación entre estatus socioeconómico y delincuencia. Este resultado no difiere de lo encontrado en la literatura sobre estudios de auto reporte” [63].

En un meta estudio en el que se compararon y resumieron los resultados de un conjunto de 60 trabajos sobre factores de riesgo de la delincuencia juvenil por géneros basados en encuestas de auto reporte y realizados en las últimas cuatro décadas en los EEUU se encuentra que “para las mujeres jóvenes, los factores de riesgo más importantes en orden descendente fueron los compañeros (peers) o las actitudes antisociales, los problemas de temperamento o conducta, las dificultades educacionales, las malas relaciones con los padres y algunas variables de la personalidad. Las aflicciones personales, la estructura familiar y la clase social baja no aparecen fuertemente relacionadas con la delincuencia. Un patrón similar apareció para los hombres jóvenes: los tres últimos factores mencionados no están relacionados con la delincuencia mientras que los cinco restante sí son importantes” [64].

La falta de concordancia entre los datos de las encuestas de auto reporte, en las cuales las diferencias de raza y clase social no aparecen muy significativas entre los infractores, y las estadísticas de la policía o del sistema correccional de menores parecen ser una constante en todos los lugares en donde se dispone de las dos fuentes de información. Ya desde la década de los ochenta se señalaba, para los EEUU, esta particularidad de la información sobre delincuencia juvenil [65]. En los estudios realizados en Europa, como se vio, y con la excepción del de Irlanda, el estrato social del joven incide muy poco sobre el reporte de infracciones por parte de los jóvenes. En algunos lugares lo que se observa es una relación contraria a la esperada: a mayor estrato social, mayor reporte de conductas problemáticas. Una discrepancia similar con los datos de policía se observa con relación a los grupos raciales y étnicos. En la mayor parte de los países, el hecho de ser joven inmigrante y, cabe esperar, marginado, no necesariamente se asocia con una mayor prevalencia de infracciones y delitos. Por el contrario, se observa una relación inversa. En Inglaterra y Gales, por ejemplo, los jóvenes de origen africano o caribeño reportan menos infracciones que los locales. En Alemania, también los jóvenes germanos declaran haber estado envueltos en más situaciones delictivas que los inmigrantes. Algo similar se observa en los Países Bajos y en Bélgica. 

Se han señalado dos posibles razones para esta falta de concordancia [66]. La primera sería que los jóvenes más delincuentes están sub representados en las encuestas de auto reporte, normalmente circunscritas al entorno escolar. Aunque esto ayudaría a explicar la débil asociación entre delitos reportados y clase social, no aplicaría a las minorías étnicas para las cuales el problema de no captar los infractores más serios sería igualmente relevante. El otro factor podrían ser las prácticas discriminatorias de las autoridades de policía y del sistema penal de justicia en general.

Los pandilleros son más violentos
Un planteamiento común sobre la violencia juvenil en Centroamérica es el que trata de reducir al mínimo las diferencias de comportamiento entre los pandilleros, el resto de los jóvenes y la sociedad en general. En cierta medida, se trivializa la violencia juvenil bien sea señalando que todos los jóvenes son igualmente violentos o, en el mismo sentido, que una gama amplia de problemas sociales –la indiferencia, la falta de tolerancia, algunos patrones de gasto, la economía de mercado, ver ciertos programas de TV- se pueden considerar equivalentes a la violencia.

“”El disfrute de la violencia y la indiferencia frente a la muerte es un problema que no es sólo de los miembros en maras y pandillas. Gran parte de la juventud disfruta con la violencia. Las maras lo único que añaden es llevar ese entretenimiento a la realidad” [67].

“Violencia es toda actividad que imposibilita la acción humana. Lo contrario a la satisfacción es la frustración que se produce al impedir, consciente o inconscientemente, que otro pueda apropiarse de las posibilidades que lo rodean… (aún) de manera pasiva, cuando la actividad del violentador no posibilita la satisfacción de los violentados…  En una familia, un padre alcohólico está ejerciendo violencia contra su esposa y sus hijos por el hecho de gastar todo su sueldo en alcohol” [68].

“Es necesario decir que los problemas de la violencia juvenil y de las pandillas son sólo parte del fenómeno de violencia que sufre la sociedad salvadoreña. Las pandillas no son los únicos generadores de violencia en el país ni son el más importante; pueden, por el contrario, ser un factor importante en los niveles de inseguridad que sufre la población, pero la mayoría de los jóvenes que se integran a las pandillas son y han sido víctimas de violencias más profundas, más permanentes y más brutales” [69].

“Gran parte del problema es el modelo económico vigente que se ha convertido en una gran fábrica de maras, que va en aumento … la pobreza, en sí misma, es una forma de violencia y está dirigida con mayor virulencia hacia la juventud. Se da en las zonas marginales y en las migraciones del campo a la ciudad o dentro de las ciudades, por la necesidad de subsistencia” [70].

“No se necesita de mucho análisis para entender que la violencia no es una forma de relación exclusiva de la pandillas, sino la forma privilegiada e imperante de interacción y control en la sociedad” [71].

“Identificar a la juventud con la ausencia de valores es otro gesto más de hipocresía de esta sociedad incapaz de preguntarse: ¿con qué queremos que sueñe una juventud alimentada cotidianamente –no sólo y no tanto en la televisión sino en la casa, en la calle, en el trabajo- con el afán de lucro fácil, con el dinero y el confort como valores supremos, con la confusión del inteligente con el listo, es decir con el que sabe engañar y trepar rápido, con la corrupción como estrategia de ascenso tanto en la clase política cómo empresarial? ¿Qué entusiasmo por los proyectos colectivos le están transmitiendo las derechas y las izquierdas? ¿Qué imágenes de respeto a las normas le enseñan hoy unos ciudadanos mayoritariamente tramposos, ventajistas, aprovechados? ¿Qué experiencias de solidaridad o generosidad les ofrece hoy a los jóvenes una sociedad desconfiada, recelosas, profundamente injusta y sin embargo, estancada y conformista” [72].

“No se puede hablar de la pandilla … sin desembocar, necesariamente, en el rol que en todo esto puede jugar una familia debilitada, una escuela que no logra retener y que incluso expulsa a sus jóvenes, una comunidad con un tejido social debilitado e incapaz de dar soporte, pertenencia e identidad a sus miembros, y una sociedad desconfiada, injusta y caracterizada y determinada por la violencia, un marcado individualismo, una actitud punitiva y fustigadora ante lo diferente o desviado de la norma y sumamente descuidada en lo que respecta a la atención que debe brindar a su niñez y juventud” [73].

La noción de continuidad de las violencias se estira al extremo de hacer parecer inocuos principios básicos del derecho penal. “Una definición de la violencia como daño físico, donde el violentador es consciente de sus acciones y tiene la intención de hacer daño es demasiado limitada. No hace falta una presencia para hacer violencia. No hace falta tener la intención de hacer daño. Basta ver, en el caso de los jóvenes pandilleros, que las ausencias violentan más que un castigo físico, marcan su historia y ayudan a crear las condiciones para la integración de cientos de jóvenes en las maras o pandillas de los barrios urbanos” [74].

“Es difícil recordar cuándo fue el primer asalto. ¿Cuando los mareros los pararon en la Arrocera? ¿Cuando la Policía Federal les exigió dinero? ¿Cuando unos soldados les obligaron a tragarse aquel champú sólo para burlarse de ellos? ¿Cuando aquel patrón les ofreció trabajo y luego no les pagó? ¿O fue “más antes”? ¿Tal vez el primer “asalto” fue cuando cerró la fábrica de maquila y no les pagaron lo que les debían? ¿O fue de niños, cuando no pudieron pasar a la secundaria porque el gobierno no invierte en educación? No es fácil recordar el primer robo. Incluso el más antiguo es el de un padre desconocido que los dejó sin futuro seguro, sin apellido y sin confianza en sí mismos” [75].

En opinión de algunos estudiosos de las pandillas, casi cualquier cosa es asimilable  a la violencia. “Lo que más aporta a la configuración del fenómeno de las maras (es) la violencia de la ilusión que la globalización ofrece a la juventud” [76]. Es fácil quedar preocupado ante las implicaciones de política de este tipo de afirmaciones, si se tomaran en serio. ¿Proteger a los jóvenes de las ilusiones que ofrece la globalización, por ejemplo cerrando más las fronteras, prohibiendo las películas hechas en países desarrollados, o impidiendo el acceso a Internet?

La idea de un continuo de violencias no es consistente, en primer lugar, con los testimonios de algunos mareros. Y si ciertas conductas reciben tanto despliegue en los medios es porque se trata, precisamente, de cuestiones excepcionales.

“Cuando yo ya era un muchacho de quince años, recibimos una orden de "El Rata'' que nos dijo que "El cachi'', "el diablito'' y yo lo acompañaríamos a matar a un vato que le debía un dinero de droga. Todos subimos en un 4x4 rojo, doble cabina. Como de costumbre a mi me dieron mi nueve milímetros y los demás prefirieron dos Ak-47 y una Uzi. Era ya de noche y llegamos a una casa humilde, tocamos la puerta, pero escuchamos que el varón le decía a su jefa que no abriera, entonces "El Rata'' le dijo que si no abría mataríamos a todos los que estuvieran dentro. La señora, presa de los nervios, abrió la puerta y ahí comenzó la masacre. "El rata'' le exigió el dinero al varón, pero éste le dijo que no tenía nada, entonces "El rata'' sacó su arma y le puso nueve tiros en el pecho al varón y de inmediato nos dijo que mataramos a todos los que estaban en la casa porque no quería testigos. Mis dos amigos le pidieron al jefe que primero los dejara violar a dos hermanas que estaban en la casa y él accedió, pero después de violarlas a cada una le pegaron un balazo en la cabeza, pese a los ruegos que no las mataran, yo me encargué de matar a la mamá y "El cachi'' vio que estaba un niño de año y medio en la casa y para matarlo lo estrelló contra la pared, de manera que no dejamos a nadie vivo” [77].

El mismo observador que no ve diferencia sustancial entre el asalto que sufren los emigrantes en un tren y que el Estado no invierta en educación señala que  “las maras son el mayor peligro. A veces se sube un gran número de mareros de la MS (Mara Salvatrucha) y consiguen controlar todo el tren. Para ellos la violencia no tiene límite. El salvadoreño que fue chofer de la línea 101B cuenta, con gesto de no querer recordarlo, que en un intento anterior, estando varios agarrados entre dos vagones, los de la mara tiraron a uno desde arriba. “Viera cómo al pasarle las ruedas por encima lo reventó y nos salpicó de sangre a todos los que estábamos agarrados”” [78].

Los datos de la encuesta tampoco concuerdan con el planteamiento que los pandilleros y mareros son simples extensiones de una sociedad violenta. El pertenecer o no a una pandilla se asocia con una radical diferencia en cuanto a los delitos que se reportan. Además, el estar o no vinculado al sistema educativo no tiene casi ningún efecto; lo determinante es ser pandillero. Este resultado lo corroboran varios trabajos anteriores.

“Aunque no podemos afirmar categóricamente que todos los jóvenes que entran en la mara ya han tenido previamente una experiencia delincuencial, en los mareros con los que nosotros platicamos este hecho apareció como un estadio evolutivo más cercano al mundo de las maras. Tanto el delincuente como el marero son, de un modo u otro, violadores de la ley, y en ese sentido comparten una complicidad que los acerca más “ [79].

Así, mientras que el 70% de los estudiantes no vinculados a las pandillas no reportan ninguna infracción, el 28%  señalan sólo conductas leves, un 2% dicen haber cometido una infracción grave y ninguno manifiesta haber cometido más de una grave, entre los pandilleros escolarizados, las cifras respectivas son 6%, 42%, 34% y 18%. Estos porcentajes no se apartan mucho de los observados entre pandilleros no escolarizados. La diferencia  en el reporte de infracciones por parte de los no pandilleros tampoco cambia mucho en función de su escolaridad. En otros términos, en materia de infracciones el asunto crítico, mucho más que el abandono escolar es la vinculación con las pandillas o maras.  

Vale la pena ahora analizar las diferencias en el reporte de conductas dañinas en función de la clase social a la que pertenecen los pandilleros y a su escolarización. Teniendo en cuenta que el número de pandilleros estudiantes es insuficiente para desagregarlo por infracciones y por las cinco clases sociales consideradas en la encuesta se agruparon tanto la clase baja y media baja como la media alta y la alta. Dos aspectos llaman la atención de este ejercicio. El primero es que no aparece una asociación clara y negativa entre infracciones y clase social. Esta observación es pertinente tanto para los pandilleros que estudian como para los no escolarizados. El segundo punto es que la escolaridad tampoco parece tener mayor impacto sobre la incidencia de conductas indeseables reportadas por jóvenes vinculados a las pandillas.

Del análisis del reporte de infracciones por parte de los no pandilleros, fuera de una diferencia radical con los pandilleros, surgen dos observaciones similares a las que se hicieron para estos últimos: ni la clase social ni la escolarización muestran tener un impacto muy significativo sobre el perfil de las conductas. En efecto, sin que se puedan detectar diferencias sistemáticas de acuerdo con la clase económica o el hecho de estar estudiando, aproximadamente siete de cada diez jóvenes no pandilleros manifiestan no haber cometido ninguna infracción, un poco más de la cuarta parte dice no ser responsable sino de acciones leves y menos del 5% reporta comisión de delitos serios.

Así, la diferencia en el reporte de infracciones que aparece con tanta claridad entre los jóvenes estudiantes y los no escolarizados parece poder explicarse en buena parte por la alta proporción de pandilleros incluidos en la muestra de los desvinculados del sistema educativo. El análisis de la información desagregada en las 13 categorías de infracciones consideradas en la encuesta tiende a corroborar esta impresión: muestra que la cuestión crítica no es  tanto la escolaridad como la vinculación a las pandillas.

Gráfica 3.28
Entre los pandilleros estudiantes todas las infracciones leves -vandalismo, pequeños robos, riñas y agresiones- muestran un perfil decreciente con la posición económica, aunque sólo para el vandalismo aparece una asociación significativa en términos estadísticos [80]. Entre los no estudiantes la única asociación negativa con la posición económica se observa para las riñas. En particular, no se encuentra entre los pandilleros la conducta típica de Gavroche, los pequeños robos de subsistencia que en principio decrecen al mejorar la situación económica. Las mayores diferencias atribuibles a la escolarización se dan para el vandalismo, que es en promedio mayor entre los estudiantes y para las riñas y la agresión que por el contrario son superiores entre los no escolarizados.

Gráfica 3.29
Para las conductas un poco más serias, los datos concuerdan con la teoría de la precariedad, de manera estadísticamente significativa, para los robos. También es esta la conducta que presenta mayor diferencia entre los estudiantes y el resto, siendo significativamente inferior entre los primeros. En el manejo de armas, por el contrario, y sobre todo entre estudiantes no pandilleros, la incidencia aumenta con la posición económica. 

Gráfica 3.30
De manera similar a los ataques a la propiedad, el reporte de venta de droga se asocia negativamente con la clase social entre los pandilleros. En alguna medida este resultado tiende a corroborar la observación que los proveedores mayoristas que reclutan para estas labores pueden tener algún poder de discriminación.

El secuestro es el típico incidente para el cual se puede en principio pensar en una relación directa con la precariedad, tanto por su naturaleza económica como por su característica de ser una especie de impuesto a los poderosos. El reporte de participación en tal delito, sin embargo, muestra dos rasgos sorprendentes: aumenta con la clase económica y es mayor entre los pandilleros que estudian. Aquí se puede establecer un paralelo con los pasos iniciales de las carreras criminales de varios mafiosos colombianos que utilizaron el secuestro para la capitalización inicial de sus empresas.  

En síntesis, la información sobre infracciones cometidas, y el cruce de este reporte con variables básicas, como la escolarización, el género, la afiliación a pandillas y el estrato económico sugiere que esta última aporta poco a la explicación de las diferencias entre los infractores. Si bien una primera separación de la muestra entre estudiantes y no escolarizados tiende a sugerir que la escuela es un elemento crucial para discriminar a los infractores, al controlar por la afiliación a las pandillas esta institución pierde poder como elemento explicativo de las conductas adolescentes. Lo determinante parece ser la pandilla. Para la mayor parte de las conductas consideradas, la incidencia es varias, muchas, veces superior entre los pandilleros y el resto de los jóvenes, en forma más o menos independiente de su calidad de estudiantes. El pandillero que estudia está, en materia de infracciones, mucho más cerca del pandillero no escolarizado que de sus compañeros de escuela. A su vez, entre los jóvenes que abandonaron el sistema educativo pero que no han optado por las pandillas y sus pares estudiantes no pandilleros, el reporte de conductas es más o menos similar. Así, más que a los jóvenes de escasos recursos, que en su mayoría permanecen alejados de su influencia, la pandilla parece agrupar a los adolescentes infractores y  a los delincuentes juveniles.

Así, la visión recurrente de los pandilleros como unos meros representantes de una sociedad que, en últimas, es tan violenta como ellos no pasa bien el contraste con los datos de las encuestas. Los pandilleros son, en materia de infracciones y delitos, bastante diferentes de los demás jóvenes. Esta observación no equivale a plantear que las pandillas tienen establecido un verdadero monopolio sobre la delincuencia juvenil. De hecho, y a pesar de su baja participación porcentual, que se hace sobre una base mucho mayor, son numerosos los infractores y delincuentes no pandilleros. En ese sentido, puede ser útil mirar, para las distintas infracciones, cual es el nivel de control que tienen las pandillas sobre cada uno de esos mercados. Puesto que, como se ha señalado repetidamente, tan sólo la muestra de estudiantes es aleatoria y puede considerarse representativa, este ejercicio se debe limitar a esa población.

Los resultados muestran que es razonable plantear, como se hace con frecuencia, que no se debe responsabilizar a las pandillas por toda la delincuencia, ni siquiera la cometida por agresores jóvenes. De hecho el 92% de los estudiantes que reportan haber cometido alguna vez una infracción no son pandilleros. Cuando se consideran las infracciones graves, este porcentaje ya se reduce, pero sigue siendo un respetable 57%, de infractores serios no vinculados a las pandillas. El segundo punto de interés es que la participación de los pandilleros en los distintos mercados de infracciones se incrementa de acuerdo a su gravedad.

Gráfica 3.31
Así, mientras entre los vándalos los pandilleros no pasan de ser el 12%, entre los secuestradores y homicidas su participación se acerca al 60%. El otro punto que se debe destacar es que los pandilleros tienen una mayor presencia entre los infractores no especializados en una sola conducta. Incluso al considerar las infracciones leves, el hecho de haber cometido varias ya se asocia con una mayor probabilidad de estar vinculado a una pandilla. Mientras entre quienes declaran haber cometido tan sólo dos tipos de infracciones leves la participación de pandilleros es tan sólo del 4%, entre quienes reportan conductas en cinco de las categorías leves tal cifra sube al 22%. La máxima presencia de pandilleros, el 70%, se observa entre quienes dicen haber cometido 2 crímenes o más. 

Gráfica 3.32

Lo que queda claro es que la pandilla es una importante escuela del delito y que, en esa dimensión, sus integrantes se distinguen de manera nítida de la mayor parte de los adolescentes, incluso los infractores.

En otros términos, no parece haber, en ninguno de los lugares en dónde se aplicó la encuesta, barreras específicas –normativas, sociales, culturales o morales- que impidan que los jóvenes pandilleros incurran en alguna categoría de delitos. Parecería, por el contrario, que se le miden a cualquier cosa. Como claramente lo expresa un pandillero “tienes que hacer de todo: matar, robar, lo que sea. Si eres pandillero, eres pandillero y haces todo lo que sea para mostrar tu poder “ [81].

Una posible excepción a la observación anterior serían las violaciones que, contrariando un idea persistente sobre este ataque como una de las características de la delincuencia en Nicaragua, presentan una incidencia bastante más baja en dicho país. La incidencia que se observa para el delito de secuestro, también más baja en Nicaragua que en Honduras, se puede tomar como un síntoma de unas pandillas menos organizadas y estructuradas que las maras del segundo país [82].

La falta de especialización de las pandillas en materia criminal es consistente con una larga tradición en la investigación sobre gangs en los Estados Unidos que describe las actividades de los pandilleros como de estilo cafetería  [83] o a la carta  o sea como acciones de grupos que cometen una gran variedad de infracciones y crímenes, sin mayor especialización [84], probablemente dependiendo de las modas, de los caprichos de los jefes, o de la demanda externa por sus servicios. Un escenario de este tipo es bastante poco esperanzador como perspectiva en un mundo criminal cada vez más globalizado, organizado, transnacional y fluído cuando, además, los países centroamericanos cuentan con vecinos bastante curtidos en materia de guerrillas, mafias y grupos paramilitares. Al respecto, no parece un despropósito, ante la reciente revelación de los contactos de la guerrilla colombiana en Honduras [85], imaginar como escenario la subcontratación de mareros por parte de las FARC para, por ejemplo, la ejecución de las etapas iniciales de los secuestros.

Un segundo aspecto que vale la pena destacar con la información sobre infracciones es que entre los pandilleros también se cumple la regla postulada para los delincuentes juveniles en los países desarrollados en el sentido que la incidencia de las infracciones es inversamente proporcional a su gravedad. Este hecho es consistente con el modelo de los senderos hacia la delincuencia, o hacia las pandillas, de acuerdo con el cual la comisión de los delitos más graves normalmente está precedida de incursiones en otras categorías de infracciones menos serias.

De cualquier manera, los datos de las encuestas tienden a confirmar la impresión que el hecho de ingresar a una pandilla constituye un paso cualitativo en materia delictiva. Sin profundizar demasiado en el debate de si la pandilla recluta criminales ya experimentados o si, por el contrario, los entrena cuando ingresan a sus filas, el hecho es que, en forma independiente de su territorio de operación, las pandillas concentran una alta proporción de los infractores, y de manera directamente proporcional a la variedad y gravedad de sus ataques. Incluso para asuntos tan triviales como tomar artículos de un almacén sin pagar, o comprar cosas robadas, la frecuencia del reporte de esa conducta es significativamente superior entre los pandilleros que entre el resto de adolescentes y, entre los últimos, dependiendo de su cercanía con las pandillas. 

La magnitud del impacto que tienen las pandillas sobre la probabilidad de que un joven adolescente cualquiera cometa una infracción, se puede cuantificar, y los datos de las encuestas muestran que es considerable [86].

Así, por ejemplo, en Tegucigalpa, el hecho de ser marero multiplica por 50 (cincuenta, o sea un incremento del 5037%) la probabilidad de que un adolescente reporte haber cometido un crimen grave, por 55 la de haber agredido a alguien, por 41 la de vandalismo y por 33 la de saber manejar armas. En la ZMVS esta última probabilidad la incrementa en un factor de 23 el hecho de pertenecer a una mara, mientras que la de cometer un crimen muy grave, o de participar en riñas, las multiplica por 17. Tanto en Managua como en el resto de Nicaragua la diferencia entre el reporte de infracciones por parte de los pandilleros y el resto de adolescentes, aunque sigue siendo importante, es inferior a la que se observa para Honduras.

Deficiencias en autocontrol
Los resultados presentados hasta este punto sugieren cautela con la explicación simple que la pobreza es el principal caldo de cultivo de la delincuencia juvenil. Como se ha visto, no todos los pandilleros se pueden considerar en situación de precariedad económica y, en el otro extremo, una importante fracción de los jóvenes más pobres no se vinculan a las pandillas, ni se destacan por sus comportamientos violentos.

Esta mayoría de adolescentes que, en forma independiente de su posición social, muestran la capacidad de permanecer apartados de las actividades de las pandillas, de las infracciones leves y de los delitos y que, por pertenecer a un conjunto de países pobres, con instituciones deficientes, con profundas desigualdades, con mercados laborales precarios, con economías enfrentadas a los rigores de la competencia, plantean un interrogante serio a la teoría de los determinantes económicos y sociales de la violencia. ¿Por qué no todos o siquiera la mayoría de los adolescentes pobres en Centroamérica son pandilleros?

Hay varias maneras de abordar esta pregunta. La primera sería al argumento propuesto por la economía del crimen: como seres racionales estos adolescentes, conocedores a fondo del código penal y de la efectividad de la policía,  habrían hecho un meticuloso cálculo de los costos de ser capturados y sentenciados. Esta explicación resulta poco cautivadora. Es claro que los  jóvenes entre 13 y 19 años, con la posible excepción de los que ya cometieron un crimen serio, es poco lo que saben de asuntos penales. De manera alternativa, y pesar de las obvias dificultades de medición, se puede pensar en la relevancia de ciertas restricciones internas, que se podrían agrupar bajo el término genérico de autocontrol y que, junto con otros factores, configuran el conjunto de comportamientos de un joven. Si asuntos como la necesidad económica, la ambición, la búsqueda de dinero fácil, la diversión, la rumba, encontrar amigos, una pareja etc… atraen a los jóvenes a las pandillas, o a desafiar la ley, en la mayor parte de los jóvenes tales impulsos logran mantenerse bajo control. De manera general, puede plantearse que la violencia juvenil surge cuando fallan estos mecanismos internos de autocontrol. La visión Rousseauniana que la sociedad promueve la violencia podría reemplazarse con la alternativa que falló, en unos pocos individuos, en contenerla.

En ese contexto, prevención equivaldría a fortalecimiento de los mecanismos de autocontrol individual. En su A General Theory of Crime, Gottfredson y Hirschi (1990) (G&H) plantean una explicación de la delincuencia basada en el autocontrol. La mayor parte de los delitos, según ellos, son el resultado de falta de disciplina y de restricciones. Es conveniente señalar que esta propuesta no es contraria a la teoría de los senderos hacia la delincuencia sino que, por el contrario, la complementa y refuerza. En los términos de G&H, transitar por el sendero hacia la delincuencia, equivale a relajar cada vez más los mecanismos de autocontrol. Por otro lado, los datos de las encuestas pueden ser útiles para contrastar algunas de las ideas básicas de G&H.

Uno de los puntos de partida de G&H es que las infracciones y los delitos, más que instancias de supervivencia, son mecanismos rápidos y fáciles para obtener lo que se quiere. Es probable que una buena manera de lograr la seguridad económica sea a través de una larga escolaridad, el trabajo duro, disciplinado y constante por muchos años. Pero ese camino requiere una buena dosis de paciencia, persistencia, disciplina, entrenamiento, adquisición de aptitudes, y algo de sacrificio. Todas estas cualidades requieren altas dosis de autocontrol. Por el contrario, no requiere mucha preparación previa, ni paciencia, ni entrenamiento romper la vitrina de algún almacén para tomar de allí alguna mercancía. O aprender a manejar un revólver y, con esa pequeña inversión, subirse a un bus y cobrar impuestos. O venderle el cuerpo joven a algún turista.

Según G&H las actividades delictivas se caracterizan ante todo por un foco en el corto plazo, en la recompensa inmediata, y la relativa simplicidad que son, según ellos, típicos de los individuos con bajos niveles de autocontrol. Además, infringir las normas y las leyes, puede ser, per se, una fuente de excitación y aventura. Para corroborar sus planteamientos G&H presentan cierta evidencia acerca de la gente que comete delitos. Uno de los aspectos más dignos de mención es que los infractores y delincuentes no se asemejan a la mayoría de los ciudadanos respetuosos de la ley, con los cuales  la única diferencia sería la adopción de ciertas conductas ilegales. Por el contrario, los infractores muestran síntomas de falta de autocontrol en varios campos ajenos a sus actividades ilegales. Según G&H los criminales son más propensos que la demás gente a fumar y beber, a consumir drogas, a tener una vida sexual impulsiva, promiscua y riesgosa, enfrentan embarazos no deseados, pequeñas peleas, accidentes automovilísticos etc. El producto de las actividades criminales normalmente se gasta tan rápido como se obtuvo, en lugar de ahorrarlo e invertirlo. Además, y en contra de la visión centrada en el crimen como un asunto laboral, y que implicaría cierto grado de especialización, los delincuentes, según G&H, tienden a cometer distintos tipos de infracciones, dependiendo de las oportunidades que se presenten. En síntesis, habría todo un estilo de vida criminal caracterizado por la búsqueda de ganancias rápidas y fáciles, así como  la tendencia a caer en distintas tentaciones.

Los individuos con menores niveles de autocontrol serían los más propensos a cometer infracciones y crímenes. En ese sentido, no es que las preferencias, o deseos, de los infractores sean muy distintas a las de la demás gente –dinero, poder, amor, sexo, diversión, estatus- ni que la evaluación de las consecuencias legales de sus acciones sea peculiar sino que contarían con menos restricciones internas, con un menor autocontrol.

Son corrientes las referencias a pandilleros y mareros en las que se destaca esta idea de los bajos niveles de autocontrol.

”Una buena cantidad de jóvenes, desde antes de entrar en la mara… viven a partir de un principio: lo que quieres, tómalo; y dentro de la mara esta filosofía encaja perfectamente con su modo de operar” [87].

“La solución a todos sus problemas es la violencia. Si quieren algo, lo toman. Cuando son adultos su problema es que no tienen control del impulso, no postergan su deseo y toman aquello que desean, por la fuerza si es necesario” [88].

Varios resultados de las encuestas avalan estos planteamientos de G&H. El más directo es que, en efecto, los pandilleros presentan varias de las características señaladas como síntomas de bajo autocontrol. Por una parte, la tendencia a la no especialización. Como se vio, a medida que aumenta el número de categorías en las cuales se manifiesta haber cometido infracciones se hace más probable que se trate de un joven vinculado a la pandilla. Además, el reporte de estar vinculado a la pandilla se acompaña con frecuencia de ciertos comportamientos que, sin ser ilegales, reflejan un bajo nivel de autocontrol: consumo de tabaco y alcohol, drogas, sexo temprano, promiscuo e irresponsable, alta frecuencia de salidas nocturnas, fugas de la casa…

Se puede con unos cuantos indicadores disponibles en la encuesta tratar de construir un índice de autocontrol. Para eso, una manera de obtener un indicador que en una sola dimensión aglutine y resuma la información de un conjunto de variables susceptibles de estar asociadas con el autocontrol es el procedimiento de componentes principales. Con base en esta metodología se construyó un índice -con valores comprendidos entre 0 y 100, en dónde 0 es el nivel mínimo de autocontrol que aparece en la muestra y 100 el máximo- basado en las siguientes variables: consumo de sustancias legales, consumo de droga, actividad sexual y frecuencia de salidas nocturnas entre semana. Así, para aquellos jóvenes que ni fuman, ni beben, ni han ingerido marihuana, cocaína o heroína, ni han tenido relaciones sexuales, y no salen de su casa por las noches el valor del índice es 100, mientras que para los que reportan todas esas conductas y han salido más de siete veces por semana el valor es de cero. Conviene señalar que con la construcción de este índice no se pretende aportar nuevos datos psicológicos de los jóvenes sino simplemente resumir en una sola variable toda la información referente a las actividades anotadas, y que se pueden asociar con la categoría del autocontrol.

Un primer aspecto que vale la pena analizar es la distribución de este índice por género y escolaridad. Los resultados no sorprenden. El autocontrol aparece más como un atributo femenino que masculino, y se ve favorecido por el sistema educativo. Cerca del 80% de las mujeres y el 55% de los hombres que estudian se encuentran en el rango máximo (entre 0.8 y 1.0). Entre los no escolarizados, tales porcentajes se reducen en cerca de 20 puntos. En las mujeres, no sólo el promedio es superior, sino que la distribución está más concentrada. La desvinculación del sistema educativo tendría el doble efecto de reducir el promedio del índice y aumentar su dispersión.

Igualmente interesante es la comparación del índice entre los pandilleros y el resto de jóvenes. Tanto para los estudiantes como para los no escolarizados la distribución cambia radicalmente dependiendo de la afiliación a las pandillas. En los pandilleros, la moda de la distribución se encuentra en el rango más bajo del índice, al otro extremo de la moda entre los no pandilleros. Además, en forma similar a lo que se señaló para el reporte de infracciones, cuando se controla por la vinculación a las pandillas, el impacto de la escolarización es más tenue.

Un punto pertinente para el debate sobre la precariedad como determinante de la violencia tiene que ver con el perfil de este indicador por clases sociales. Los datos de la encuesta muestran que entre los estudiantes, mujeres u hombres, el indicador de autocontrol es independiente de la clase social a la que pertenece el joven. Entre los no escolarizados, por el contrario, se observa un efecto positivo de la clase social sobre el autocontrol, siendo más marcado este efecto en los hombres que en las mujeres.
Gráfica 3.33

Al separar la muestra entre pandilleros y el resto de jóvenes, el panorama cambia ligeramente. Por una parte, se observa que las diferencias de autocontrol entre los pandilleros y el resto de estudiantes son relativamente independientes del nivel social. Entre los pandilleros que estudian, se observa un leve perfil en forma de U invertida, con un valor máximo en las clase media y valores similares en la clase más baja y la más alta. 
Entre los adolescentes no escolarizados, por el contrario, se observa un efecto positivo del nivel social sobre el autocontrol, tanto entre pandilleros como entre los demás jóvenes, siendo el efecto estadísticamente significativo tan sólo para los segundos. Así, es entre los jóvenes no escolarizados y no vinculados a la pandillas que se observa un impacto de la clase social sobre el autocontrol.

Gráfica 3.34
Aunque para evitar al máximo los problemas de mala representatividad de la muestra de jóvenes no escolarizados el índice de autocontrol que se construyó no incluye ninguna variable asociada con la escolaridad, es interesante observar que sí guarda relación con esta dimensión y de manera bastante lógica. En efecto, tanto entre estudiantes como entre quienes abandonaron la escuela se observa que quienes no reportan haber perdido un año muestran un valor promedio del índice superior al de quienes fracasaron en un curso escolar.

El indicador de autocontrol calculado muestra una asociación, que parece razonable a priori, con la estructura familiar, definida aquí de manera sencilla como el entorno en el cual vivía el joven en el momento de la encuesta. En concreto, lo que se observa es que la estructura familiar más tradicional, vivir con la madre y el padre, tiene un impacto positivo sobre el autocontrol. Por el contrario, la estructura menos favorable al autocontrol es la que se puede denominar de padrastro, o sea que el joven vive con su madre y otra pareja que no es el padre. Los demás arreglos familiares –vivir con la madre sola o con otras personas- no muestran tener mayor efecto diferencial. No menos importante es que el no vivir con el padre y la madre muestra tener un impacto mayor sobre el autocontrol de los hombres que sobre el de las mujeres

No sólo la estructura familiar aparece asociada con el índice de autocontrol calculado. El enfrentar ciertos problemas en el entorno hogareño también muestra una asociación con esta variable. El hecho de tener medio hermanos, que las peleas sean frecuentes en la familia, que el joven manifieste que su madre ha sido golpeada, o que reporte haber sufrido alguna forma de abuso sexual muestran un efecto negativo sobre el índice. Con relación a la última variable, el abuso sexual, es necesario aclarar que la información que se tienen en la encuesta hace referencia al hecho de haber sido obligado, alguna vez, a tener relaciones sexuales contra su voluntad, sin especificar el contexto en el que se dio este incidente. El atribuir todos los casos al entorno familiar resulta algo exagerado, pero desafortunadamente no hay manera de separar los casos de abuso por parte de extraños de los demás. Es común en la literatura sobre abuso infantil señalar la importancia de familiares y conocidos en los hostigamientos sexuales. Algunos datos de la encuesta tiende a corroborar esta idea. Por ejemplo, el hecho de tener medio hermanos, o el vivir con un padrastro, incluso cuando se controla por haber sido víctima de otros ataques, incrementa para las jóvenes entre un 60% y un 90% la probabilidad de que se reporte haber sido obligada a tener relaciones sexuales. Hecha esta aclaración se puede resumir la información sobre el impacto de los problemas familiares sobre el indicador de autocontrol.

Gráfica 3.35
El mayor efecto se observa para el abuso sexual, en parte porque se está sobre estimando el rol de la familia. Por otro lado, los conflictos familiares, muestran afectar más el autocontrol de los hombres, quienes por el contrario, parecen menos sensibles a la cuestión de los medio hermanos.

Es conveniente en este punto hacer un paréntesis para señalar que varios de estos problemas están relacionados entre sí. Por ejemplo, el simple hecho que el joven manifieste que tiene medio hermanos incrementa en un 19% la probabilidad que señale que en su casa las peleas son frecuentes, y en un 28% la de que su madre ha sido golpeada. Las cifras respectivas si existe la figura del padrastro son del 43% y del 89%. En todos los casos el efecto es estadísticamente significativo.

Por último, también se observa un efecto, muy complejo, de la religión que practica la familia sobre el indicador de autocontrol. En general, el hecho de practicar alguna religión tiene como resultado sobre las mujeres un incremento en el autocontrol, y este es mayor entre los protestantes que entre los católicos, a su vez superior al de los evangélicos. El impacto más importante se da para las religiones diferentes a las ya mencionadas, tanto en las mujeres como en los hombres. La religión protestante es el único credo que se asocia con un menor autocontrol, pero sólo en los hombres, para quienes ni la religión católica ni la protestante parecen tener algún efecto. 

Sorprende bastante que el nivel educativo de la madre no sólo no parezca contribuir al autocontrol de los jóvenes sino que tenga el efecto  de disminuirlo, tanto en los hombres como en las mujeres.

Puesto que muchos de estos factores que, hasta este punto, aparecen asociados con el autocontrol no son del todo independientes entre sí es conveniente estimar su efecto al considerarlos de manera simultánea [89]. Lo que se observa es que, de lejos, la variable que muestra tener un mayor impacto, negativo, sobre el indicador de autocontrol es el abuso sexual, que disminuye le índice construido en 24 puntos (sobre un máximo de 100)  para los hombres y en 29 puntos para las mujeres. Las variables con mayor poder para fortalecer el autocontrol del joven son las relacionadas con la supervisión de las salidas de la casa,  que incrementan el índice construido en un 10%. El hecho de vivir con el padre y la madre tiene también un efecto positivo, y diferencial por géneros, siendo mayor el impacto sobre los hombres (+ 7 puntos sobre 100) que sobre las mujeres (+2).

Aunque parezca redundante señalarlo, vale la pena mencionar que el autocontrol de los jóvenes tiene, por decirlo de alguna manera, un historial o biografía y que las manifestaciones tempranas de fallas en esta dimensión pueden reproducirse e incluso reforzarse posteriormente. En particular, varios de los comportamientos que fueron utilizados para calcular el índice de autocontrol –el consumo de tabaco o alcohol, la droga, el sexo y las escapadas de la casa- pueden presentar manifestaciones tempranas, entendidas como el reporte de tales conductas antes de los 13 años. Estas que se pueden denominar conductas de riesgo tempranas, pueden ser útiles para predecir futuros comportamientos de los adolescentes y vale la pena analizar su asociación con el índice de autocontrol calculado.

Una manera de realizar este ejercicio consiste en calcular el índice de autocontrol para cada una de las posibilidades de reporte de conductas de riesgo tempranas (CRT) . Lo que se observa tiene bastante sentido. Entre los jóvenes estudiantes que no reportan ninguna CRT el valor promedio del índice es cercano al 80% para los hombres y al 90% para las mujeres. El haber sido fumadores o bebedores precoces, y sólo eso, reduce en cerca de 20 puntos el índice. El consumo de droga antes de los 13 o una fuga temprana lo hacen en cerca de 30 puntos. En todos estos casos, no hay diferencias apreciables por género. El sexo temprano, por el contrario, tiene un impacto similar al de las dos conductas antes mencionadas para ellos, pero un efecto adicional de 10 puntos en ellas. La combinación de dos o más conductas ya tienen un impacto mucho más severo, reduciendo el índice a menos del 20%.

Una segunda manera de calcular este efecto consiste en estimar una regresión de las cuatro variables de CRT sobre el índice. Los resultados, aunque similares, señalan un mayor impacto de la fuga de casa, sobre todo para ellas, tornándose similar al de la droga y un menor efecto de la actividad sexual precoz que se equipara al consumo temprano de tabaco o alcohol. Además, con la excepción de las escapadas de casa, se disminuyen las diferencias por género.

Una vez analizados los antecedentes o los determinantes del indicador de autocontrol es conveniente mirar si, tal como plantea la teoría de G&H el índice así calculado guarda alguna relación con el reporte de infracciones. Como se mencionó al inicio de esta sección, el índice construido se asocia negativamente con la vinculación a las pandillas. Pero no se requiere llegar a este paso límite, la entrada a la pandilla, para percibir algunas diferencias en el grado autocontrol que muestran los jóvenes al acercarse a estos grupos. Entre los simpatizantes de las pandillas, y de manera inversamente proporcional  a la calificación que le asignan a su simpatía por las bandas juveniles, se observan niveles inferiores de autocontrol, tanto en hombres como en mujeres.

Algo similar puede decirse de quienes le asignan alguna probabilidad positiva al evento de vincularse a tales grupos. De nuevo, entre mayor es la calificación de esa posibilidad, menor es el nivel observado de autocontrol, tanto entre ellos como entre ellas. 

No sólo el hecho de estar vinculado a una pandilla se asocia con niveles de autocontrol más reducidos. En general, el reporte de infracciones se da acompañado de un valor promedio inferior en este índice, y de manera proporcional a la variedad de infracciones cometidas. Así, mientras entre quienes muestran índices de autocontrol situados en el rango más bajo (entre 0 y 0.2) el número de categorías para las cuales se reportan infracciones es cercano a cuatro, tal cifra se reduce a menos de un medio entre quienes se sitúan en el rango más alto del índice de autocontrol. Por otra parte, la escolaridad parece contribuir a la efectividad del autocontrol sobre las infracciones.

Entre los pandilleros esta relación es menos marcada. Así, las pandillas no sólo parecen tener el efecto de reducir el autocontrol de los jóvenes –o reclutar adolescentes con menores niveles de autocontrol- sino que parecen reducir el alcance del autocontrol sobre las infracciones. A iguales niveles de autocontrol, la pandilla facilitaría que se cometiera una mayor variedad de infracciones.

Gráfica 3.36
Las diferencias de autocontrol asociadas a los distintos niveles de infracciones se hacen aún más marcadas si se trata de infracciones graves, o delitos. También en esa dimensión son más definitivas las diferencias entre los pandilleros y el resto de jóvenes.

De la casa a la calle - El ingreso a la pandilla
Contrastar con encuestas de auto reporte una de las teorías que parece más sugestiva –la de los senderos hacia la delincuencia juvenil- para explicar la situación final de un joven que hace parte de una pandilla es difícil por dos razones : la primera es que tal tipo de ejercicio requiere normalmente la  realización de encuestas longitudinales aplicadas a una misma cohorte en la que se registre con precisión la secuencia temporal de eventos, en principio nimios y aparentemente irrelevantes, que con el paso del tiempo se acumulan y terminan configurando el sendero. El recuerdo de tales eventos, y sobre todo, el de las fechas de ocurrencia en una encuesta de auto reporte es bastante más incierto. La segunda dificultad es de orden conceptual y está relacionada con el hecho que existe menos tratamiento en la literatura sobre la secuencia de eventos que puedan considerarse constitutivos de una escalada progresiva que conduzca a la decisión de ingresar a una pandilla.

A pesar de las observaciones anteriores, vale la pena tratar de elaborar una caricatura para explicar la vinculación a las pandillas y algunos pasos que la preceden.

Se puede empezar por el ejercicio de analizar cuales son los factores que mejor permiten discriminar a los jóvenes que reportan haber pertenecido alguna vez a una pandilla de los demás adolescentes. O, suponiendo lo que pueden ser las etapas previas a este paso, los elementos que ayudan a distinguir a quienes cuentan con un amigo pandillero, o a explicar las diferencias en la calificación de simpatía hacia tales grupos, o en la probabilidad que se le asigna al evento de la vinculación. También se puede realizar un ejercicio similar  para comparar a los ex pandilleros con quienes no han abandonado la pandilla.

Puesto que, como se ha señalado varias veces, tan sólo la muestra de estudiantes es aleatoria vale la pena separar el ejercicio que se hace con este grupo del que se puede hacer incluyendo en la muestra a los  no escolarizados. Con el primer ejercicio, se está dejando por fuera de la explicación una de las variables que puede ser determinante de la vinculación a las pandillas, el abandono escolar, factor que la mayor parte de la literatura sobre pandillas considera crítico.

Con el segundo ejercicio, en el que se incluyen en la muestra a los pandilleros y otros jóvenes no escolarizados, el efecto de la variable abandono escolar que se incluye como factor explicativo está probablemente sobre estimado, puesto que al haber estado una parte de la muestra dirigida a captar pandilleros que han dejado sus estudios se le da un peso mayor al abandono. Otro tanto puede esperarse del coeficiente de la variable que refleja la situación económica del joven.

Los resultados de este ejercicio son interesantes. En primer lugar, muestran que el camino o sendero de ida hacia la pandilla, es radicalmente distinto del de regreso. Además, que las etapas iniciales de ese sendero no siempre se asocian con los mismos factores de la etapa final. En particular, entre los simpatizantes o pandilleros potenciales no aparecen diferencias significativas por género. Además, el contar con un grupo de amigos que tenga un nombre y jefe bien definido, es algo que  aparece más probable entre las mujeres.

Por otra parte, se tiende a corroborar la observación hecha varias veces en el sentido que el peso tan importante que tradicionalmente se le ha asignado a la situación económica de los jóvenes como factor que empuja hacia las pandillas puede tener su origen en un problema de representatividad de la muestra. En efecto, entre los estudiantes que respondieron la encuesta, una muestra aleatoria y representativa de la población, no se observa un efecto significativo del estrato económico para discriminar a los pandilleros, o a quienes tienen amigo en tales grupos del resto de adolescentes. Entre los escolarizados, las condiciones económicas tampoco contribuyen a explicar las diferencias en la simpatía hacia las pandillas o en la percepción de la posibilidad de hacer parte de estos grupos.
Cuadro 3.1
Son tres las dimensiones en las que, entre los estudiantes, la situación económica del joven hace una diferencia. La primera es la de contar con un grupo de amigos, una banda bien definida, con un nombre y un jefe reconocido por todo el grupo. Este primer nivel de asociación se ve favorecido por el nivel económico del joven. La calificación que se le asigna a la similitud de este grupo de amigos con una pandilla, por el contrario, se asocia negativamente con la clase social.

Por último, y también de manera significativa aún entre la sub muestra aleatoria de los estudiantes, el estrato ayuda a discriminar a los jóvenes que se desvinculan de la pandilla: a nivel social más alto es mayor la probabilidad de que se reporte haber dejado de ser pandillero. Este resultado puede interpretarse de dos maneras no necesariamente excluyentes, y ambas tienen que ver con el fenómeno tan poco estudiado de los pandilleros ricos. Bajo un primer escenario, el del señorito pandillero, este resultado indicaría que las familias con buena posición económica y social cuentan con mejores mecanismos para recuperar y reinsertar a sus hijos pandilleros. Bajo el segundo escenario, el del pandillero que ascendió socialmente al interior de la pandilla, este resultado indicaría que los mismos beneficios obtenidos por el joven en sus actividades como pandillero son los que, posteriormente, facilitan su salida. Otro resultado digno de mención con respecto a los ex pandilleros es que, aunque muestran unos niveles de autocontrol superiores al de sus compañeros que permanecen en la pandilla, esta diferencia no es estadísticamente significativa. Parte de este resultado se puede explicar por el efecto ya señalado que la pandilla parecería matizar el efecto del autocontrol sobre las conductas de los jóvenes.

Es sólo cuando se hace el ejercicio con la muestra total, o sea teniendo en cuenta tanto los estudiantes como quienes se desvincularon del sistema educativo, que se observa una asociación negativa, y estadísticamente significativa, entre el estrato económico y la vinculación a las pandillas, con la manifestación de la posibilidad de vincularse a ellas o con la opinión que el grupo de amigos al cual se pertenece se asemeja a una pandilla. Como se ha anotado repetidamente, es probable que parte de estos resultados se puedan derivar de un problema de muestreo. De todas maneras, aún en este caso, el impacto del abandono escolar parece mucho más determinante que el de la situación económica per se. No se puede con los datos de estas tener una idea sobre la magnitud de esta eventual sobre estimación de los antecedentes sociales sobre la afiliación a las pandillas, como tampoco se puede saber, por la misma razón de inadecuada representatividad, cual es el peso de los factores económicos sobre el abandono escolar.

Por otra parte, hay tres factores que muestran tener una asociación estrecha, y con un signo consistente con las pandillas, a todo lo largo del camino hacia ellas. El primero es el del autocontrol. A mayor valor de esta variable, es menor la probabilidad de que un adolescente (i) sea simpatizante de las pandillas, (ii) considere la posibilidad de vincularse a ellas, (iii) establezca vínculos de amistad, (iv) pertenezca a una  banda de amigos con nombre y jefe, (v) considere que esta banda se parece a una pandilla o (vi) reporte haber sido pandillero. Para las etapas iniciales del sendero, el factor autocontrol es incluso más relevante que el factor masculino. Para ser más precisos, los datos muestran que para ser simpatizante de las pandillas o considerarse pandillero en potencia, los distintos niveles de autocontrol entre hombres y mujeres son suficientes para la explicación. Para dar el paso de tener un amigo pandillero o vincularse a las pandillas hay sin embargo un efecto de la masculinidad, adicional al que es atribuible al menor autocontrol varonil.  Por otra lado las mujeres parecen más propensas a pertenecer a grupos o bandas de amigos que se asemejan a una pandilla.

El segundo elemento que se asocia con las pandillas de manera consistente, y siempre significativa en términos estadísticos, es que el joven manifieste que en su barrio operan tales grupos. Las pandillas en el vecindario donde vive un joven ejercen un poder de atracción que se manifiesta por diversas vías. Facilita, como es lógico, que se establezcan lazos de amistad con sus miembros. Además, incrementa la simpatía que los adolescentes manifiestan hacia esos grupos. Consecuentemente, no sorprende que tal influencia haga que los jóvenes consideren más probable volverse pandilleros. Por otra parte, la presencia de pandillas en el barrio también parece estimular la creación de grupos de amigos con nombre y un líder reconocido por sus miembros, y también facilita que este tipo de grupos espontáneos se asemeje, en opinión de sus integrantes, a una pandilla. Las observaciones anteriores son pertinentes tanto para la sub muestra de estudiantes como para la total. 

La tercera variable que parece pertinente a la hora de explicar tanto la afiliación a las pandillas como las etapas previas a esta decisión es la relativa a las conductas de riesgo tempranas. Teniendo en cuenta que, como se señaló atrás, esta variable está asociada con el indicador de autocontrol, el hecho que aún después de filtrar por esta última persista un efecto estadísticamente significativo es una muestra de su importancia. En materia de políticas preventivas, además, se trata de un objetivo crucial, precisamente por referirse a conductas tempranas. 

El efecto de estas variables es uniforme y significativo tanto entre los estudiantes, como en la muestra total. No menos pertinente resulta el hecho que, a diferencia del estrato, cuyo efecto no es perceptible en ninguna de las encuestas considerada de manera aislada, el indicador de autocontrol si lo es, con el mismo efecto negativo, de manera estadísticamente significativa tanto en la muestra de estudiantes como en la total. El efecto de la presencia de pandillas en los barrios, también es bastante inmune a las particularidades locales, puesto que resulta ser significativo en cuatro de las seis encuestas para la muestra de estudiantes y en cinco con la muestra total.
Cuadro 3.2


Lo que estos resultados sugieren es que en la inversión de recursos para prevenir el acercamiento, o la afiliación, de los jóvenes a las pandillas, o la constitución de bandas de amigos que puedan tomar esa deriva se debe dar prioridad a dos frentes: a nivel individual, al fortalecimiento del autocontrol entre los adolescentes, con un detallado seguimiento a las conductas de riesgo tempranas y, a nivel de las localidades o comunidades, buscando disminuir la presencia e influencia de las pandillas en los barrios, o desarticulándolas. La alternativa de incrementar las perspectivas económicas y sociales de los jóvenes aparece como una vía de mayor riesgo y menor consistencia para prevenir el fenómeno.

También parece conveniente analizar los factores que permiten discriminar a los infractores y delincuentes juveniles –definidos aquí como los jóvenes que reportan haber cometido una infracción grave- de los demás adolescentes, y según su afiliación a las pandillas. Nuevamente, este ejercicio es conveniente hacerlo tanto para la muestra total como para la sub muestra de estudiantes.

Los resultados tienden a corroborar el planteamiento de asignarle mayor relevancia en la explicación de la violencia juvenil a los elementos relacionados con el autocontrol que a aquellos asociados con la situación económica. Salvo entre los estudiantes pandilleros, para quienes el autocontrol no parece incidir en el reporte de algunas infracciones, esta variable sigue siendo la que muestra un efecto más consistente y significativo. Por el contrario, y como puede apreciarse en este cuadro, el estrato económico no muestra un impacto perceptible ni siquiera cuando se incluyen en la muestra los no escolarizados con lo cual se puede sospechar que se sobre estima el efecto de esta variable. Así, los esfuerzos preventivos basados en mejorar las perspectivas económicas de los jóvenes aparecen de nuevo como una vía relativamente azarosa, poco eficaz e inconsistente, pues el coeficiente cambia de signo de manera repetida.
Cuadro 3.3

La observación de estos cuadros suscita un comentario adicional. A pesar de que se pueden identificar varios factores que muestran tener un impacto considerable, y estadísticamente significativo, el poder explicativo de las ecuaciones no es muy alto, siempre inferior al 50% en la muestra total y al 40% entre estudiantes. Aunque estas magnitudes parecen más que razonables para un ejercicio de corte transversal, permiten señalar que persiste cierto misterio en las razones que, a nivel individual, llevan a los jóvenes a acercarse o a ingresar a las pandillas.

La violencia juvenil paga: dinero, sexo y poder
Las pandillas ejercen atracción sobre los jóvenes y esta afinidad puede ser mayor entre quienes tienen precaria capacidad de autocontrol. Conviene estudiar la naturaleza de este imán que atrae a los adolescentes hacia las pandillas. Nunca es fácil discernir las verdaderas intenciones que tuvieron los individuos para hacer algo, y con mayor razón cuando se trata de adolescentes que desafían las normas y la ley. Un procedimiento para dar luces sobre estas motivaciones consiste en comparar la situación de los individuos que tomaron la decisión con la de quienes no lo hicieron. Así, por ejemplo, si se detecta que los pandilleros gastan más que los no pandilleros se puede sospechar que las cuestiones económicas jugaron algún papel. 

Dejando de lado el consumo de tabaco, alcohol y droga, y en general el vacile que con frecuencia se menciona como motivación para ingresar a una pandilla -algo que los datos corroboran- se destacan tres dimensiones que, aunque con traslapos, merecen un tratamiento analítico individual y pueden estudiarse con la información de las encuestas. La primera es la económica. Interesa saber si el ingresar a la pandilla se asocia con cambios en los patrones de gasto entre los jóvenes. La segunda es la dimensión afectiva o sexual: si la pandilla amplía las posibilidades de conseguir pareja. La tercera es la dimensión política: si los pandilleros adquieren más poder del que está al alcance de los adolescentes no vinculados a estos grupos.

Para el primer aspecto, llama la atención que el monto promedio mensual de los gastos reportados por los pandilleros [90] no sea muy superior al de los demás jóvenes. La diferencia es estadísticamente significativa, pero su magnitud, del 10%, no es elevada. En materia de gasto, la mayor discrepancia entre los pandilleros y el resto, se da entre los hombres que ni estudian ni trabajan.

Gráfica 3.37
La vida en la pandilla parece tener mayores repercusiones en el terreno sexual que en el económico. En esa dimensión la diferencia entre los pandilleros y los demás  jóvenes es más marcada. Tomando como indicador de actividad sexual el número de parejas a lo largo de la vida [91] se encuentra que el valor para los pandilleros es cuatro veces superior al de los no pandilleros. En el terreno sexual el mayor efecto pandilla se observa en las mujeres que ni estudian ni trabajan y para quienes se puede sospechar que la banda representa una vía hacia la venta de servicios sexuales. Sobre este punto se volverá más adelante.

Gráfica 3.38
Para los hombres, el mayor impacto de la pandilla en la ampliación de los horizontes sexuales se observa entre quienes estudian pero no trabajan. 

Vale la pena ahora indagar si la violencia juvenil, en la pandilla o fuera de ella, ofrece recompensas de tipo económico o sexual. La respuesta parece ser afirmativa y, de nuevo, se puede anotar que la violencia parece más rentable desde un punto de vista sexual que económico. Mientras que los jóvenes que reportan haber cometido dos o más tipos de infracciones graves, los verdaderos delincuentes juveniles, gastan en promedio un 50% más que quienes no han cometido ninguna infracción, en el terreno sexual las diferencias son del orden de cuatro a uno para los pandilleros y de nueve a uno para los delincuentes juveniles no pandilleros.

Gráfica 3.39
Puesto que tanto el monto mensual de gasto de los jóvenes como su promiscuidad sexual dependen no sólo de la afiliación a las pandillas y de la delincuencia, es preciso analizar los distintos factores que afectan este resultado y estimar la contribución de cada uno, pero controlando por otras variables como la edad, la escolaridad, el trabajo y el estrato económico.

En la órbita económica, este ejercicio sugiere varios comentarios. El primero es que aparecen diferencias por género. Entre los factores que afectan el gasto, tener un trabajo es el que permite incrementarlo más, en un 20% para ellos y un 15% para ellas. Con la edad, los varones van aumentando su consumo (7% por cada año) más que las jóvenes (5%). Ser estudiante, por el contrario, se traduce en un 12% más de gasto para las mujeres y un 5% para los hombres. El efecto de la clase económica es similar (7% por nivel) en ambos.

La mayor diferencia por género se observa para la afiliación a las pandillas. Mientras que para las jóvenes pandilleras ese vínculo se asocia con una reducción del 17% en sus gastos personales, en los hombres el ser pandillero no conlleva ningún cambio una vez se ha tenido en cuenta el efecto de las demás variables. Cometer delitos, por el contrario, es más rentable económicamente para ellas que para ellos. Si se suman estos dos efectos, pandillas y delincuencia, se llega a la conclusión, señalada previamente, que el cambio en el gasto asociado con una vida delictiva en las pandillas no es demasiado importante: ellos lo aumentan en un 7% y para ellas implica un sacrificio del 3%.

En el terreno sexual el impacto es mayor. Los efectos que se pueden calcular, también diferentes por género, tienen sentido. La edad incrementa el número de parejas más para ellos, en un 19% por cada año adicional, que para ellas, un 6%. El hecho de ser estudiante reduce las posibilidades sexuales en un 28% para los hombres y en un 25% para las mujeres. La vinculación al mercado laboral incrementa en un 17% el número de parejas de las mujeres y en un 12% el de los hombres. El mayor nivel social económico los favorece a ellos (7% por cada nivel) pero las restringe sexualmente a ellas (-1% por cada nivel). El ingreso a la pandilla implica para las mujeres un salto importante en materia de promiscuidad, que se aumenta en un 79%, mientras que para los pandilleros varones el incremento es del 12%. La delincuencia, por el contrario, es más rentable sexualmente para los hombres, que por cada nivel en la escala –ninguna infracción, sólo leves, 1 grave, 2 o más graves- logran un 47% más de parejas. En las jóvenes, tal aumento es del 31%.

Debe señalarse que para las mujeres la combinación de sacrificio económico y gran aumento en la promiscuidad al ingresar a la pandilla, permite sospechar un escenario poco emancipador y más consistente con una condición de sometimiento sexual a los varones de la pandilla o, como se verá, de prostitución y proxenetismo.

En cuanto al tercer tipo motivación para ingresar a la pandilla, el poder, las diferencias son bastante difíciles de cuantificar. Existen indicios para pensar que la pandilla sí representa para muchos jóvenes una vía rápida de acceso al poder político sobre la vida del barrio. El primero, ya señalado, es la opinión que manifiesta un porcentaje no despreciable de los jóvenes que respondieron la encuesta: algunas pandillas juveniles son las que mandan en sus barrios.

De acuerdo con Rocha (2006b) las peleas entre pandillas tenían, al menos en sus inicios, como principal objetivo adquirir prestigio y poder. “Las peleas entre pandilleros -la principal de sus actividades- tenían un objetivo grupal y una serie de beneficios individuales: la obtención de fama, respeto y poder. Los jóvenes controlaban el barrio, hacían valer su ley. Su rol de defensores y legisladores barriales operaba como un dispositivo elevador de estatus y de respeto. Las peleas satisfacían su hambre de imagen: su fama se expandía trascendiendo las fronteras barriales”.

Cruz y Portillo (1998) encontraron que el 77.5% de los pandilleros consideran que han ganado poder y un 84.3% percibe el respeto como algo obtenido a través de su pertenencia a la pandilla. Además, que este beneficio político, presenta diferencias por género. “En relación con el poder que los jóvenes que integran las pandillas mencionaron haber ganado, la población de sexo femenino es quien percibe en menor cuantía dicha ganancia mientras que ocho de cada diez pandilleros dijeron haberlo obtenido” [92]. 

En el mismo sentido apuntan varios testimonios de pandilleros en los que se describe, de manera cruda y directa, cual es la fuente de ese poder: la capacidad de acabar con la vida de otros. “Y luego llega el momento cumbre que los hará asumir un estado existencial diferente por el hecho de haber matado a alguien. Cargar con la muerte de alguien hace a un marero estar en un nivel en el que muchos no están. Se trata de un nivel donde se puede sentir el poder que da decidir entre la vida y la muerte” [93].

“Allí fue entonces cuando me llevé el primer pinocho. Allí me puse la primera lágrima. Después me llevé el segundo y ya por último el tercero. Los dos primeros me los llevé yo sólo. El otro fue ya con todos en un pleito grande. Con eso ya me tiré a ser jefe. Es que cuando uno sólo ha andado en pleitos de pijazos se siente como que no ha hecho nada, pero cuando ya se lleva al primero, entonces allí sí tiene uno experiencia que contar y le tienen más respeto” [94].

“Yo diría que es el ambiente en que uno vive, o sea que la juventud se basa en fregar, digamos andar tirando piedras en las calles, andar haciendo desmadres; bueno, andar en la calle haciendo lo que uno quiere. Ni los policías ni nadie lo detiene a uno. El poder … bueno, hay muchas clases de poder. Por ejemplo yo soy un vato que he matado tantos. Estuve preso, soy un vato loco … Hice esto por mi barrio. Esto me da poder sobre los demás… El respeto se lo gana uno mismo, y uno se lo puede ganar de diferentes formas… matando tanto; el que mata tiene su respeto porque uno ya sabe que es de arranque” [95].

"Los vecinos saben lo que uno es. Los otros vecinos no me decían nada por miedo. Les podíamos quemar el chante (casa). Pero con la mirada dicen: ‘Ahí va el ladrón’. Se lo reservan. En el barrio hay viejos que son bravos y tienen armas. Pero si un viejo se palma a cinco, los otros setenta le caen a él. O nos desquitamos con quien más le duela" [96].

“En el 92 fue la primera vez que maté. Fue por robarle a una pareja de varones en la Don Bosco. Pero ellos andaban puyas y le robaron a dos jóvenes que andaban con nosotros y a uno le cortaron la oreja. Luego fuimos y los encontramos sentados en una banca, descuidados. Uno de ellos pudo huir. Pero al que agarramos lo puñaleamos. Los otros le dejaron caer una pierda cantera en los testículos y otra en la cabeza. Así nos desquitamos. Y así fui implantando respeto. Antes nadie me respetaba porque era pobre. Pero yo me hice respetar, y es muy importante ganarse el respeto” [97].

“Uno se gana su respeto. Nadie te anda con mates. Uno se gana el respeto con las broncas. A los más quedados les decimos peluche, Gilberto, redondo, yoli, gil, acambralado. Esos se ganan su galleta de puro aire a cada rato… Cuando veían que puñaleaba a tres o cuatro hijueputas los demás me respetaban y hacían lo que yo les mandaba” [98].

“Es notable la influencia que ejerce en los miembros, sobre todo entre aquellos con corta edad, aquel pandillero caracterizado por ser el más agresivo, alguien con un historial de enfrentamientos violentos, luchas, cicatrices y hasta muertos. Es decir, el liderazgo tiende a equipararse con la capacidad de ser agresivo y de responder en la misma forma a una situación que suponga amenaza para la pandilla o su territorio” [99].

Se percibe en estos testimonios que el poder adquirido como pandillero es con frecuencia un resultado, un coproducto no siempre intencional, de la capacidad de matar a alguien, por ejemplo por venganza. Es concebible que no sea algo previsto, planeado o presupuestado al agredir, herir o matar a alguien, acciones con las que el poder llega, y se acumula.

Con matices, algo similar podría pensarse acerca del poder coercitivo que los mareros ejercen sobre las mujeres, las de la banda y las del barrio.  Aunque no es inusual que la agresión sexual sea el inicio de las relaciones de los pandilleros con las adolescentes, también es concebible que las agresiones surjan de una relación afectiva, y más específicamente sexual, por ejemplo por celos, y que luego se consoliden como un instrumento de dominación.

Ambos escenarios están estrechamente intrincados y es difícil con la información de las encuestas, o los testimonios disponibles, saber cual es la importancia relativa de cada uno. Los datos muestran con claridad que la cercanía con las pandillas incrementa de manera significativa la probabilidad de que una joven sea agredida sexualmente. Mientras que entre las jóvenes totalmente alejadas de las pandillas –que viven en un barrio sin pandillas, no han tenido amigos o novios pandilleros, ni han hecho parte de una pandilla- el reporte de haber sufrido alguna vez un ataque sexual es del 4%, entre las pandilleras o las novias de pandilleros la cifra se acerca a una de cada tres. Es necesario señalar que en esta asociación se mezcla un tercer elemento y es que la pandilla constituye en ocasiones un refugio para jóvenes abusadas sexualmente en sus casas. De todas maneras, el reporte de violaciones tienden a corroborar la idea que tal tipo de ataque es más probable entre los pandilleros que entre el resto de jóvenes.
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De la encuesta no puede sacarse ninguna conclusión sobre el peso relativo de las pandillas en la violencia sexual. No se sabe la proporción de abusos cometidos por adultos, que existen y sobre los cuales hay testimonios. Al respecto, un grupo de jóvenes entrevistadas en Guatemala señala que no son sólo los mareros los que violan. “El parqueo es peligroso, hay hombres o los mismos choferes que se esconden y te jalan … A una amiga mía la violaron y la gente se dio cuenta y no hizo nada. Ella gritaba y nada. Eso fue en la tarde, ella fue a dejarle almuerzo a su mamá que vende en el mercado y venía de regreso y unos hombres la jalaron ahí en el parqueo y la violaron … Allá a otra patoja la policía la violó en una panel … Los mareros lo hacen, pero no sólo ellos, otros hombres también le andan haciendo daño a las personas … Son los mismos de aquí, es la gente como nosotros. No son los mareros, pero eso no sale en los periódicos. Ahí los únicos malos son las maras, como si lo que nos pasara no fuera todos los días, en la casa y en la calle” [100].

Sin embargo, los testimonios corroboran que las pandillas y las maras son un entorno fértil para la violencia sexual y, más específicamente, para las violaciones colectivas. “Las violaciones se convirtieron en cosa común en Las Lomas. Comenzaron como incidentes aislados, luego se hicieron un modo de vida. Algunos pensaban que este ritual había empezado con gente de afuera, no de Las Lomas. Otros decían que había comenzado con un vato que estaba loco, pero los demás siguieron el ejemplo, porque los ataques les daban un chueco sentido de poder[101].

“Nosotros andábamos armas de las buenas, asaltábamos a los carros que entraban a vender al reparto. Nos metíamos en las chantis (casas) a robar todo lo bueno que hubiera y no nos importaba matar a seis que fueran. Y sin compasión. También violábamos a chavalas y mujeres viejas. Igual en la calle. Si alguien nos bombiaba (delataba), le pasábamos la cuenta … Ella hasta ‘pipito’ me decía. Se hacía pasar por broder mía. Entonces yo me descobijo y me voy para mi chante. Pero ya voy malo. En ese momento decidí que todos los de mi pandilla la agarraríamos por la fuerza. La chavala es polaca (fácil). Un día la invité a la escuela cuando ya estaba vacía, y ahí cité a los broderes. Le caímos como 25. Y además le corté el pelo con una tijera. A mí no me cuadran las violaciones, pero es que esa chavala era bombina” [102].

“A otros, ya drogos, les agarra por andar buscando mujeres y querer violarlas. Incluso aquí; hay bastantes chavalos aquí en la cuadra que les gusta. Ese es su hobby. Cuando ya andan bien locos te roban, te puñalean y si pueden te agarran, y si pueden palmar te palman. Y si andás con tu jañita, papá, se la tiraron, y frescos. Se fueron y eso quedó impune. Por el temor de la gente: si ponés una denuncia, esos me van a palmar” [103].

La práctica del trencito –obligar a una joven a ofrecerse sexualmente a los varones como condición para ingresar a la banda- que constituye una práctica común con pandilleras, o su rito de iniciación, así lo confirma. Este trencito, que a veces tiene un eufemismo aún más inocuo, donando amor, está relativamente extendido y ha sido identificado, con el mismo nombre, como ritual de iniciación de los ñetas, banda de puertorriqueños, dominicanos y ecuatorianos con ramificaciones en España [104].

No faltan observadores comprensivos que logran detectar en la vida de pareja de las pandillas un campo para la emancipación sexual de la mujer. Pero la información disponible señala que la práctica del trencito, los regalos de amor, no son del agrado de las mujeres. “Entre los parámetros mencionados como no gratos se encuentra el trencito lo cual vale la pena atender porque la cuarta parte de la población femenina lo señaló como algo que le desagrada” [105].

A este ingrediente de posesión colectiva de féminas se debe sumar el hecho que se trata de varones patriarcales y machistas como pocos, para quienes la ancestral división entre las mujeres con las que el macho se divierte y a las que quiere para tener hijos es tajante. Varios testimonios coinciden en que los pandilleros aspiran, al dejar la vida loca, a casarse con lo que ellos mismos llaman una chica decente. “Por lo general, el pandillero admite que ser pandillero sólo forma parte de una etapa de su vida y mantiene los ideales tradicionales: casarse con muchachas decentes, fundar un hogar … Andar con chavalas vagas es para pandilleros, las chavalas decentes son para cosas serias … En los sueños de un pandillero, siempre está la presencia de una joven, pero con la salvedad que su mayor aspiración apunta a muchachas que no sean de su mismo ambiente, como dicen ellos, chavalas sanas” [106].

“Acostarse con chavalas vagas puede ser tenido por violación sexual en ciertas circunstancias, aunque no habitualmente. El acto será condenado en dependencia del estatus de la muchacha” [107].

Así, las muchachas de la pandilla son para pasar un buen rato, para usarlas. “Una gran mayoría de pandilleros miran en sus compañeras un objeto del cual pueden sacar provecho ejemplificado muy bien en el rito de iniciación del trencito, como máxima expresión del machismo. Otros las mencionan como algo que es procurable dentro de la pandillas. De esta forma, la mujer tiene que jugar con las reglas de la pandilla” [108].

En su libro Dans l’enfer des tournantes (En el infierno de las que rotan [109]) Sabrina Bellil, una joven francesa hija de inmigrantes que fue violada dos veces a los catorce años por la banda de amigos de su primer novio, ofrece algunos detalles del ambiente en el que en algunos barrios se dan las relaciones entre el poder adolescente y la violencia sexual.

“Me sentía entre dos fuegos. Todo se precipitaba en mi cabeza y yo no sabía en donde se encontraba la verdad. Me sentía aplastada por las obligaciones arbitrarias de mi medio y mi sueño de libertad. Quería ser libre, no vivir sometida, ni encerrada en la casa, como aquellas que veía a mi alrededor. Quería la misma libertad de un tipo: respirar, disfrutar la vida, qué más natural? … A los trece años, ser rubia o morena le importa poco a los jóvenes, lo esencial es tener un culito lindo… Jaïd era el caliente del barrio, el que había que respetar, aquel cuyos deseos eran órdenes. Yo tenía trece años, él diecinueve … Jaïd era el cañón del barrio. Un cuerpo a la Bruce Lee gracias al box tailandés … Era temido y respetado, tenía influencia sobre toda la banda y el vecindario … Me derretía como un hielo frente a él. Era demasiado para mí. Uno de los grandes del barrio, tan buen mozo, tan respetado que se interesara en una niñita de mi edad, no me lo podía creer. Tenía su pareja y eso no le impidió echarme carreta … Jugaba conmigo y yo boba … En el barrio me volví la meuf (mujer) de Jaïd, y eso cambiaba mi vida. Me tenían consideración, me respetaban… (A él) yo quería sobre todo impresionarlo, ser como él, una dura, temida y respetada. Una pequeña kamikaze que se burla de todo y no le tiene miedo a nada … No me daba cuenta que nuestra relación era extraña. Yo no comprendía muy bien que era su meuf sin serlo realmente. Nuestra relación consistía en vernos algunas veces. Me llevaba o a un rincón o a su casa para echarse su golpe. Yo era una marioneta entre sus manos … Progresivamente dejaron de respetarme. Una pequeña reputación sulfurosa me seguía gracias a Jaïd, que contaba a mis espaldas a la banda el detalle de nuestros encuentros … A partir del momento en que encontré a Jaïd cambié terriblemente. Para los profesores, los asistentes sociales y mis padres pasé, en un año y medio de una niña difícil a una irrecuperable ” [110].

No es posible sin información adicional, saber qué tan representativa de las relaciones de pareja entre los jóvenes de los suburbios parisinos es la historia de Sabrina. Mucho menos si se trata de la misma dinámica que se presenta en las ciudades centroamericanas. Pero se puede anotar que los elementos claves coinciden. Y que esa historia puede servir para ilustrar y comprender lo que muestran los datos de las encuestas. Se verbaliza el atractivo que ejercen los violentos, como protectores, sobre las mujeres más jóvenes. Se percibe la cercanía, la amistad, el noviazgo, entre los victimarios y las víctimas. Mucchielli (2005) es bastante crítico del excesivo cubrimiento que han tenido en los medios de comunicación franceses las violaciones colectivas y, sobre todo, del hecho de asociarlas implícitamente a la población inmigrante. Ofrece indicios que tal tipo de conductas han sido recurrentes en varios períodos de la historia y que su verdadera incidencia podría haber disminuido recientemente. En ese sentido apunta la observación de una historiadora de la Edad Media para quien “las violaciones, y sobre todo las violaciones colectivas se practicaban de manera obsesiva” [111].

Mucchielli es convincente sobre la secular caída en la frecuencia de tal tipo de ataque. A pesar de lo anterior, es difícil avalar su opinión sobre lo excesivo del cubrimiento que tienen ahora estos incidentes, pues lo que eso muestra es que, en las democracias desarrolladas -en toda la gama del abanico político-  es cada vez menor la indiferencia y cercana a cero la tolerancia con las agresiones sexuales. Que fueran comunes en la Edad Media no le resta al hecho que una violación colectiva ha sido siempre una afrenta grave, y que a esa inclinación de algunos grupos de jóvenes siempre se le han tratado de buscar soluciones.

No hace falta mucha imaginación para señalar que estos dos ingredientes, violencia sexual colectiva y machismo exacerbado, son una antesala de la prostitución adolescente femenina, un fenómeno que, como se analiza en la siguiente sección, es pariente próximo de la pandilla.

Un segundo aspecto, más difícil de abordar, es el de la asociación entre sexo y agresiones físicas, algo que también parecen estimular las pandillas. Para los tres indicadores de agresión disponibles en la encuesta –el haber sido golpeado por el novio, víctima de agresión o haber agredido a alguien- tanto para mujeres como para hombres, es mayor el reporte entre los jóvenes que manifiestan ser activos sexualmente que entre quienes se declaran vírgenes. Así, mientras tan sólo el 2% de las jóvenes que no han tenido relaciones sexuales manifiesta haber sido golpeada por su novio, entre quienes tienen al menos una experiencia sexual el porcentaje sube al 20%. Para los hombres los guarismos respectivos son del 4% y del 11%. Algo similar, una diferencia de 20 puntos a favor de los sexualmente activos, ocurre con quienes, hombres o mujeres, reportan haber sido víctimas de agresiones. La disparidad persiste aún entre quienes manifiestan haber agredido a un tercero.

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Sería expedito y cómodo interpretar esta concordancia con el prisma de un clérigo o de un neocon, para afirmar que el control de la violencia pasa por el de la sexualidad.  Igualmente simple, bajo una óptica progresista, sería ignorar tal dependencia para afirmar que la vida sexual pandillera tiene poco que ver con las agresiones. Pero eso no es lo que muestran los datos. Es más pertinente tratar de ver que es lo que está reflejando esta relación.

Por un lado resulta claro que el sexo, y no sólo entre adolescentes, es una importante fuente de conflictos en las parejas, o en las múltiples versiones de los ménage a trois. La pasión de los celos, tan recurrente en la novela y el teatro como escasa en la literatura académica, es un buen candidato para explicar esta regularidad en los datos. En contra de la visión del mundo que se podría denominar feminista politizada, y según la cual la violencia entre parejas es una manifestación adicional de las relaciones de poder entre los géneros, estos datos se podrían interpretar con la causalidad en el sentido inverso: la asimetría de poder podría ser un resultado, y no una causa, de la violencia de género, cuyo origen serían los conflictos alrededor de las relaciones sexuales. No es que el macho siempre se vuelva celoso porque manda, puede ser que el celoso agresivo vaya acumulando poder a golpes, como los pandilleros en el barrio.

¿Por qué los estudiantes vírgenes, que también son fruto de la cultura patriarcal, no agreden tanto a sus compañeras de estudio y a sus parejas? Estos datos de jóvenes pueden considerarse más reveladores sobre la génesis de la violencia de género que los basados en las parejas de personas casadas, o que viven juntas, y que son todas sexualmente activas. Aquí se controla por esa variable y los resultados no se pueden ignorar. La pertinencia de los celos se corrobora con la observación que el haber sido golpeado por el novio o agredido, o el haber atacado a alguien, se asocia positivamente con el número de parejas sexuales que se han tenido en la vida. Entre más variada la vida afectiva y sexual del adolescente son más factibles los enredos de celos, presentes o pasados, reales o imaginados. En la misma dirección apunta un resultado de una de las encuestas en las que se les preguntó a los jóvenes si alguna vez habían tenido varios noviazgos en paralelo. De manera poco sorprendente desde la óptica de los celos, se encontró que entre quienes aceptaban episodios de infidelidad también era superior el reporte de violencia de pareja. Como se verá más adelante, la situación de mayor promiscuidad, la venta de servicios sexuales, también se caracteriza por una alta incidencia de agresiones, sufridas e infringidas. 

Para una mujer, el estar cerca de una pandilla se asocia con una mayor probabilidad de haber sido agredida por su pareja, o por terceros. E incrementa la diferencia asociada a la actividad sexual. Así, para las jóvenes que viven en un barrio sin pandillas, y no conocen pandilleros, el hecho de ser virgen no cambia el reporte de haber sido golpeada por el novio. Entre las pandilleras el diferencial por haber tenido o no relaciones sexuales es un considerable 38%: más de la mitad (51%) de las pandilleras sexualmente activas reportan haber sufrido golpes por parte de su novio; para las pandilleras vírgenes la cifra respectiva es del 13%. Algo similar se observa con las agresiones de terceros. En ambos casos, el paso crucial parece ser ennoviarse con un pandillero.
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Cuando se van atando cabos entre actividad sexual y agresiones se empiezan a aclarar algunos hechos sobre las maras para los cuales son esquivas las explicaciones. Uno de ellos es el de los tatuajes, y más específicamente que en las pandillas esta sea una característica típicamente masculina. Como explicación estándar para esta tradición de pandilleros y mareros, se señala que se trata de una manera de reforzar la identidad. “La socióloga mexicana Rossana Reguillo considera que el vestuario, la música, el acceso a ciertos objetos emblemáticos, constituyen hoy una de las más importantes mediaciones para la construcción identitaria de los jóvenes. Entre esas mediaciones, los tatuajes, marcas indelebles en el cuerpo, se sitúan en un lugar preponderante y se han convertido en productores de identidad muy recurridos y eficaces” [112]. Lo que no se entiende bien es por qué se trata de una peculiaridad de los hombres, sobre todo en los barrios populares. “En los barrios marginales de la capital es muy difícil encontrar muchachas tatuadas” [113]. No queda claro por qué las jóvenes pandilleras no recurren a estas marcas en el cuerpo para construir su identidad.

Una posible explicación es que la pandilla tiene interés en que el acceso sexual a sus mujeres sea un privilegio de sus miembros.  Si la mujer pandillera se inicia en su grupo con un trencito, dejando de ser, para los pandilleros, una chavala decente,  marcarla con un tatuaje sería exponerla al peligro de los machos depredadores de otras pandillas. “El tatuaje las identificaría inmediatamente como vagas, drogadictas y libertinas” [114].

La importancia del tatuaje en la órbita de la reproducción, en el mercado de parejas, la corrobora un mito común entre los pandilleros nicaragüenses: “los tatuajes sólo pueden ser borrados pasando sobre sus trazos la aguja de tatuar, pero ya no cargada con tinta sino con la lecha de una madre primeriza. La recién ex-virgen es quien puede borrar los estigmas de la vida a la que renuncia el pandillero converso” [115].

La tendencia a monopolizar, hacia fuera, a un grupo de mujeres que se comparten sexualmente al interior del grupo, no sólo se puede inferir por la cuestión de los tatuajes sólo para hombres. También puede considerarse parte de lo que se tiene que defender, y algo que puede dar pistas sobre la lógica de algunas peleas. El afán por reclutar objetos sexuales para la pandilla, algo que se logra de inmediato con las violaciones colectivas, puede inducir a casos extremos de violencia, como se discute más adelante.

Es fácil presumir que la tendencia a acaparar mujeres es un gancho eficaz para reclutar adolescentes cargados de hormonas. Tal escenario no es simple especulación. En 1999 llegaron a Galapagar, un pequeño pueblo de España, cinco Latin Kings que ya habían sido coronados en el Ecuador. Pronto se trasladaron a Madrid. Su primera labor como grupo fue empezar a reclutar chicas de su nacionalidad. “King Ñatín y los demás habían comenzado por los bares de copas frecuentados por latinoamericanas. Sus novias ya se habían integrado a la banda con sus propias reglas de comportamiento. La más significativa fue quizá la prohibición de relacionarse con hombres que no fueran reyes coronados de los Latin Kings, o la obligación de guardar luto de seis meses si dejaban de ser pareja de cualquiera de la banda. Desobedecer aquello les traería complicaciones. Eric (el líder) le daba gran importancia. Por un lado se reservaba varias reinas a su disposición, ya que el no tenía ninguna norma que cumplir al respecto; y por otro, mantenía el gancho de las chicas para reclutar nuevos miembros ansiosos de forma parte de aquella vida loca de raperos … También tenían una cantera inmensa de aspirantes, la que formaban todos los institutos de los distritos latinoamericanos de Madrid … una banda de barrio (se transformó) en una especie de movimiento rapero que se extendía lento pero seguro a otros barrios como Carabanchel, Villaverde  o Vallecas … (Uno de los policías que los investigaba comenta) Esto es como la parada nupcial del Urogallo, meneando sus plumas para atraer a las incautas … Han llegado dos al instituto, y dos horas después, se alejan rodeados de niñas deseosas de convertirse en la novia del más malo del barrio. En unos días, varios chicos del colegio querrán ser como ellos; o peor, ser ellos mismos miembros de pleno derecho de la banda … Entre los años 2000 y 2001 decenas de chavales habían picado el anzuelo de una supuesta vida loca de sexo y violencia y se estaban integrando a la banda. La organización crecía al mismo ritmo de la musculatura de Eric o el número de tatuajes de su piel” [116].

A principios de 2003 Eric fue detenido por dirigir una serie de atracos y violaciones colectivas. En una de las denuncias se lee que la víctima les dice a los individuos que rodearon el automóvil que les da todo pero no se quita la ropa, a lo que Eric con la pistola le susurra al oído “Mamita, hoy nos vas a dar amor” [117].

En la historia de los Latin Kings y de su pandilla apéndice, las Latin  Queens hay episodios que ilustran el escenario de agresiones por problemas de parejas y de celos. “Las novias de los miembros de la banda seguían ciegamente a Eric porque era un guaperas. Su papel de Inca latino unido a su perilla recortada con esmero había hecho estragos entre las niñas. La propia novia de Erice estaba embarazada aunque la relación se resquebrajaba por momentos. Eric era demasiado guapo para ligarse de por vida a una sola mujer. Siempre andaba tonteando con varias a la vez … las Latin Queens españolas tenían sus propias reuniones, que fundamentalmente trataban de traiciones amorosas de los reyes de la banda … En la Plaza de la Cebada se registraron varias agresiones por parte de las reinas latinas. El motivo siempre fueron los celos, y el castigo un puntazo con la navaja, preferentemente en el trasero de  las golfas que con malas artes querían arrebatarles a sus hombres” [118].

Una Latin Queen corrobora con su testimonio la estrategia explícita de monopolizar mujeres para la pandilla. "No puedes fumar hasta que no cumples los 18 años, y sólo te puedes enrollar con chicos latin kings. Si luego rompes con el chico, tienes que guardar un luto de seis meses y durante ese tiempo no liarte con nadie más … (Como castigo por incumplir las normas) te tenías que quedar quieta mientras una reina te pegaba durante 30 segundos, o 60, o tres minutos: te daba puñetazos en el cuerpo y bofetones en la cara" [119].

Si se registran peleas de pandilleras por motivos de pareja y de celos, no es un despropósito pensar que esa es una eventual razón detrás de algunas de las innumerables riñas, peleas, batallas y verdaderas guerras en las que participan, en todos los lugares donde se ha detectado su presencia, los pandilleros centroamericanos. Tampoco es demasiado arriesgado tratar de buscar por esta veta parte de la extraña lógica del tatuaje, que estigmatiza y hace vulnerable a los ataques a quien los luce. En forma análoga a la vistosa cola del pavo real que desveló a Darwin, pues es un estorbo tanto para encontrar alimentos como para huir de los depredadores y sólo se explica bajo el prisma de la selección sexual, se puede pensar que la funcionalidad del tatuaje no es sólo la de la guerra, sino la de hacer explícito, en el mercado de parejas, que se es el guerrero más valiente. Bajo esta perspectiva se entiende un poco mejor la práctica, irracional como estrategia criminal, de dejar constancia, con lágrimas tatuadas, de la trayectoria de acumulación de muertos.

“En el caso de los pandilleros, la localización del tatuaje también puede informar sobre su nivel de protagonismo: sólo los más arrojados se tatúan en el rostro. Esa ubicación puede distinguir a los que son meros seguidores de los que “van sobre” y se sitúan a la vanguardia durante las batallas. Por eso es más frecuente el tatuaje en la cara entre quienes han estado en prisión” [120].

Pandilleros, Yanomano y guerras primitivas
Una de las razones que se menciona para las frecuentes peleas entre pandillas rivales es la venganza, el llamado traido. “El traido es la enemistad -a veces a muerte- que se cosecha durante la militancia en las pandillas. Se trata con frecuencia de una enemistad perpetua … El traido es un fenómeno de prolongada resonancia y funciona como un dispositivo que perpetúa las pandillas más allá de sus otras funciones: generar identidad y proteger el barrio. La leña de las viejas rivalidades enciende rápido el horno de nuevas peleas. El traido es el barrote más grueso, inoxidable y resistente de la cárcel cultural que retiene al pandillero. Es como una norma que se impone a los sujetos que ejecutan la violencia y sobre los que recae. Las venganzas pendientes los amarran. Los traidos hacen que los ciclos del rencor y las vendettas sean de larga duración. Por ejemplo, “el Biberón”, después de cuatro años de haber abandonado la pandilla, no puede siquiera pasar por la Duya Mágica, punto de congregación para muchos habitantes del Reparto Schick, pero enteramente bajo control de sus traidos del Urbina. Los “Tamales del Urbina” son una de las pandillas más temidas y afamadas. El Ministerio de Salud tiene un Rincón del Adolescente en el Centro de Salud Leonel Rugama. No obstante, los pandilleros de otros barrios no pueden visitarlo porque está en territorio de Los Comemuertos, que tienen traido con todas las pandillas o sea la  considerado… El traido es el combustible por cuyo efecto siguen existiendo las pandillas” [121].

La guerra contra el enemigo externo es también un vigoroso aglutinante. Se crean vínculos de sangre. “¿Cómo se hacen los compadres? En mi caso, cuando estábamos en una cateadera contra otra pandilla, a mí me habían herido y estaba tendido en el suelo. Éramos muchos, pero sólo dos, que son mis compadres, se regresaron y no me dejaron morir”  [122].

Las venganzas retroalimentan la violencia. Entre más violentos se tornan los de una pandilla, habrá más peleas, y entonces se requerirán más guerreros. Pero las cadenas de venganzas no agotan el abanico de explicaciones. ¿Por qué se inician? Cada vez es más común atribuírlas a la distribución de drogas al por menor. “Los enfrentamientos ocurridos en los barrios de Tapachula, como el del 20 de Noviembre de 2004, en el centtro de la ciudad, en medio del desfile con el que se conmemoraba la Revolución Mexicana, tienen origen en las disputa por el control del territorio del narcomenudeo” . Pero no convence la idea que la dinámica de las pandillas haya girado siempre en torno a la droga. Se puede, al contrario, sospechar que el narcotráfico capitalizó este instinto de las bandas juveniles por guerrear y defender territorios.

Sería demasiado ingenuo pretender que las peleas nada tienen que ver con las violaciones colectivas, con los celos, con el afán por monopolizar a las mujeres.  Este punto, que con facilidad se ignora, y en el cual son tercos los datos, lo expone con claridad el antropólogo Marvin Harris. “Entre más violentos los machos, se tornan más agresivos sexualmente, se explotan más las mujeres, aumenta la incidencia de la poliginia, el control de varias mujeres por un solo hombre. La poliginia, a su vez, intensifica la escasez de mujeres, incrementa el nivel de frustración de los machos más jóvenes y aumenta la motivación para ir a la guerra” [123].

Para analizar detenidamente esta dinámica, Harris recurre a uno de los grupos de guerreros primitivos, agresivos y sexistas más estudiados, los Yanomano de Venezuela. Con las indispensables adaptaciones técnicas y culturales, y entrando en el terreno de lo políticamente incorrecto, son múltiples los paralelos que se pueden establecer entre las incesantes guerras de los Yanomano y las de los pandilleros. “Cuando el Yanomano típico llega a la madurez, está cubierto con las heridas y marcas de sus innumerables peleas, duelos e incursiones militares. Aunque desprecian bastante a sus mujeres, los Yanomano pelean mucho por incidentes de adulterio, reales o imaginarios. Las mujeres Yanomano también presentan múltiples cicatrices resultado de sus encuentros con seductores, violadores y con sus propias parejas. Ninguna mujer Yanomano se escapa del brutal tutelaje de su furioso, drogadicto y guerrero marido. Todos los Yanomano abusan físicamente de sus mujeres … La peculiar intensidad del chauvinismo machista de los Yanomano se expresa bien en sus duelos, en los que dos hombres tratan de hacerse daño hasta el límite de su capacidad de aguante … Muchos de estos duelos llevan a una escalada de violencia tan pronto como uno de los grupos empieza a tomar ventaja sobre otro …  Los Yanomano se muestran orgullosos de sus recuerdos de los duelos. Se afeitan sus cabezas y la tiñen con pigmentos rojos para que cada cicatriz sobresalga con claridad … La guerra es la expresión última del estilo de vida Yanomano que parece no haber podido encontrar ningún tipo de tregua segura” [124].

¿Por qué pelean tanto los Yanomano? Su principal observador, Napoleon Chagnon, ha ofrecido como explicación la que suministran los mismos Yanomano, para quienes los duelos, ataques, incursiones  y estallidos de violencia se originan en disputas por mujeres. En este caso la oferta femenina es definitivamente limitada. Hay aproximadamente 120 hombres por cada 100 mujeres y, para agravar el panorama, los líderes y los violentos de mayor reputación acaparan cuatro o cinco simultáneamente. “La captura de mujeres en las incursiones militares a las aldeas enemigas es uno de los primeros objetivos de la guerra entre Yanomano. Tan pronto como la incursión exitosa se siente a salvo de retaliaciones los guerreros violan en grupo (gang-rape) a las mujeres cautivas. Cuando vuelven a su aldea le entregan estas mujeres a los hombres que se quedaron y estos las violan en grupo de nuevo … La escasez de mujeres, el abandono infantil femenino, el adulterio, la poligina y la toma de mujeres cautivas apuntan hacia el sexo como la causa de las guerras de los Yanomano” [125].

Marvin Harris critica la teoría de Chagnon sobre las guerras de los Yanomano porque no da cuenta de un hecho y es que el déficit femenino es creado artificialmente por ellos mismos, no sólo por la muerte prematura, por abandono, de niñas bebés sino por los asesinatos selectivos de mujeres. Considera muy extraño que, dada la escasez y las dificultades para conseguir una pareja, acaben destruyendo la fuente y el objeto mismo de sus dificultades y su deseo. Por otro lado, y después de señalar la alta movilidad geográfica de los Yanomano, Harris critica la conclusión ofrecida por Chagnon que los Yanomano se dividen y migran frecuentemente porque luchan por mujeres y están siempre en guerra. Sugiere una causalidad en el sentido inverso: pelean por mujeres y están siempre en guerra precisamente porque migran mucho [126].

Sería un lamentable descuido, en aras de lo políticamente aceptable, ignorar estos dos elementos de las guerras de los Yanomano, migraciones y lucha por las mujeres, para introducirlos en el debate sobre las causas de las riñas, peleas, batallas y guerras entre pandillas en Centroamérica. Por varias razones. La primera y más transparente es la similitud en la naturaleza de las peleas. Así como para quienes estudian a los Yanomano sería mucho más progre y tranquilizante señalar que pelean contra un invasor externo y que la violencia es la expresión de un esfuerzo por emanciparse, también sería más cómodo poder afirmar, de manera consistente con las explicaciones que se ofrecen, que los pandilleros atentan prioritariamente contra quienes los oprimen: la policía, la burguesía, las multinacionales. Lo que se observa es que se pelean entre sí, como los Yanomano, o que atacan gente de su misma condición social, o a los desvalidos emigrantes en busca del sueño americano. El objeto de la violencia pandillera es inconsistente con el grueso de las teorías sobre esa violencia; rara vez sus actuaciones o sus víctimas concuerdan con las explicaciones de clase. El segundo paralelo con la violencia Yanomano tiene que ver con esa extraña mezcla de obsesión y desprecio por las mujeres de su entorno, que se manifiesta en la violencia sexual y física que ejercen unos y otros contra ellas. Este elemento, el pandillero como caso paradigmático del macho patriarcal que posee y explota sexualmente a algunas mujeres a las que no respeta, siempre soñando con una virgen para casarse, es tal vez una de las mayores piedras en el zapato tanto de quienes estudian con un prisma comprensivo a los primeros como de quienes se preocupan por la suerte de las segundas. Es algo que derrumba la idealizada figura del pandillero político, emancipador, que se rebela contra una sociedad injusta. No sorprende el silencio que, como se verá, rodea la intersección entre las pandillas y la explotación sexual de adolescentes en Centroamérica. La tercera similitud es lo primitivo de los ataques, centrados en la destrucción del enemigo y de sus propiedades. Como las de los Yanomano, buena parte de las peleas de pandilleros encajan bien en la definición que en War before civilization el antropólogo Lawrence Keeley sugiere de las guerras primitivas. “La guerra primitiva es la guerra reducida a lo más esencial: la muerte de los enemigos, el robo o destrucción de sus sustento, riqueza y recursos esenciales, y el llevarlos a la inseguridad y el terror” [127]. Lo primitivo tiene que ver con que la obsesión de mera destrucción es anterior a la búsqueda de recursos o a la ampliación de territorios y de población a la que se extraen tributos.

“El traido con otros empieza cuando llegan a nuestro barrio a desbaratar chantes (casas). Claro que nosotros vamos a otros lados a desbaratar sus chantes, pero eso es por venganza. Esa es la honda. Ellos venían un día y nosotros íbamos otro día. Desbaratando los chantes en otros barrios se arman las grandes turquiaderas” [128].

“La guerra (de los Latin Kings) con los Ñetas se arrastra desde hace décadas, y arrancó en Ecuador. En Madrid y en Barcelona se reproduce en una espiral de ataque-venganza-venganza de la venganza que tiende al infinito. Adrián no sabe ni cómo empezó ni por qué. Pero ya ha formado parte: "Yo tenía una novia ñeta que me vendió. Me citó a las nueve de la noche en el metro. Al llegar aparecieron cuatro ñetas. Ella les había avisado. Me pegué con ellos. Luego llegó un gajo de ñetas: por lo menos 30. Me botaron al suelo, me dieron patadas, puñetazos. Me quitaron el anillo, la gorra, me dejaron tirado, con los ojos hinchados y la boca partida” [129].

Sin pretender terciar en el debate entre Chagnon y Harris sobre el sentido de la causalidad entre migraciones y guerras por mujeres vale la pena señalar que, para las maras y pandillas, sí se puede pensar en algunos choques exógenos que han producido cambios súbitos y no despreciables en el equilibrio demográfico por géneros en algunos barrios y localidades de Centroamérica, y que sería imprudente no tener en cuenta en el análisis de la violencia juvenil. Para no ir muy lejos, se pueden mencionar tanto las deportaciones masivas de pandilleros desde los EEUU hacia algunos países como, un escenario totalmente distinto, la implantación de maquilas en la región. En ambos casos se da un no despreciable déficit de mujeres. El tercer elemento relacionado con las migraciones y los desequilibrios por género en la población, tal vez el más complejo y difícil de medir, y sobre el cual una de las encuestas ofrece algunas luces, es el del potencial de migración, diferente en hombres y mujeres jóvenes, desde los barrios populares para buscar trabajo o pareja en otros barrios, ciudades o países más desarrollados. En efecto, los datos obtenidos en Panamá sugieren que las mujeres, y de manera proporcional a la percepción de su belleza, están más dispuestas a emigrar al exterior -de su país y se puede inferir que del barrio- que los varones y que, entre estos últimos, los pandilleros son los más atados al territorio.

En un seminario de Medellín un conocedor local de las pandillas refirió una historia sobre la que no ha sido posible encontrar testimonio escrito pero que iba exactamente en las líneas de las peleas de pandillas como guerras por mujeres. En algún momento se hizo tan evidente que los enfrentamientos entre las pandillas de dos barrios giraban alrededor de la defensa de sus muchachas de los ataques de la pandilla rival que para lograr un acuerdo de paz se estableció un campeonato de fútbol entre los dos barrios. Los miembros del equipo vencedor adquirían el derecho de ir a conseguir novia en el otro barrio. Simbólicamente, durante el torneo, los pandilleros del barrio dónde se jugaba el partido recibían a los visitantes vestidos de mujeres.

No siempre las batallas por ese preciado recurso, o su captura, terminan tan bien como en esta simpática historia de peleas por mujeres y torneos de fútbol. En La Mara, novela que puede considerarse un reportaje sobre lo que ocurre en la frontera entre Guatemala y México, está descrita en detalle la caza de mujeres por mareros al acecho de los trenes de emigrantes detenidos para control de documentos por las autoridades y la consecuente desbandada. “Al contrario de los cerotes mexicanos, los mareros no gritan órdenes ni aprisionan a los que la cercanía se los permite. Aprovechando el descontrol, centran su accionar en las mujeres jóvenes, en las bichitas que llevan ropas holgadas ... Los de la Mara Salvatrucha saben a quien agarrar y por qué, batos locos … Los rejodidos agentes agarran lo que sea pa llenar la perversa estadística, la Mara Salvatrucha no: sabe lo que se debe tener a la mano, lo que tiene un valor … Los tatuados han puesto en fila a los hombres. Ninguno intenta escapar. Se repite una escena conocida por la migración mexicana, pero ahora el miedo es más intenso … los migrantes, hechos nudo de miedo, por alguna razón agachan la cabeza … Del grupo de migrantes, cinco mujeres han sido apartadas hacia el sur del paraje. La oscuridad las tapa y apenas se distinguen, custodiadas por un trío de tatuados que las miran sin hablar … y a los hombres del tren se les deja escapar, gracias virgencita, con la orden de regar la noticia por toda la selva; los liberados corren para cualquier parte sin fijarse en el rumbo, no miran para atrás, quieren sentirse lejos sin impotar ninguna de las cinco mujeres que empiezan a ser rodeadas por los mareros: … por los meros batos locos de la mera clica 13, … pinches putos que cantan regué y fuman y tragan pastillas y toman de las botellas y se abrazan entre ellos y se ríen, se quitan la ropa a jalones, tasan a las hembras, las camelan, les gritan, se echan sobre cinco mujeres que Ximenus sabe serán batidas a estrujones, usadas por todos los orificios, obligadas a satisfacer a uno mientras lamen al otro, al otro que quizás acaricie la nuca del compañero mientras grita maldiciones y espera meterse con … aquella que se resiste en los puros ruegos, en las invocaciones a la familia que tienen, en la piedad por la madrecita sagrada de ustedes y el Poison que la familia de la clica es la clica y nomás la clica … o la regordeta de más allá que pide perdón por sus hijos, y Jovany dice que nadie tiene hijos, que los putos papás valen lo que valen las lágrimas, y aquella mujer, la de junto al laurel, esa ya no llora, está con los brazos caídos y es desgajada por varios, o la de más allá, la tetoncita, la que está untada cerca de las vías del tren, esa misma, inmóvil se zarandea por los jalones y apretones de ellos, y la siguen usando, la que Ximenus sabe y los tatuados también que no se levantará nunca más de sus mismos líquidos, nunca” [130].

Es inevitable al leer este relato no establecer un vínculo con lo que se ha denominado el feminicidio, fenómeno persistente tanto en Guatemala como en México, y que permite sospechar elementos de esta misma dinámica de captura sangrienta de mujeres.

María Isabel Veliz Franco, de 15 años, fue raptada en la ciudad de Guatemala una noche de diciembre de 2001. Su cadáver apareció pocos días después, casi en Navidad. A pesar de que no se hizo una investigación judicial exhaustiva, según su madre, había claros signos de violación. “En una bolsa me entregaron toda la ropa y cuando vi en ella unas manchas blancas le pregunté al de la morgue: ¿Qué es esto? ¿Es semen?. Mi niña estaba muy maltratada” [131]. Además, “le habían atado manos y pies con alambre de púas, la habían apuñalado y estrangulado y después la habían introducido en una bolsa. Tenía la cara desfigurada por los golpes y el cuerpo lleno de pequeños agujeros. Llevaba una cuerda alrededor del cuello y tenía las uñas dobladas hacia atrás” [132]. Según la madre de María Isabel, con la ayuda de testigos las autoridades identificaron a dos de los presuntos asesinos de su hija, pero estos siguen en libertad.

Este es uno de los casos recopilados por Amnistía Internacional (AI) en su informe sobre los feminicidios en Guatemala [133] en dónde se  señala que entre 2001 y 2004 las autoridades de ese país registraron el asesinato de 1.188 mujeres y niñas. Como la de María Isabel, la mayoría de estas muertes se dieron en circunstancias excepcionalmente brutales: las víctimas presentaban con frecuencia mutilaciones, aparecieron desfiguradas y mostraban señales de tortura. También de acuerdo con AI, la violencia sexual es un componente recurrente de buena parte de estos asesinatos. Aunque ha habido víctimas de todas las edades entre 13 y 40 años, la mayoría han sido adolescentes o mujeres jóvenes.

Casi todos los asesinatos femeninos han ocurrido precisamente en las en áreas urbanas en dónde se ha dado “un dramático incremento en los últimos años de la violencia asociada al crimen organizado, incluyendo el tráfico de drogas y de armas, el secuestro, o a las actividades de las pandillas juveniles conocidas como maras … en un buen número de los casos de mujeres asesinadas hay evidencia de que fueron violadas o sujetas a otra forma de violencia sexual antes de morir” [134].

En una tercera parte de los casos recopilados por AI (2005) las mujeres habían presentado previamente denuncias por acoso sexual. Este simple hecho invita a ponderar la relevancia del diagnóstico, sin duda politizado, que pretende atribuir todos los feminicidios a las autoridades.

“La mayor parte de las víctimas eran amas de casa, estudiantes y profesionales. Muchas procedían de sectores pobres de la sociedad, trabajaban en empleos mal remunerados como empleadas domésticas, o en comercios o fábricas. Algunas eran trabajadoras migrantes llegadas de países vecinos de Centroamérica, otras eran miembros o ex miembros de bandas juveniles y trabajadoras de la industria del sexo” [135]. De acuerdo un fiscal Guatemalteco, "la tendencia general de la mayoría de casos de muertes de mujeres casi siempre está orientada a una vinculación con maras en primer lugar, con cuestiones de narcotráfico en segundo lugar y con la delincuencia común en tercer lugar" .

En las diligencias preliminares de la investigación del asesinato de Maria Isabel Veliz, se señala que “era conocida como alias la loca, alumna irregular, faltaba los viernes, se le llamaba la atención por llevar la falda demasiado corta. Donde trabajaba la describieron como una joven sin amor por la vida … Otras preferencias de la menor consistían en frecuentar clubes nocturnos, con mucha libertad de su mamá. Era habitual que llegara en la madrugada en diferentes vehículos. Estuvo relacionada con la mara Salvatrucha quienes en una oportunidad la golpearon. Vestía siempre muy provocativa” [136]. Por otro lado, su madre aclara que “dijeron que mi hija era atea y en realidad iba a la iglesia adventista, dijeron que era marera pero ella estudiaba y trabajaba. Ella detestaba las maras, no dijeron que cuando la golpearon fue porque ella se negó a ingresar a ellas” [137].

Con mucha razón, Amnistía Internacional señala los prejuicios machistas y las actitudes discriminatorias hacia las jóvenes a todo lo largo de la investigación. De cualquier manera, el testimonio de la madre concuerda con que el asesinato pudo estar relacionado con las maras, y encaja en  la lógica de la caza de mujeres. No se trata del único caso. En una entrevista de AI con oficiales de la Unidad de Homicidios de la PNC estos señalan que las víctimas “son todas mareras”. Es un poco más acertado el comentario del presidente Guatemalteco cuando afirma que en la mayor parte de los casos “las mujeres tenían vínculos con pandillas juveniles y bandas del crimen organizado” [138], sin precisar que el motivo puede ser, precisamente, no querer hacer parte de tales grupos, o no tener relaciones afectivas con sus miembros. En esto concuerda la observación, tal vez más objetiva, de un abogado defensor de los Derechos Humanos. “Hay víctimas que no pertenecen a ningún grupo, pero viven en territorios controlados por grupos o por maras y si las enamoran y ellas no aceptan, matarlas es el castigo … Cada grupo quiere ser dueño de un territorio y allí las mujeres son una propiedad, son nuestras, no pueden ser vistas, tocadas o tener relaciones con miembros de otro grupo” [139].

Un caso que ilustra esa situación es el del rapto, a mediados del 2003 de Elizabeth Tomás Villeda de 16 años y su hermana Aracelly de 11, quienes fueron violadas, asesinadas y descuartizadas con machete por miembros de la mara Salvatrucha, quienes previamente las habían amenazado porque una de ellas no accedió a las pretensiones amorosas de los mareros. Un año más tarde, el Tribunal Tercero de Sentencia condenaba a los acusados a cincuenta años de prisión” [140]. La opinión de Luisa, un ex marera es que estos asesinados hacen parte de una especie de competencia política entre las bandas. “Tiene más poder el que lo hace más brutal y más y no le pasa nada. Pero si alguien es encarcelado como pasó hace poco con tres miembros de las maras pasa lo contrario, el grupo al que pertenecen pierde puntos” [141]. Varios casos de feminicidio han estado relacionados con el comercio sexual. En el año 2001, 12 prostitutas fueron estranguladas en Ciudad de Guatemala, Escuintla y Huehuetenango.

Este tipo de muertes violentas no son una particularidad de Guatemala. También en Honduras, El Salvador  y en la zona fronteriza meridional de México, “las maras han sido y son responsables de algunos de los más espeluznantes (y evidentes) casos de asesinatos de mujeres jóvenes, generalmente muchachas que habían pertenecido a maras, o que se habían involucrado sentimentalmente o por tráfico de drogas con algunos de sus miembros, o que vivían en las zonas que éstas controlan (barrios enteros en San Pedro Sula, Tegucigalpa, San Salvador, Ciudad de Guatemala, Talismán)” [142]. En los últimos 10 años en México, cerca de 400 mujeres han sido asesinadas, de las cuales la tercera parte también fue atacada sexualmente [143].  En forma similar a lo ocurrido en Guatemala, los asesinatos de mujeres han sido particularmente brutales, varias de las víctimas fueron raptadas, estuvieron cautivas por varios días y sufrieron torturas. En su mayoría se trata de mujeres jóvenes, de escasos recursos, en buena parte trabajadoras de las maquilas.

Violencia y prostitución juveniles: la pandilla proxeneta
De acuerdo con la Comisión de Asuntos Fronterizos del Gobierno Mexicano, “dadas las características de la frontera entre México y Guatemala esta se ha convertido en una de las principales plataformas de trafico de ilegales en toda América Latina, así mismo se a convertido en un punto de paso para miles de menores que se dirigen al norte en busca del “sueño americano” y que a menudo acaban en la prostitución. El numero de menores entre 13 y 14 años que trabajan en bares, en cantinas y centros nocturnos, casas de citas y vía publica y que viven en el mundo del alcoholismo y drogadicción, se ha incrementado de manera alarmante según datos aportados por la Fundación Integración Humana. La prostitución también es ejercida por algunas estudiantes de preparatoria, esta situación ha sido detectada por los propios maestros. La mayoría de las menores que se prostituyen son integrantes de la pandilla Barrio 18, mara salvatrucha, quienes son captadas por los jefes de las clicas (células de la mara salvatrucha). El problema es mas grave ya que los dirigentes de la mara salvatrucha tanto de la Mara 13 y Barrio 18, desde la cárcel obligan bajo amenaza de muerte a las mujeres a prostituirse para mantenerlos y paguen su liberación” [144]. En buen romance, esta declaración oficial mexicana introduce la noción de la mara proxeneta, una combinación de vocablos que ha sido vetada tanto en la literatura académica sobre pandillas como en los trabajos sobre explotación sexual de adolescentes. Pero hacia allá conducen tanto la interpretación desprevenida de ciertos testimonios de mareros como algunos informes de prensa.

A Patricia, una prostituta salvadoreña de 22 años, “le parte el hígado de rabia tener que mantener con su cuerpo al ejército de pandilleros de la clica que manda en la calle donde ella consigue, cerca del Parque Infantil. Por cada vez que se acuesta con un hombre, tiene que entregar la mitad del pago. Para las prostitutas callejeras es una ley y quien no la cumple ya puede ir preparándose para encajar una golpiza. Y la que se pone rebelde, hasta podría granjearse la muerte. Ni pensar en buscar otra ubicación. ¿Dónde irán a conseguir -se pregunta Paty- que no haya una pandilla?” [145]. Según el mismo informe, para la policía no es nada nuevo que las maras se lucren de la prostitución, que estaría sectorizada de acuerdo al dominio de las clicas.

También en El Salvador, en San Miguel, en la zona llamada El Pirulín, o en el Parque Guzmán, o en la Avenida Roosevelt “entre las siete de la mañana y las seis de la tarde, hay decenas de niñas que se dedican a la prostitución … Las niñas que se prostituyen en estas calles pueden pasar desapercibidas. Con una modesta cartera bajo el brazo, no todas utilizan ropas llamativas o maquillaje … Las menores no actúan solas. También en las calles existe una figura que se aproxima a la figura de la matrona de un prostíbulo. En El Pirulín es una mujer que llaman la lésbica la proxeneta. Ella deambula las calles, anuncia problemas potenciales y se asegura que el negocio marche con regularidad. Los taxistas también cumplen un papel de intermediarios. Llevan a los clientes que buscan servicios hasta la matrona o directamente a las menores de edad. Con la explotación también se lucran las maras de la zona, que cobran impuestos, al utilizar un sistema muy similar al de las extorsiones” [146].

Hacia ese mismo escenario de la pandilla proxeneta apuntan algunos datos recogidos en las encuestas. Una de las preguntas se orientaba a indagar sobre la venta de servicios sexuales por los jóvenes. En concreto, a quienes habían manifestado ser activos sexualmente se les hacía la pregunta: ¿alguna vez has recibido dinero a cambio de tener relaciones sexuales? En algunos lugares en los que se aplicó la encuesta se incluyó un grupo de jóvenes prostitutas. Puesto que esto se hizo de manera dirigida, para tener una idea de la incidencia de esta conducta es conveniente limitar el análisis a la muestra, tomada de forma aleatoria, de jóvenes estudiantes. Entre estos, un 12% de las mujeres y un 6.4% de los hombres reportan haberse prostituido alguna vez en su vida. Como la literatura, la teoría, y la mayor parte de la información disponibles en la actualidad están orientadas más a la prostitución femenina que a la masculina [147] y, sobre todo, puesto que se quieren plantear algunas ideas acerca del vínculo de este fenómeno con las pandillas en lo que sigue se limita el análisis a la venta de servicios sexuales por parte de las mujeres adolescentes.

No se debe olvidar que el porcentaje del 12% se refiere a las jóvenes sexualmente activas. Puesto que no todas las jóvenes habían iniciado su vida sexual en el momento de la encuesta, para la población total de mujeres estudiantes adolescentes la incidencia de prostitución es bastante más reducida: 2.4%. Alrededor de este promedio se dan diferencias que dependen de la clase económica de la joven.

Gráfica 3.43
En particular, se observa un mayor reporte, 20%, de haber vendido servicios sexuales entre las adolescentes de las clases bajas contra cerca del 10% en los estratos más acomodados.

Dada la manera como se hizo la pregunta, cabía esperar un reporte mayor de intercambio de sexo por dinero entre las jóvenes de más edad, para las cuales el alguna vez equivale a varios años más que para las adolescentes tempranas. Y eso es lo que se obtiene: entre más edad, mayor es la proporción de jóvenes que manifiestan haberse prostituido alguna vez: desde 1% en el grupo de 13 años hasta 5% entre las de 19.

Lo que no deja de sorprender es que, al calcular la incidencia de prostitución entre las adolescentes sexualmente activas, se observan porcentajes que decrecen con la edad hasta la cohorte de 16 años, y sólo desde allí empiezan a aumentar. Así, mientras casi una de cada tres de las adolescentes que a los trece años ya han iniciado su  vida sexual manifiestan haber participado en el comercio sexual, entre las de 16 años la proporción no pasa del 10%. Entre las de mayor edad en la muestra el porcentaje es del 14%.

En otros términos, en los últimos 3 o 4 años se habría dado una reducción importante en la edad a partir de las cual algunas jóvenes centroamericanas se inician en la prostitución. Este sería un primer paralelo con los pandilleros y mareros, entre quienes distintos analistas señalan un importante rejuvenecimiento. “Otro cambio es el rango de edad de los pandilleros. Sus edades han ido descendiendo. Mientras en 1999 la norma era tener 18-25 años de edad, en 2006 la mayoría oscila entre los 15-18 años” [148].

Además de esta aparente coincidencia en cuanto a la edad de los actores, los datos de la encuesta muestran una extraña –por lo ignorada en la literatura- pero sólida, relación entre la venta de servicios sexuales y las pandillas o maras. En primer lugar, el ser pandillera se asocia positivamente con el reporte de venta de servicios sexuales. Mientras que entre las adolescentes que estudian y no están vinculadas a las pandillas un 1.4% declara haber recibido dinero a cambio de tener relaciones sexuales, entre las pandilleras que aún permanecen escolarizadas la cifra es del 32%. El 15% de las estudiantes que manifiestan haber comerciado con sexo declaran simultáneamente haber pertenecido a una pandilla. Entre las jóvenes que no han vendido servicios sexuales la cifra respectiva es del 0.5%. Así, el simple hecho de pertenecer a una pandilla multiplica por cerca de diez y ocho (1763%) la probabilidad de que una joven reporte prostitución; entre las adolescentes sexualmente activas el incremento es del orden del 400%.

La asociación entre las maras o pandillas y la prostitución no se limita a la venta de servicios sexuales por parte de las pandilleras. Aunque parezca extraño, el simple hecho que la joven manifieste que en su barrio operan pandillas implica diferencias importantes en el reporte de prostitución. En promedio, y aún excluyendo de la muestra a las jóvenes pandilleras entre quienes, como se vio, el comercio sexual es importante, el 14% de las adolescentes que viven en un barrio en el cual operan pandillas manifiesta haber intercambiado sexo por dinero. Entre las jóvenes de barrios sin pandillas la respectiva fracción es del 5%. La mayor diferencia se observa en los barrios de estrato más bajo, para los cuales la presencia de pandillas sobre el reporte de comercio sexual se asocia con un nada despreciable incremento de  24 puntos. Este efecto tiende a disminuir al moverse hacia arriba en la escala social, hasta desaparecer entre las jóvenes de clase alta. Así, es interesante observar cómo las pandillas parecen actuar como catalizador para la tradicional asociación entre precariedad económica y prostitución.
Gráfica 3.44

Otro indicador de cercanía con las pandillas disponible en las encuestas, el tener lazos de amistad con uno de sus miembros, tiende a confirmar la asociación con la prostitución adolescente. Entre las jóvenes estudiantes sexualmente activas, 16% de las amigas de pandilleros reportan haber vendido servicios sexuales; si no reportan tal amistad la cifra se reduce al 5%.

No es fácil, sin un detenido trabajo etnográfico, profundizar sobre la forma como opera esta asociación entre las pandillas y el comercio sexual adolescente. Tampoco abundan los testimonios sobre estos vínculos, ni en los trabajos sobre pandillas ni en aquellos sobre explotación sexual de adolescentes. Más adelante se ofrecen algunas pistas que concuerdan con lo que sugieren los datos, y un par de conjeturas sobre ese silencio en los análisis. Por el momento, cabe señalar que las pandillas parecen tener una influencia no sólo sobre el sexo pago sino, en general, sobre la vida sexual de los jóvenes y, en particular, sobre la de las adolescentes de los barrios populares. En efecto, entre los estudiantes que viven en un barrio con pandillas, el 17% de las mujeres y el 42% de los hombres declaran haber tenido ya actividad sexual. En los barrios sin pandillas las cifras correspondientes son del 10% y del 33%. En ambos casos, el efecto es estadísticamente significativo: la presencia de pandillas en los barrios incrementa en un 82% la probabilidad de que una joven estudiante manifieste haber tenido ya relaciones sexuales. Para los hombres, el aumento es del 48% [149]. El incremento es particularmente marcado para las estudiantes de la clase social más baja, pues en tal caso la probabilidad casi se cuadruplica (incremento del 369% [150]).

Por otro lado, y como se aprecia en las gráficas, la presencia de pandillas se asocia, para las mujeres, con una actividad sexual que decrece de manera más marcada con la clase social. El 21% de las jóvenes estudiantes de clase baja que viven en barrios con pandillas reportan ser sexualmente activas. En el estrato más alto el porcentaje es del 14%. En los barrios populares sin pandillas, por el contrario, la proporción de estudiantes vírgenes, 95%, es superior a la observada entre las clases altas, del 91%.  En los hombres, por el contrario, la presencia de pandillas se asocia con una nivelación de la actividad sexual entre clases sociales.  

Gráfica 3.45
La simple diferencia entre el reporte de iniciación al sexo por parte de ellos y de ellas, sugiere la posibilidad de un activo comercio sexual. Además, el sentido en el cual parece afectarse con la presencia de pandillas la relación entre actividad sexual y clase económica, diferente por géneros, invita a sospechar alguna influencia de las pandillas en ese mercado. La edad de inicio de la vida sexual de los estudiantes también aparece asociada con la presencia de pandillas en los barrios. Tanto las mujeres, en unos cuatro meses, como los hombres, en unos seis, parecerían adelantar el inicio de su vida sexual cuando viven en un barrio con pandillas [151].  De nuevo, el mayor impacto, cerca de un año, se observa para las jóvenes de las clases bajas.

Se pueden aventurar algunas explicaciones. En primer lugar, el comercio sexual muestra tener un impacto considerable sobre la vulnerabilidad de las jóvenes que lo ejercen a los ataques criminales. La probabilidad de sufrir agresiones físicas, de ser amenazada con un arma, e incluso de ser víctima de un robo en la calle, es sustancialmente mayor para las jóvenes que reportan haber recibido dinero a cambio de tener relaciones sexuales que para el resto. La venta de servicios sexuales multiplica por más de tres los chances de una agresión, una amenaza o el pago de impuesto a una pandilla y por casi dos los de robo.

Gráfica 3.46
Esta mayor vulnerabilidad puede implicar la conveniencia de contar con protectores o vengadores privados, como las pandillas juveniles. Esta sería una primera vía de contacto de las jóvenes que venden servicios sexuales con las pandillas. Trabajos sobre explotación sexual de jóvenes, sin mencionar las pandillas, señalan la posibilidad de este tipo de arreglo.  “Algunas de las muchachas jóvenes manifestaron tener «pareja», quien, según dijeron, las protege, las cuida y comparte los gastos de la casa. Algunos de sus compañeros se dedican a la venta y/o al tráfico de estupefacientes, además del robo” [152].

La mayor tendencia a ser víctima de agresiones se extiende al ámbito de las relaciones privadas: la probabilidad de que una joven que se ha prostituido haya sido golpeada por su novio es más de doce veces superior a la observada para las demás adolescentes. Tanto la vinculación de una joven a la pandilla, como el establecimiento de una relación afectiva con un pandillero, como la venta de servicios sexuales, parecen incrementar la violencia de pareja contra las jóvenes.

Gráfica 3.47
Por otra parte, el comercio sexual de las adolescentes en Centroamérica está asociado con un mayor consumo de sustancias legales e ilegales. El 91% de las jóvenes que han recibido dinero a cambio de sexo reportan haber consumido alguna vez tabaco o alcohol, y el 39% lo hicieron antes de los 13 años. Entre quienes han estado apartadas de la prostitución los respectivos porcentajes bajan al 39% y al 12%. Para las sustancias ilegales las diferencias son aún más marcadas. El 43% de las adolescentes que se han prostituido declaran haber consumido alguna vez marihuana, cocaína o heroína y el 9% dicen que lo hicieron siendo menores de 13 años. Tan sólo 4% de las jóvenes desvinculadas del comercio sexual reportan ese consumo y un 1% haberlo hecho siendo muy jóvenes.

Gráfica 3.48
Así, una segunda manera para dar cuenta del acercamiento a las pandillas sería la de facilitar el acceso a las drogas. La relación entre prostitución adolescente y consumo de sustancias, también ha sido reconocida, de nuevo en un escenario que se pretende ajeno al de las pandillas. “Desde hace muchos años este sector (La Dupla, en Managua) ha sido bien conocido como una zona de prostitución y tráfico de drogas (pega, crack, marihuana y cocaína). Aquí pululan  mayoritariamente mujeres adultas; sin embargo, se observó la presencia de adolescentes en los grupos … En el parque Luis Alfonso Velásquez … tanto de día como de noche deambulan mujeres adultas y adolescentes consumidoras de drogas, que son pagadas por dar sexo a policías, vigilantes, obreros de la construcción y taxistas principalmente” [153].

Se puede temer que con la mayor inclinación reciente de las pandillas tanto al consumo como al tráfico de drogas, este vínculo sea cada vez más estrecho. Y también ayudaría a explicar, al menos parcialmente, el descenso ya señalado en la edad de entrada a la prostitución. Si, como se señala para los pandilleros Nicaragüenses, el robo sería una consecuencia del incremento en el consumo de droga, la misma lógica podría aplicarse para la venta de servicios sexuales por parte de las jóvenes adolescentes. En El Salvador se denominaban peseteras o piperas a las prostitutas cuyo objetivo básico era obtener los 25 colones (unos U$ 3) que costaba hacia el 2002 la piedra de crack, que se fumaba en una pipita de vidrio, con ayuda de un encendedor. “Les llamaban así puesto que ellas no regateaban el precio de sus servicios sino que en su desesperación aceptaban cualquier cantidad para lograr reunir lo suficiente para completar la peseta o sea los 25 colones y poder comprar su siguiente piedra, la cual adquirían según ellas decían en una casa-mesón que está por el costado oriente del mercado San Miguelito” [154].

Esta dinámica podría ayudar a explicar el tercer punto de acercamiento entre la pandilla y la prostitución adolescente y es el del mayor reporte de infracciones que carcateriza uno y otro fenómeno. En forma similar a lo que ocurre con los hombres jóvenes, cuya vinculación a las pandillas se asocia con un marcado incremento en los delitos de tipo económico, las jóvenes pandilleras manifiestan con mayor frecuencia haber cometido robos, o vendido droga. La misma dinámica se observa para asuntos como agresiones, manejo de armas, andar armadas o participar en riñas. Además, el comercio sexual refuerza esa tendencia.  Para las adolescentes no vinculadas a las pandillas también se observa un mayor reporte de todo tipo de infracciones entre quienes manifiestan haber comerciado con el sexo.

Gráfica 3.49
En términos escuetos, entre las adolescentes centroamericanas parecería replicarse la relación ancestral entre prostitución y delincuencia.

No puede, por último, descartarse la posibilidad que el denominado trencito constituya un rito de entrada no sólo al mundo de las pandillas sino al de la prostitución. Aunque este dato no se tiene en las encuestas ya realizadas, sería fácil y oportuno, en lugar de seguir considerando esta práctica como un dato más, contrastar si, entre las pandilleras, el haber sido iniciada con un trencito contribuye a discriminar a las jóvenes que venden servicios sexuales.

Desde la perspectiva de los pandilleros, los vínculos con el comercio carnal parecen funcionales en varias dimensiones. Por una parte permiten aliviar las tensiones sexuales de los guerreros sin generar los conflictos que normalmente se dan entre los machos alrededor de los celos y del afán de exclusividad sobre sus mujeres. Por otra parte, si la entrada o inducción de las jóvenes al mundo de la prostitución es el resultado de una violación colectiva por parte de los pandilleros, un trencito, esta conducta parece ser, por sí misma, un importante factor de cohesión.  Por otro lado, de una manera que recuerda a los militares y marinos encuartelados en alguna base lejos de su entorno, que mantienen una activa vida sexual en los burdeles cercanos pero sueñan con casarse, al volver, con otra clase de mujer,  el arreglo de prostitución cercana al entorno de la pandilla encaja en el sueño de los pandilleros de casarse con una chavala decente al dejar la vida loca.

En cuanto a la asociación entre ambos fenómenos, son en extremo escasas las referencias en la literatura o los reportes de prensa. Lo anterior a pesar de lo sugestivas que resultan estas cifras, de la ya abundante literatura tanto sobre pandillas como sobre prostitución juvenil en la región, y a pesar de que en múltiples trabajos se ha tratado de llamar la atención sobre el carácter explosivo del fenómeno de la explotación sexual de adolescentes. Este extraño silencio es tal vez uno de los síntomas más reveladores de la desafortunada tendencia, al analizar uno y otro fenómeno, a darle prioridad a la agenda política o ideológica, que a su cabal comprensión.

Por el lado de los trabajos sobre explotación sexual, sin mayor sentido crítico, se ha asimilado el discurso promovido por movimientos abolicionistas de países desarrollados para los cuales la figura corruptora que más conviene es la de un misterioso adulto mafioso que trafica con mujeres. Un personaje sobre el cual la evidencia y los testimonios son esquivos en América Latina, con la notable excepción de las zonas fronterizas de México, en donde las pandillas de todas maneras juegan un rol importante. Igualmente asombroso resulta el limbo al que los estudiosos de las maras y pandillas han condenado el tema complicado, pero fundamental para entender su dinámica, de la actividad sexual de los pandilleros y del papel de las mujeres en sus guerras. Lo anterior a pesar de los frecuentes testimonios que destacan bien los desmanes de los mareros y pandilleros y la explotación sexual a la que someten a las adolescentes que los rodean. En la mayor parte de los trabajos, la estrategia adoptada es la del discreto silencio. Así, sustanciosas y reveladoras declaraciones de pandilleros y mareros, quedan huérfanas de análisis.

En casos extremos, y de manera insólita, se pretenden hacer compatibles unos supuestos jóvenes rebeldes progresistas –en realidad unos machos cabríos reaccionarios- con un idílico escenario de emancipación de la mujer. Al respecto, sin mayores comentarios, es ilustrativo transcribir dos párrafos de un mismo trabajo sobre mareros.

Párrafo 1: “En el caso de las mujeres, el ritual de admisión tiene variaciones. Se les exige que lleven a cabo peleas, pero también existe la práctica de "el trencito", del "donando amor". Una chica cuenta: "Una vez yo andaba bien loca, y cuatro batos de la clica me dijeron que me soltara la greña. Yo les dije que no, que para eso me había brincado a golpes, y uno de ellos me dijo: Mira loquita si no soltás te vamos a descontar, mejor que sea por las buenas. Y pues, yo bien drogada, ¿qué hacía? Ni modo, ya me tocaba y pasaron los cuatro por mí". Después de un ritual así, la chica es admitida y tiene que contar con más ataques parecidos” [155].

Párrafo 2: “Señales de equidad con las mujeres. (En la mara) por encima de todo se espera de las mujeres lo mismo que de los hombres, sea en peleas con otras pandillas o con la policía o sea en "los vaciles". El trato irrespetuoso de los chicos con las chicas da lugar a discusiones. Y no se practica en todas las pandillas de la forma descrita. Hay maras en las que se prohibe de forma expresa el reparto discriminatorio de roles que afecta normalmente a las mujeres en la sociedad, y las mujeres viven en posición de igualdad, e incluso llevan la voz cantante. Esta equidad abarca también la homosexualidad. Mientras que en las sociedades centroamericanas se considera generalmente la homosexualidad como algo anormal, como una enfermedad, en muchas pandillas centroamericanas se practica de manera abierta entre las mujeres y entre los hombres, no siendo motivo de discriminación. En el estudio de AVANCSO, la mitad de las mujeres reconocieron haber tenido relaciones lésbicas, lo que no excluye tener relaciones con hombres”.

Así, la violación colectiva de una joven, denominada con simpáticos términos como el trencito, o buscando amor -que se puede pensar es un evento reiterado, pues constituye un rito de iniciación- no sólo no merece el más mínimo comentario de reprobación sino que se despacha como algo sin importancia, como un juego más, aclarando que no en todas las pandillas se practica y que hay maras igualitarias. Para que el guión sea válido bastaría solo una. Preguntarse en cuantas maras se practica el trencito, si son pocas o muchas o la mayoría, parece ya un detalle técnico sin consecuencias. Esta inquietud podría ser estigmatizadora. Y no debe impedir el malabar intelectual necesario para, a pesar de este lunar, encontrarle el lado positivo a la sexualidad marera, haciéndola compatible con la igualdad de géneros, y la emancipación femenina. Para una joven centroamericana, según este trabajo, entrar a la mara constituiría un avance en materia de garantía de sus derechos; las maras serían tan progresistas y liberadas que incluso permiten la homosexualidad de las mujeres.

La estrategia de evasión a la que se recurre en la literatura para enfrentar estas contradicciones en el área del género y la sexualidad es entendible, puesto que la agenda política feminista, y abolicionista, que es la que domina el tema de la prostitución juvenil, es totalmente intolerante y recomienda sin titubeos la represión de los agresores mientras que la pandillología centroamericana, interesada más en la dimensión política del fenómeno, busca promover la comprensión y rehabilitación, algo insostenible para un agresor sexual desde el prisma feminista.

Desafortunadamente para unos y para otros la realidad es que una parte, que según los datos de las encuesta parece no despreciable, de la explotación sexual femenina en Centroamérica estaría estrechamente vinculada con la actividad de los pandilleros y mareros. Algo que para cualquiera que revise la evidencia histórica, o la de innumerables sociedades, no sorprende. 

Parece indispensable empezar a elaborar una historia menos idealista y politizada que no sólo sirva para dar cuenta de estas regularidades en los datos, sino que permita establecer un vínculo consistente con otras características de las maras y pandillas, tales como su marcada territorialidad, la tendencia a guerrear, no contra el sistema o los capitalistas o el imperialismo, sino entre ellos, y el aparentemente irracional, ya que los estigmatiza, hábito de tatuarse. Es fácil argumentar que mientras se persista en limitar el análisis al entorno económico o político, o a la noción relativamente vaga de búsqueda de identidad, y se deje de lado la cuestión de las estrategias de búsqueda de pareja, textualmente vitales entre adolescentes, no se podrá tener una visión acertada ni de la prostitución adolescente, ni de las maras y pandillas.

No vale la pena reproducir aquí los numerosos testimonios de mareros y pandilleros centroamericanos o colombianos en los cuales es nítida, franca y transparente la manifestación de su voracidad sexual, ni profundizar más en las múltiples y estrechas asociaciones que muestran los datos de estas encuestas entre violencia juvenil, actividad sexual y maltrato a las mujeres. Un esfuerzo de recopilación de indicios en esa dimensión se encuentra en un trabajo previo [156].

Por el lado de la venta de servicios sexuales, el afán por considerar a la joven prostituta como una víctima de unas misteriosas mafias o de la milenaria cultural patriarcal ha trivializado a tal extremo el rol de los intermediarios que se ha hecho opaco el diagnóstico de las complejísimas relaciones que han mantenido las mujeres que comercian con sexo, en muchos lugares y en muchas épocas, con hombres, amigos y amantes, de su entorno cercano. Desde la otra orilla, el deseo de mostrar al marero como una especie de Robin Hood moderno ha llevado a ocultar la faceta oscura de su sexualidad machista, violenta y depredadora. En ambos casos, la figura del pandillero proxeneta sería políticamente insostenible. Pero los datos son tercos y apuntan, precisamente, en esa dirección.

Bajo el fantasma de las organizaciones de traficantes se ha desvanecido una de las figuras más intrigantes del comercio sexual como es la del rufián, personaje clave que por varios siglos ocupó un lugar prominente en la literatura del bajo mundo. A diferencia del mafioso, o el traficante, que no deja de ser un empresario, la relación de la prostituta con su rufián está lejos de poderse considerar algo meramente comercial o profesional. Hay seducción, hay promesas de afecto en medio de la explotación y del comercio sexual. Es válido sospechar que algo así ocurre en esas extrañas mezclas de noviazgos con pandilleros y venta de sexo que muestran los datos.

Desde el lado de las pandillas, los testimonios de comercio y explotación sexual de las mujeres, se silencian, se minimizan. Pero existen testimonios de explotación sexual de las jóvenes por pandilleros. Se puede mencionar el caso de una quinceañera, alias Wendy, que “estaba parada frente a una glorieta de la colonia Lusiana de San Pedro Sula cuando fue tomada a la fuerza por pandilleros de la MS, quienes la llevaron a una casa de ese mismo sector. Ahí cada uno de los miembros de la pandilla abusó sexualmente de ella, mientras trataban por la fuerza de drogarla y ante su resistencia comenzaron a golpearla y amenazarla con que la matarían. Cuando todos habían saciado sus bestiales instintos, estos pandilleros decidieron hacer negocio con la muchacha, de manera que corrieron al voz que cobraban cincuenta lempiras por la persona que quisiera tener relaciones con la joven ... Wendy pudo identificar a los pandilleros pero ha decidido no denunciarlos porque está convencida que no van a hacer nada contra ellos” [157].

En el caso de Wendy, el paso de la violación colectiva al proxenetismo fue inmediato. En otros casos de iniciación con trencito es factible que haya un interregno de exclusividad en los servicios sexuales dentro de la pandilla, hasta que lleguen otras jóvenes. O hasta que la tentación de “hacer negocio con la muchacha” sea insostenible. Cabe preguntarse ¿cuales son las perspectivas de pareja de una joven que, en un entorno machista que valora la virginidad, ha sido violada colectivamente por unos mareros? No se requiere  exceso de malicia para prever que la venta de servicios sexuales estará alto  en la lista de eventuales alternativas. Y que la pandilla le suministrará insumos necesarios para el ejercicio del oficio: la protección, la droga y, no menos importante, la constancia de que la mujer no siempre tiene la opción de elegir su pareja sexual, que puede ser coaccionada.  Sólo falta sumarle a estas aptitudes de la pandilla un mínimo de capacidad empresarial para llegar a la figura del proxeneta, o del rufián.

Ante tal eventualidad, una joven como Wendy cambiará no sólo de vida sino de analistas preocupados por ella. Saldrá silenciosamente del entorno marero para entrar a los trabajos sobre explotación sexual de adolescentes por misteriosas mafias de traficantes adultos.

En la literatura no comprometida políticamente ni con las prostitutas, ni con los hombres violentos que las maltratan y protegen queda claro que parte sustancial del acuerdo con el rufián consiste en el suministro de protección. “El cafishio (rufián) le da a una mujer tranquilidad para ejercer su vida. Los tiras no la molestan. Si cae presa, él la saca; si está enferma, él la lleva a un sanatorio y la hace cuidar, y le evita líos y mil cosas fantásticas. Vea, mujer que en el ambiente trabaja por su cuenta termina siendo siempre víctima de un asalto, una estafa o un atropello bárbaro. En cambio, mujer que tiene un hombre trabaja tranquila, sosegada, nadie se mete con ella y todos la respetan” [158].

Se ha propuesto que la misma etimología de la palabra ya implica la función de proteger. A diferencia de quienes plantean que rufián proviene del latín rufus, pelirrojo, un distintivo de las prostitutas, se  sugiere “que su étimo adecuado sería el árabe ru´yan … Esta palabra  significa 'pastor, gobernante, patrón', es decir, 'todo aquel que cuida o  vela sobre algo, que lo guarda y vigila'. Esta era la labor del "rufián", que se contrataba como esbirro para servir de guarda personal de quien lo requería: garitos, burdeles,  prostitutas, e incluso damas o caballeros con problemas personales, los  cuales se valían de estos matones a sueldo para realizar sus venganzas  personales y sus ajustes de cuentas, al margen de la justicia” [159]

Para suministrar tales servicios de protección se requiere capacidad coercitiva. La necesidad de contar con este insumo es directamente proporcional a los niveles de violencia. Pero incluso en lugares pacificados, civilizados y adecuados para un ejercicio pacífico del comercio sexual la capacidad privada de coacción continúa siendo un activo importante dentro del negocio del sexo. En el seguro escenario de los locales de plaza y de alterne en la provincia española de Córdoba en dónde, en la actualidad, “no son habituales, sino más bien infrecuentes, los malos tratos, las agresiones y la violencia por parte de los clientes”, resulta diciente una afirmación de un empresario que ha sufrido algunas amenazas: “lo que pasa es que nosotros, gracias a Dios, nos sabemos defender” [160]. En el mismo sentido, no es simple coincidencia que en España una importante asociación de dueños de burdeles, con el sugestivo nombre de ANELA (Asociación Nacional Española de Locales de Alterne) esté dirigida por un prominente empresario de los servicios privados de seguridad [161]. Con mayor razón, para ejercer la prostitución en lugares en dónde la inseguridad es alta, como algunas ciudades de Centroamérica, puede ser indispensable contar con la protección de agrupaciones que ejerzan la violencia. Algo con lo que cuentan holgadamente las maras y pandillas.

Por mucho tiempo la literatura –novela, teatro- reconoció que la relación de la prostituta con su rufián era bastante más tortuosa, misteriosa y ambigua que un simple arreglo contractual de protección. Además, que tenía algo que ver con la seducción y el enamoramiento. Son innumerables los testimonios de prostitutas que no sólo viven con sino que mantienen al hombre que las maltrata y a la vez protege. En esa dirección apunta la combinación, que muestran las encuestas, entre noviazgos con pandilleros y comercio sexual.

Es difícil saber qué tan representativo es este escenario de la joven prostituta enamorada de un pandillero. Pero la asociación que muestran los datos entre el ejercicio de la prostitución, el pertenecer a una pandilla o el haber sido novia de un pandillero sugiere no descartarlo. En muchos lugares la evidencia que, para algunas mujeres, un factor determinante de entrada a la prostitución ha sido un desengaño amoroso es abundante. “Yo empecé a ejercer la prostitución aquí, en Colombia, por ahí a los 15 o 16 años más o menos. Todo empezó como por una desilusión de un novio, yo lo tomé así, porque él me dejó, se fue con otra, entonces yo ya cogía a los hombres como objeto. Yo me le había entregado a él del todo, alma, cuerpo, vida” [162]. La seducción –a veces embarazo- y el posterior abandono conducen, en muchas culturas, a la necesidad de prostituirse. Como se verá más adelante, al analizar los datos de las encuestas de Nicaragua y Panamá, este escenario es verosímil como puerta de entrada a la industria del sexo en Centroamérica. Aún más expedita hacia la prostitución parece sin duda la vía del trencito.

No es fácil comprender el comportamiento tanto del hombre que vive de la venta de servicios sexuales de las mujeres que seduce, como el de la mujer que no sólo los vende sino que comparte beneficios, se siente protegida, y mantiene un vínculo afectivo con su explotador. La explicación basada en varios siglos de patriarcado es pobre para esta situación realmente insólita. El chulo o maipolo –denominaciones para el rufián en República Dominicana- “es un vividor por excelencia ... son hombres muy hábiles que logran hacer que las muchachas se enamoren de ellos, pero son pocas las veces que ellos se enamoran de ellas ... crean unos nexos afectivos que logran convencerlas de que le ayuden económicamente, o las convencen de que inviertan en sus negocios lo poco que tiene. Con el chulo las relaciones sexuales también son conflictivas. El, que entiende la necesidad de afecto que esta muchacha tiene, cultiva esa necesidad para mantener su control sobre ella, sobre sus ingresos. (El hace) todo aquello que contribuye a que ellas desarrollen lazos afectivos de dependencia. Estos se profundizan cuando la primera relación sexual es realizada con uno de estos chulos profesionales” [163]

Para la figura de la mujer que, por decirlo de alguna manera, reincide como víctima, es difícil no establecer paralelos con el escenario más familiar, pero igualmente difícil de comprender, de la violencia doméstica. La explicación que eso se debe al vínculo estrecho, por ejemplo con el padre de los hijos, es insuficiente. También los extraños llegan a ser victimarios repetidos. Puede ser ilustrativo mencionar un segmento específico, y al parecer creciente, de mujeres que explotadas sexualmente y estafadas financieramente una vez –en este caso en el marco de una terapia con un psiquiatra- tienden a repetir el esquema con un segundo o tercer victimario. Es lo que se ha denominado el síndrome  del pato sentado [164]. 

Para las mujeres que se iniciaron en la prostitución como consecuencia de un abuso sexual temprano, o de una agresión, se puede plantear un vínculo entre ese hecho y una tormentosa relación posterior con un rufián, en una versión doméstica del síndrome de Estocolmo.  “La gente busca lazos afectivos ante el peligro exterior. Tanto los adultos como los niños pueden desarrollar vínculos emocionales con gente que de manera intermitente los hostiga, golpea y amenaza. La persistencia de estos lazos lleva a confundir amor con dolor. Los ataques llevan a estados de sobre excitación ante los cuales la memoria se puede disociar, y retornar tan sólo cuando se renueva el terror. Esto interfiere con la capacidad de juzgar estas relaciones y abre paso al ansia de afecto para superar los miedos reales” [165]. Faltaría investigar si los antecedentes de maltrato ayudan a explicar la dependencia de algunas mujeres de sus rufianes.

Lo que sí constituye un patrón recurrente, desde hace siglos, es que el personaje del rufián o chulo es particularmente propenso a la delincuencia, como el pandillero. “En el estudio de José Luis Alonso Hernández, que titula El lenguaje los maleantes españoles en los siglos XVI y XVII La Germanía, es sumamente interesante el apartado que dedica a la “Jerarquización de Valentónica”, cuyo núcleo central es el rufián-valentón; describe este autor el proceso de las diversas fases por las que ha de pasar el aspirante a seguir esta carrera de la delincuencia profesional. Parece ser que la cualidad indispensable para iniciar el ingreso en estos cursos era la calidad de chulo calificativo que generalmente se conservaba hasta llegar al doctorado: la iniciación se hacía, como aprendiz, con la categoría de mandil … recadero entre rufianes y prostitutas … De aquí se pasaba a la categoría de rufián (de donde) se ascendía posteriormente a la posición de jaque. Esta categoría se completaba en la de jaque-rufián (algo así como teniente-coronel de estas milicias), el cual recibía también los nombres de germano, matón y guapo, a mas de algún otro” [166].

La figura del rufián es clave para que se establezcan vínculos entre la prostitución y el mundo criminal. Esta asociación, tan común en la picaresca, entre rufianes y delincuencia no parece perder vigencia. Basados en entrevistas en 4 ciudades británicas, May et. al (2000) señalan que la mayor parte de los rufianes (pimps) asociados fundamentalmente con la prostitución callejera tienen un importante historial delictivo. También es más probable que surja cuando existe tráfico de mujeres y, de manera perversa, es el personaje con mayor capacidad para bloquear los esfuerzos policivos contra las mafias.

Aunque la prostitución latinoamericana actual no parece demasiado asociada con el tráfico de drogas ni, por lo tanto, con la delincuencia lo que, a su vez, le resta relevancia a las funciones del rufián, no sería sensato ignorar del todo esta problemática figura, ni la tormentosa y peligrosa relación que mantiene con algunas prostitutas, de manera proporcional a su juventud. De acuerdo con el mismo trabajo de May et. al. (2000), las mujeres que mantienen vinculación con rufianes corren mayor riesgo de sufrir abuso físico o emocional. También preocupante resulta la observación que los rufianes tienden a concentrarse en las prostitutas más jóvenes y, si bien su rol como inductores a la actividad no es del todo claro, sí juegan un papel importante en mantenerlas dentro del negocio.

Para República Dominicana, se ha observado también que, en la calle, las prostitutas más jóvenes son las que con mayor frecuencia se ven acompañadas de un control o chulo [167]. El chulo “es el dueño de la mujer. El administra el dinero, lo exige, le da lo que quiere, la golpea, impone las reglas de la relación a su antojo, las cambia de zona cuando no consiguen clientes, le busca trabajo en un negocio y hasta actúa de defensor en algunos casos en que ella lo necesita” [168]. En las casas de citas cambia el nombre del protector -a maipolo, generalmente el administrador del negocio- pero no sus funciones básicas. “Ellos son la fuerza de choque del dueño tanto con las mujeres como con los clientes problemáticos. El negocia con las mujeres su salario, les pone multa cuando llegan tarde, él es quien le paga al tigre guardián, y sabe a quien buscar cuando hay problemas con la justicia ... Suelen manejar el contrato de trabajo a su capricho, les pagan cuando quieren, las despachan sin pagarles o les cancelan el contrato. Las maltratan físicamente cuando se quieren imponer, las obligan a tener relaciones con ellos, e imponen la norma que toda nueva muchacha que entra al negocio debe ser estrenada por él. Hay casos frecuentes en que el (maipolo) convive con una o varias de las muchachas residentes [169].

En últimas, la relación de las prostitutas con sus rufianes podría tomarse como un caso particular, y extremo, de la violencia doméstica. Con notables excepciones, las prostitutas aparecen como un segmento particularmente vulnerable a este tipo de ataques por parte de sus parejas, de sus rufianes.

Tal vez el vínculo más complejo de las pandillas y la prostitución es el que se puede dar a través de la droga. Para algunos países, como Francia, se ha señalado que de unos años para acá la droga se infiltró en el mercado del sexo, en parte porque ambas redes de distribución se apoyan y refuerzan. La droga se habría vuelto una fuente de enriquecimiento adicional de los proxenetas y, para las prostitutas, en un perverso soporte y estímulo. Algunos testimonios muestran cómo el consumo facilita el oficio. “Con el primer cliente, me bajé del automóvil corriendo. Imposible. Las otras chicas me dijeron que bebiera, que eso me ayudaría. Era verdad. Para poder ir, me hacían falta cuatro o cinco martinis … (luego) con la droga descubrí que todo se volvía más fácil: los contactos con los clientes, el sacarles toda la plata que se pudiera. Ya no tenía vergüenza de nada. Al principio recurrí a la droga para trabajar y luego, muy rápido, estaba trabajando para la droga” [170]. En ese escenario de progresiva dependencia, aumenta el poder de quien suministra las drogas.

A pesar de esta observación, la relación entre el mercado del sexo y el de la droga no es tan simple. Podría ser pertinente tan sólo en los escenarios de consumo, los típicos de la pandilla rumbera de barrio, pero menos en los de distribución profesionalizada de la droga, como la que puede darse con las maras. En una detallada descripción de las redes de tráfico de cocaína en Holanda, Zaitch (2002) destaca la debilidad de los vínculos entre el comercio sexual y la distribución de drogas colombianas en ese país. Fuera de ciertos contactos sociales, pues las prostitutas colombianas y los traquetos -nombre para la nueva generación de pequeños capos del narcotráfico- frecuentan los mismos bares o restaurantes, o de servicios de compañía ocasionalmente demandados por los segundos, o del hecho que algunas mujeres que llegaron como mulas se volcaron hacia la venta de sexo, o que otras colaboran con el blanqueo de dinero, las relaciones entre las dos actividades son distantes. Por varias razones. Uno, la importación y distribución de cocaína es ilegal, y se persigue. Quienes ejercen la prostitución no siempre muestran disposición a tomar mayores riesgos. Dos, las aptitudes que se requieren para una y otra actividad son distintas: la reputación de violencia necesaria en la distribución de droga no es consistente con los requisitos físicos requeridos para la venta de sexo. Tres, los traficantes de cocaína consideran que las prostitutas son demasiado vulnerables en los aeropuertos y fronteras: no sólo son demasiado visibles sino que, con mayor frecuencia, son sujetas a controles, o interrogadas, o deportadas. Las consideran poco fiables e indiscretas. Incluso para tareas menores, como el transporte de dinero, presentan inconvenientes pues anuncian demasiado sus viajes -hacen con frecuencia fiestas de despedida- y por lo tanto son presas fáciles para los robos. Cuatro, el bajo nivel de consumo de droga por parte de las prostitutas colombianas corrobora la idea de que están alejadas de la venta al por menor. Por último, está el hecho de que en Holanda no existen mafias que controlen simultáneamente diversos mercados ilegales. Así, los traficantes colombianos tienen que establecer múltiples contactos para las distintas etapas del negocio, que rara vez coinciden con los de soporte a la venta de servicios sexuales. La situación opuesta se presenta en el Japón, en dónde los traficantes colombianos negocian directamente con grupos de la Yakuza y, por lo tanto,  hay mayor oportunidad para integrar ambas actividades.

El otro vínculo más sutil del mundo de la droga con la prostitución juvenil tiene que ver con el definitivo impulso que el narcotráfico le puede dar a la venta de servicios sexuales. Aún sin el agravante, que se da en las pandillas, de las violaciones colectivas es amplia la evidencia del poder seductor que tiene el narcotráfico y su entorno sobre las jóvenes para buscar un cambio rápido y sustancial en sus condiciones de vida ofreciendo su cuerpo al mejor postor.

Para entender la lógica de ese escenario, y las múltiples vías por las que se refuerza con la violencia juvenil, puede ser útil una mirada a la experiencia colombiana [171]. A diferencia de los mareros que, como se vio, son tan primitivos como los Yanomano en su propósito de controlar y monopolizar mujeres, y no muestran reparos en hacerlo a la brava, la primera generación de capos colombianos se caracterizó por su activa y dadivosa participación en el comercio sexual. Las colosales sumas que sin ningún recato invertían en regalos, fiestas y fallos de los concursos de belleza les permitieron si no monopolizar, al menos concentrar una porción no despreciable de las mujeres más apetecidas del país. Uno de los íconos de la sociedad colombiana en los últimos años fue la pareja conformada por un mafioso y una reina de belleza. El efecto llamada de este tipo de relación fue importante. En forma similar a la promoción que le dio el narcotráfico a los varones que usaban sus destrezas físicas para guerrear fue definitivo el impulso que le dio al cuerpo femenino como mecanismo de adquisición de riqueza. ”Pablo Escobar no era hombre de una sola mujer, siempre había una nueva, más bonita, más joven, más lujuriosa, más fina y con más clase. O no necesariamente con más clase, pues muchas de las más bellas mujeres de su colección, provienen también de las comunas, humildes barrios y modestos municipios. Algunas madres le ofrecían sus hijas al Señor, preparándolas previamente para complacerlo en la cama” [172].

El impacto que logra el narcotráfico al, simultáneamente, valorizar la violencia entre los hombres y la belleza física de las mujeres puede ser devastador en un vecindario. La violencia genera poder, que atrae a la belleza. El atractivo del guerrero es proporcional a la intensidad de la violencia. En caso extremo, emparejarse con quienes controlan el barrio puede ser cuestión de supervivencia. Sólo esta lógica puede entenderse que a algunas mujeres les gusten los hombres violentos. “A muchas jañas les gustan los vagos. Yo soy pobre. Pero hay chavalas de las colonias que se interesan por los vagos. Y son chavalas sanas. Les cuadra la fama, el color, los majes pandilleros que andan metidos en las regazones” [173].

No es exagerado asociar el inusual desarrollo que tuvieron en Colombia las actividades centradas en el cuerpo femenino -el modelaje, los reinados de belleza y su antesala, la cirugía estética- con la presencia del narcotráfico. Las vías de enriquecimiento femenino centrado en la belleza, que en la cima han estado coronadas por sofisticadas cortesanas, pueden actuar como un boomerang cuando se convierten para las jóvenes de los barrios populares en estrategias de vida. Mientras se entrenan para ser modelos o reinas de belleza, deben contar con un novio que las proteja en el barrio. Ser la más bella a veces requiere esfuerzo y recursos. La mejor apuesta puede ser tener como novio un líder pandillero. “En el barrio Castilla dicen que el novio de Carolina Hoyos aceptó asesinar a dos hombres para pagarle una operación de senos” [174] .

Para el novio violento, el afán de posesión es proporcional a la belleza. “Mi novia está más bonita desde que viene a Beautiful (una agencia de modelos). Ya se cuida más y por eso la cuido más a su turno”. Como guardaespaldas se convierte, fuera del barrio, en el estigma que bloqueará el ascenso de la joven en su sueño de hacer de su cuerpo un activo productivo. “Los empresarios, además de belleza, exigen cierto estatus en las modelos que contratan para sus campañas. Temen que una chica de un barrio marginal sea el enlace de grupos armados que puedan secuestrarlos o extorsionarlos. Ese estigma es la cadena que ata a las jóvenes a sus barrios” [175]. No faltan en las academias de gimnasia, de belleza o modelaje, o en la costosa especialidad de la cirugía estética, machos ansiosos de intercambiar su expertise, o sus contactos, por un rato de compañía. “El otro año me voy a operar. Un médico que conocí en Internet me dijo que me operaba por la mitad del precio. Estoy ahorrando –dice Victoria Castañeda. Su voz es ingenua, igual que la fe en ese benefactor virtual, que ya le pidió un paquete de doce fotos desnuda para comenzar a calcular los implantes de silicona que le pondrá” [176]. No es difícil imaginar las consecuencias de estos intercambios de técnicas de refacción corporal por fotos, o muestras de amor, ni la reacción del macho protector, o los de la pandilla, ante un embarazo inesperado. Tampoco es aventurado sospechar que este culto al cuerpo para transformarlo en el único capital humano pueda conducir a alguna forma de venta de servicios sexuales. 

Hasta qué punto este escenario basado en testimonios de Medellín es relevante para comprender lo que ocurre entre la prostitución y las pandillas en Centroamérica es algo que requiere más investigación. Un factor que atenúa la pertinencia es la menor penetración del narcotráfico y, tal vez, la escasa visibilidad de grandes capos compradores de cuerpos femeninos. Un elemento que la acentúa es la mayor prevalencia y nitidez de la violencia sexual, las violaciones colectivas, y expresiones más crudas de proxenetismo basadas en la coerción física.

Lo que sí parece claro es que dentro al abanico de personajes literarios útiles para comprender al pandillero será oportuno sumar la ancestral figura del rufián. Para que empiece a reemplazar al personaje, predominante en los estudios pero opaco en los datos y testimonios, del adulto mafioso que trafica con mujeres. 

Infraestructura y seguridad
Los datos de las encuestas muestran que la calidad de la infraestructura del barrio, en sus modalidades de canchas deportivas, parques o infraestructura general tiene un efecto positivo, y estadísticamente significativo, sobre la percepción de seguridad de los jóvenes en las calles del barrio. Si, como parece razonable hacerlo, un objetivo loable, tal vez el más obvio, de los programas de seguridad ciudadana y prevención de violencia es hacer que los habitantes de una determinada localidad se sientan más seguros en su barrio, este solo resultado es una justificación suficiente para este tipo de inversiones, sin necesidad de buscar racionalizaciones, casi siempre esquivas, sobre el eventual efecto preventivo de estas inversiones en las conductas violentas de los jóvenes.

En este sentido, parece conveniente hacer ajustes en tres frentes: por una parte, orientar estas inversiones hacia la infraestructura general del barrio –alumbrado público, pavimentación y mantenimiento de vías, espacios comunales, salas culturales- en detrimento de las canchas deportivas. Segundo, darle un giro a la manera como se justifican o racionalizan este tipo de inversiones. Tercero, en la medida de lo posible, buscar que estas inversiones contribuyan a mejorar la facilidad para el acceso, o la imagen arquitectónica, o el estatus, del entorno escolar.

Con relación al primer punto, los datos de la encuesta permiten anotar que la inversión que presenta mayor efectividad en materia de mejoría en la percepción de seguridad no es la que se hace en canchas deportivas, ni en parques sino en la infraestructura general del barrio. La magnitud de la diferencia no es despreciable. Para los estudiantes, las inversiones en infraestructura tienen un impacto seis veces superior sobre la sensación de seguridad que las que se hacen en canchas o parques. También son cerca de seis veces similares al efecto de aumentar en una escala la clase social. Para los jóvenes no escolarizados, que pasan mucho más tiempo en la calle que los estudiantes, los dos primeros tipos de inversión no muestran tener un efecto perceptible sobre la sensación de seguridad, mientras que las mejoras en la infraestructura general del barrio siguen teniendo un impacto positivo, significativo en términos estadísticos, y apreciable en su magnitud, puesto que su efecto es similar al de subir un nivel en la escala social.

Fuera de los resultados anteriores, es conveniente señalar que la mayor parte de las inversiones en infraestructura deportiva, como por ejemplo la construcción o mantenimiento de canchas de fútbol, o básquet, o béisbol, tienen un foco reducido de beneficiarios, los hombres jóvenes deportistas. En particular, se trata de inversiones que poco o nada benefician a las mujeres jóvenes de los respectivos barrios. Si, como ocurre con frecuencia, este tipo de inversiones se hacen en barrios con altos índices de violencia, y además se justifican como un mecanismo para mejorar las condiciones de ocio y esparcimiento de los pandilleros y los jóvenes violentos, es difícil evitar el mensaje implícito que se les está ofreciendo una recompensa, o una prebenda para su apaciguamiento. Por el contrario, los recursos que se inviertan en mejorar o mantener la infraestructura global no acarrean este dilema de incentivos perversos. Incluso si estas inversiones se dirigen a las localidades más problemáticas, será bastante fácil darle un giro a la justificación para emprenderlas. Se pueden, por ejemplo, presentar como una especie de reconocimiento y compensación a las víctimas con la aclaración adicional que van precisamente dirigidas a incrementar su sensación de seguridad en el barrio. Además, este tipo de inversiones podrían hacerse condicionadas a ciertos requisitos de desarticulación, o acuerdos de paz con las pandillas del respectivo barrio.

Por último, aunque no en todas las encuestas se tiene la información necesaria para contrastar esta hipótesis, se puede argumentar que el mejor retorno de las inversiones en infraestructura en una localidad se lograría si estas, además , se pueden atar de alguna forma al desempeño y a la retención escolares. Son numerosas las historias de localidades de bajos recursos en las cuales la carencia de ciertas obras de infraestructura básica –una vía, o un medio de transporte adecuado, o un puente- hacen difícil el acceso físico de los jóvenes al sistema escolar. Incluso si este no es el caso, se puede afirmar que siempre es posible inyectarle algo de infraestructura a las escuelas para mejorar sus condiciones, su imagen y su estatus.


[1] Declaraciones del jefe del Departamento de Comunicación de la Oficina de Asuntos Juveniles en Nicaragua. Univisión/AFP AFP, Junio 27 de 2005
[2] Declaraciones del Jefe de la Unidad Antipandillas de Panamá en Chéry (2005)
[3] “Violencia Juvenil en Centroamérica”, El Nuevo Diario, 14 de noviembre de 2005
[4] Liebel (2002)
[5] Declaraciones del director de la Secretaría de la Juventud Nicaragüense. La Prensa, Noviembre 24 de 2003.
[6] Calificación entre 1 y 5 donde la calificación 1 es que la afirmación no tiene nada que ver con lo que ocurre en tu barrio y 5 es que describe muy bien lo que ocurre en tu barrio
[7] Vigil (1997) pp. 43, 46, 47 y 48
[8] Orellana (1997) p. 73
[9] Morales (1997) p. 85
[10] Barbetta (1997) p. 60
[11] CELADE-FNUAP  (2000). Juventud, población y desarrollo en América Latina y el Caribe.
[12] Rocha (2006a)
[13] Rocha (2000)
[14] “La montaña y Mahoma”, El País, Agosto 16 de 2005
[15] CEG (2005). Subrayados propios
[16] Castro y Carranza pp. 265 y  319
[17] “Yo le di la plata a Maloof”.  Semana Febrero 17 de 2007
[18] “Las pandillas de los ‘niños bien’ de Bogotá”. El Espectador, Agosto 20 de 2006
[19] “Familias prestantes de Medellín protagonizan lío judicial que tiene conmocionada a la alta sociedad”. El Tiempo,  Enero 15 de 2007
[20] Merino (2001) p. 115
[21] Gonçalves (1997) p. 56
[22] Barbetta (1997) p. 59
[23] Nicole Veash (2002), “Children of privileged form Brazil crime gangs silver-spoon target the wealthy”. Boston Globe, Febrero. Citado por Covey (2003). 
[24] Covey (2003)
[25] Covey (2003)
[26] “El matoneo se toma las aulas”. El Tiempo, Septiembre 9 de 2006
[27] “La máquina de infiltración de Farc es el Partido Comunista Clandestino Colombiano”, Semana, Agosto 12 de 2006
[28] Declaraciones del escritor mexicano Elmer Mendoza. “La sierra de Sinaloa es el feudo del principal cártel de narcotraficantes en México. En los dominios del Chapo Guzmán”.  El País, Febrero 2 de 2007.
[29] Salles (2004)
[30] Gonthier (1992) p. 155
[31] Moreno y Vásquez (2004) p. 18
[32]  Gonthier (1992) p. 47
[33] Gonthier (1992) p. 56
[34] Frevert (1998) p. 53
[35] Gonthier (1992) p. 47 y 126
[36] Mendoza Garrido (1999) p. 205
[37] “Simón Hoyos querelló a la mamá de la nena que abusó” en El Tribuno Salta, Julio 4 de 2006.
[38]  Ibid.
[39] González (2002) p. 21
[40] Ibid.
[41] Revista Cambio, Enero 28 de 2007
[42] Mendoza Garrido (1999) p. 212
[43] Gonçalves (1997) p. 56
[44] María Jimena Duzán “El Proceso 8000. Fernando: No te lleves el secreto”. El Tiempo, Febrero 5 de 2007
[45] “Los niños bien”, Mauricio Vargas, eltiempo.com, Febrero 23 de 2007
[46] “El espumoso 'sexocom' de Paris Milton”. El País, Febrero 4 de 2007
[47] “Ryan O'neal se pelea a tiros con su hijo Griffin”. El País, Febrero 6 de 2007
[48] Junger-Tas et. al. (1994) p. 375
[49] Aromaa (1994) p. 28. Énfasis propios.
[50] Bowling  et. al. (1994) p. 54
[51] McQuoid (1994) pp. 76 y 78
[52] Terlouw y Bruinsma (1994) p. 112
[53] Born y Gavray (1994) p. 143
[54] Sutterer y Karger (1994) p. 168
[55] Killias et. al.  (1994)
[56] Gersao y Lisboa (1994) p. 220
[57] Barberet et. al. (1994)
[58] Sobral et. al (2000) p. 668
[59] Sobral et. al (2000) p. 662. El estudio citado es Romero, E. (1996). “La predicción de la conducta antisocial: Un análisis de las variables de personalidad”. Disertación Doctoral. Universidad de Santiago de Compostela, España.
[60] Gatti et. al . (1994) p. 272
[61] Hirschi, T (1969). Causes of delinquency. Berkeley, CA, University of California Press
[62] Spinellis et. al. (1994) p. 303
[63] Junger-Tas (1994) p. 375. Se hace referencia a la revisión hecha por Hindelang, M.J. (1981). “Variation in sex-race-age specific incidence rates of offending”. American Sociological Review, Vol 46
[64] Simourd y Andrews (1994)
[65] Elliot y Ageton (1980)
[66] Junger-Tas (1994)
[67] Castro y Carranza (2000) p. 308
[68] Castro y Carranza (2000) p. 253
[69] Cruz (2003)
[70] CIDAI - Carta a las Iglesias. AÑO XXIII, No. 521 1-30 de septiembre, 2003
[71] Santacruz y Cruz (2001) p 82
[72] Jesús Martín-Barbero citado por Santacruz y Cruz (2001) p. 85
[73] Santacruz y Cruz (2001) p 83
[74] Castro y Carranza (2001) p. 320
[75] González (2006)
[76] Castro y Carranza (2001) p. 321. Subrayado propio
[77] Testimonio de José David González, alias El Kadilac, jefe de la MS en El Salvador. La Prensa, Noviembre 1 de 2000
[78] González (2006)
[79] Castro y Carranza (2000) p. 273
[80] Esta aseveración se basa en la estimación de un modelo logit para explicar el reporte de cada infracción en función de la afiliación a pandillas y el estrato económico, separando la muestra entre estudiantes y no escolarizados.
[81] Testimonio del pandillero José Alemán tomado de « Las ‘maras’ en Centroamérica: de las guerras civiles a la ultraviolencia callejera ». El Tiempo,  Marzo 30 de 2005
[82] En Rubio (2005) se desarrolla el argumento de por qué el delito del secuestro requiere para su consolidación del respaldo de organizaciones muy estructuradas.
[83] Decker (2001)
[84] Algunos trabajos sobre pandillas en Europa muestran, por el contrario, cierto nivel de especialización. Ver Klein et. al. (2001)
[85] Ver por ejemplo « Detenidos dos hondureños por vinculación con las Farc » El Espectador, Marzo 25 de 2005
[86] Para realizar este cálculo se estima, con los datos a nivel individual, para cada encuesta, y para cada infracción un modelo Logit en el cual la variable dependiente es si se reporta o no haber cometido la infracción y como variables independientes las que se plantea afectan ese incidente.
[87] Castro y Carrazna (2000) p. 278
[88] Pellicer (2005)
[89] Para esto, se estimó un modelo de regresión múltiple en el cual la variable dependiente era el indicador de autocontrol y se incluyeron como variables independientes la estructura de la familia, el tener medio hermanos, la frecuencia de peleas en la casa, que la madre haya sido golpeada, el abuso sexual, los indicadores de supervisión de las actividades del joven (saber dónde y con quien está al salir de casa) y el estrato económico.
[90] Para esto, se construye un índice que se hace igual a 100 para el gasto promedio de un grupo de referencia constituido por los jóvenes que trabajan, no estudian, ni son pandilleros. Se encuentra que el valor de este índice para los pandilleros es de 83.
[91] Para facilitar la comparación con el gasto, de nuevo se construye un índice que se hace igual a 100 para el número promedio de parejas de los trabajadores no estudiantes ni pandilleros.
[92] Cruz y Portillo (1998) p. 74
[93] Castro y Carranza (2000) p. 281
[94] Testimonio de un miembro de la mara Vatos Locos de Honduras, citado por Castro y Carranza (2001) p. 281
[95] Testimonios en Santacruz y Cruz (2000) pp 45 y 66
[96] Rocha (2000)
[97] Sosa y Rocha (2001) p. 423
[98] Rocha (2000)
[99] Santacruz y Cruz (2001) p 77
[100] García (2006)
[101] Rodríguez (2005) p. 135. Subrayados propios
[102] Rocha (2000)
[103] Sosa y Rocha (2001) p. 425
[104] Etcharren, Laura (2006). “Ñetas. Una mara, un color dentro del mundo de la globalización”. Mayo 12, http://lauraetcharren.blogspot.com/2006/05/etas.html
[105] Cruz y Portillo (1998) p. 61
[106] Sosa y Rocha (2001) p. 401
[107] Rocha (2000)
[108] Cruz y Portillo (1998) p. 153
[109] La tournante, del verbo tourner o rotar, es el nombre que se le ha dado en Francia a las violaciones cometidas por un grupo de jóvenes. Mucchielli (2005)
[110] Bellil (2003) pp. 20 a 25
[111] Gonthier (1992)
[112] Rocha (2003)
[113] Ibid.
[114] Ibid.
[115] Sosa y Rocha (2001) p. 404
[116] Botello y Moya (2005) pp. 29, 73 y 74
[117] Botello y Moya (2005) p. 19
[118] Botello y Moya (2005) p. 76
[119] Jiménez Barca, Antonio (2005) "Yo soy un 'latin king". El País, Julio 10/07/2005
[120] Rocha (2003)
[121] Rocha (2005a)
[122] Rocha (2000)
[123] Harris (1975)
[124] Harris (1975) pp. 87 a 96
[125] Harris (1975) pp. 97 a 99
[126] Harris (1975) p. 100
[127] Keeley (1996)  p. 75
[128] Sosa y Rocha (2001) p. 398
[129] Jiménez Barca, Antonio (2005) "Yo soy un 'latin king". El País, Julio 10/07/2005
[130] Ramírez Heredia (2004) pp. 200 a 206
[131] “Ejecutadas en Guatemala” BBC Mundo, Jueves, 9 de junio de 2005
[132] Ibid
[133] AI (2005)
[134] AI (2005) p. 4
[135] Comunicado de Prensa, Amnistía Internacional. http://web.amnesty.org/library/Index/ESLAMR340272005
[136] Ibid p. 21
[137] Ibid p. 22
[138] Ibid. p. 21
[139] Ibid p. 12
[140] “Castigo en crimen contra mujeres”, Prensa Libre, 25 de Mayo de 2004
[141] AI (2005) p. 13
[142] Gargallo (2005) p.2
[143] AI (2003)
[144]http://www.senado.gob.mx/comisiones/directorio/asuntosfronterizos/Content/frontera_sur/botones/seguridad/delincuencia_organizada.htm
[145] “Maras tras la prostitución callejera”,  Diario de Hoy, Julio 18 de 2005, http://www.elsalvador.com/noticias/2005/07/18/nacional/nac8.asp
[146] “Prostituyen menores en San Miguel, El Salvador”. El Diario de Hoy, Agosto 27 de 2006
[147] Cualquier análisis sobre prostitución adolescente masculina, cuya clientela está constituida primordialmente por hombres, debe abordar el tema de la homosexualidad, algo que se sale  del alcance de este trabajo.
[148] Rocha (2006b)
[149] Valores estimados con un modelo logit. Los coeficientes son estadísticamente significativos. Para las mujeres, el intervalo de confianza  al 99% es del 42% al 131% y para los hombres  del 26% al 73%.
[150] Modelo logit. El intervalo de confianza del 95% para el odds-ratio es entre 34% y 1539%.
[151] En este caso el coeficiente es estadísticamente significativo al 95% tan sólo para los hombres.
[152] OIT-IPEC (2002) p. 96
[153] OIT-IPEC (2002) pp. 95 y 97
[154] El 'paraiso' salvadoreño de las chiquillas piperas. Hunnapuh, Septiembre de 2006.
http://hunnapuh.blogcindario.com/2006/09/00931-el-paraiso-salvadoreno-de-las-chiquillas-piperas.html
[155] Liebel (2002)
[156] Rubio (2007)
[157] “Maras ¿víctimas o delincuentes?” La Prensa, Noviembre 2 del 2000, página 51A
[158] Arlt (1929)
[159] Pezzi (1991)
[160]  Solana (2003) p. 53
[161]  Salas (2004)
[162] Trifiró (2003) p. 153
[163] Pareja y Rosario (1992) p. 106
[164] Traducción literal del “sitting duck” que hace referencia a la presa que se queda inmóvil ante el cazador. Ver Kluft (1989)
[165] Van der Kolk (1989)
[166] Pezzi (1991)
[167] OIT-IPEC (2002a) p. 86
[168] Pareja y Rosario (1992) p. 49
[169] Ibid.
[170] Testimonio de prostituta francesa en Coquart  y Huet (2000) p. 165
[171] Para una exposición detallada del argumento y algunos testimonios ver Rubio (2007)
[172] Legarda, Astrid (2005). El verdadero Pablo. Sangre, traición y muerte … Bogotá: Ediciones Dipon.
[173] Sosa y Rocha (2001) p. 414
[174] Castaño (2005) p. 69
[175] Ibid p. 74
[176] Ibid p. 73