Desde cuando Gary Becker, a finales de los sesentas, relanzó las ideas de Cesar Beccaria los economistas han tratado de colonizar la criminología. Los esfuerzos han estado orientados a mostrar que los criminales también responden a incentivos y, por otro lado, a ofrecer criterios de política tanto para la dosificación de las penas como para el manejo de los recursos de los jueces, los policías y los militares.
En Colombia la preocupación de los economistas por temas escabrosos como la violencia y el crimen surgió por razones diferentes. Tal vez tratando de dar cuenta del agotamiento del modelo de desarrollo. En los últimos años el interés se ha visto reforzado por la progresiva contaminación de múltiples facetas del ámbito económico con asuntos criminales. Las amenazas de descertificación o sanciones comerciales, las presiones internacionales por los derechos humanos, y la emigración de empresas por razones de seguridad han reorientado en Colombia el perfil óptimo del Ministro de Hacienda, y del dirigente gremial, hacia una persona que entienda de temas penales y de orden público tan bien como de aranceles o tasas de interés.
Los problemas económicos que enfrenta una sociedad como la colombiana, al interior de la cual la violencia, la amenaza y el recurso a las vías de hecho se han generalizado son enormes. Precipitadamente, los colombianos estamos aprendiendo esa lección. Hasta qué punto la disciplina económica ha contribuido en el país a mejorar el conocimiento que se tiene sobre las complejas relaciones entre el crimen, la violencia y el desarrollo es el tema de este ensayo. Se busca ofrecer la visión de un economista sobre la violencia colombiana reciente y argumentar que se trata del problema económico más grave que enfrentamos como sociedad. Se pretende además hacer un balance entre los aportes de la disciplina a la comprensión del fenómeno y sus más notorias limitaciones. Estas reflexiones, subjetivas, aparecen entrelazadas a lo largo del ensayo que, fuera de esta introducción y unas conclusiones, está dividido en tres secciones. En la primera se hace una síntesis de lo que se sabe sobre el impacto de la violencia colombiana. En la segunda se analizan los vacíos que existen en materia del diagnóstico de la violencia y se hace un inventario de las limitaciones teóricas y prácticas que presenta la disciplina económica para entender las causas de la violencia y el crimen en Colombia. En la tercera se hacen unas reflexiones sobre el papel que puede jugar la economía en el diseño y la evaluación de políticas públicas contra la violencia.
1 - EL IMPACTO DEL CRIMEN Y LA VIOLENCIA
Aunque ha hecho carrera en el país, la noción de costos de la violencia es bastante imprecisa. El concepto de costo que se utiliza no siempre corresponde a la definición económica del término. Además, el término violencia se refiere no sólo a los incidentes de agresión física entre personas sino, en general, a las actividades criminales.
Una vez hecha esta aclaración, el resumen del estado del debate en materia de impacto del crimen y la violencia en Colombia se puede dividir en cuatro grandes áreas. Está en primer lugar el problema de la dimensión, o por lo menos la descripción, de la violencia y de las actividades delictivas. Bajo el supuesto de que estos fenómenos son socialmente indeseables el señalar su magnitud, compararla con la de otras sociedades, o mostrar que ha crecido, lleva implícito el mensaje de que la sociedad está pagando un costo. Entra en segundo término el asunto, algo desatendido, de las secuelas del crimen sobre la distribución de la riqueza. Está en tercer lugar el análisis del impacto que la violencia tiene sobre la eficiencia productiva. Por último, se puede señalar el efecto sobre las instituciones.
1.1 - DIMENSION DE LA VIOLENCIA
Los antecedentes más lejanos del interés de los economistas colombianos por el crimen son los esfuerzos que hacia finales de la década de los setenta hicieron algunos macroeconomistas para tratar de medir la magnitud del narcotráfico. Esfuerzos en las mismas líneas se han seguido haciendo hasta la fecha. Vale la pena destacar, dentro de este conjunto de trabajos, las grandes diferencias en cuanto al tamaño que se ha estimado para esta actividad. También es recurrente en ellos la falta de un tratamiento integral de la industria, más allá de su efecto sobre las variables macroeconómicas. Está por último el hecho que, con contadas excepciones, los economistas han tratado siempre de minimizar la magnitud del fenómeno.
También orientado a llamar la atención sobre el tamaño de una actividad al margen de la ley está un conjunto reducido y reciente de investigaciones preocupadas por "las finanzas de la guerrilla". El objetivo primordial de estos esfuerzos, de clara estirpe económica, ha sido el de mostrar que la subversión es también una actividad muy lucrativa.
Otra categoría de trabajos interesados en la magnitud de la violencia y el crimen en Colombia son aquellos basados en el análisis de estadísticas sobre incidentes criminales. Entre estos, los que se han concentrado en la violencia homicida presentan como denominador común el deseo por llamar la atención sobre sus excepcionales niveles en el país. No les falta la razón: a partir de los años setenta la tasa de homicidios colombiana [1] empezó a crecer aceleradamente, alcanzando proporciones epidémicas a mediados de la década de los ochenta. En el término de veinte años se cuadruplicaron las muertes violentas por habitante para llegar a principios de los noventa a niveles sin parangón en las sociedades contemporáneas. En la primera mitad de la presente década, y sin que se sepa muy bien la razón, la tasa descendió continuamente para repuntar de nuevo en 1996.
Con la reciente agudización del conflicto han aparecido en el país síntomas de subregistro de los homicidios. Los relatos periodísticos sobre las masacres dejan la impresión de que, en algunas zonas, se está perdiendo la capacidad institucional para contar los muertos. Aún haciendo caso omiso de este problema, las tasas de homicidio colombianas parecen excesivas desde cualquier perspectiva. Son muy superiores a los actuales patrones internacionales, dentro de los cuales tasas similares se han observado únicamente en sociedades en guerra declarada. Países que en la actualidad se consideran agobiados por la violencia presentan tasas equivalentes a la quinta o la décima parte de la colombiana. La relación actual entre la tasa colombiana y la de algunos países europeos o asiáticos es superior a cuarenta a uno. Para encontrar en Europa tasas parecidas en tiempos de paz, y para ciertas localidades específicas, es necesario remontarse al siglo XV, antes de que se iniciara el largo proceso de pacificación de las costumbres y de cambio en la forma como se solucionaban los conflictos.
Así, los simples órdenes de magnitud de la violencia homicida en Colombia durante la última década dan luces sobre su naturaleza. Se trata de un país en guerra. Ninguna sociedad contemporánea, ni ninguna comunidad para la cual se disponga de registros históricos, presenta en tiempos de paz niveles semejantes de violencia.
Otra característica de la violencia homicida es su alta concentración regional. Los veinte municipios más violentos del país, en dónde reside menos del diez por ciento de la población dan cuenta de casi la tercera parte de las muertes violentas. En cincuenta localidades, con un poco más de la quinta parte de los habitantes, ocurren más de la mitad de los homicidios. Aún en las grandes ciudades, la mayoría de las muertes violentas se dan en unos pocos barrios.
El conocimiento que se tiene sobre la dimensión de la criminalidad, y sobre su evolución durante las últimas dos décadas, es más precario. Los estudios sistemáticos son pocos y recientes. Las limitaciones en materia de información son importantes y dependiendo de la fuente que se utilice cambian las conclusiones básicas.
De acuerdo con las encuestas a las víctimas, la evolución de la criminalidad en Colombia ha estado determinada por la de los delitos contra la propiedad, cuya incidencia aumentó entre 1985 y 1995. Por ciudades, las tasas de criminalidad presentan gran heterogeneidad tanto en número como en características.
Los registros de denuncias de la Policía muestran otra tendencia. Después de un aumento uniforme entre 1960 y la mitad de los setenta, de un corto estancamiento hasta el inicio de la década de los ochenta se observa un descenso continuo durante los últimos quince años. Así, las cifras que reporta la Policía Nacional y las de las encuestas son inconsistentes, en niveles y en tendencia. La explicación más razonable para esta incoherencia es la de un progresivo subregistro de las denuncias por parte de las autoridades, producto a su vez de deficiencias de la justicia penal.
Como gran tendencia de la criminalidad colombiana en la última década, esta sí independiente de la fuente de información, se debe destacar la reorientación de los delitos hacia aquellos con recurso a la violencia. Antiguamente en Colombia, como en la mayoría de las sociedades, se robaba, ahora se atraca.
En último conjunto de trabajos que pretende dimensionar la violencia lo constituye la geografía de los actores armados en Colombia. Estos esfuerzos también son recientes y en ellos la participación de los economistas es más limitada. Se encuentran estudios sobre esmeralderos, guerrilleros, paramilitares, milicias y bandas juveniles; testimonios e historias de vida; entrevistas con líderes guerrilleros, ex-guerrilleros o autobiografías de reinsertados, trabajos regionales, mapas con la presencia de organizaciones armadas en distintas regiones, pormenorizados recuentos de violencia extrema, etc .... La heterogeneidad de los trabajos en este campo es considerable y parece proporcional a la variedad de las manifestaciones de violencia que se dan en el país. Uno de los personajes más misteriosos, en perfil y en magnitud, sigue siendo el delincuente común.
Como gran contraste con el amplio número de trabajos estadísticos y descriptivos sobre la violencia homicida, la criminalidad y los actores violentos organizados, es limitado el conocimiento que se tiene sobre la violencia familiar y aún más precario aquel sobre la violencia interpersonal. Paradójicamente, una de las manifestaciones de la violencia que mayor atención ha recibido recientemente en materia de políticas públicas, la violencia rutinaria y de intolerancia, es a la vez una de las menos estudiadas y medidas. La única información disponible sobre la evolución de este tipo de violencia, las denuncias por lesiones personales, muestra una evolución decreciente desde principios de los ochenta.
1.2 - LAS SECUELAS REDISTRIBUTIVAS
Aunque el impacto más directo de la violencia y el crimen es de índole distributiva es sorprendente la escasa referencia que se hace en los trabajos realizados por economistas a esta dimensión del problema. De manera recíproca también es sorprendente, en los estudios sobre distribución del ingreso, la falta de referencias a la colosal redistribución de riqueza que se dio en el país en las últimas décadas como resultado de las actividades ilegales.
La estimación del monto anual de los recursos que se transfieren en Colombia por efecto del crimen es considerable, como también es importante la concentración de la riqueza ilegal en pocas manos. De acuerdo con lo que se rumora son las fortunas del narcotráfico o con los ingresos estimados para los grupos guerrilleros, el país habría sufrido un retroceso de varias décadas en materia de distribución. La propiedad rural también muestra una gran concentración. La última anotación sobre el impacto distributivo de la violencia es que los mayores efectos negativos se están dando sobre los segmentos más pobres de la población.
Como gran laguna dentro de los ejercicios orientados a estimar el monto de las transferencias ilegales de recursos está la corrupción estatal, fenómeno que se destaca por el abismo existente entre la preocupación que suscita y los esfuerzos por medirlo.
1.3 - LOS EFECTOS SOBRE LA EFICIENCIA
Otro gran componente del impacto del crimen tiene que ver con la forma como afecta la asignación de recursos. Dentro de esta categoría, un rubro importante lo constituyen los gastos que se hacen para prevenirlo, aliviarlo o controlarlo.
El análisis sistemático de la evolución del gasto militar y el de la rama judicial es todavía incipiente. Los trabajos en este campo son análisis clásicos de presupuesto, que buscan detectar tendencias y relaciones con ciertas variables agregadas. Actualmente el gasto público en seguridad y justicia se sitúa alrededor del cinco por ciento del producto, del cual un incremento de dos puntos se dio durante los años noventa.
Acerca de la efectividad de este gasto, los avances logrados en el país no van mucho más allá de haber logrado que analistas externos discutan sus niveles con las entidades que demandan los recursos. En este campo, parece haber una tendencia natural hacia las comparaciones con supuestos patrones internacionales de gasto, que no parecen muy adecuadas. Tanto la violencia como la magnitud del ataque al Estado son peculiares en Colombia. Otro comentario que surge con relación al gasto en seguridad es que los robos y atracos que sufren los hogares no han recibido tanta atención de las autoridades como otras áreas que estarían causando un menor daño social. Paradójicamente, el área que parece prioritaria, la lucha antinarcóticos, es aquella para la cual se tiene una idea más difusa sobre su impacto social y, además, la que los ciudadanos perciben como menos pertinente.
Para los servicios de vigilancia privada, la información es limitada. Existen datos sobre el personal dedicado a esa labor pero únicamente en las empresas legales y reguladas. Tales cifras muestran desde principios de los ochenta un incremento mayor que el del personal de la Policía. Sobre la evolución de otros grupos privados, informales o ilegales, de seguridad la información es prácticamente inexistente.
Se sabe que en los barrios populares de las grandes ciudades existe toda una gama de grupos armados, generalmente jóvenes, que cumplen funciones de vigilancia y justicia privadas. El impacto social de la privatización de la seguridad va más allá de las consideraciones de eficiencia y su cuantificación es en extremo compleja. La evidencia urbana sugiere que cuando la seguridad y la justicia privadas se generalizan y se atomizan se llega a una situación en la que la seguridad en un lugar es un factor de violencia en los lugares aledaños. El efecto se refuerza cuando los grupos mantienen vínculos con el crimen organizado y se consolida la aceptación social de quienes protegen una zona y delinquen en otras. El resultado es una progresiva organización y concentración de las actividades criminales, una reducción de la pequeña delincuencia y unos altos niveles de violencia homicida.
Sobre los montos que gastan los ciudadanos y las empresas en vigilancia, seguridad y reposición de los daños físicos causados por los delitos la información es fragmentaria. El total de este gasto se ha estimado en algo más de un punto del producto. Se destacan además patrones diferenciales, por niveles de ingreso, en cuanto a la tecnología utilizada por los hogares para su seguridad y en cuanto a la efectividad de ese gasto.
Otra dimensión del impacto del crimen y la violencia sobre la eficiencia tiene que ver con la destrucción o depreciación del capital humano. En los trabajos que han dado el controvertible paso de convertir a valores monetarios la pérdida de vidas se ha estimado entre el uno y el cuatro por ciento del producto el monto anual de lo que pierde el país en activos humanos por la violencia. La violencia ha tenido un considerable impacto sobre la situación demográfica colombiana. En la última década el fenómeno de los desplazados no sólo ha persistido sino que se ha agravado en el país.
Un capítulo adicional del impacto de la violencia sobre la eficiencia tiene que ver con la manera como esta afecta las decisiones de inversión en capital humano. La medición de los efectos sobre la educación y la capacitación, es todavía incipiente. Extrañamente, no ha sido esta un área que haya interesado a los economistas laborales o de la educación. Algunos trabajos estadísticos, y diversas historias de vida o testimonios, sugieren un efecto determinante de las organizaciones criminales sobre la delincuencia juvenil y sobre la utilización de armas de fuego. Otro efecto perceptible de la violencia sobre el capital humano en Colombia tiene que ver con las posibilidades de utilizarlo, o de adquirirlo, al afectar a los trabajadores, o a los estudiantes.
En lo que hace referencia al llamado capital social, algunos datos sugieren que una dimensión de la calidad del tejido social, su capacidad para rechazar la violencia, muestra deterioro y acomodo a los mayores niveles de conflicto. Además, los datos disponibles muestran que la participación en las Juntas de Acción Comunal, la organización de tipo civil más importante del país, es sensible a la violencia.
El primer economista colombiano en llamar la atención sobre los efectos de un ambiente violento sobre los procesos de inversión, producción e intercambio fue Jesús Antonio Bejarano, a finales de la década pasada. Varios trabajos econométricos realizados en el último par de años tienden a corroborar estas inquietudes y coinciden en que la violencia está afectando tanto la formación bruta de capital como el crecimiento de la productividad. Estudios orientados a explicar las diferencias de crecimiento entre países a nivel latinoamericano y en los cuales se incluye la tasa de homicidios como elemento explicativo tienden a confirmar estos resultados.
Lo que no se sabe todavía muy bien es la manera como, a nivel de las unidades productivas, se está dando ese efecto. La parte más obvia es a través de los recursos dedicados a la seguridad, que se distraen de usos más productivos. También se puede pensar en la reducción de algunos mercados. En particular, son frecuentes en Colombia las quejas de los empresarios nocturnos, del sector turístico y de los transportadores. En los testimonios de los habitantes de barrios populares es recurrente la idea de que cuando una zona se torna demasiado insegura los proveedores dejan de abastecer el comercio local, y los jóvenes de ese barrio quedan estigmatizados en el mercado laboral.
Un efecto indirecto que, por último, vale la pena mencionar es el que se podría estar dando por la vía de los llamados costos de transacción. En estas líneas, estudios de caso para el sector agrícola en la región de Urabá, plantean como efectos la desadministración, el ausentismo de los propietarios, la rotación de administradores con poca autoridad, el robo de insumos, la baja en la calidad, y la aversión al riesgo de los prestamistas.
1.4 - IMPACTO INSTITUCIONAL
En términos del impacto de la violencia sobre las instituciones, el área más estudiada en Colombia ha sido la de las presiones del narcotráfico sobre la justicia penal. La influencia de la guerrilla o de los grupos paramilitares sobre el sistema judicial ha recibido menor atención. Con información municipal, se ha analizado el efecto de la presencia de organizaciones armadas sobre distintos indicadores de desempeño de la justicia. El impacto más perceptible parece ser, paradójicamente, el de un desinterés del sistema penal por la violencia y una distorsión de las cifras de criminalidad.
Sobre la penetración de los "dineros calientes" en la actividad política el trabajo académico se ha quedado rezagado con relación a las abundantes referencias en los medios de comunicación. También es precario el conocimiento que se tiene sobre el impacto de la violencia en el medio educativo.
Otro elemento institucional tiene que ver con la evidencia sobre cómo la consolidación de la violencia y el crimen afectan negativamente la calidad de la información que se tiene sobre estos fenómenos.
En síntesis, se puede decir que la disciplina económica no sólo empezó tarde la tarea de analizar el impacto de la violencia colombiana sino que hasta ahora no ha ido mucho más allá de corroborar viejas preocupaciones de los ciudadanos y los empresarios. Los costos que no se han analizado, como la pérdida del monopolio de la fuerza, el impacto demográfico o el terror en algunos sectores, podrían ser los más significativos. Se sabe muy poco sobre las cosas que se dejaron de hacer, o los recursos productivos que emigraron, o los que nunca vinieron, por efecto de la violencia. No se sabe casi nada acerca del impacto de las amenazas y la intimidación sobre las decisiones, públicas y privadas.
De todas maneras, el impacto negativo de la violencia es tan importante y variado que no parece exagerado anotar que está poniendo en peligro la viabilidad de la economía colombiana. Se puede afirmar que la verdadera amenaza de los violentos a la estructura productiva se está dando más por los cimientos del sistema de intercambio que por los campos -accesorios en situación de guerra- que la economía ha estado acostumbrada a analizar.
Una de las consecuencias económicas graves de lo que está ocurriendo en Colombia puede ser que los agentes que toman las decisiones económicas tienen poca información sobre lo que realmente está ocurriendo y una muy mala idea sobre las verdaderas reglas del juego. Más grave aún parece ser la falta de claridad acerca de quien las está imponiendo.
2 - LAS CAUSAS DE LA VIOLENCIA
Una característica de la violencia es la de ser un área en dónde confluye el interés de profesiones muy disímiles. Se ha sugerido que la dedicación de una disciplina al estudio de ciertos fenómenos se determina por un proceso de competencia que depende del éxito que las otras disciplinas hayan tenido en responder las preguntas básicas alrededor de tales fenómenos. El gran abanico de profesiones actualmente interesadas por la violencia reflejaría entonces no sólo las limitaciones de los tratamientos tradicionales del problema sino un activo proceso de competencia por colonizar este campo.
El entendimiento actual de las causas de la violencia colombiana, bastante precario, muestra que esta competencia ha sido estéril. En el área de la etiología de la violencia -la comprensión de sus orígenes- los aportes de los economistas han sido modestos, como lo han sido, tomados aisladamente, los de cualquier otra disciplina. Parecería recomendable una nueva estrategia basada en la búsqueda de aproximaciones multidisciplinarias. En este contexto, más de cooperación que de competencia, en esta sección se ofrece una síntesis del estado del conocimiento sobre las causas de la violencia y se tratan de identificar tanto los alcances como las limitaciones de la disciplina económica para este diagnóstico.
2.1 - QUE SE SABE ?
La única expresión de la violencia para la cual se tiene una idea razonable sobre sus niveles actuales, que permite compararla con la de otras sociedades, o con la que se observaba en el pasado es la violencia homicida. Aunque para las conductas criminales diferentes del homicidio, como ya se señaló, hay síntomas de una incidencia creciente, el conocimiento que se tiene es limitado. Las distintas fuentes son contradictorias y datos confiables sobre lo que realmente ocurre sólo existen para las grandes urbes. En las ciudades intermedias, en los pequeños municipios y en el campo, sencillamente no se sabe que está pasando en materia de crimen. Para las demás manifestaciones de la violencia, como la agresión entre ciudadanos o el maltrato familiar, la evidencia es aún más débil. Los trabajos existentes son peculiares en el sentido que abundan en definiciones y referencias a la literatura extranjera pero son escasos en cifras sobre la incidencia del problema en Colombia. Algunos datos sugieren, en contra de lo que se cree, que la incidencia de este tipo de violencia sería inferior a la de hace dos o tres décadas y a la de buena parte de los países de América Latina en la actualidad.
Así, la única manifestación de la violencia colombiana sobre la cual se tiene información confiable en términos de magnitud, es precisamente aquella para la cual las explicaciones son más pobres. Por qué mueren violentamente tantos colombianos ? La respuesta satisfactoria a esta pregunta sigue siendo esquiva.
Los avances recientes en el diagnóstico han estado más orientados a desvirtuar ideas arraigadas que a proponer nuevas teorías. Son tres los elementos del discurso tradicional sobre la violencia colombiana que han sido cuestionados en los últimos años. El primero es el de las llamadas "causas objetivas" de la violencia. El segundo es el de la poca relación entre las altas tasas de homicidio y las actividades criminales o el conflicto armado y, por defecto, el postulado de que el grueso de la violencia es el resultado de problemas generalizados de agresión y riñas entre los ciudadanos. El tercero es el planteamiento de que las sanciones penales son inocuas para disuadir a los violentos.
La idea de que la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades son la principal causa de la violencia, que por varias décadas ha hecho parte de la sabiduría convencional colombiana, no concuerda con la evidencia disponible. A nivel agregado, la tasa de homicidios colombiana presenta una evolución contraria a la que cabría esperar de acuerdo con este tipo de explicación: un aumento sostenido cuando todos los indicadores sociales mostraban signos de mejoría y una reducción cuando aparecieron síntomas de deterioro en materia de pobreza y distribución del ingreso. Regionalmente, los datos tampoco corroboran la idea de una asociación entre la mala situación social y la violencia. Los indicadores de pobreza de un municipio son un muy mal predictor de sus tasas de homicidio. Los testimonios, los relatos y las historias de vida tampoco le dan crédito a la visión tradicional de la pobreza como causa de las agresiones fatales. No hay ninguna evidencia que muestre que la gran masa de colombianos desposeídos es particularmente propensa a las conductas violentas. Por otro lado, son frecuentes las alusiones a criminales con mejor acceso a los recursos, y al poder, que el del colombiano promedio. La pobreza no ha sido condición suficiente, ni necesaria, para que una región presente altos índices de muertes intencionales, o para que un individuo que la padezca se convierta en homicida.
Otro elemento del diagnóstico oficial sobre la violencia reciente, bastante insólito, es aquel según el cual en Colombia -una de las sociedades más asediada por organizaciones criminales, con cerca de cuatro décadas de conflicto armado- el grueso de los homicidios son el resultado de la intolerancia y las fallas en la convivencia ciudadana. Sin mayor respaldo empírico, se impuso la noción de que, en algún momento a finales de los años setenta, por razones que siguen siendo un misterio, el colombiano promedio se tornó más agresivo, más conflictivo, más intolerante y más propenso a andar armado. Los avances que se han hecho en la recopilación de lo que saben las víctimas de la violencia, la asociación entre la historia de la violencia y la de las organizaciones armadas, la superposición de la geografía de la guerra con la de los homicidios, la agudización y degradación del conflicto, los cada vez más frecuentes reportes de matanzas colectivas y el reciente “mandato ciudadano por la paz”, dirigido a un conjunto bien definido de actores violentos, han puesto en evidencia la precariedad de esta parte del diagnóstico. Toda la evidencia disponible señala que en Colombia son más numerosas las víctimas de la guerra o de las actividades criminales que las de las riñas o los conflictos mal resueltos.
La categorización de los homicidas colombianos en una de estas dos casillas idealizadas -el individuo marginado inducido a la violencia por la injusticia social o el ciudadano común que, irracional, emotivo, o bajo los efectos del alcohol, elimina a su oponente en una discusión trivial- han contribuido a desdibujar el eventual rol de la institución universalmente asociada con el control del crimen y la violencia: el sistema penal de justicia.
Los datos colombianos muestran, en las últimas dos décadas, una asociación negativa entre la tasa de homicidios y el desempeño de la justicia penal. El análisis regional de las estadísticas judiciales tiende a corroborar la idea de una relación inversa entre el accionar de los actores violentos organizados y la labor de los policías, los fiscales y los jueces. El ambiente de intimidación y amenazas que existe en el país alrededor de los procesos judiciales, desde las denuncias hasta los fallos, las modificaciones que bajo chantaje ha sufrido el régimen penal colombiano en las últimas dos décadas y la monumental batalla que se libró en contra de la extradición, constituyen síntomas de que los actores violentos sí le prestan atención al funcionamiento de la justicia penal, que las sanciones los incomodan y que, en últimas, podrían servir para modificar sus comportamientos.
En la actualidad, las únicas dos variables que contribuyen a explicar las diferencias municipales en los niveles de violencia son justamente la presencia de organizaciones armadas y el desempeño en las labores de investigación criminal.
Fuera de estos tres elementos que empiezan a ser desvirtuados con los datos son varios los rasgos de la violencia colombiana que revela la información disponible. Está en primer lugar la gran variedad de actores, que permite pensar en una amplia gama de motivaciones para las conductas violentas. La vieja y tajante distinción entre el delincuente político, el rebelde, y el delincuente común ha sido desbordada por el sinnúmero de organizaciones armadas que, con distintos fines, operan en Colombia. Para complicar aún más las cosas, es amplia la evidencia sobre lo difusas y cambiantes que pueden ser las motivaciones de los violentos. Los rebeldes se criminalizan, los defensores del orden se asocian con los criminales, las partes en conflicto manifiestan objetivos comunes o cambian de bando y los delincuentes se politizan. Casi todas las mutaciones y transformaciones han mostrado ser factibles. En esta confusión parece haber un denominador común: en forma independiente de sus objetivos iniciales, cualquier actor violento exitoso puede acumular enorme riqueza y poder; jugar en algún momento, dentro de su territorio, un papel político determinante y estar en capacidad de imponer tributos, administrar justicia y reclutar mercenarios para consolidar su influencia. En algún momento, además, adoptará el discurso que legitime su accionar: su motivación ha sido siempre la búsqueda de una sociedad más justa.
Esta dinámica, que se deduce de las historias de vida de los violentos más prominentes durante las últimas dos décadas, es consistente con los síntomas ya señalados de debilitamiento de la justicia, con la desinformación acerca de lo que realmente ocurre en las áreas de influencia de las organizaciones armadas y con el hecho, evidente en los datos, que la violencia genera en los lugares a dónde llega condiciones favorables a su reproducción. Por otro lado, sirve para dar alguna luz acerca de un interrogante básico sobre la violencia colombiana que sigue sin respuesta. La precariedad de la información disponible sobre los homicidas no ha permitido aún dilucidar si se trata de un fenómeno que es responsabilidad de muchos agresores, como lo pretende la visión extrema que le asigna un papel primordial a los problemas de intolerancia entre todos los ciudadanos, o si se trata, por el contrario, de un fenómeno ocasionado por unos pocos actores violentos, reincidentes, y con un gran poder. La monopolización de los mercados ilegales, un idea recurrente en la literatura sobre mafias y crimen organizado, es más consistente con la evidencia colombiana que la noción de una sociedad en la que el ciudadano promedio es un criminal. Bajo esta perspectiva los violentos colombianos serían muy pocos, y este conjunto se reduciría aún más si se tuvieran en cuenta tan sólo los más pertinentes, los autores intelectuales de los homicidios.
2.2 - LOS APORTES DE LA ECONOMIA
Más allá de la labor, aún inconclusa, de estimar los costos de la violencia, como aportes de la economía a la comprensión de la violencia en Colombia se deben destacar la orientación empírica de la disciplina, la búsqueda de nuevos cuerpos de teoría que den cuenta de lo que muestran los datos y, en particular, la formulación de modelos de comportamiento que permitan avanzar en la comprensión de los actores involucrados.
Una característica de los trabajos recientes sobre violencia, a la cual han contribuido tanto los economistas como los profesionales de la salud pública, ha sido el uso más intensivo de los datos y el progresivo abandono de los enfoques puramente deductivos. Esta reorientación es fructífera. Nada reemplaza el esfuerzo sistemático por observar la realidad, sobretodo en un área tan rodeada de prejuicios y de misterio como la violencia colombiana.
El simple análisis de los datos agregados sobre violencia ha puesto en evidencia las limitaciones del diagnóstico predominante. Fuera del altísimo nivel de las tasas de homicidio durante la última década y la alta concentración geográfica, que ya se destacaron, aparecen con insistencia: una gran incapacidad de la justicia penal para investigarlas; una creciente desinformación alrededor del fenómeno; síntomas de subregistro al nivel más básico de contabilidad de las muertes; señales de sesgos en la clasificación de las defunciones y evidencia en el sentido que el misterio y la desinformación son proporcionales a los niveles de la violencia.
Estas peculiaridades de la situación colombiana permiten desafiar la noción de una violencia esencialmente impulsiva y rutinaria. El abismo que existe, tanto en número como en características, entre la violencia que se contabiliza y la que llega a los juzgados no es consistente con la idea de una violencia que surge de hábitos y costumbres generalizados entre los ciudadanos. Como tampoco lo son los esfuerzos por ocultar los cadáveres, el afán por alterar la clasificación de las defunciones o el temor a denunciar o hacer públicas las causas de los homicidios. Detrás de la desinformación y la intimidación hay claros síntomas de intencionalidad y de profesionalización de la violencia.
Así, el enfoque económico ha contribuido a fortalecer la idea que detrás de los actos de violencia hay individuos que toman decisiones, que buscan unos fines, que obtienen algún tipo de beneficio y cuyo comportamiento es necesario entender. Se ha revaluado el rígido esquema deductivo, heredado de pensadores del siglo pasado, de unos actores colectivos cuyas acciones están completamente determinadas por el entorno socioeconómico.
2.3 - LAS LIMITACIONES DEL ENFOQUE ECONOMICO
Los avances logrados por la disciplina económica en el estudio de la violencia no implican que por esta vía se estén ofreciendo ya respuestas satisfactorias a los interrogantes básicos. Son varias, e importantes, las dificultades que enfrenta el enfoque económico para estudiar la violencia. Las limitaciones se pueden agrupar en cuatro grandes rubros. El primero tiene que ver con los datos: con la escasa atención que la mayor parte de la profesión le presta a los problemas de recolección, o evaluación de la calidad, de la información, y con la mala capacidad para utilizar evidencia distinta de la estadística. El segundo tiene que ver con lo difícil que ha sido para la disciplina modelar los procesos históricos, las actividades no competitivas con rendimientos crecientes y los fenómenos de localización espacial. El tercer rubro se refiere a lo inadecuados que resultan, cuando se analizan las conductas violentas, algunos de los supuestos básicos del modelo de comportamiento de los agentes racionales. El último rubro tiene que ver con el escaso interés que ha mostrado la disciplina por desarrollar una teoría del comportamiento que tenga en cuenta las diferencias de género.
A pesar del buen dominio de la disciplina económica sobre los métodos cuantitativos, y de su capacidad para formalizar y contrastar hipótesis, no puede dejar de señalarse su mala capacidad para la labor, más artesanal, de auscultar directamente la realidad, de recoger la información. El punto de la disponibilidad y calidad de los datos es crítico para el crimen y la violencia por la marcada tendencia hacia el no registro de los incidentes. Son pocas las relaciones sociales tan rodeadas de misterio intencional. Por otro lado, porque para las agencias de seguridad y justicia se presenta un conflicto de intereses ante esta labor: como las cifras se utilizan para evaluar el desempeño de estas agencias hay claros incentivos para la desinformación. La mala calidad de los datos colombianos confirma estos temores.
Ante la precariedad de las estadísticas oficiales sobre crimen y violencia y ante la aversión de los economistas por otros tipos de evidencia, como los testimonios o las historias de vida, no sorprende su limitado aporte a la descripción de la violencia, para no hablar del análisis de sus causas.
El segundo conjunto de dificultades tiene que ver con algunas peculiaridades de la teoría económica que restringen su capacidad para analizar la violencia. Se debe mencionar, por ejemplo, la naturaleza esencialmente ahistórica del enfoque. El énfasis en las decisiones hacia adelante -en el margen- tiende, de partida, a negar la importancia del pasado. La situación colombiana muestra que a cualquier nivel -personal, local, regional o nacional- hay detrás de la violencia una historia que se debe tener en cuenta, y que debe ser investigada. Inevitablemente, la adopción del enfoque económico distorsiona la visión de la violencia. Generaliza entre los ciudadanos, caricaturizados con un agente típico sin memoria, las conductas de unos pocos individuos, u organizaciones, con un denso historial. Otra particularidad de la teoría económica que dificulta su aproximación a la violencia es la debilidad del tratamiento de la dimensión espacial. Para cualquier observador de la violencia colombiana, la geografía del conflicto, la influencia regional de ciertos actores, los territorios, son asuntos esenciales. El problema de la localización de las actividades en el espacio, la geografía económica, es algo que está, por el contrario, casi ausente del cuerpo de la teoría económica moderna. Otra dificultad teórica que vale la pena destacar es la del apego de la economía al paradigma de la competencia entre empresas sin grandes economías de escala. Para los economistas, han sido particularmente difíciles de modelar las situaciones de competencia imperfecta o los procesos de monopolización de ciertas actividades, sobretodo cuando los límites a esta tendencia son territoriales. Esta es, precisamente, la situación más corriente en el área de las actividades criminales: la progresiva concentración de recursos y de poder en unos pocos agentes que controlan territorios.
El tercer gran capítulo de las limitaciones de la economía para el análisis de la violencia tiene que ver con varios de los supuestos básicos del modelo de escogencia racional. Uno de los supuestos más debatibles de dicho modelo es el de los gustos, o preferencias, estables y homogéneos entre individuos. La costumbre de los economistas de utilizar en sus análisis la figura de un agente típico representativo distorsiona el estudio de ciertas conductas cuya distribución entre la población no es uniforme. La situación de una comunidad asediada por unos pocos criminales sencillamente no puede modelarse suponiendo que esto equivale, en el agregado, a que todos los ciudadanos son un poquito criminales. En algunos trabajos económicos sobre crimen se mencionan de manera tangencial cuestiones como las propensiones a incumplir la ley, las barreras morales, o la aversión al riesgo. Tales características de los individuos se toman como un dato exógeno y, en el mejor de los casos, se suponen normalmente distribuidas entre la población. La evidencia sobre los actores violentos en Colombia sugiere, por el contrario, una marcada dicotomía: hay homicidas, parecen ser muy pocos, y el grueso de la población sencillamente no es homicida, ni hace en forma permanente evaluaciones costo-beneficio para serlo.
El supuesto de las preferencias estables se torna aún más precario cuando se tiene en cuenta lo que sugieren diversos testimonios, en el sentido de que la violencia presenta características de comportamiento adictivo. No todos los homicidios que comete un individuo son equivalentes en términos de las barreras morales que deben franquearse. Son recurrentes las referencias al hecho de que la experiencia del primer homicidio es crítica y es radicalmente distinta a la de los subsiguientes. Es, en muchos casos, la único que presenta serios obstáculos internos. En el mismo sentido apunta la evidencia sobre los ritos de iniciación a los que son sometidos los asesinos a sueldo de las organizaciones criminales. El reclutamiento tiene casi siempre como requisito el haber asesinado a una persona bajo el supuesto que los siguientes homicidios no presentarán mayores trabas.
Estrechamente vinculada con el punto anterior, está la circunstancia de la economía como disciplina que estudia decisiones cotidianas y repetitivas para las cuales es razonable suponer que los agentes desarrollan habilidades de previsión de las consecuencias de sus acciones y de cálculo de los beneficios y costos asociados con cada una de ellas. En forma opuesta a este escenario idealizado, las historias de vida sobre criminales en Colombia muestran que las conductas violentas no concuerdan bien con la idea de una evaluación permanente de situaciones que se repiten sino con decisiones críticas que se toman pocas veces en la vida -ingresar a la guerrilla, traficar con droga, matar a alguien- y que definen patrones de vida. En muchas de estas decisiones críticas parece haber un gran componente emotivo e irracional -como el ánimo de venganza, el deseo de cambiar la sociedad, la presión de los amigos- que tampoco encaja bien en la figura de un exhaustivo cálculo de costos y beneficios. No es accidental que haya en ellas un ímpetu de juventud, contrario a la idea de decisiones maduras y calculadas. Además, una vez tomada la decisión parece generarse una dinámica, basada en la presión de grupo, o en las amenazas, o en fuerzas psicológicas, que hace difícil dar marcha atrás y determina las conductas posteriores a tal decisión.
Otro de los supuestos del modelo económico que resulta debatible para el estudio de la violencia es el de las preferencias exógenas. Lo que muestran con fuerza los datos colombianos es que la violencia y el crimen tienen una enorme capacidad para generar condiciones favorables a su reproducción. En forma contraria a los postulados básicos de la teoría económica del crimen, que supone unos individuos con una propensión a las conductas delictivas independiente del entorno social, la evidencia sugiere que la decisión de convertirse en criminal es sensible al entorno, y no simplemente en términos de las restricciones legales que la sociedad impone sobre los individuos, sino a nivel de las normas sociales que tales individuos consideran legítimas, internalizan y por ende incorporan a sus preferencias. Por otro lado, la experiencia colombiana muestra cómo aún el sistema judicial puede tornarse endógeno y amoldarse a los intereses de los criminales más poderosos.
Dentro de los innumerables factores de riesgo asociados con el crimen y la violencia hay un elemento que aparece en muchísimos estudios, no sólo en Colombia sino en todo el mundo, y en todas las épocas: se trata de un asunto entre hombres, y más específicamente entre varones jóvenes. Los avances recientes en el estudio de la agresión en otras especies, que muestran también marcadas diferencias por sexo y por edades, apuntan en la misma dirección. Así, de las ciencias biológicas viene con fuerza el argumento de que ciertos comportamientos tienen un claro componente masculino y que la violencia puede no ser algo exclusivamente social o cultural. De acuerdo con esta visión, los genes, el cerebro y las hormonas deben tener algo que ver en el hecho que la gran mayoría de los crímenes violentos sean cometidos por hombres en edad temprana. La economía, como las demás ciencias sociales, no parece aún preparada para manejar las diferencias de género y, en general, los determinantes biológicos del comportamiento.
Como limitación adicional de los economistas para aproximarse a un fenómeno como la violencia colombiana está el incipiente desarrollo que aún se observa en la comprensión de las instituciones, las “reglas del juego”. Aunque los economistas se han interesado recientemente por estos temas y el volumen de literatura es ya considerable, el conocimiento acerca de cómo surgen y evolucionan las instituciones es todavía incipiente. Ni siquiera para una de las instituciones más importantes de la teoría económica, la empresa, se tiene claridad acerca de su manera de operar, o de la lógica de su existencia. Otra institución particularmente apreciada por los economistas, el mercado, continúa siendo una construcción teórica, más normativa que positiva, sin mayor sustancia. Si esta ignorancia se da para arreglos institucionales que están en el centro de las preocupaciones de la disciplina, sería ingenuo pretender actualmente aportes significativos de la economía sobre las instituciones relacionadas con la guerra, la protección de los derechos, los atentados la propiedad, el cumplimiento de la ley, o las agresiones físicas o las amenazas.
Ante su mala capacidad para modelar las instituciones, los economistas normalmente las ignoran adoptando implícitamente el supuesto de que la calidad institucional es uniforme a lo largo del tiempo, o entre regiones.
3 - ECONOMIA, VIOLENCIA Y POLITICAS PUBLICAS
Fuera de las limitaciones en los datos, y en las teorías para analizarlos, existen en el área de la violencia varios elementos que hacen compleja la relación entre el diagnóstico y el diseño de políticas y entre estas últimas y su puesta en marcha. A continuación se discuten algunas de las particularidades del enfoque económico que hacen difícil tanto los lineamientos como la ejecución de las políticas contra la violencia.
Un aspecto de particular interés es el de la relación del economista con el soberano. El primer punto que se debe destacar es la ingenuidad con que tradicionalmente el primero ha supuesto que se comporta el segundo. Las caricaturas del planificador o el dictador benevolente con infinita información, idoneidad, sapiencia y buenas intenciones están siempre implícitas en los trabajos de los economistas. En últimas, el gobierno sigue siendo para la economía una caja negra -tan carente de sustancia como la empresa o el mercado- a la cual le entra información y de la cual salen políticas públicas con las que supuestamente se está maximizando algo parecido a una función de bienestar social. La capacidad para comprender las instituciones gubernamentales es particularmente débil en un campo como el control de la violencia en Colombia, en dónde confluyen organismos y entidades -fuerzas armadas, rama judicial, ONGs, presiones internacionales- tan variados como disímiles en cuanto a sus objetivos y a sus formas de operación. Ni siquiera de la piedra angular de las políticas públicas para los economistas, la búsqueda de la eficiencia, se puede afirmar que tenga un lugar destacado en la agenda de preocupaciones de tales instituciones.
Las instancias de intervención gubernamental familiares al economista casi siempre constituyen lo que Ronald Coase ha denominado ejercicios de economía de tablero: se supone que toda la información necesaria para la toma de decisiones está disponible y el economista, en el tablero, hace todo bajo el supuesto de que en el mundo real todo sucederá de la misma manera. No parece necesario profundizar en lo inadecuado que resulta este escenario en áreas tan complejas en materia de ejecución como el orden público, la seguridad, el respeto de los derechos humanos, la prevención del delito o la investigación criminal.
Un punto crítico es el relacionado con la presunción del monopolio de la fuerza en cabeza del Estado. Cualquiera de las intervenciones que maneja la economía dan por descontado el poder coercitivo del Estado sobre todos los demás agentes. En situaciones extremas de violencia, como la colombiana, tal supuesto es en extremo dudoso. Así, la asesoría del economista al gobernante se complica, o se reduce al absurdo, cuando lo que se busca es quitarle recursos, o imponerle restricciones, a un agente sobre el cual no se tiene el suficiente poder coercitivo. La situación es aún más grave cuando se pierde claridad acerca de quien es el verdadero soberano.
A diferencia de otras áreas de la economía, o de la realidad social, en dónde la arquitectura de las políticas tiene a veces un gran valor agregado y el problema de la ejecución es relativamente simple, en el área del crimen y la violencia se da la situación contraria: resulta casi obvio saber qué se debe hacer y la gran dificultad radica en saber cómo hacerlo. Ante tal situación, los gobernantes, y los analistas, optan por extrañas alternativas, de fácil ejecución, que simplemente le hacen el quite al bulto del problema.
Desafortunadamente, las reservas en la capacidad del economista para asesorar al soberano en el diseño y ejecución de políticas contra la violencia, o en la búsqueda de la paz, no parecen exclusivas de esta disciplina. La falta de realismo en la visión de los gobernantes y la relación, que se supone automática, entre el diseño de las políticas y su satisfactoria ejecución, parecerían ser denominadores comunes a todas las ciencias sociales. Cada disciplina supone que existe el soberano que le gustaría que existiera y hace, desde el tablero, las recomendaciones que considera pertinentes. Es escasa la preocupación por la forma como tales acciones se llevarán a cabo. También es precario el esfuerzo que se hace por analizar con los eventuales ejecutores las posibilidades éxito de las políticas.
Un aspecto preocupante de las intervenciones que se han propuesto en Colombia en materia de violencia es que, en su mayoría, no han contado con el suficiente soporte empírico, o con una evaluación de su viabilidad. Se basan, por lo general, en las buenas intenciones.
Gran parte de las políticas recientes contra la violencia en Colombia han estado basadas en dos elementos contradictorios entre sí. Mientras que por un lado se afirma que el conflicto armado es responsable de un número reducido de muertes violentas y que, por defecto, el grueso de la violencia resulta de los problemas de convivencia entre ciudadanos, por el otro se recomienda, como gran prioridad para reducir la violencia, para encontrar la paz, la negociación con los grupos alzados en armas. El elemento de la violencia que ha sido ignorado tanto en términos de diagnóstico como de intervención es el de la criminalidad, fenómeno para el cual las recomendaciones no pasan de ser unos llamados genéricos a fortalecer la justicia o a la aplicación, también vaga y difusa, de medidas preventivas.
Para el conjunto de la literatura disponible en el país, parece haber una desafortunada relación inversa entre el aporte de los trabajos a la comprensión del problema de la violencia, su realismo, su contenido de información, por un lado, y las sugerencias de intervención por el otro. Los estudios que son ricos en evidencia, los que más se han aproximado a la observación directa son precisamente aquellos que reconocen la complejidad del problema, la precariedad del diagnóstico y por lo tanto son más tímidos en términos de recomendaciones de política. Por el contrario los trabajos más simplistas, los de naturaleza casi deductiva, son los más prolíficos en materia de posibles intervenciones.
No hay, dentro de los trabajos realizados hasta la fecha, ni siquiera dentro del creciente volumen de esfuerzos hechos por economistas, ninguno que presente una correspondencia entre la estimación de los costos sociales de la violencia y las prioridades de acción en materia de políticas.
ALGUNAS CONCLUSIONES
Por mucho tiempo en Colombia los problemas relativos a la violencia, a la seguridad ciudadana y al orden público se manejaron de manera casuística e intuitiva, por gobernantes y funcionarios con una orientación poco empírica y con un soporte débil de sistemas de información y procedimientos estadísticos. Las políticas públicas pertinentes se tomaron basadas en doctrinas, ideologías, percepciones de amenazas o en forma reactiva ante ciertos eventos, sin mayor conocimiento de la magnitud, o de las características, de los fenómenos hacia los cuales supuestamente iban dirigidas. Paralelamente, en el análisis académico de la violencia predominaron los enfoques deductivos, con pocos datos y con orientación marxista. En este ambiente, se fue consolidando en el país una distinción tajante entre la violencia política y el llamado delito común. La prioridad tanto a nivel de los estudios como de las intervenciones fue por mucho tiempo la violencia política.
La irrupción y consolidación del narcotráfico en el país tuvo varios efectos paralelos: un incremento sin precedentes en los niveles de violencia homicida, un debilitamiento de los aparatos de seguridad y justicia, una enorme inyección de recursos a la economía que desafiaba la idea de que se trataba de algo indeseable y, en medio de esto, un ambiente académico y unas políticas públicas que no estaban preparados para analizar, y menos para controlar, un fenómeno de tal magnitud.
Se podría decir que los análisis sobre el crimen y la violencia han ido siempre rezagados con relación a políticas públicas -intuitivas o reactivas pero rara vez bien informadas- y han estado orientados a rebatir, o a tratar de justificar ex-post, tales políticas. Así, en materia de violencia en Colombia, y en forma contraria a la situación de los libros de texto, las intervenciones no se han diseñado basadas en unos diagnósticos y la verificación de unas hipótesis sino que, por el contrario, las políticas públicas han determinado, por acuerdo o por reacción, los diagnósticos.
La ampliación de la gama de disciplinas interesadas por la violencia y, sobretodo, la incorporación de analistas con una mayor vocación por los datos han empezado a transformar la manera general de aproximarse al problema.
Desafortunadamente, las dificultades en términos del débil soporte empírico y analítico de las políticas persisten. Sorprende, por ejemplo, que una de las áreas de la violencia que en los últimos años ha recibido mayor atención en términos de intervención estatal, la violencia cotidiana y rutinaria entre los ciudadanos, sea el campo con mayores vacíos a nivel de análisis sistemáticos y esfuerzos de medición. El interés por los asuntos como el maltrato infantil, o la violencia contra la mujer, parece originarse más en el reconocimiento internacional que se le está dando a los derechos de estos grupos que en la incidencia real o la evolución de tales fenómenos.
El diseño de políticas contra la violencia continúa siendo un campo cargado de prejuicios políticos, ideológicos o profesionales. Los analistas que proponen intervenciones tienen una lista de recetas, que es previsible con base en su profesión y su vinculación política, que reciclan en todos sus escritos y que en buena parte de los casos no guarda relación con los estudios disponibles. Hay una tendencia natural a proponer intervenciones en las áreas de acción pública en las cuales se tiene experiencia previa e ignorar las instituciones universalmente relacionadas con el crimen y la violencia, cuyo funcionamiento se conoce muy mal.
Ante la precariedad de los sistemas de información y la carencia de teoría, se ha buscado sofisticación en algunos aspectos que no parecen ser los más prioritarios. Tal podría ser el caso de los esfuerzos por cuantificar los costos del crimen y la violencia. Para muchos fenómenos económicos o sociales -como la inflación, el desempleo, la salud pública, o la abstención electoral- se ha seguido la vía, que parece razonable, de tratar de medirlos satisfactoriamente antes de tratar de estimar sus costos. Para la violencia daría la impresión que parece más urgente lo segundo que lo primero. Como si el problema de conocer su magnitud ya estuviera resuelto. En este sentido, vale la pena comparar los recursos que se invierten actualmente en hacerle seguimiento a los precios, o en medir el desempleo, o en elaborar las cuentas nacionales, con las reducidas sumas que se dedican a establecer la dimensión del crimen o la violencia. Lo anterior a pesar de que, de acuerdo con las encuestas de opinión, los problemas de inseguridad estarían afectando el bienestar de los ciudadanos tanto o más que algunas variables económicas que se miden con mayor precisión y regularidad.
Son varias las sugerencias que, desde el tablero, se pueden hacer a partir de los elementos destacados en este ensayo. La primera tiene que ver con lo inconveniente de la pretensión de analizar el crimen y la violencia, o tratar de intervenirlo, a nivel nacional y general, con base en teorías globales sobre causas de la violencia o estimativos agregados de sus costos. Esa vía presenta dificultades conceptuales y operacionales prácticamente insuperables. La evidencia para Colombia muestra una enorme variedad tanto en términos de las características de la violencia como de sus efectos, entre regiones y entre grupos de la población. Lo que esto sugiere es la conveniencia de darle prioridad a los diagnósticos e intervenciones muy focalizados.
La segunda sugerencia se orienta a la necesidad de superar los prejuicios que todavía subsisten y contaminan tanto los análisis de la violencia en Colombia como la discusión y puesta en marcha de las respectivas políticas. Es difícil imaginar un área de la acción pública en la cual se presente un mayor desfase entre el diagnóstico, el diseño y la ejecución de intervenciones. O en la cual la comunicación entre los analistas y los operadores sea más precaria.
Desde el punto de vista de las causas del fenómeno la recomendación que surge con mayor fuerza es la de mejorar la base de información en todos los niveles. Parecería conveniente moverse en la dirección de consolidar, tecnificar y profesionalizar un sistema estadístico sobre crimen y violencia. En esas líneas, es conveniente descargar a los organismos de seguridad y justicia de su responsabilidad de registro de los incidentes criminales para transferirla a una instancia más técnica y, sobretodo, ajena a los procesos judiciales, a la evaluación del desempeño de tales organismos, y al conflicto. Son evidentes en las cifras las interferencias perversas que se están dando en la actualidad entre las labores estadísticas y la responsabilidad judicial de aclarar los crímenes y capturar a los agresores o el interés por alguna de las salidas al conflicto. En forma independiente de los procesos judiciales se debe ampliar la evidencia sobre los delitos, los ataques personales, las víctimas, las circunstancias que rodean los incidentes y, sobretodo, sobre los agresores y las partes en conflicto. Los colombianos tienen valiosa información sobre el crimen y la violencia, pero no la transmiten a las autoridades, entre otros factores, por los altos costos que implica la judicialización de los incidentes.
Con relación a esta base de información, también parece pertinente avanzar en las líneas de combinar los distintos tipos de evidencia en los cuales está entrenada o especializada cada disciplina. El diagnóstico debe partir de testimonios, estudios de caso e historias de vida pero no puede quedarse en esa etapa. Las intuiciones deben ser soportadas con la estadística, y con algo de teoría. El enfoque multidisciplinario que impone esta mezcla de metodologías sólo podrá tener éxito si cada disciplina abandona sus prejuicios y está dispuesta a discutir la pertinencia de sus teorías y de sus herramientas de trabajo.
REFERENCIAS
La literatura colombiana sobre violencia es ya tan copiosa que no existe un obra que ofrezca una visión global de los trabajos que se han hecho. Un catálogo bibliográfico para el período 1980-1998 ha sido publicado recientemente por FESCOL, CEREC y la Cámara Colombiana del Libro.
Para la descripción de la criminalidad urbana vale la pena referirse a los informes, publicados por el DANE o el Ministerio de Justicia, de las encuestas de victimización.
Sobre violencia no criminal los trabajos más completos, casi los únicos, son los de Klevens. Para ciertas regiones los de Jimeno y Roldán. Sobre costos de la violencia se pueden consultar los trabajos de Bejarano[1988,1998], Rubio [1995,1997] y Trujillo y Badel [1998]. Una revisión crítica de la literatura colombiana sobre costos de la violencia se encuentra en Rubio [1998] de dónde se tomó buena parte de la primera sección de este ensayo. Sobre la geografía de los actores armados ver, entre otros, los distintos documentos de trabajo de PAZ PUBLICA. El esfuerzo más exhaustivo de algún economista colombiano para entender las causas de la violencia homicida es el trabajo de Gaitán [1994].
El estado del arte en materia de la llamada teoría económica del crimen se encuentra en Ehrlich [1996], aun cuando la referencia clásica sigue siendo Becker [1968]. Un trabajo que refleja bien la euforia de los economistas en materia de su capacidad para asesorar al soberano en materia de políticas contra el crimen, y algo de su prepotencia, se encuentra en DiIulio [1996].
Becker G (1968) "Crime and Punishment : An Economic Approach" Journal of Political Economy
Bejarano, Jesús Antonio (1988). "Efectos de la violencia en la producción agropecuaria", Coyuntura Económica, Vol XVIII, Septiembre.
Bejarano, Jesús Antonio, Camilo Echandía, Rodolfo Escobedo y Enrique León Queruz (1998). Colombia: Inseguridad, Violencia y Desempeño Económico en las Áreas Rurales. Bogotá: FONADE, Universidad Externado de Colombia.
DiIulio Jr, John J (1996) "Help Wanted : Economists, Crime and Public Policy" en Journal of Economic Perspectives Vol 10 No 1
Erlich Isaac (1996) "Crime, Punishment, and the Market for Offenses" en Journal of Economic Perspectives Vol 10 No 1
FESCOL-CEREC-CCL (1998). Libro, convivencia y paz. Catálogo Bibliográfico 1980-1998. Bogotá
Jimeno Myriam e Ismael Roldán (1996). Las sombras arbitrarias. Violencia y autoridad en Colombia. Bogotá: Editorial Universidad Nacional.
___________________________ (1998). Violencia cotidiana en la sociedad rural. Bogotá: Fondo de Publicaciones Universidad Sergio Arboleda.
Klevens, Joanne (1997) "Lesiones de causa externa, factores de riesgo y medidas de prevención", Bogotá: Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses.
______________ (1997a). "Maltrato físico al menor. Factores de riesgo y medidas de prevención", Bogotá: Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses.
______________ (1998). "Violencia contra la mujer. Factores de riesgo y medidas de prevención". Bogotá: CEJ. Serie Criterios de Justicia.
Rubio, Mauricio (1995) "Crimen y Crecimiento en Colombia", Coyuntura Económica Vol XXV Nº 1
_____________(1997). "Los Costos de la Violencia en Colombia". Documento CEDE 97-07, Bogotá
_____________ (1998) “Costos de la violencia en Colombia. Estado actual del debate”. Informe presentado al Banco Mundial. Mimeo. Bogotá
Trujillo, Edgar y Martha Badel (1998). "Los costos económicos de la criminalidad y la violencia en Colombia: 1991-1996". Documento No 76, Archivos de Macroeconomía, Bogotá: DNP.