La justicia en una sociedad violenta


Los agentes armados y la justicia penal en Colombia
Documento de Trabajo Nº 5
PAZ PUBLICA
Programa de Estudios sobre Seguridad, Justicia y Violencia

Por:  Mauricio Rubio*

AGOSTO DE 1997
INTRODUCCION
 
Una de las preocupaciones de la teoría económica del crimen [1] ha sido el efecto de la justicia penal sobre las actividades delictivas. Se ha postulado que la probabilidad de ser capturado, y la de ser sancionado, son factores que afectan las decisiones de los criminales. Se ha dado por descontado que estas son variables  sobre las cuales el estado, perfectamente informado acerca de la realidad criminal, mantiene el control. Las teorías criminológicas son menos unánimes en cuanto a la efectividad del sistema penal sobre los comportamientos delictivos, pero aún las más escépticas suponen cierto grado de autonomía de la justicia penal [2]. En ambos casos, se ha ignorado el efecto que las organizaciones criminales pueden tener sobre el desempeño del sistema judicial. Tal es el tema de este trabajo, con la cual se pretende argumentar, con referencia al caso Colombiano, que la violencia, y en particular la ejercida por organizaciones armadas, puede constituírse en un obstáculo a la adecuada administración de justicia penal en una sociedad.
En la primera parte, muy breve, se rescatan los elementos de la literatura económica que sirven para enmarcar conceptualmente la noción de  endogeneidad del sistema penal de justicia.  En la segunda se trata de argumentar que en Colombia, en forma contraria al diagnóstico tradicional, si parece haber una relación estrecha entre violencia homicida y presencia de agentes armados. En la tercera se hace referencia a la evidencia disponible  acerca del efecto de la violencia, y las amenazas ejercidas por los grupos armados sobre las distintas etapas de los procesos penales. Con información a nivel de los municipios colombianos, se busca rastrear el impacto que tienen los grupos armados y se sugiere que este se inicia con alteraciones en la disponibilidad y la calidad de la información  acerca de la violencia.

EL SURGIMIENTO DE PARAESTADOS

Existe dentro de la llamada "nueva economía política" [3],  relativo consenso  alrededor de la idea que, desde un punto de vista económico, el rol fundamental del estado, el pre-requisito de la producción y el intercambio,  tiene que ver con la provisión, muy ligada a la administración de justicia, de dos bienes públicos : (1) la definición y protección de los derechos de  propiedad y (2) el hacer cumplir los contratos entre particulares. Para analizar la esencia del tránsito de una situación de anarquía "hobbesiana", de una sociedad sin estado, a lo que  se ha denominado un estado mínimo se han elaborado modelos sencillos, basados en teoría de juegos [4]. Una de las predicciones de estos modelos -derivada de la observación de su ineficiencia- es que la anarquía es una situación transitoria. Cuando un estado no cumple con sus funciones coercitivas básicas, por falta de presencia en un territorio, o en un mercado ilegal, surgen espontáneamente instituciones paraestatales que lo reemplazan [5]. Algunos de los paraestados quedan limitados a una escala familiar, o a pequeños grupos que ofrecen la estructura de autoridad necesaria para establecer algunas reglas básicas de interacción y para dirimir conflictos. Existe sinembargo la posibilidad de que entre estos paraestados aparezcan organizaciones privadas, o mafias, con el poder suficiente para imponer sobre regiones o segmentos de la sociedad sus propias reglas del juego y sus  mecanismos, generalmente violentos, para hacerlas cumplir. 
El control que logran las mafias sobre un territorio, o un mercado, se alcanza mediante el uso sistemático de la fuerza. Es la violencia, y posteriormente la amenaza y la intimidación, lo que permite controlar militarmente una zona, solucionar conflictos, ampliar mercados, capturar rentas, imponer tributos y, sobretodo, modificar las reglas del juego imperantes.
Así, una de las principales características de la violencia asociada con agentes armados organizados, es su capacidad para generar condiciones favorables a su reproducción. Conceptualmente, la dinámica es relativamente simple y se enmarca bien dentro del esquema propuesto por North (1990) del "sendero institucional" bajo el cual las organizaciones exitosas de una sociedad moldean las instituciones a su acomodo para ser cada vez más poderosas.
A nivel más aplicado, el análisis sistemático de las mafias, de como operan y de sus interacciones con el sector público, y en particular con los aparatos de seguridad y justicia apenas se inicia [6]. Hay tres puntos de esta literatura que vale la pena rescatar para aproximarse al análisis del desempeño de un sistema judicial ante grupos armados poderosos.
El primero, que ya se mencionó, tiene que ver con la tendencia de las organizaciones violentas a controlar territorios, geográficos o funcionales, y reemplazar parcialmente al estado, como administrador de justicia, en sus labores coercitivas y de resolución de conflictos. El segundo punto está relacionado con el hecho que las mafias se especializan en ofrecer servicios de protección -contra terceros, contra ellas mismas o contra las consecuencias de incumplir las leyes- [7]. Se ha señalado que esta protección se lleva a cabo mediante la coordinación y la centralización de las actividades de corrupción. El último punto tiene que ver con el reconocimiento que los principales insumos del negocio de la venta privada de protección son la violencia y la manipulación de la información [8].

VIOLENCIA Y GRUPOS ARMADOS EN COLOMBIA

Extrañamente en Colombia se ha aceptado en los últimos años la noción de que los diversos actores armados que operan en el país son responsables de un porcentaje muy bajo de los homicidios y que el grueso de la violencia sería accidental y estaría determinada por asuntos como las riñas o los problemas de alcohol y de convivencia. Esta idea, derivada en buena parte del  diagnóstico  realizado por los llamados "violentólogos" [9] a finales de los ochentas  ha tenido una gran influencia sobre las políticas contra la violencia adoptadas durante la última década [10] en las cuales brilla por su ausencia el eventual papel de la justicia penal en el control de la violencia.
En la actualidad parece cada vez más claro que este diagnóstico fué benigno en cuanto a la contribución del conflicto armado y del narcotráfico al número de muertes violentas. La evidencia reciente [11], la incongruencia conceptual entre la idea de una violencia fortuita y la fortaleza de las organizaciones armadas colombianas y el limitado alcance de las políticas inspiradas en ese diagnóstico hacen indispensable un replanteamiento del mismo. Los elementos, fragmentarios e incompletos, que se ofrecen a continuación están entonces orientados a desafiar esa noción tan arraigada que en una de las principales sedes mundiales de la industria de la droga y en medio de uno de los más prolongados conflictos armados -en la actualidad una verdadera guerra civil- la mayoría de las muertes violentas son un asunto de alcohol, de riñas juveniles y de intolerancia. Se pretende mostrar que esa noción no sólo es extraña y contraria a las teorías corrientes sino que, además, riñe con la poca evidencia disponible.
En la actualidad lo único que se sabe con certeza en Colombia es que existe una gran ignorancia alrededor de un alto porcentaje de las muertes violentas que ocurren en el país y que, además, el misterio alrededor de los homicidios está directamente relacionado tanto con la intensidad de la violencia como con la presencia de agentes armados [12]. Ante una situación tan precaria en materia de información, parece conveniente recurrir a una mayor consistencia conceptual, y a una verificación más precisa de las teorías con la evidencia disponible, para avanzar en el diagnóstico.
Thoumi (1994) ha señalado que la violencia es uno de los principales insumos de  las actividades relacionadas con las drogas, por cuatro razones : (1) es el elemento básico en la resolución de conflictos y se usa como garantía para el cumplimiento de los acuerdos, (2) se utiliza como barrera a la entrada de eventuales competidores, (3) es un mecanismo de protección de la propiedad obtenida ilegalmente y (4) se puede usar contra las autoridades para alterar las reglas del juego.  La incapacidad institucional colombiana para controlar la violencia pudo contribuír al surgimiento del narcotráfico en el país. La presión posterior que esta actividad, mediante amenazas y corrupción, impuso progresivamente sobre los sistemas de seguridad y justicia debilitó aún más las posibilidades del estado colombiano para controlar la violencia. Así, en un ilustrativo ejemplo de "captura" de las instituciones por organizaciones exitosas, se facilitó la consolidación del crimen organizado en el país.
Acerca del fortalecimiento de la  guerrilla, o de los grupos paramilitares, en Colombia se puede pensar en una dinámica muy similar. Los mismos argumentos señalados  para considerar la violencia como un importante insumo del narcotráfico se pueden utilizar para postular la existencia de una estrecha relación entre la violencia y la actividad guerrillera o paramilitar.
La asociación entre violencia y presencia de grupos armados se puede captar en Colombia por varias vías. En primer lugar, trabajos recientes [13] señalan una correspondencia geográfica entre la influencia de estos grupos y las tasas de homicidio a nivel municipal. En los últimos años la principal expansión de los grupos armados se ha dado en las localidades cafeteras del centro del país y en las zonas de colonización de frontera, el piedemeonte llanero, favorables a los cultivos ilegales. Ambas regiones, presentan altos índices de violencia.  En segundo término, los municipios más violentos del país se distinguen del resto por una mayor presencia de agentes armados [14]. Así, el 93% de los homicidios registrados en Colombia en 1995 ocurrieron en municipios en dónde se ha detectado la presencia de alguno de los principales grupos armados, más de las tres cuartas partes de las muertes intencionales ocurrieron en localidades en dónde confluyen dos o tres de estos agentes y únicamente el 12% de la muertes violentas sucedieron en sitios libres de la influencia de la guerrilla. En los 382 municipios colombianos ajenos a la influencia de grupos armados, con 4.8 millones de habitantes, se presentaron en 1995 un total de 1891 muertes violentas intencionales. Así, con una tasa de homicidios de 39 homicidios por cien mil habitantes, este subconjunto de Colombia se asimila más, en términos de violencia,  a los demás países latinoamericanos.
La correspondencia a nivel local entre violencia e influencia de grupos armados puede explicarse de dos maneras : o bien se trata de municipios dónde la falta de un estado que garantizara el orden permitió la consolidación de conductas ilegales, o bien se ha dado un desplazamiento violento de las estructuras estatales existentes. En ambos casos se puede concebir el surgimiento de un  paraestado que entra a suministrar los bienes públicos básicos : establecer nuevos derechos de propiedad y administrar justicia. Para cumplir esta tarea se necesita, obviamente, de una base impositiva. Los conocedores de la dinámica de la guerrilla, los paramilitares y otros grupos armados en el país, coinciden, a grandes rasgos, con la descripción de este escenario [15].
El argumento que se quiere ofrecer acerca de los vínculos entre la violencia y los grupos armados no equivale a decir, ni mucho menos, que la totalidad de los homicidios se pueden adjudicar a dichos grupos. Lo que se pretende es resaltar la importancia que tienen estos agentes como catalizadores y promotores del recurso a la violencia. Se puede pensar en tres tipos de influencia : (1) como "role models" mostrando el éxito, económico y político, que se puede obtener a través de las armas, (2) por el debilitamiento de los organismos de seguridad y del sistema judicial y (3) por la difusión de la tecnología de la guerra. Antes de entrar a analizar en mayor detalle el efecto sobre la justicia penal vale la pena detenerse en la evidencia disponible acerca de la asociación entre la presencia de grupos armados y la tecnología utilizada para los homicidios [16], que ha sido reconocido como un factor  asociado con la violencia. A pesar de la alta correlación que regionalmente se observa entre los homicidios con tecnologías primitivas y los cometidos con arma de fuego, la participación de estos últimos en el total muestra importantes variaciones por municipios [17]. Estas diferencias son difíciles de explicar con los distintos indicadores socioeconómicos disponibles [18]. Por el contrario, la presencia de grupos armados en un lugar, sí contribuye a la explicación de la técnica predominante para cometer los homicidios [19]. Por otro lado, la escasa información disponible sobre posesión de armas de fuego  es consistente con un escenario en el cual, en los lugares violentos, unos pocos agentes, mejor armados que el resto de la población, hacen uso repetido de sus armas [20].

LA JUSTICIA PENAL COLOMBIANA ANTE LA VIOLENCIA

Para Colombia la presión de los grupos violentos sobre el sistema judicial durante las dos últimas décadas se puede empezar a corroborar con la simple lectura de prensa [21]. Ya en 1987, cuando 53 funcionarios judiciales habían sido asesinados [22], una encuesta realizada entre jueces señalaba su preocupación  por "la inseguridad para los miembros de la rama" [23]. El 25.4% de los encuestados manifestaba que ellos o sus familias habían sido amenazados por razón de sus funciones. Posteriormente las amenazas y asesinatos continuaron [24]. Aún después de la época más dura de la guerra contra el narcotráfico los jueces se han visto más afectados por la violencia que el resto de los ciudadanos, inclusive de aquellos que residen en las zonas más violentas del país, o del personal de las fuerzas armadas [25]. Los jueces, a diferencia del resto de la población -que teme antetodo los atracos- se sienten más inseguros, y consideran más probable la ocurrencia, de incidentes como el homicidio o el secuestro [26]. En forma consecuente, los jueces como grupo social están más armados que el resto de la población [27].
Paralelamente parece prudente no ignorar la cadena de coincidencias que, en la última década, se han dado entre incidentes promovidos por los grupos armados y las modificaciones al régimen penal colombiano [28].
Con las cifras judiciales agregadas a nivel nacional se puede identificar una asociación negativa entre la violencia, medida por la tasa de homicidios, los grupos armados y varios de los indicadores de desempeño de la justicia penal. En las últimas dos décadas, la tasa de homicidios colombiana se multiplicó por más de cuatro. En forma paralela, se incrementó la influencia de las principales organizaciones armadas. En el mismo lapso, la capacidad del sistema penal para investigar los homicidios  se redujo a la quinta parte [29]. La proporción de homicidios que conducen a un juicio, que en los sesentas alcanzó a superar el 35% es en la actualidad inferior al 6%. Mientras que en 1975 por cada cien homicidios el sistema penal capturaba más de 60 sindicados, para 1994 ese porcentaje se había reducido al 20%. Las condenas por homicidio, que en los sesentas alcanzaban el 11% de los homicidios cometidos no pasan del 4% en la actualidad.
Estas asociaciones permiten dos lecturas. La tradicional sería que el mal desempeño de la justicia ha incentivado en Colombia los comportamientos violentos. En el otro sentido, se puede argumentar que uno de los factores que contribuyeron a la parálisis de la justicia penal colombiana fué, precisamente, la violencia y en particular la ejercida por los grupos armados.
Una particularidad de la justicia penal colombiana, que ha sido sugerida como explicación de su actual incapacidad para aclarar los homicidios [30], es la relacionada con su progresiva "banalización" : la tendencia a ocuparse de los delitos inocuos y fáciles de resolver en detrimento de los más graves, los difíciles de investigar y aclarar. Un análisis preliminar hecho a un conjunto de sentencias judiciales por homicidio tiende a corroborar la idea de que los pocos casos de violencia que se juzgan son de una naturaleza diferente, y menos grave que el grueso de los homicidios que se cometen [31]
En forma informal desde los setentas y con la oficialización del vicio en el procedimiento a finales de los ochentas [32], la investigación de los incidentes penales en Colombia se limitó a aquellos con "sindicado conocido" o sea a los delitos prácticamente resueltos desde la denuncia por parte de las víctimas. Sin duda, esta peculiaridad no sólo ha  condicionado las relaciones de los colombianos con su justicia penal -puesto que  dejan de acudir a ella cuando no conocen las circunstancias o los autores de los crímenes- sino que ha beneficiado a los criminales profesionales, aquellos con mayor capacidad para no dejar rastro de sus actuaciones, o para amenazar a los denunciantes. Por esta vía se ha fortalecido en Colombia el círculo vicioso entre desinformación e impunidad, recurrente en la literatura sobre mafias.      
Los datos de las encuestas de victimización disponibles en el país también son útiles para analizar, partiendo de las reacciones de las víctimas ante los hechos violentos, las complejas interrelaciones que existen en Colombia entre la violencia y la justicia penal. Muestran como, desde la base, las actitudes y respuestas de los ciudadanos están contaminadas tanto por las deficiencias de la justicia penal, como por un ambiente de violencia e intimidación [33].
La sociedad colombiana se caracteriza no sólo por los altos niveles de violencia, sino por el hecho que los ciudadanos no cuentan con sus autoridades para buscar soluciones a los incidentes criminales. Aún para un asunto tan grave como el homicidio, de acuerdo con la encuesta realizada en 1991, más de la mitad de los hogares que habían sido víctimas manifestaron no haber hecho nada y únicamente el 38% reportó haber puesto la respectiva denuncia [34].
Dentro de las razones aducidas por los hogares colombianos para no denunciar los delitos vale la pena resaltar la importancia de dos. La primera, peculiar y persistente en las tres encuestas de victimización, es la de la "falta de pruebas", que es sintomática de la forma como el sistema penal colombiano ha ido delegando en los ciudadanos la responsabilidad de aclarar los crímenes [35]. La segunda es la del "temor a las represalias" que entre la encuesta de 1985 y la de 1991 duplicó su participación en el conjunto de motivaciones de los hogares para no denunciar. Como cabría esperar, la incidencia de este factor ha seguido de cerca la evolución de la tasa de homicidios en el país. Para la encuesta realizada en 1995 [36] el "temor a las represalias" aparece como un factor con buen poder explicativo sobre la proporción de delitos que se denuncian [37]. Por otro lado, el temor a las represalias como razón para no denunciar es más importante en las ciudades con mayores niveles de violencia homicida. Aparece entonces, para las ciudades colombianas, una asociación  negativa entre la violencia y la disposición de los hogares a poner en conocimiento de la justicia la ocurrencia de hechos delictivos. La decisión de denunciar la comisión de un delito también se ve afectada por otros factores. En particular depende de si se conoce o no a los infractores, presentándose una proporción tres veces superior en el primer caso. Esta cifra corrobora la idea de que los colombianos acuden más al sistema judicial cuando los delitos no requieren de un mayor esfuerzo investigativo para aclararlos.
La información más reciente muestra las mismas tendencias. En las zonas más violentas, en dónde los ataques criminales son más graves y las víctimas estiman mayores los daños causados por los incidentes, el conocimiento acerca de los infractores y las circunstancias es menor, la tendencia a acudir  a las autoridades también es menor y el temor a las represalias como razón para no hacerlo es mayor [38].
Del análisis de la información a nivel municipal para 1995, el primer punto que vale la pena destacar es que la presencia de agentes armados en los municipios afecta negativamente la calidad de la información sobre violencia homicida. Un indicador elemental de calidad de las estadísticas sobre muertes violentas se puede construír con base en las diferencias que se observan entre las distintas fuentes. Para una fracción importante de los municipios colombianos, más del 25%, se observa un "faltante" en las cifras judiciales : los homicidios registrados por Medicina Legal, o por la Policía Nacional, superan la cifra del total de atentados contra la vida reportada por el sistema judicial. La probabilidad de ocurrencia de este fenómeno, que podría llamarse la "violencia no judicializada" (VNJ) [39] se incrementa en forma significativa con la presencia de guerrilla, narcotráfico o grupos paramilitares en los municipios [40]. Es interesante observar cómo para el conjunto de municipios que presentan VNJ aún la calidad de las cifras de medicina legal parece deteriorarse [41].
Por otro lado, la información disponible muestra que las estadísticas judiciales, desde su base de denuncias, son sensibles a la VNJ. En los municipios dónde se presenta este fenómeno, por lo general lugares violentos, se observa que las denuncias por habitante, en todos los títulos del código, son en promedio inferiores a las de los municipios en dónde las cifras judiciales son consistentes con las de las otras fuentes [42].
La asociación que se observa entre la VNJ, la presencia de agentes armados y los bajos niveles de denuncias se puede explicar de varias maneras que reflejan, todas, deficiencias en el funcionamiento de la justicia penal. Estas explicaciones son consistentes con un escenario bajo el cual los agentes armados, las mafias, venden servicios privados de protección, o de justicia.
Se puede pensar que el mismo factor, un agente armado, que impide la judicialización de la violencia sea un factor de control de las otras manifestaciones de la criminalidad. Se puede concebir la existencia de mecanismos de justicia penal privada que compiten con la justicia oficial.  Se puede imaginar un escenario bajo el cual algún agente armado protege a los delincuentes de las acciones de la justicia. También se puede pensar en que ese actor, haga que, por "temor a las represalias", los ciudadanos dejen de poner denuncias. Tampoco parece arriesgado pensar que en aquellas localidades en las cuales la fiscalía y los juzgados no registran todos los homicidios los ciudadanos perciban cierta inoperancia de la justicia que los desestimule a denunciar los incidentes criminales. Se puede, por último, concebir que el factor que origina la VNJ pueda también tener una influencia directa sobre los funcionarios policiales o judiciales que registran los demás incidentes penales.
El fenómeno de desjudicialización de la violencia afecta no sólo los niveles de la criminalidad registrada en las denuncias sino que, además, distorsiona la percepción que se tiene del efecto de los grupos armados sobre esa criminalidad [43]
La combinación de los efectos que se acaban de describir hace que, por ejemplo, en el municipio típico colombiano [44] la presencia de algún agente armado reduzca entre un 15% y un 25% el número de denuncias puestas ante la justicia. Este efecto es peligroso pues puede generar un círculo vicioso de misterio alrededor de las muertes violentas [45]. Es fácil concebir en Colombia la circunstancia de un municipio, controlado por un agente armado, con un alto número de homicidios, y en dónde la violencia ni siquiera salga a la luz de las estadísticas [46].
La influencia de los agentes armados sobre las cifras judiciales no se limita a su impacto negativo sobre los delitos denunciados. Dado un número de denuncias, la VNJ afecta negativamente la apertura de investigaciones formales o sumarios [47]. Visto de otra manera este efecto, la VNJ, junto con la tasa de homicidios, afecta negativamente el número de sumarios que se abren por cada denuncia. Para esta magnitud, que mediría la "capacidad investigativa" del sistema penal, ha sido señalada una asociación negativa con las tasas de homicidio a nivel nacional [48].
Se percibe también un efecto tanto de la violencia homicida como de los agentes armados sobre las prioridades implícitas de la justicia penal a nivel municipal [49]. En forma consistente con el escenario de unas mafias que impiden que se investiguen los homicidios se encuentra una asociación negativa, estadísticamente significativa, entre la violencia en los municipios y el interés del sistema judicial por aclarar los atentados contra la vida.
También se encuentra que la presencia de más de un agente armado en un municipio tiene un efecto demoledor sobre las prioridades de la justicia, en contra de los delitos contra la vida. Para tener una idea de la magnitud de este impacto baste con señalar que la presencia de dos agentes armados en un municipio tiene sobre las prioridades de investigación de la justicia un efecto similar al que tendría el paso de una sociedad pacífica a una situación de guerra [50].
Para resumir, el análisis de los datos sobre desempeño judicial, violencia homicida y presencia de los grupos armados en los municipios colombianos sugiere una historia interesante. El efecto inicial de los agentes violentos sobre el desempeño de la justicia penal colombiana se estaría dando a través de la alteración, en ciertos municipios violentos, en el conteo de los homicidios por parte de los fiscales y los jueces. La información disponible es bastante reveladora acerca de la génesis del misterio alrededor de las muertes violentas en el país : el sistema judicial. Los muertos empiezan a desaparecer de las estadísticas en las cifras que remiten los juzgados. Difícil pensar que si existe desinformación en cuanto al número de homicidios habrá alguna claridad acerca de las circunstancias en que ocurrieron las muertes, o acerca de los autores de esos crímenes.
Este primer desbalance entre lo que el sistema judicial registra y lo que realmente está ocurriendo estaría afectando las percepciones de los ciudadanos acerca de la justicia y su voluntad para recurrir a ella para denunciar todo tipo de delitos. Parece lógico el escepticismo de los ciudadanos con un sistema judicial que reconoce la existencia de un número de homicidios inferior a los que realmente ocurren. El fenómeno de baja denuncia que se observa ante la presencia de agentes armados puede, en principio, darse en forma paralela con una reducción o con un incremento en la delincuencia. Los datos no son contundentes al respecto pero sugieren más un escenario de aumento en la criminalidad.  Las respuestas de los hogares acerca de los factores que se cree afectan la delincuencia en sus regiones tiende a dar apoyo a la idea que los agentes armados contribuyen a la inseguridad [51]. Testimonios disponibles en el país permiten sin embargo sospechar que en algunas localidades los grupos armados entran a poner orden, reduciendo las tasas delictivas [52]. La presencia de más de un agente armado en una localidad  tiene ya un  efecto devastador sobre la justicia que parece convertirse entonces en una verdadera "justicia de guerra" bajo la cual el mayor número de muertes violentas conduce a un menor interés de la justicia por investigarlas, y mucho menos por aclararlas. En síntesis, los datos muestran que es por la desinformación alrededor de la violencia por donde parece iniciarse la influencia de los agentes armados sobre la justicia penal colombiana. A partir del momento en que la justicia, en sus estadísticas y seguramente en su desempeño, se empieza a alejar de la realidad se dan las condiciones para ese círculo vicioso de desinformación y oferta de servicios privados de protección en el que, nos dice la teoría, surgen y se consolidan las mafias.

LAS LECCIONES COLOMBIANAS

Talvez la principal lección que puede ofrecer la experiencia colombiana en materia de violencia es que el agravamiento del fenómeno impone obstáculos crecientes tanto para su adecuado diagnóstico como para el diseño de políticas eficaces de control.
El desbordamiento de la violencia tiene varias consecuencias. En primer lugar surgen dificultades al nivel más básico de medición. Es cada vez más claro que en las sociedades en guerra se deteriora la contabilidad no sólo fiscal,  monetaria y de la actividad económica [53] sino aún la de los muertos [54]. En segundo término, pierden toda relevancia las teorías disponibles sobre la violencia que han sido postuladas, y contrastadas, en sociedades pacíficas.  Bajo extrema violencia, el diseño y la puesta en marcha de las políticas se ven afectados no sólo por la precariedad del diagnóstico, por la dificultad para evaluar las diversas alternativas, sino por el simple hecho de que se va perdiendo claridad acerca de quien toma las decisiones públicas. 
Esta situación, límite, se ve normalmente precedida por una marcada desinformación alrededor de los actores y las circunstancias de la violencia y por una gran reticencia para abandonar las explicaciones tradicionales [55]. Ambos efectos se refuerzan : es precisamente la violencia que se ajusta a las teorías predominantes la que presenta menor misterio. Abundan los mitos, y en el área de la acción pública prima la confusión. Ante las señales de alarma sobre los crecientes costos de la violencia, se sabe que se debe hacer algo. El sesgo en el diagnóstico hacia la violencia fortuita orienta esfuerzos, infructuosos, en esa dirección. Se segmenta la lucha contra "las otras violencias" y se pierde  coherencia.  Este es, precisamente, el ambiente favorable al surgimiento y consolidación de las mafias en una sociedad. En medio de la desinformación, marginados de las teorías que ni siquiera los mencionan, amparados por las ideologías e impunes ante un sistema penal congestionado y banalizado aparecen y se fortalecen diversos grupos armados que son los que conducen esa sociedad por un sendero institucional cada vez más permeado por la violencia y cada vez menos capaz de controlarlos.
Es únicamente para los niveles bajos de violencia que los diagnósticos criminológicos predominantes, y las políticas públicas inspiradas en estos, adquieren plena relevancia.
En Colombia es innegable la existencia, en algunas regiones, de una verdadera guerra civil. Los reportes sobre masacres y choques armados muestran ya discrepancias entre la cifra oficial de muertos y los rumores acerca de la real, unas autoridades locales que se derrumban, unos fiscales y jueces que huyen y una población civil que se pliega ante la dictadura de los violentos, o que abandona su territorio. La intensificación de los enfrentamientos, la fortaleza económica de las partes y la generalización de los procedimientos de "guerra sucia" permiten reponsabilizar al conflicto armado colombiano de un número no despreciable, y sobretodo creciente, de homicidios entre la población civil. Para las zonas en guerra, que no están limitadas a lugares aislados y entre las cuales caben algunos sectores urbanos, es poco lo que en términos de política se puede sugerir mientras el estado colombiano no recupere la autoridad y el monopolio de la coerción. Una recomendación pertinente para estas zonas críticas es la de impedir que se deteriore la capacidad institucional para registrar los homicidios. La información disponible muestra la importancia que tienen las instancias ajenas al conflicto para el diagnóstico, y hasta el dimensionamiento, de la violencia. La sóla presencia de Medicina Legal en una zona determina la calidad de la información sobre criminalidad y hasta neutraliza la influencia que los agentes armados tienen sobre tal información. Un dato revelador acerca de la importancia del tercero neutral que saca a la luz pública lo que realmente está ocurriendo en una región la constituye el hecho que para los colombianos, sobretodo en las zonas de alta violencia, el personaje cuya presencia los hace sentir más seguros no es un policía, ni un militar, ni un fiscal o juez, ni "otra autoridad estatal" sino un "funcionario de la Cruz Roja" [56].     
Probablemente el grueso de los homicidios en Colombia ocurren todavía en esa zona gris en donde confluyen múltiples actores y diferentes dinámicas. El énfasis que se le ha dado en este trabajo a los agentes armados como generadores de violencia no pretende sustituír sino más bien complementar, y hacer más complejo, el diagnóstico predominante. Imaginando un espacio continuo de violencias que se inicia con la accidental y casual -los muertos por riñas, alcohol e intolerancia- pasa por los atracos o los ajustes de cuentas y termina con los ajusticiamientos o masacres ordenados por agentes armados poderosos son dos las conclusiones que se derivan de este trabajo.
La primera conclusión es que al aumentar la tasa de homicidios la violencia se aleja de la fortuita. Toda la evidencia disponible para Colombia corrobora esta impresión. Las pocas teorías aplicables a sociedades muy violentas también apuntan en la misma dirección : no existe tal cosa como una violencia generalizada que se perpetúe accidentalmente y de la cual no surjan grupos con un enorme poder basado en la fuerza que posteriormente acomoden las reglas del juego para consolidar ese poder [57]. Atando información de distintas fuentes es razonable pensar que en Colombia los homicidas son pocos y reincidentes. Se puede por lo tanto inferir que, independientemente de sus objetivos iniciales, son agentes que han ido acumulando poder. 
La segunda gran conclusión de este trabajo es que, al aumentar la violencia, al alejarse de los incidentes casuales, se hace más difícil, pero más necesaria, la actuación de la justicia penal. La evidencia, longitudinal y transversal, para Colombia muestra asociaciones negativas entre el desempeño del sistema judicial y la violencia, que sería inadecuado interpretar como un efecto causal en una única vía. Las teorías sobre el crimen organizado predicen mecanismos de retroalimentación entre la influencia de las mafias y la inoperancia de la justicia penal en una sociedad. En Colombia son numerosos y variados los indicios que apuntan en esa dirección.
A nivel general, y para complementar la recomendación obvia que se deriva de esta conclusión, la de fortalecer la justicia penal colombiana, se pueden hacer dos anotaciones. La primera es que no existe en la actualidad en ese frente un problema de recursos. Son pocas las entidades públicas en Colombia que cuentan con el personal y la solidez financiera de la Fiscalía, entidad encargada de las labores de investigación criminal que es dónde, y en eso hay relativo consenso, está el cuello de botella -en cantidad y calidad- del sistema penal colombiano. La segunda, extraña, es que parece haber en Colombia obstáculos "de tipo político" para perseguir ciertos delitos y, en particular, ciertas organizaciones criminales [58]. Este factor intangible que está faltando, la "voluntad de hacer las cosas", es relevante no sólo a nivel macro, para coordinar las acciones de distintas agencias estatales que históricamente han mostrado desconfianza mutua y hasta rivalidad, sino también a nivel micro. La investigación criminal, la tarea del detective, es básicamente una labor artesanal cuyo principal insumo es la vocación y el deseo de hacer las cosas bien.
A un nivel más específico se pueden hacer algunos comentarios y sugerir  pautas generales de acción. En primer lugar, son evidentes las interferencias no deseables que se están dando entre la tarea puramente estadística de registrar lo que está ocurriendo, indispensable para el diagnóstico y el diseño de políticas realistas, y la labor judicial de aclarar los incidentes. En forma independiente de su trámite posterior, vale la pena avanzar en la dirección de tener una buena base de información acerca de los homicidios, de las víctimas, de los agresores y de las circunstancias que los anteceden. La evidencia disponible para Colombia muestra que los ciudadanos cuentan con valiosa información acerca de la violencia, que no transmiten a las autoridades por los altos costos que implica la judicialización de los incidentes. Parecería entonces conveniente descargar a los organismos de seguridad y justicia de su responsabilidad de registro estadístico para transferirla a una instancia ajena a los procesos judiciales, y al conflicto. En la misma línea de argumentación parecería muy pertinente disminuír la relación de dependencia que tienen los médicos forenses con el sistema judicial. Este es un factor de vulnerabilidad de la información sobre la violencia que podría reducirse separando la función estadística de Medicina Legal de sus labores de soporte a las investigaciones criminales.
La segunda observación tiene que ver con los problemas, incontrovertibles, en los actuales mecanismos de selección de los incidentes de los cuales se ocupa el sistema penal colombiano. Como se señaló a lo largo de este trabajo hay una inclinación natural de los fiscales a ocuparse de los asuntos banales y fáciles de resolver en detrimento de los más graves y socialmente costosos, como los homicidios. Resulta indispensable atenuar la excesiva discrecionalidad con la que, informalmente, se deciden en la actualidad las prioridades en materia de investigación criminal. Al respecto parece sugestiva la idea de una instancia intermedia entre los ciudadanos y los fiscales, vinculada a la instancia sugerida para la labor de registro estadístico de los incidentes, que tenga en cuenta las prioridades de las comunidades en materia de seguridad e introduzca, en la medida de lo posible, criterios objetivos basados en el costo social de los incidentes, o en que tanto se quiere evitar  que se repitan, o en lo que se puede esperar, o tolerar, en términos de una solución privada a los conflictos. 
Como reflexión final, es difícil comprender que en una sociedad tan violenta como la colombiana parezca exótico, anticuado y hasta contrario a los principios democráticos recomendar que se fortalezca la justicia penal. Los mitos, las ideologías predominantes y hasta trabajos muy rigurosos [59] se han encargado de difundir en el país la noción de que ante la violencia las sanciones son ineficaces, y que por lo tanto la acción pública debe concentrarse en la prevención. Los numerosos jueces asesinados en el país, el ambiente de amenazas y de corrupción alrededor de los procesos penales, la ya muy bien documentada influencia de las organizaciones criminales sobre la legislación penal y, en particular, la colosal guerra contra la extradición  muestran, por el contrario, que las sanciones penales si son efectivas contra las mafias. De no ser así, no se molestarían en combatirlas. Para reforzar este punto, la necesidad de contar con una justicia penal que sancione a los homicidas, es pertinente anotar que uno de los efectos de los violentos, verdaderos dictadores locales, es precisamente el de desvirtuar la democracia. Como último argumento a favor de lo inaplazable que resulta la tarea de enderezar el sistema penal colombiano sirve recordar que, ex-post, la violencia le impone al estado la responsabilidad de suministrar justicia, aunque sea sólo para erradicar la venganza privada. Si esa obligación estatal de hacer justicia es tan nítida y tan legítima ante la ocurrencia de cualquier homicidio específico, sea cual sea su naturaleza -desde la riña fatal entre dos amigos hasta una masacre en zona de guerra- resulta incomprensible que tal obligación se desdibuje y pierda relevancia cuando se agregan los muertos en tasas de homicidio y se llega al terreno de las políticas públicas.

REFERENCIAS


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* Profesor - Investigador. Universidad de los Andes.

Parte de este trabajo se realizó en el marco del estudio “La violencia en Colombia- dimensionamiento y políticas de control”  financiado y realizado en el marco del Proyecto Red de Centros de Investigación del Banco Interamericano de Desarrollo  (BID). Se agradece la autorización de Maria Mercedes Cuéllar de Martínez para utilizar algunos de los resultados de la encuesta del proyecto “Valores y capital social”  dirigido por ella.  Las interpretaciones, opiniones y posibles errores son responsabilidad exclusiva del autor y el contenido del documento no compromete ni al BID ni a la Universidad de Los  Andes.
[1] Desde el relanzamiento de las ideas de Beccaria por Gary Becker en 1968 hasta trabajos como el de Ehrlich (1996)
[2] Ver  Bergalli, R (1996) "La violencia del sistema penal" en Bergalli (1996)
[3] ver una revisión de la literatura en Inman  [1985]
[4] El problema económico fundamental de las sociedades sin ningún tipo de reglas sociales tiene que ver con el dilema que enfrentan los agentes entre las decisiones individuales y las colectivas. La esencia de esta disyuntiva se ha modelado con el llamado dilema del prisionero. La figura más elemental de un estado está relacionada con el tercer agente que impone una solución cooperativa al dilema. Se puede concebir una solución privada siempre que exista, de nuevo, un tercer agente que haga respetar los acuerdos privados. Ver por ejemplo Coleman (1990)
[5] Una formalización de esta idea se encuentra en Skaperdas y Syropoulos [1995]
[6] Ver un resumen en Fiorentini y Peltzman (1995)
[7] Gambetta y Reuter (1995)
[8] Gambetta (1993)
[9] Tal es el término con que se conocen en el país los integrantes de la comisión encargada de realizar un diagnóstico de la violencia en la década pasada. La parte más influyente de este diagnóstico se puede resumir en una frase  : "el porcentaje de muertos como resultado de la subversión no pasó del 7.51% en 1985, que fué el año tope. Mucho más que la del monte, las violencias que nos están matando son las de la calle". Ver Comisión de Estudios sobre la Violencia (1987)
[10]  Aún en los programas locales, como el de  "convivencia ciudadana" de la capital colombiana se percibe la influencia de los violentólogos.  Ver Alcaldía Mayor de Bogotá (1997) "Seguridad y Convivencia - Dos años y tres meses de desarrollo de una política integral" Bogotá
[11] En particular los avances que se han logrado por parte de Medicina Legal en la sistematización de las causales de los homicidios y las encuestas de victimización más recientes.
[12] Ver una discusión de este punto en Rubio (1997) "Crimen con misterio - El problema de la calidad de las cifras de violencia y criminalidad" CEDE - Próximo a publicarse.
[13] Ver por ejemplo los trabajos del Programa de Estudios sobre Seguridad, Justicia y Violencia de la Universidad de los Andes. Paz Pública Carta # 1 Julio de 1997.
[14] En nueve de las diez localidades con mayor tasa de homicidios en 1995 había  presencia guerrillera activa (contra un 54% a nivel nacional), en siete se habían detectado actividades de narcotráfico (23% para el país) y en otro tanto operaban grupos paramilitares (28% nacional).Unicamente en un 9% de los 124 municipios con una regional de medicina legal (MCML) -que son los más violentos del país- no se ha detectado influencia de ningún agente armado.  Para el resto del país dicho porcentaje es del 40%. Por el contrario, mientras que en el 58% de los MCML operan dos o más grupos armados, únicamente en el 28% de los demás municipios se da una influencia similar de agentes violentos. En términos de la población que vive bajo la influencia del conflicto, las diferencias son aún más marcadas. Mientras en el primer grupo (los MCML) únicamente el 2% de los habitantes está libre de la influencia de algún grupo armado, en el resto del territorio nacional dicho porcentaje es del 40%. En el otro extremo, el 84% de los pobladores de los MCML vive bajo la influencia de más de uno de los grupos armados, cifra que se reduce al 33% en las localidades en dónde Medicina Legal no ha considerado aún necesario establecer una regional
[15] Para la guerrilla ver por ejemplo Peñate (1991) o Molano (1997). Relatos sobre los paramilitares se pueden obtener en Castro (1996). Uribe (1997) relata las historias de los esmeralderos y la Corporación Región (1997) ofrece testimonio sobre las bandas y milicias en Medellín.
[16] Alguna evidencia acerca del primer tipo de influencia se puede ver en Salazar (1994) o Rubio (1997) .
[17] De acuerdo con las datos municipales de necropcias de Medicina Legal, para el total de municipios con oficina de Medicina Legal el promedio de homicidios con arma de fuego es  del 78% pero varía desde un 20% hasta un 100%.
[18] En principio, cabe esperar que en los lugares menos violentos, menos desarrollados, y menos urbanizados, se presente una mayor tendencia a utilizar las armas más primitivas. En forma extraña se encuentra que estos factores contribuyen  poco a la explicación de las diferencias observadas en la tecnología predominante para matar. Sorprende, por el contrario, que los indicadores de pobreza muestren una asociación positiva con la utiilización de armas de fuego y negativa con la de otras armas. Aunque el porcentaje de la población por debajo de la línea de  miseria explica tan sólo un 9% de las variaciones en la proporción de homicidios cometidos con arma de fuego, su efecto es  positivo y estadísticamente significativo. Los indicadores de urbanización utilizados, la población de cada municipio y la proporción de esta que vive en la cabecera no mostraron ningún efecto. Tampoco se capta una influencia de la tasa de homicidios. 
[19] Aunque la relación está lejos de ser  lineal, los datos disponibles muestran con claridad que al aumentar el número de grupos armados (se consideran como agentes armados los tres grupos guerrilleros más importantes,  los paramilitares y los narcotraficantes) que actúan en un municipio se incrementa la fracción de homicidios con arma de fuego y, además, se vuelve esta la tecnología predominante -disminuye su varianza-. Mientras en los municipios en dónde no actúan ninguno de los tres grupos guerrilleros, ni los paramilitares, ni los narcotraficantes, el porcentaje de muertes con arma de fuego en los municipios empieza en el 20%, y muestra un promedio del 70%, para los municipios en dónde actúan todos estos agentes, el promedio sube a más del 90% y en ningún municipio se observa una proporción inferior al 80%.
[20] A nivel nacional, un 11% de los hogares manifiesta tener un arma de fuego. El dato que sorprende es que en la región más violenta  el porcentaje de hogares que tienen un arma de fuego, 5%, es sensiblemente inferior no sólo al promedio nacional sino al porcentaje reportado en la zona menos violenta, 15%. Cuéllar (1997).
[21] Para citar tan sólo los casos más notorios se puede mencionar el asesinato en 1984 del Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, la toma del Palacio de Justicia en 1985, la muerte del Procurador Carlos Mauro Hoyos en 1988 y la del ex-ministro de Justicia Enrique Low Murtra en el 91.
[22] Según Asonal-Judicial - El Espectador Agosto 18 de 1987
[23] Vélez et al., (1987)
[24] Un sólo proceso penal, contra Pablo Escobar por el asesinato de Guillermo Cano, dejó como saldo el asesinato del magistrado Carlos Ernesto Valencia al confirmar el llamamiento a juicio y el de la juez Myriam Vélez cuando estaba cerca de proferir el fallo.
[25] A nivel nacional el 44% de los hogares se han visto afectados por un homicidio cercano en el último quinquenio y en las zonas de violencia este porcentaje es del 60%. La submuestra de la encuesta de Cuéllar (1997) realizada con personal de la rama judicial muestra que para ellos el porcentaje es del 68%. Para las fuerzas armadas la proporción es del 61%.
[26] Para la población general el delito que más se menciona como "el que lo hace sentir más inseguro" es el atraco (20%), para los jueces es el secuestro (23%) seguido del homicidio (21%). El temor al homicidio entre los jueces es similar al que se observa en las zonas de mayor violencia (24%). Mientras que el 40% de los ciudadanos consideran que en el próximo año la ocurrencia del delito que más los hace sentir inseguros como probable o muy probable entre los jueces este porcentaje es del 59%.  Cuéllar (1997)
[27] El 29% de los jueces encuestados manifestó que poseía un arma de fuego. Para el colombiano promedio tal porcentaje es del 11%. Cuéllar (1997) 
[28] En Saiz (1997) se establece un paralelo entre los ataques a la rama judicial y las modificaciones al Código Penal Colombiano y al de procedimiento. En particular se debe señalar la primera caída, por declaración de inexequibilidad por parte de la Corte Suprema de Justicia, de la ley que daba vigencia al tratado de extradición luego  del asesinato de cuatro de sus magistrados entre 1985 y 1986 y la prohibición constitucional a la extradición de nacionales en 1991 luego del secuestro de varias personalidades. Ver al respecto la "Noticia de un Secuestro" de Gabriel García Márquez. No sobra señalar acá que uno de los penalistas académicamente más influyentes en el país fue no sólo defensor del llamado Cartel de Cali sino uno de los más activos "lobbistas" en el congreso en las discusiones  de los proyectos de ley.
[29] Esta capacidad se puede medir con el número de sumarios, o investigaciones formales, que se abren por cada homicidio que se denuncia. Mientras en 1970 por cada homicidio que se denunciaba se abrían 1.7 sumarios en la actualidad sólo uno de cada tres homicidios se investiga formalmente. Ver Rubio(1996).
[30] ver Rubio (1996)
[31] Se analizaron 60 sentencias  por homicidio en Bogotá y otro municipio cercano. De este análisis vale la pena resaltar que, mientras que en estas ciudades los datos de Medicina Legal muestran una participación del 74% y del 53% de los homicidios con arma de fuego, en los casos que llegaron a la justicia este porcentaje  es tan sólo del 32%. Un 75% de los homicidios juzgados había sido cometido por un familiar o conocido de la víctima.  Ver Beltran (1997)
[32] No parece razonable argumentar que la génesis del problema, a principios de los setentas, haya tenido que ver con actores armados poderosos. En Rubio (1996) se sugiere que el problema pudo surgir del manejo que se le dió a un problema de congestión, evidente desde los sesentas, tratándolo de corregir con presiones para una mayor eficiencia, entendida como un mayor número de procesos resueltos. Para la oficialización del vicio, la reforma al procedimiento penal en 1987, ya es menos arriesgado pensar en presiones del crimen organizado. 
[33] En declaraciones a la prensa, funcionarios de la Cruz Roja enviados como observadores a Colombia, con experiencia previa en lugares como Croacia, Azerbaiyán y Cisjordania,  manifestaban que "nunca habían encontrado un país (como Colombia), donde la gente tuviera tanto miedo de  hablar, que estuviera tan asustada".  Un habitante de la zona dónde ocurrió una masacre recientemente tenía muy claras las razones : "Aquí el que habla, no dura". Caballero Maria Cristina (1997) "Mapiripán, una puerta al terror" Cambio 16, # 215, 28 de Julio
[34] En la encuesta de 1995, únicamente el 31% de los hogares reportaron haber acudido ante las autoridades para denunciar los delitos.  Un 5% aceptó haber respondido por su cuenta y un poco más del 60% de los encuestados respondió que no había hecho nada.  Rubio (1996b)
[35] En las 60 sentencias por homicidio analizadas en Bogotá y Zipaquirá se encontró que, en efecto, en un 93% de los casos juzgados el agresor venía identificado desde la denuncia. Beltrán (1997)
[36] Si se excluye de la muestra  el caso atípico de Medellín, la más violenta entre las ciudades colombianas. Medellín  se distingue no sólo por ser el sitio en dónde el temor a las represalias es más importante como factor para no denunciar los delitos sino porque, a pesar de esto, la proporción de delitos puestos en conocimiento de las autoridades es más alta que en el resto del país. Rubio (1996a)
[37] Para las 10 ciudades distintas de la capital antioqueña el 55% de las variaciones en la fracción de incidentes que se llevan ante las autoridades se explica  por la importancia del temor a las represalias como razón para no denunciar. Rubio (1996a)
[38] En las zonas de violencia la incidencia de homicidios en el último año fué del 3% contra 2% en las no violentas y los estimativos acerca de los ataques criminales son diez veces superiores a los de las zonas no violentas. A pesar de lo anterior, en las zonas violentas, el 51% de los hogares no hizo nada ante el delito más grave que los afectó, un 19% acudió a la Policía y un 12% a la fiscalía o a un juzgado. En la zona menos violenta estos porcentajes fueron del 33%, el 27% y el 23%. El 29% de quienes no recurrieron a las autoridades en las zonas no violentas hicieron alusión al temor a las represalias. En la zona menos violenta este porcentaje es del 25% y en otras zonas del país alcanza a ser del 7%. Cuéllar (1997)
[39] Así, se habla de "violencia no judicializada" en un municipio cuando el número de homicidios registrado por Medicina Legal, o por la Policía, es inferior al total de "delitos contra la vida e integridad de las personas" reportado en las estadísticas judiciales.  La definición de la VNJ  es conservadora puesto que los delitos "contra la vida" incluyen no sólo los homicidios sino las lesiones personales.  La VNJ parece un buen indicador de calidad de las estadísticas judiciales. Resulta claro que para aquellos municipios en los cuales la justicia no reporta unos homicidios que ha registrado la Policía la información que remiten los juzgados no merece la misma credibilidad que los datos que se reciben de los municipios dónde esto no ocurre.
[40] Además, el hecho de que exista en el municipio una regional de Medicina Legal contribuye a que disminuya la probabilidad de que se observe ese sub-registro. Mientras que en un municipio sin Medicina Legal y libre de actores armados la probabilidad de violencia no judicializada es del 19%, la presencia de la guerrilla sube esta probabilidad al 35% y la de grupos paramilitares al 47%. Una regional de Medicina Legal hace que estas probabilidades se reduzcan al 3%, 7% y 11% respectivamente. El cálculo de estas probabilidades se basa en la estimación de un modelo Logit dónde la variable dicótoma dependiente es la Violencia No Judicializada (VNJ) y las independientes son la presencia o no de grupos armados en todas sus combinaciones y que haya o no una regional de medicina legal en el municipio.
[41] En particular, algunas correlaciones extrañas entre las causales de muertes -homicidios, suicidios y muertes naturales- que permiten sospechar que algunos homicidios quedan registrados bajo otras causales cobran mayor importancia.
[42] Las diferencias de medias son estadísticamente significativas.
[43] Sin hacer un control de calidad a las estadísticas judiciales se podría, por ejemplo, inferir de las cifras sobre denuncias que la presencia de uno sólo de los agentes armados no tiene mayor impacto sobre la delincuencia. El simple ejercicio de distinguir en la muestra aquellos municipios para los cuales no existen dudas serias sobre la calidad de las estadísticas judiciales -o sea los que no presentan VNJ- cambia esta conclusión : la criminalidad, sobretodo la de los delitos contra la vida, es directamente proporcional a la presencia de agentes armados. De las estadísticas de los municipios con VNJ se tendería a  concluír, por el contrario, que los grupos armados ponen orden en las localidades y reducen la criminalidad.
[44] Sin oficina regional de Medicina Legal.
[45] Los procesos penales para investigar los atentados contra la vida constituyen, en últimas, la "demanda" por servicios de necropcias. Los médicos legistas en Colombia no pueden tomar la iniciativa para realizar una necropcia : necesitan  la orden de un fiscal o de la Policía Judicial. Esta demanda por servicios de necropcia por parte de la justicia ha sido determinante en la decisión de abrir oficinas regionales de Medicina Legal. A su turno, la falta de una regional de Medicina Legal es un elemento que aumenta la probabilidad de la "violencia no judicializada" fenómeno que, como ya se vió, reduce el número de investigaciones preliminares per-cápita que se abren.
[46] Tal podría ser el caso en Colombia de los municipios esmeraldíferos tradicionalmente muy violentos y que no cuentan en la actualidad con una oficina de Medicina Legal.
[47] La influencia de los distintos factores en este caso es más difícil de aislar. El efecto contemporáneo de la VNJ sobre los sumarios es negativo y estadísticamente significativo, aún cuando se combina esta variable con el número de investigaciones preliminares. Sinembargo el número de sumarios que se abre en un municipio presenta una gran inercia y depende más de los sumarios abiertos el año anterior que de las denuncias del año corriente. Los sumarios del año anterior también se pudieron ver afectados por la VNJ. De todas maneras, aún cuando se introduce como variable explicativa el número de sumarios del período anterior la variable VNJ muestra un efecto negativo y significativo al 85% para los delitos contra la vida.
[48] Ver Rubio (1996).
[49] La prioridad que la justicia le asigna a la violencia se puede aproximar con la participación de los sumarios por delitos contra la vida en el total de sumarios.
[50] Se toma como indicador de las prioridades la participación de los sumarios por delitos contra la vida en el total de sumarios  y se explica esa variable en función de la tasa de homicidios y la presencia de agentes armados. La presencia de dos agentes es la que resulta más significativa. Se comparan los coeficientes de estas dos variables. Se encuentra que el efecto de pasar de 0 a 2 el número de agentes armados en el municipio es similar al que tendría un aumento de la tasa de homicidios en 150 homicidios por cien mil habitantes. Tal es la diferencia en tasas de homicidio entre, por ejemplo, los países europeos y El Salvador.
[51] A nivel nacional, el 73% de los hogares encuestados considera que la presencia de guerrilleros hace que aumenten los delitos, un 5% considera que los disminuyen y un 20% cree que no tienen efecto. Para los grupos paramilitares, los porcentajes son muy similares (70%, 6% y 21%). Es interesante observar cómo en las zonas de menor violencia el porcentaje de hogares que opina que los guerrilleros aumentan la delincuencia (79%) es significativamente mayor al de los hogares que piensan lo mismo en las zonas de alta violencia (57%). Con los grupos paramilitares la diferencia es un poco menor (74% contra 61%). Cuéllar (1997)
[52] Tal parecería ser el caso para Medellín. Ver Corporación Región (1997)
[53] Ver Jean y Rufin (1996)
[54] Ver por ejemplo los relatos sobre la búsqueda de cerca de 40 mil desaparecidos y las exhumaciones de fosas clandestinas en Guatemala en "La Muerte Secuestrada" El País, Madrid, Junio 22 de 1997
[55] Un caso digno de mención, y de reflexión, lo constituye el relanzamiento de la criminología marxista -"la delincuencia emana del conflicto que se origina dentro del capitalismo" - por parte de la Policía Nacional en el último número de su publicación anual "Criminalidad" .
[56] La pregunta específica que se hizo en una encuesta a nivel nacional era : "para cada uno de los siguientes personajes, por favor diga si tenerlo a su alcance lo hace sentir más seguro, más inseguro o no lo afecta". El porcentaje de hogares que manifestaron sentirse más seguros con un policía fué del 47%, 45% con un militar, 29% con un fiscal o juez, 23% con una autoridad estatal y 65% con un funcionario de la Cruz Roja. Para la diferencia entre los que se sienten más seguros y los que se sienten más inseguros la importancia de alguien de la Cruz Roja es es aún mayor : 63% contra 32% de un policía, 30% de un militar, 14% de un fiscal o juez, y 12% de otra autoridad estatal. En las zonas de alta violencia no cambia la importancia en la seguridad que inspiran los funcionarios de la Cruz Roja 62%, pero baja sustancialmente la de los otros personajes : policía 2%, militar 2%, fiscal o juez 0%, otra autoridad estatal -3%. El personaje de la Cruz Roja se incluyó en la encuesta como el representante más típico y conocido de las múltiples ONG's que juegan un papel de observadores en el conflicto. Cuéllar (1997)
[57] Esta sería la versión más primitiva de la sugestiva teoría del "sendero institucional" de North (1990). Una contraparte microanalítica de esta historia ha sido propuesta por Rapoport (1995) : la violencia acumulada es un factor de poder,  el poder es adictivo -en el sentido que entre más se adquiere poder más intensa es la necesidad del mismo puesto que los poderosos tienen numerosos enemigos-   y la búsqueda de poder es extremadamente competida y por ende muy  proclive a la violencia. El mismo autor argumenta que son pocos los recursos tan "conservative" -la cantidad total disponible es fija- y escasos como el poder. Estos son precisamente los recursos que generan una competencia más intensa por su adquisición.
[58] Resulta insólito que justo antes de abandonar su cargo, en un seminario sobre secuestro y terrorismo realizado en la Universidad de los Andes en 1997, y ante una audiencia internacional, el Fiscal General haya manifestado que lo único que falta en Colombia para combatir con éxito el secuestro es la voluntad política para hacerlo. En la misma dirección apuntan los trabajos de seguimiento de los procesos penales por secuestro que ha hecho la Fundación País Libre, que sugieren problemas de interferencia de las organizaciones armadas en las investigaciones criminales.
[59] ver por ejemplo Klevens (1997)