La justicia y el desarrollo económico colombiano


Por Mauricio Rubio *

En este trabajo se presenta alguna evidencia para Colombia sobre las complejas  relaciones entre el desempeño del sistema judicial y el desarrollo económico. Se hace alusión a dos temas. El primero, bastante directo,  es el de la relación entre la justicia civil y los costos de transacción. El segundo tiene que ver con la correspondencia, menos reconocida en la literatura, entre la justicia penal y la economía.
La asociación entre el funcionamiento del sistema penal y el desarrollo económico es indirecta y debe desagregarse en dos vínculos, que en Colombia han mostrado ser más complejos de lo que tradicionalmente se ha supuesto. Están por un lado los efectos, en ambas vías, entre la justicia penal y el crimen. La criminología y, recientemente, la teoría económica del crimen, suponen un sistema judicial exógeno, independiente de las actividades criminales. La experiencia colombiana muestra que este puede ser un supuesto fuerte. Algunas organizaciones criminales están en capacidad de acomodar la justicia penal a sus intereses. Están por otro lado las relaciones, también en ambas vías, entre el crimen y el desarrollo económico. A diferencia del grueso de las experiencias internacionales, en dónde las condiciones económicas parecen ser elementos determinantes de la violencia y los comportamientos criminales, es copiosa la evidencia colombiana en el sentido de que el crimen y la violencia pueden ser, a su vez, factores de estancamiento económico.
Por otro lado, se argumenta que los problemas de la justicia penal colombiana no son recientes sino que, por el contrario, tienen profundas raíces culturales, ideológicas e históricas. Se trata de mostrar cómo el origen del mal desempeño judicial tuvo poco que ver con la influencia del crimen organizado que sólo posteriormente aprovechó estas deficiencias para darle un golpe de gracia a la justicia y consolidar la impunidad. 
El trabajo está dividido en cuatro secciones. En la primera, muy breve, se hace referencia a los posibles efectos que pueden tener sobre el desarrollo económico las características  más reconocidas de la justicia civil colombiana: la congestión de los despachos judiciales, la consecuente morosidad de los procesos y su orientación hacia el cobro de obligaciones. En la segunda sección se hace un resumen de la evolución que ha tenido en Colombia el discurso sobre las relaciones entre la economía y el crimen. En la tercera se presentan dos peculiaridades de la justicia penal que pueden ayudar a explicar las fallas en su desempeño actual: una larga tradición de laxitud con la violencia homicida y, de nuevo,  la congestión de las despachos y las medidas, contraproducentes, que se tomaron para aliviarla. En la cuarta se ofrece alguna evidencia acerca del impacto de las organizaciones armadas sobre el funcionamiento de la justicia penal.

1 – JUSTICIA CIVIL Y COSTOS DE TRANSACCION [1]
El conocimiento que se tiene en Colombia sobre las relaciones entre el desempeño de la justicia civil y el desarrollo económico se puede agrupar en dos niveles. Están por un lado los hechos que se manifiestan con claridad en la información disponible, hechos que tienen consecuencias sobre las cuales, aunque precaria, existe algún tipo de evidencia.  Están por otro lado, algunos grandes interrogantes para cuya respuesta falta información y aún el desarrollo de  teoría.
Un hecho que aparece con claridad en los datos es que, fuera de un problema generalizado de incumplimiento de las obligaciones privadas, la propensión al conflicto civil, tanto en los hogares como en las empresas, es baja en Colombia [2]. Paralelamente, la justicia civil parece haberse amoldado a este patrón para dedicarse a los casos rutinarios y, sobretodo, al cobro de obligaciones  [3].
La consecuencia más previsible de un sistema judicial concentrado en el cobro de deudas es que los agentes invierten mayores recursos en prevenir los conflictos y en la búsqueda de alternativas privadas para su solución. Desde el punto de vista de la prevención se habrían dado en Colombia cambios sustanciales en la tecnología de los contratos. Tales cambios se habrían visto reforzados por tendencias como la globalización de las relaciones comerciales,  la influencia de las multinacionales americanas, y la progresiva adopción, por parte del derecho civil, de las prácticas del "common law" caracterizadas por una mayor desconfianza en los códigos y una mayor vocación por los contratos más explícitos y detallados [4]. En forma consistente con este fenómeno se estaría dando una mayor tendencia hacia la práctica del derecho preventivo en detrimento del litigio. En cuanto a la privatización de los arreglos en los conflictos civiles se puede mencionar la generalización de las cláusulas de arbitramento en los contratos comerciales.
Entre los grandes interrogantes que surgen alrededor del funcionamiento de la justicia civil en Colombia vale la pena mencionar los vínculos entre la justicia civil y la “manera colombiana” de hacer negocios, o de resolver conflictos. No se sabe muy bien, por ejemplo, el sentido de la causalidad entre el ambiente de incumplimiento tan persistente en el país y el desempeño de los jueces civiles. O porqué estos jueces no resuelven con prontitud los juicios ejecutivos -los cobros de obligaciones- si esa es, en principio, una situación que atenta contra la eficiencia. Ni siquiera existe mayor claridad acerca de los objetivos de los jueces: si su principal preocupación es la búsqueda de eficiencia o si, por el contrario, se sienten más inclinados a alterar la distribución de los recursos.
De todas maneras, parece razonable argumentar que el débil desempeño actual de la justicia civil colombiana, al afectar la manera como se elaboran y se cumplen los acuerdos y los contratos que rodean un intercambio, incrementa los costos de transacción y por esta vía afecta negativamente las posibilidades de desarrollo [5].

2 - ECONOMIA Y CRIMEN: LA EVOLUCION DEL DISCURSO EN COLOMBIA
Paradójicamente, el elemento más antiguo y arraigado del discurso sobre los vínculos entre la economía y el crimen en Colombia ha sido promovido por analistas ajenos a la disciplina. Se han postulado dos tipos de relaciones. Está por un lado la noción de que la pobreza y la desigualdad son la principal causa de las actividades delictivas y de la violencia [6].  Está en el otro extremo la posición, también fatalista, según la cual el crimen es una consecuencia inevitable del avance social y económico, es el precio del progreso [7]. El supuesto de que el crimen se asocia con la industrialización tuvo una gran influencia en la evolución del pensamiento colombiano sobre el crimen, que se concentró en las subculturas urbanas marginadas como generadoras del delito y se despreocupó conceptualmente del crimen organizado, o trató de amoldarlo al mismo patrón.
Hacia la década de los setenta las teorías criminológicas que se formularon en las sociedades industrializadas, fueron aplicadas sin mayores reservas ni adaptaciones a la situación del país. Perfectamente encajado dentro de la teoría, el perfil típico del criminal en una sociedad como la colombiana era el de un joven de origen rural que migraba a la ciudad y no lograba adaptarse [8].
Como explicación complementaria a los problemas de criminalidad, surgió hacia principios de los ochenta una derivación marxista de la nueva criminología que, combinada con las teorías de la dependencia, hizo énfasis en el papel del estado en la definición y la creación del fenómeno criminal [9]. En forma consistente con el pensamiento económico cepalino,  esta escuela retomó y reforzó la noción de que el crimen surge de las desigualdades económicas y políticas en los países periféricos, desigualdades que, a su vez,  no  son  más  que el reflejo de un  orden internacional injusto [10].
En un contexto como éste el narcotráfico, por ejemplo, se percibe como una manifestación adicional de la disparidad en las relaciones centro periferia, que se origina en las restricciones a las exportaciones agrícolas latinoamericanas [11], que beneficia al sistema financiero de los países desarrollados y frente al cual el “imperio” obliga a los países dependientes a tomar medidas impopulares y contrarias a sus intereses.
Los antecedentes más lejanos del interés actual de los economistas colombianos por el crimen son los esfuerzos que hacia finales de la década de los setenta hicieron algunos macroeconomistas [12] para tratar de medir la magnitud del negocio del narcotráfico en Colombia. Son tres los elementos que vale la pena destacar de los estudios que, en las mismas líneas, se han hecho hasta la fecha [13]. Está en primer lugar  las enormes discrepancias en cuanto al tamaño estimado de la actividad [14]. En segundo término se puede señalar la falta de un tratamiento integral de la industria del narcotráfico [15], más allá de su efecto sobre las variables macro. Está por último el hecho que, por lo general, tales trabajos  han tratado de minimizar la magnitud del fenómeno [16].
Orientados, por el contrario, a llamar la atención sobre el gran tamaño de las actividades criminales está un conjunto reducido y reciente de trabajos, de clara estirpe económica, preocupados por "las finanzas de la guerrilla" [17]. Basados por lo general en fuentes militares el objetivo primordial de estos trabajos ha sido el de mostrar que la subversión es también una lucrativa industria. Están también los trabajos que tratan de calcular el monto global de los recursos que se transfieren por efecto de la criminalidad  y de estimar los costos que la violencia está imponiendo sobre la sociedad colombiana [18].  Entre los trabajos con esta orientación se pueden distinguir tres vertientes. En primer lugar, los que analizan los gastos, públicos y privados, que se dedican a prevenir, atender o tratar de controlar la violencia y la criminalidad.  Están en segundo lugar los que analizan el impacto de la violencia sobre el acervo de capital, humano o físico. Entran por último los estudios, que podrían considerarse particulares a Colombia, acerca de los efectos de la violencia sobre los procesos de inversión o sobre las decisiones de producción  e intercambio.
Parece claro que el interés académico por el impacto económico de la violencia fue tardío en el país. El primer economista colombiano en llamar la atención sobre el efecto que un ambiente violento podría tener sobre el potencial de los procesos de inversión, producción e intercambio fue Jesús Bejarano, a finales de la década pasada, cuando ya las grandes organizaciones criminales se habían consolidado y la violencia se había hecho explosiva. Los trabajos econométricos que corroboran estas inquietudes [19] y plantean que la violencia está afectando tanto la formación bruta de capital como el crecimiento de la productividad fueron todos realizados en el último par de años, cuando ya muchos empresarios habían salido del país por razones de inseguridad. Las voces de alarma sobre  la imposibilidad de alcanzar un alto crecimiento económico con un mal sistema judicial [20] se empezaron a oír cuando el grueso de las reformas estructurales ya se habían realizado.
En la actualidad parece haber consenso en que la violencia y los altos niveles de conflicto están poniendo en peligro la viabilidad de la economía colombiana.

3 – PECULIARIDADES DE LA JUSTICIA PENAL COLOMBIANA
3.1 – Un régimen legal tolerante con la violencia
Es probable que la idea de las raíces sociales del crimen -la pobreza como “caldo de cultivo” de la violencia- haya contribuido a minar la importancia de la justicia en la tarea de controlar y prevenir los comportamientos violentos. También puede pensarse que en una sociedad con frecuentes levantamientos y guerras civiles, en la cual las figuras del rebelde y el gobernante se alternaron por mucho tiempo, las elites consideraron arriesgado establecer un régimen legal demasiado severo con quienes recurrían a las vías de hecho y al uso de la fuerza. De todas maneras, es indudable que el sistema penal colombiano ha sido siempre particularmente tolerante con la violencia.
Históricamente, la legislación colombiana nunca ha sido suficientemente severa en el tratamiento legal de los atentados contra la vida. La actitud de los legisladores colombianos, siempre comprensivos con las muertes violentas, podría explicarse de varias maneras. La primera sería la sensación, repetida en distintas épocas, que la violencia colombiana es un fenómeno tan complejo, con tan profundas raíces sociales, y tan particular al país, que los elementos judiciales para controlarlo resultan inocuos si no se aplican en forma simultánea con políticas globales más ambiciosas para mejorar la situación social. Es impresionante, por ejemplo, la actualidad, y la similitud con discursos en boga, de argumentos que se esgrimieron en los años treinta para no aumentar en forma significativa las penas para el homicidio. Todos estaban relacionados con la multiplicidad de los factores de violencia y las peculiaridades del país al respecto [21]. Muy revelador de esta actitud es, por ejemplo, un debate previo a la reforma del código penal de 1936 en el cual se modificó el artículo inicialmente propuesto para la definición del homicidio -"el que con el propósito de matar causa la muerte de otro"- cambiando el término causa por el de ocasiona puesto que el primero se consideró demasiado fuerte y excluía la posibilidad de otros factores determinantes de la conducta [22].
La segunda fuente de laxitud del régimen penal colombiano con las muertes violentas tiene que ver con su histórica  tendencia a concentrarse en  las intenciones de los asesinos en detrimento de las consecuencias de sus acciones. En forma contraria a preceptos enunciados por Beccaria a finales del siglo XVIII, durante sus primeros ciento cincuenta años el código penal colombiano se ramificó, extendió y sofisticó en términos de las motivaciones internas que debían ser tenidas en cuenta para sancionar un homicida. En el primer código penal colombiano, el de 1837, se consideraban como categorías de homicidio el simple -que podía ser voluntario o involuntario-  y el agravado. Para 1873 el homicidio se dividió en punible o inculpable. El punible podía ser simple [23] o calificado y el inculpable accidental o justificable. A su vez, el homicidio punible simple se dividió en común o atenuado, dependiendo de la existencia de circunstancias favorables al reo [24]. El homicidio calificado se dividió por su parte en ordinario o proditorio -asesinato- . En el de  Código de 1890 se distinguen los asesinatos "más graves" de los "menos graves" de acuerdo a las causales en que se realizara la conducta. En 1922 se consideró equitativo ampliar el rango de las penas para poder tener en cuenta las peculiaridades de cada homicidio y en 1923 se reconoció la imposibilidad de prever legalmente las múltiples causales de las muertes violentas y consecuentemente se propuso aumentar al máximo la flexibilidad de los jueces para ajustar las penas a cada caso particular [25]. En las comisiones preparatorias del Código de 1936 se discutió mucho la necesidad de anteponer el "intencionalmente" y el "ilegal e injustamente" a la definición del homicidio y se hizo explícita la noción de que el ideal del derecho penal era la individualización de las penas [26]. No fue sino hasta el Código Penal de 1980 cuando se eliminaron los elementos subjetivos y se simplificó la definición legal del homicidio: ”el que matare a otro”.
Un tercer argumento que se puede ofrecer para apoyar la idea de un estado colombiano  desinteresado, en la práctica, por los homicidios tiene que ver con la pertinencia de los sucesivos códigos penales, con su relevancia para enfrentar el tipo de muertes violentas que se daban en el país. Como en tantas otras facetas del entorno institucional colombiano se puede señalar, para la violencia, un considerable abismo entre lo que pasaba en la realidad  y lo que los legisladores manifestaban que estaba ocurriendo. Ya en las discusiones previas al Código de  1936 se oían algunas voces disidentes preocupadas por el aumento en la muertes violentas, por la relativa impunidad con que se cometían los homicidios, por la falta de severidad en las penas por asesinato [27] y por los supuestos móviles  políticos, no considerados en los códigos, que aparecían detrás de algunas masacres [28].
No deja de asombrar el abismo existente entre un código penal sofisticado al extremo en la tipificación de las múltiples motivaciones de los homicidas y la violencia política que hacia los años cincuenta azotó al país con una causal primaria y casi uniforme: la eliminación de  enemigos definidos por su filiación partidista. Haciendo caso omiso de la voluntad, manifiesta en la legislación, de conocer a fondo las causas específicas de cada homicidio para poder así individualizar las penas y suministrar el grado máximo concebible de justicia, la violencia partidista terminó con amnistías que, por el contrario, hicieron tabla rasa, homogeneizaron los innumerables homicidios cometidos y suspendieron la acción penal para todos los "delitos políticos" [29] no contemplados en el sofisticado Código Penal.
El tratamiento especial y privilegiado para los homicidios cometidos con motivaciones superiores, con móviles políticos, ha quedado oficializado en el régimen penal colombiano con el tratamiento discriminatorio y favorable que reciben los rebeldes. El delito de rebelión no sólo se ha considerado bastante menos grave que el homicidio [30] sino que además ha cobijado y protegido legalmente otras conductas punibles violentas, siempre que estas se hayan cometido en una situación de combate [31]. Durante los setenta y buena parte de los ochenta [32], período de consolidación de la guerrilla en el país, la estrategia defensiva de los alzados en armas que debieron enfrentar a juicios penales, estuvo basada en la politización de los procesos. La figura de la rebelión sirvió no sólo para dejar impunes muchas muertes violentas, o para sacar presos políticos de las cárceles, sino además para darle, a través de los juicios, una amplia difusión a las justificaciones sociales y políticas de la violencia guerrillera. En lugar de constituir escenarios dónde se discutían los hechos y se trataban de aclarar los incidentes, los juicios a los guerrilleros se convirtieron en una verdadera caja de resonancia para el ideario político de los rebeldes, en un instrumento de legitimación de sus conductas y, simultáneamente, de deslegitimación de la acción del estado para controlarlas.

3.2 – Un problema secular: la congestión de los despachos [33]
El fantasma de la congestión de los despachos ha rondado a la justicia penal colombiana, e inspirado a sus reformadores, por más de tres décadas. Desde principios de los años sesenta se empezó a hablar de la necesidad de reformar la justicia, básicamente para descongestionar los juzgados. Desde que existen estadísticas sobre la justicia, las cifras muestran que, realmente, ha habido un problema grave de congestión. A partir de 1940 los sumarios crecieron a una tasa casi constante del 7% anual. La capacidad de evacuación del sistema [34], aunque con mayor variabilidad, crecía a una tasa promedio ligeramente superior al 1.0% al año. Así, entre 1940 y 1964 los procesos penales que aceptaba el sistema para investigar se quintuplicaron, pasando de treinta mil a ciento cincuenta mil por año. Durante el mismo período el número anual de sumarios que efectivamente podía atender el sistema se incrementó en menos del 50%, pasando de diez mil en 1940 a cerca de quince mil en 1964. Para 1964 entraba anualmente al sistema penal cerca de diez veces el número de sumarios que se podían investigar. Sin descontar los sumarios que prescribieron, para principios de los sesenta, la situación era tal que el acumulado de sumarios sin calificar equivalía a diez años de entradas  y, con la capacidad del sistema en aquel entonces, se hubiera requerido cerca de un siglo, congelando las entradas, para evacuar el rezago. 
En retrospectiva, a pesar de esta gran congestión, y con base en diversos indicadores de desempeño [35], puede decirse que la de los sesenta fue una década razonable para la justicia penal, o por lo menos no tan crítica como las que vendrían después. La base de este funcionamiento aceptable fueron los criterios, seguramente informales, con que se escogían los casos de los que se ocupaba la justicia. El sistema penal tenía en aquel entonces  una clara vocación por tratar de investigar, ante todo, los atentados contra la vida y la integridad  de las personas [36].
Sin tener en cuenta la magnitud, ni las características, del desequilibrio entre la demanda por servicios de justicia y la capacidad real y efectiva del sistema para responder a esa demanda en materia de investigación, se realizó una reforma en el año 71 que, en lugar de orientarse a sofisticar los criterios de selección de los sumarios dignos de ser investigados, decidió irse por la vía, idealista e ingenua, de tratar de resolver todos los sumarios que, voluminosamente, seguían entrando.
El Código de Procedimiento Penal vigente hasta 1971 concentraba las funciones de juzgar y de instruir en los mismos funcionarios judiciales: los jueces encargados de investigar los procesos eran los competentes para juzgarlos. El Decreto 409 de 1971, expedido con base en facultades extraordinarias, comienza a dividir las funciones de investigación y de juicio [37]. Se crearon jueces de instrucción radicados y ambulantes, que pertenecían a la rama ejecutiva, para apoyar las labores de investigación de los jueces. La introducción de un intermediario adicional, novato, perteneciente a otra rama del poder público, buscando efectividad y no necesariamente administrar justicia, condujo a la aparición de serios problemas adicionales a la congestión, que no logró solucionarse. 
Parece claro que los nuevos juzgados de instrucción criminal llegaron a cumplir, ante todo, su misión de evacuar sumarios. A partir de 1971, año en que iniciaron sus labores, las providencias de calificación de los sumarios aumentaron considerablemente, duplicándose cada cinco años. Sin embargo, esta efectividad se hizo gracias a unos criterios progresivamente más laxos para dejar salir  sumarios del sistema sin resolución acusatoria [38].
En segundo término, los juzgados de instrucción criminal trastocaron por completo los, hasta ese entonces, razonables criterios para escoger los pocos sumarios que el sistema penal estaba en capacidad de investigar. En términos del dilema, en la etapa instructiva, entre la facilidad para resolver  un caso y la gravedad del incidente en el que se origina, puede pensarse que los nuevos jueces de instrucción, presionados por unas metas cuantitativas de evacuación de procesos, no sólo relajaron los criterios para dejar salir del sistema sumarios sin acusación, sino que se dedicaron a escoger los casos más fáciles de resolver. Estos son, precisamente, los procesos originados en los incidentes menos graves. Progresivamente, los jueces de instrucción fueron abandonando la labor de investigar y aclarar los crímenes más graves para concentrarse en los incidentes más banales que, en la práctica, llegaban resueltos desde la denuncia. Así, la gran deformación del sistema penal colombiano, la de dedicarse a los procesos que menos investigación requieren, aquellos con sindicado conocido, se comenzó a gestar a principios de los setenta [39].
En síntesis, desde sus inicios, los juzgados de instrucción criminal se dedicaron, en forma consecuente con la reforma del 71, a evacuar procesos con rapidez. Para lograr esos objetivos, por la puerta trasera, se introdujeron al sistema incentivos de efectividad que lograron, con el correr de los años, echar por la borda  la esencia de la tarea instructiva. Cuando se busca rapidez es obvia la inclinación por lo fácil, o lo trivial.  
Con relación a la tarea de descongestionar los despachos, los juzgados de instrucción la cumplieron sólo a medias. En forma terca, las entradas al sistema, los sumarios, siguieron creciendo a tasas altas -del 6.1% anual entre 1971 y 1985- y en todo caso superiores al crecimiento factible y realista en la capacidad de respuesta de cualquier agencia estatal. A pesar de la banalización de la etapa instructiva, y de una virtual amnistía instructiva en el año 81, las calificaciones lograron crecer en forma paralela, pero siempre por debajo del nivel de los sumarios.  Así el rezago acumulado siguió creciendo hasta 1987.
En forma paralela con esta deformación de los criterios para escoger los casos de los cuales se encargaba la justicia penal se fue dando un continuo y sostenido deterioro en la capacidad del Estado colombiano para capturar sindicados. Si bien durante los primeros años de vigencia de la reforma se incrementó levemente el número de personas capturadas, a partir de 1975, y sin que se sepa muy bien la razón, empezó a deteriorarse la habilidad del sistema penal colombiano para detener sindicados. En términos per cápita, en la actualidad se detiene en el país a la cuarta parte de las personas que se detenían a mediados de los setenta.
La combinación de estos dos factores, la deformación de los criterios para escoger los casos que ameritaban ser investigados y la incapacidad para detener sindicados, fue nefasta para la justicia colombiana. Ante las crecientes limitaciones para arrestar infractores el sistema penal, en lugar de fortalecer su capacidad para resolver los delitos e identificar y capturar las personas vinculadas se nivela por lo bajo, y limita la apertura de sumarios a su débil capacidad de investigación. En su afán por buscar efectividad la justicia penal cortó por lo sano la incómoda acumulación de delitos sin resolver, restringiendo la entrada al sistema y  concentrando  sus preocupaciones en los incidentes que ya venían resueltos, o por lo menos con un imputado conocido, desde la denuncia.
Estas tendencias, que se gestaron de manera informal desde los setenta, se cristalizan con un cambio en el procedimiento, bastante radical, contemplado en el Decreto 050 de 1987. Básicamente, a partir de dicho año, se restringió la apertura de sumario a aquellos incidentes penales que tuvieran un sindicado conocido. Con el  mencionado decreto se decidió ponerle un término de sesenta días a la labor de investigación previa para esclarecer los delitos e identificar los autores para vincularlos al proceso [40]. En otros términos, se decretó la impunidad para aquellos crímenes que no fueran aclarados en el término de dos meses [41].
Esta perla de la legislación colombiana no sólo consolidó la trivialización de la justicia penal sino que, en la práctica, le otorgó una “patente de corso” al crimen organizado.
Es difícil pensar que una reforma como estas fue un simple desacierto y que no hubo detrás de ella presiones de grupos poderosos. Se puede pensar en dos tipos de influencia. La primera es la del gremio de los abogados litigantes para quienes un sistema penal limitado, en la etapa investigativa, a los casos con sindicato conocido representa un magnífico negocio: sindicado conocido equivale a abogado defensor contratado. De manera conservadora, el negocio de los sumarios se puede estimar en cerca de medio punto del producto interno bruto cada año.  El segundo elemento que pudo haber influido en esta reforma fue el crimen organizado que por aquel entonces ya estaba consolidado en el país y, además, había mostrado su interés en el sistema penal de justicia. Vale la pena detenerse a analizar las características de la influencia del crimen organizado sobre la justicia penal colombiana.

4 - LA JUSTICIA COLOMBIANA ANTE LA VIOLENCIA [42]
Para Colombia la presión de los grupos violentos sobre el sistema judicial durante las dos últimas décadas se puede empezar a corroborar con la simple lectura de prensa. Paralelamente parece prudente no ignorar la cadena de coincidencias que se han dado entre los ataques y amenazas de los grupos armados y las sucesivas modificaciones al código penal colombiano [43]
Con las cifras judiciales agregadas a nivel nacional se puede identificar una asociación negativa entre la violencia, medida por la tasa de homicidios, la presencia de grupos armados y varios de los indicadores de desempeño de la justicia penal. En las últimas dos décadas, la tasa de homicidios colombiana se multiplicó por más de cuatro. En forma paralela, se incrementó la influencia de las principales organizaciones armadas: guerrilla, narcotráfico y grupos paramilitares. En el mismo lapso, la capacidad del sistema penal para investigar los homicidios  se redujo considerablemente. La proporción de homicidios que se llevan a juicio, que en los sesenta alcanzó a superar el 35% es en la actualidad inferior al 6%. Mientras que en 1975 por cada cien homicidios el sistema penal capturaba más de 60 sindicados, para 1994 ese porcentaje se había reducido al 20%. Las condenas por homicidio, que en los sesenta alcanzaban el 11% de los homicidios cometidos no pasan del 4% en la actualidad [44]. Estas asociaciones permiten dos lecturas. La tradicional sería que el mal desempeño de la justicia ha incentivado en Colombia los comportamientos violentos. En el otro sentido, se puede argumentar que uno de los factores que contribuyeron a la parálisis de la justicia penal colombiana fue, precisamente, la violencia y en particular la ejercida por los grupos armados.
Por otro lado, los datos de las encuestas de victimización muestran cómo las actitudes y respuestas de los ciudadanos están contaminadas tanto por las deficiencias de la justicia penal,  como  por  un  ambiente  de amenazas e intimidación. La sociedad colombiana se caracteriza no sólo por los altos niveles de violencia, sino por el hecho que los ciudadanos no cuentan con sus autoridades para buscar soluciones a los incidentes criminales. Aún para un asunto tan grave como el homicidio más de la mitad de los hogares víctimas manifiestan no haber hecho nada y únicamente el 38% reporta haber puesto la respectiva denuncia [45].
Dentro de las razones aducidas por los hogares colombianos para no denunciar los delitos vale la pena resaltar la importancia de dos. La primera, peculiar y persistente en las tres encuestas de victimización, es la de la "falta de pruebas", que es sintomática de la forma como el sistema penal colombiano ha ido delegando en los ciudadanos la responsabilidad de aclarar los crímenes. La segunda es la del "temor a las represalias" que en la última década duplicó su participación en el conjunto de motivaciones de los hogares para no denunciar. 
Del análisis de la información municipal para 1995, un primer punto que vale la pena destacar es que la presencia de agentes armados en los municipios afecta negativamente la calidad de la información sobre violencia homicida. Un indicador elemental de la bondad de las estadísticas sobre muertes violentas se puede construir con base en las diferencias que se observan entre las distintas fuentes. Para una fracción importante de los municipios colombianos, más del 25%, se observa un faltante en las cifras judiciales: los homicidios registrados por los médicos legistas, o por la Policía Nacional, superan la cifra reportada por el sistema judicial. La probabilidad de ocurrencia de este fenómeno de subregistro judicial de la violencia se incrementa en forma significativa con la presencia de guerrilla, de narcotráfico o de grupos paramilitares en los municipios.
En los municipios dónde se presenta este fenómeno de subregistro de homicidios, por lo general lugares violentos, se observa que las denuncias por habitante, en todas las categorías de delitos, son en promedio inferiores a las de los municipios en dónde las cifras judiciales son consistentes con las de las otras fuentes.
La asociación que se observa entre el subregistro de muertes violentas, la presencia de agentes armados y los bajos niveles de denuncias se puede explicar de varias maneras que reflejan, todas, deficiencias en el funcionamiento de la justicia penal. Estas explicaciones son consistentes con un escenario bajo el cual los agentes armados, las mafias, venden servicios privados de protección, o de justicia.
Este fenómeno de desjudicialización de la violencia afecta no sólo los niveles de la criminalidad registrada en las denuncias sino que, además, distorsiona la percepción que se tiene sobre el efecto de los grupos armados sobre esa criminalidad. 
La combinación de los efectos que se acaban de describir hace que, por ejemplo, en el municipio típico colombiano  la presencia de algún agente armado reduzca entre un 15% y un 25% el número de denuncias puestas ante la justicia.
La influencia de los agentes armados sobre las cifras judiciales no se limita a su impacto negativo sobre los delitos denunciados. También se percibe en los datos un efecto sobre el número de investigaciones que emprende el sistema judicial y sobre las prioridades de la justicia penal, que pueden aproximarse por la composición, por delitos, de las investigaciones. Es precisamente en los municipios menos violentos, o sin presencia de agentes armados, en dónde la participación de los atentados contra la vida dentro de los casos de los cuales se ocupa la justicia es mayor.
Así, en forma consistente con el escenario de unas mafias que impiden que se investiguen los homicidios se encuentra una asociación negativa entre la violencia en los municipios y el interés del sistema judicial por aclarar los atentados contra la vida. También se encuentra que la presencia de más de un agente armado en un municipio tiene un efecto demoledor sobre las prioridades de la justicia, en contra de los delitos contra la vida. Para tener una idea de la magnitud de este impacto baste con señalar que la presencia de dos agentes armados en un municipio colombiano tiene sobre las prioridades de investigación de la justicia un efecto similar al que tendría el paso de una sociedad pacífica a una situación de guerra civil.
Para resumir, el análisis de los datos sobre desempeño judicial, violencia homicida y presencia de los grupos armados en los municipios colombianos sugiere una historia interesante. El efecto inicial de los agentes violentos sobre el desempeño de la justicia penal colombiana se estaría dando a través de la alteración, en ciertos municipios violentos, en el conteo de los homicidios por parte de los fiscales y los jueces. La información disponible es bastante reveladora acerca de la génesis del misterio alrededor de las muertes violentas en el país: el sistema judicial. Los muertos empiezan a desaparecer de las estadísticas en las cifras que remiten los juzgados. Difícil pensar que si existe desinformación en cuanto al número de homicidios habrá alguna claridad acerca de las circunstancias en que ocurrieron las muertes, o acerca de los autores de esos crímenes.
Este primer desbalance entre lo que el sistema judicial registra y lo que realmente está ocurriendo estaría afectando las percepciones de los ciudadanos acerca de la justicia y su voluntad para recurrir a ella para denunciar todo tipo de delitos. Parece lógico el escepticismo de los ciudadanos con un sistema judicial que reconoce la existencia de un número de homicidios inferior a los que realmente ocurren. El fenómeno de baja denuncia que se observa ante la presencia de agentes armados puede, en principio, darse en forma paralela con una reducción o con un incremento en la delincuencia. Los datos no son contundentes al respecto pero sugieren más un escenario de aumento en la criminalidad.  Las respuestas de los hogares acerca de los factores que se cree afectan la delincuencia en sus regiones tiende a dar apoyo a la idea que los agentes armados contribuyen a la inseguridad. Testimonios disponibles en el país permiten sin embargo sospechar que en algunas localidades los grupos armados entran a poner orden, reduciendo las tasas delictivas . La presencia de más de un agente armado en una localidad  tiene ya un  efecto devastador sobre la justicia que parece convertirse entonces en una verdadera "justicia de guerra" bajo la cual el mayor número de muertes violentas conduce a un menor interés de la justicia por investigarlas, y mucho menos por aclararlas. En síntesis, los datos muestran que es por la desinformación alrededor de la violencia por donde parece iniciarse la influencia de los agentes armados sobre la justicia penal colombiana. A partir del momento en que la justicia, en sus estadísticas y seguramente en su desempeño, se empieza a alejar de la realidad se dan las condiciones para ese círculo vicioso de desinformación y oferta de servicios privados de protección en el que, nos dice la teoría, surgen y se consolidan las mafias [46].

CONCLUSIONES 
Son tres los mensajes que se quisieron transmitir con este trabajo.  El primero es que en Colombia, a diferencia de lo que ocurre en otras sociedades, el principal impacto del mal desempeño judicial sobre el desarrollo económico no se está dando por la falta de eficiencia alrededor de los contratos civiles o comerciales sino por la consolidación de las actividades criminales, que están generando costos de transacción casi infinitos, están atentando contra las bases mismas del intercambio y están poniendo en peligro la viabilidad de la economía colombiana.
El segundo mensaje es que cuando falla la justicia oficial, alguien termina ofreciendo ese servicio. En el ámbito civil, la privatización de la justicia que evidentemente se está dando en el país parece soportable, y en algunos casos podría incluso considerarse deseable. En el área penal, sin embargo, el suministro privado de justicia, que también se está presentando, debe evitarse a toda costa. Los sistemas penales privados están siempre basados en el recurso a la violencia y las organizaciones armadas que reemplazan al Estado en la tarea de penalizar a los delincuentes, o de definir cuales son las conductas que se criminalizan, acumulan un enorme poder que por lo general utilizan para acomodar las reglas del juego a sus intereses, garantizar su impunidad y perpetuar su influencia. Las observaciones anteriores sugieren que en Colombia la prioridad debe ser la de arreglar el sistema penal de justicia.
El tercer mensaje es que esta tarea, la reconstrucción de la capacidad del Estado  para juzgar a los criminales, es más ardua de lo que se piensa. Va mucho más allá de los cambios en los códigos, los procedimientos o la gestión de los juzgados. Se debe empezar por superar una larga tradición legal y cultural de laxitud con la violencia y de capacidad para soportar, y aún exaltar, ciertos comportamientos criminales cuando estos están supuestamente motivados por causas nobles, como la búsqueda de una sociedad más justa.
El desbordamiento de la violencia y la consolidación del crimen organizado en una sociedad implican enormes desafíos para la justicia, y la economía, en varios niveles. Aparecen dificultades al nivel más básico de observación y de medición de lo que realmente está ocurriendo. Pierden relevancia las teorías disponibles. Las políticas públicas se diseñan y ejecutan basadas en mitos e ideologías que, extrañamente, contribuyen a la parálisis de la justicia penal y favorecen a los infractores. Estos elementos debilitan los derechos de propiedad y desdibujan las reglas del juego para las cuales, en últimas, se pierde claridad acerca de quien las impone. En este contexto, se debilita la base misma del intercambio, emigran los recursos productivos y se consolida el crimen organizado.
Los criminales colombianos, muy exitosos, han dejado algunas lecciones, que vale la pena tener en cuenta. Como que el potencial de acumulación de riqueza y poder en el bajo mundo es prácticamente infinito. O  que la riqueza y el poder que efectivamente se adquieren son directamente proporcionales a la capacidad para usar la violencia e intimidar.  La combinación de ese poder descomunal, y el desfase entre las teorías criminológicas y lo que realmente estaba sucediendo en el país llevó a la situación actual en el que nada parece ser como se creía que era. De un escenario en el que se daba por descontado que el entorno social determinaba los comportamientos criminales se llegó al de unos criminales cuyas decisiones configuraron una nueva sociedad. Antes de que se resolviera el debate de si la justicia penal afecta las decisiones criminales se llegó a la evidencia de un sistema judicial amedrentado, infiltrado y manipulado por los delincuentes. Del convencimiento que la pobreza era el caldo de cultivo del delito se pasó a la certidumbre que una buena fórmula para empobrecer una comunidad es la consolidación del crimen.


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* Investigador CEDE y PAZ PUBLICA, Universidad de los Andes. Este trabajo fue presentado en el seminario sobre Instituciones Económicas Colombianas en honor del profesor Douglass North.
[1] Una exposición más detallada de esta sección se encuentra en Rubio [1997b]
[2]  Ver Rubio [1996a, 1996b, 1997]
[3] Para el último año disponible en las estadísticas de justicia, reposaban en los juzgados civiles cerca de 2 millones de litigios de vigencias anteriores, se abrieron un poco más de 800 mil procesos y se dictaron cerca de 250 mil sentencias. El 70% de los procesos heredados del año anterior eran juicios ejecutivos, el 25% eran juicios declarativos y el 5% otro tipo de procesos. Entre los juicios iniciados el 60% fueron de ejecución, el 33% fueron declarativos y el 7% tenían otra naturaleza. Para las sentencias que se dictaron, los respectivos porcentajes fueron del 35%, el 54% y el 11% Los casos de responsabilidad civil extra contractual, que corresponderían a los llamados “torts”, y que concentran buena parte de la atención de los analistas anglosajones, constituyen tan sólo el 1% de los casos atendidos por la justicia civil colombiana.  Rubio [1997b]
[4] Para Venezuela, Pérez Perdomo (1996) hace bastante énfasis en este punto. "El estilo de los contratos en los negocios ha variado en los últimos 20 o 30 años : el viejo estilo era de contratos considerablemente cortos donde se expresaban los asuntos principales y se confiaba el resto a lo previsto en los códigos y leyes. El estilo más reciente es de contratos muy detallados, que prevén muchas situaciones específicas y dicen cómo se regulan" pag 136
[5] Para una discusión conceptual sobre las consecuencias del débil desempeño judicial sobre el crecimiento ver Sherwood et al [1994].
[6] Ver por ejemplo Restrepo [1995] o Velásquez [1995].
[7] Bajo la visión marxista de la sociedad estas dos posiciones se complementan y refuerzan: dos causales del crimen, la pobreza y el acelerado crecimiento económico, hacen inevitable la criminalidad en las sociedades capitalistas en desarrollo.
[8]  La idea del delito como algo inherente a la modernización estaba tan arraigada que alcanzó a sugerirse su utilización como un indicador de desarrollo: "One measure of the effective development of a country probably is its rising crime rate" Clinard  & Abbot (1973) "Crime in Developing Countries : A comparative perspective" NY citados por  Rogers(1989)
[9]  "(las modificaciones al régimen penal colombiano) responden a los intereses de una burguesía desbordada en sus apetitos -frente a unas clases media y obrera camino de la pauperización- a la cual poco le preocupan la humanización y la liberalización del derecho penal, aunque sí mucho la represión y el autoritarismo, sobre todo en el momento actual cuando la apertura económica implantada acrecienta cada día más el proceso de concentración del capital e incrementa la miseria absoluta de los estratos populares" Velásquez (1995)
[10]  Ver por ejemplo los "Guiding principles for Crime Prevention and Criminal Justice in the Context of Development and a New   International Economic Order" en  Zvekic (1990)
[11] Del Olmo Rosa (1988) La Cara Oculta de la Droga, Temis Bogotá
[12] Junguito y Caballero [1978].
[13] Ver por ejemplo  Steiner [1997]
[14] Lo anterior a pesar de la homogeneidad en la metodología utilizada que normalmente se ha basado en supuestos sobre área cultivada rendimiento de los cultivos y precios de venta de la droga. Uribe [1997] señala que buena parte de los estimativos de área cultivada se basan en trabajo de campo hecho en los ochenta en Perú y Bolivia.
[15]  Con excepción de Kalmanovitz [1990], Thoumi  [1994], o Rocha [1997].
[16]  En efecto, un objetivo corriente ha sido el de argumentar que Colombia está lejos de ser una narcoeconomía, que los ingresos de tal actividad son pequeños con relación al producto y que en ninguno de los principales indicadores macroeconómicos se percibe una huella significativa de tal actividad. Ver Caballero [1988], Gómez [1990] o Urrutia [1990]
[17] Por ejemplo Granada y Rojas [1994], La Rotta [1996] o Trujillo y Badel [1998].
[18] Rubio [1995, 1997], Bejarano [1996], Bejarano et al [1997], Guzmán y Barney [1997], Trujillo y Badel [1998]
[19] Rubio [1995], Bonell et al [1996], Chica [1996], Fajardo [1996], Sánchez, Rodríguez y Núñez [1996], Parra [1997], Plazas [1997]
[20] Montenegro [1994]
[21] "Si en algo hay necesidad de tener en cuenta el medio ambiente en Colombia es al fijar la penalidad en relación con el homicidio, porque las causas del aumento de este delito en Colombia son diversas y complejas" o  "La consideración de que en otros países las penas contra el homicidio sean relativamente altas y hasta muy severas, se explica por que allí no concurren las causas que concurren en Colombia, que reclaman remedios de carácter social. De suerte que si bien considero necesario aumentar en algo la penalidad en el homicidio, no es el único remedio, sino que junto con él es necesario aplicar otros" o "La penalidad señalada para este delito en otros países, no es la que pueda tenerse en cuenta en Colombia porque las situaciones en esos países son distintas" Actas de la Comisión Redactora de 1933 - Cancino [1988]
[22] "Manifiesta el doctor Lozano que usa la expresión "ocasiona la muerte de otro" en vez de "causa la muerte de otro", porque muchas veces la acción del agente no es causa eficiente de la muerte. Dice que abunda en las consideraciones de que hay que estudiar las otras causas del delito, que son múltiples, y que la pena no es la panacea que pueda detener la criminalidad .. porque cree firmemente en los factores antropológicos y sociales de la delincuencia" Actas de la Comisión Redactora de 1933 - Cancino [1988]
[23] "El que se comete mediante alguna pasión instantánea, o sentimiento de honor o de peligro que excluye la presunción de perversidad" Artículo 461 CP de 1873
[24] Se aclara además que el homicidio "se reputa simplemente voluntario cuando se comete .. por una provocación, ofensa, agresión, violencia, ultraje, injuria o deshonra grave que ... se haga al propio homicida, o a su padre o madre, abuelo o abuela, hijo o hija, nieto o nieta, marido o mujer, hermano o hermana, suegro o suegra, yerno o nuera, cuñado o cuñada, entenado o entenada, padrastro o madrastra, o persona quien se acompañe" Art 587 CP 1873
[25] "El cambio que propongo de cinco a quince años, en vez de seis a dieciseis, se justifica ... por cuanto dentro del homicidio simplemente voluntario pueden presentarse multitud de circunstancias que hagan más o menos grave el hecho, las cuales no pueden preverse en la ley, sino que deben dejarse a la apreciación del juez, por lo cual se requiere que haya una gran latitud entre el mínimum y el máximum de la pena imponible" Actas de la Comisión de 1923 - Cancino [1988]
[26] "(El Dr Cárdenas considera que) el ideal del Derecho Penal en el futuro, y su máxima perfección, consistirá en dejar a los jueces un amplio arbitrio en la aplicación de las sanciones, porque solamente así podrá realizarse la suprema aspiración de las instituciones penales, o sea la individualización de la pena.. " Actas de la Comisión de 1933 - Cancino [1988]
[27] "Es preciso reaccionar contra la monstruosa severidad del Código actual en materia de defensa a la propiedad y su irritante desprecio por la vida humana" Declaraciones del Dr Lozano - Actas Comisión Redactora de 1933 - Cancino (1988)
[28] "Existe un gran número de homicidios premeditados ... que no pueden ser indiferentes para el legislador : me refiero a aquellos a que se les ha pretendido dar carácter político, pero que en el fondo constituyen una delincuencia vulgar y ordinaria, como muchos de los que se cometen en algunas regiones, como en Santander. El exterminio de familias enteras, la persecución recíproca, la tragedia sangrienta que se disimula muchas veces con la apariencia de una riña, pero en que el homicidio ha sido preparado y calculado con anticipación" - Acta No 182 Comisión redactora de 1933 - Cancino (1988)
[29] La amnistía de Rojas Pinilla y posteriormente las del inicio del Frente Nacional. 
[30] "Los que mediante el empleo de las armas pretendan derrocar al gobierno nacional, o suprimir o modificar el régimen constitucional o legal vigente, incurrirán en prisión de tres (3) a seis (6) años" Art 125 CP del 80. Posteriormente (Dec 1857/89 y Dec 2266/91) se ajustó la pena de 5 a 9 años.
[31] "Rebeldes o sediciosos no quedarán sujetos a pena por los hechos punibles cometidos en combate, siempre que no constituyan actos de ferocidad, barbarie o terrorismo" Art 127 CP
[32] Básicamente hasta la expedición del Estatuto Antiterrorista en 1988 a partir de la cual, en la práctica, los rebeldes comenzaron a ser juzgados como terroristas.  Ver Aponte [1995]
[33] Esta sección está basada en Rubio [1996]
[34] Definida por el número de calificaciones que se proferían anualmente
[35] Como el comportamiento relativamente estable de las denuncias en una época en la que se puede suponer que estas reflejaban adecuadamente la criminalidad real, el de la tasa de homicidios, la participación de los homicidios en las denuncias ..
[36] Estas observaciones son, en cierto sentido amnésicas, pues  hacen caso omiso de las  repercusiones que pudo tener el período de la violencia de finales de los cuarenta sobre la justicia  penal.
[37] Los esfuerzos por separar la labor de instrucción de la rama ejecutiva se remontan a 1938, cuando al expedirse el Código de Procedimiento Penal se buscó restringir las labores de instrucción criminal que hasta entonces estaban asignadas a alcaldes y funcionarios de la Policía. Esta intención no se cumplió por problemas presupuestales y se nombraron jueces adscritos al Ministerio de Gobierno. Ver al respecto el trabajo de Gabriel Nemogá en esta misma investigación.
[38] Mientras que en el 71, cuando se introdujeron los jueces especializados en la instrucción, las acusaciones constituían el 30% de las calificaciones de sumarios, para 1981, diez años más tarde, este porcentaje había bajado al 9%.
[39] En efecto, la reforma de 1971 tuvo grandes efectos, diferenciales por tipo de delito, sobre la probabilidad de que un sumario terminara con llamamiento a juicio. A partir de 1971, los títulos para los cuales empieza a aumentar la efectividad de la etapa sumarial son justamente aquellos para los cuales cabe esperar que el proceso típico llega al sistema penal con un imputado identificado. El título que incluye los incidentes más graves y difíciles de resolver, los homicidios, es precisamente aquel para el cual la tarea instructiva pierde efectividad a partir de la reforma. Las tendencias anteriores causan mayor preocupación si se tiene en cuenta que ya para mediados de los setenta la situación de la criminalidad empezaba a agravarse, no sólo por sus mayores niveles, sino por su reorientación hacia las conductas más violentas.
[40] "Si vencido el término de sesenta [60] días no se hubiere logrado la individualización o identidad física del presunto infractor el Juzgado de Instrucción ... ordenará suspender las diligencias .. " Artículo 347 del Dec 050/87
[41] Posteriormente, por medio de la Ley 81 del 93, vigente en la actualidad, se alteró de nuevo el procedimiento para retornar al principio de extender la investigación previa hasta la identificación de los implicados. El término de sesenta días siguió vigente únicamente en los casos con imputado conocido. Por el contrario "cuando no existe persona determinada continuará la investigación previa, hasta que se obtenga dicha identidad" Art 41 y 42 de la  Ley 81/93, que reformaron el Art 324 del CPP. De todas maneras, la apertura del sumario sigue limitada a los procesos con imputado conocido.
[42] Esta sección aparece publicada en Rubio [1998]
[43] Saiz [1997]
[44] Rubio [1996]
[45] Rubio  [1996b]
[46] Gambetta (1993)