Los costos de la violencia, el precio de la paz


REGLAS DEL JUEGO Y EFICIENCIA
Desde hace más de dos siglos, la disciplina económica ha destacado las ventajas de la división del trabajo y la especialización en la creación de riqueza. Al ampliarse los mercados, al crecer las empresas, al especializarse los agentes, el número de transacciones entre ellos crece de manera exponencial. A pesar de lo anterior, el grueso de la teoría económica se ha preocupado más por los costos técnicos alrededor de los procesos productivos que por los costos de transacción en que los agentes incurren al realizar los intercambios.
¿ Por qué resulta costoso intercambiar ? Douglass North (1990) destaca dos elementos : la información y las "reglas del juego". La información es pertinente para las transacciones porque los individuos involucrados en ellas deben estar en capacidad de medir los atributos de lo que se está intercambiando. Cualquier transacción implica una alteración en los derechos de propiedad sobre el bien o servicio que se transa. Los agentes  tienen por lo tanto interés en conocer y  medir las características de las mercancías, en informarse acerca del paquete de derechos que está involucrado en el intercambio. Esta tarea es costosa.
El segundo elemento que genera costos alrededor de las transacciones tiene que ver con la manera como se elaboran y se cumplen los acuerdos y los contratos que rodean un intercambio. Es precisamente de los problemas relacionados con la especificación de los derechos y con la medición de los atributos de lo que se está transando que surge la importancia de las reglas del juego bajo las cuales se realiza el intercambio. La economía neoclásica tradicionalmente ha supuesto que el marco legal, las costumbres, la cultura, las instituciones que soportan el intercambio son eficientes en el sentido de que contribuyen a minimizar los costos de transacción. La universalidad de este supuesto implícito en una disciplina de estirpe anglosajona ha comenzado a ser puesta en duda [1]. No siempre las partes involucradas en una transacción tienen los incentivos suficientes para no hacer trampa, o incumplir. Un ambiente institucional que desestimule los comportamientos rapaces y oportunistas es necesario para reducir los costos de transacción.
Cuales son los factores que afectan la magnitud de los costos de transacción ? La llamada "nueva economía institucional" y en particular North (1992) han sugerido los siguientes :  (1) la correcta definición de los derechos de propiedad. Teniendo en cuenta que es necesario invertir recursos para medir no sólo los "atributos" de los bienes y servicios que se intercambian, sino los derechos que efectivamente se transfieren sobre ellos, si estos derechos no están adecuadamente especificados las transacciones serán más costosas. Para Eggertson (1990) la claridad acerca de los derechos de propiedad es inversamente proporcional a la complejidad del bien o servicio, definida como la cantidad de usos posibles alternativos que tenga. Así, un bien simple (un alimento) generará menos conflictos alrededor de la propiedad que un bien inmueble que puede tener diferentes usos por parte de diferentes agentes.
(2) El tamaño del mercado. Que determina lo impersonal del ambiente bajo el cual se da el intercambio. Cuando las transacciones se hacen entre familiares o agentes conocidos se pueden esperar menos incentivos para que las partes tomen ventaja entre sí que en un ambiente completamente impersonal dentro del cual se hace necesario, por el contrario, invertir mayores recursos para especificar en forma precisa los derechos que se transfieren.
(3) La capacidad del estado para hacer cumplir la ley. Cuando la ley se cumple  el estado que dirime los conflictos lo hace en forma imparcial, evalúa correctamente los montos envueltos y asigna la compensación por los perjuicios a la parte afectaba, hay menos incentivos para los comportamientos rapaces y oportunistas. Así, la imparcialidad y eficacia del sistema judicial son elementos determinantes en el desarrollo de sistemas complejos de intercambio.
(4)  Las actitudes  ideológicas. Las percepciones individuales acerca de la legitimidad de las reglas del juego afectan las posibilidades de intercambio y los costos de llevarlo a cabo.  
La posibilidad de que existan mercados eficientes, con bajos costos de transacción,  depende entonces de manera fundamental de unas reglas del juego legítimas,  creíbles y aceptadas, que permitan definir adecuadamente los derechos que se transfieren en un intercambio y hacer cumplir los contratos que se derivan del mismo. En una perspectiva temporal, North (1992) también sugiere como requisito de eficiencia la capacidad de las instituciones para permitir la adaptación de los agentes a las condiciones cambiantes de los mercados. Esta capacidad está estrechamente relacionada con los incentivos para la innovación tecnológica, el aprendizaje y la actividad creativa.
La idea de que las instituciones convergen naturalmente hacia una situación en la que contribuyen a la eficiencia económica, a la reducción de los costos de transacción, resultó insuficiente para explicar la persistencia, en algunas sociedades, de instituciones ineficientes.  Por esta razón,  North (1990)  planteó la necesidad de diferenciar las organizaciones (los jugadores) de las instituciones (las reglas del juego) . La interacción  entre unas y otras es lo que determina el sendero institucional  o sea la forma como se van configurando y transformando las instituciones en una sociedad.  Bajo este esquema de unas reglas del juego endógenas, que dependen de los intereses y del poder relativo de los jugadores exitosos, y no necesariamente de alguna noción de interés público, se rechaza en forma explícita la idea de que las instituciones tienen siempre como finalidad la eficiencia económica.
Se puede entonces, en principio, concebir la existencia de un conjunto de normas, leyes, costumbres, ideas, que sean, por decirlo de alguna manera, socialmente irracionales, es decir que no contribuyan a la eficiencia económica global. La literatura económica sobre avidez de rentas (rent-seeking) habla de actividades, empresarios o ambientes productivos (los motivados por la eficiencia económica, la innovación, la competencia) para distinguirlos de aquellos, improductivos o destructivos, en las cuales lo predominante son los comportamientos rapaces, rentistas y de transferencias de recursos.
En este orden de ideas, se pueden caracterizar por lo menos dos senderos institucionales diferentes en términos de su efecto sobre el desempeño económico de una sociedad. En un extremo estarían las comunidades donde se ha alcanzado un círculo virtuoso bajo el cual las instituciones, las reglas del juego, estimulan el crecimiento económico y las organizaciones exitosas en este ambiente favorecen cambios institucionales que, a su vez, estimulan y refuerzan el crecimiento. Es factible sinembargo concebir la existencia de sociedades regidas por instituciones improductivas, que incentivan la transferencia de rentas, elevan los costos de transacción, o simplemente conllevan un desperdicio de recursos, en detrimento de las actividades productivas y de innovación tecnológica. En tales sociedades, las organizaciones exitosas son precisamente aquellas hábiles para la búsqueda de rentas. Al acumular recursos y poder, estas organizaciones adecuan las reglas del juego  a sus intereses. Se genera de esta manera un círculo vicioso bajo el cual las características improductivas de la sociedad se refuerzan.
La endogeneidad y la dependencia histórica de las instituciones en una sociedad tiene repercusiones en términos de la posibilidad de afectarlas  mediante la intervención del gobierno. 
El proceso de cambio institucional que se acaba de describir es lento y evolutivo básicamente por dos razones [2] : (1) la existencia, al lado de las instituciones formales,  de unas reglas del juego informales, de una "manera de hacer las cosas" con profundas raíces culturales, históricas e ideológicas que nunca cambian en forma súbita y (2)  un sesgo natural hacia el statu quo  en las instituciones formales. Los cambios bruscos en el régimen legal generan resistencias por parte de los agentes afectados, que generalmente son quienes mejor se han adaptado al conjunto anterior de reglas del juego que se pretende cambiar. Las inconsistencias entre la normatividad formal y las reglas del juego informales crean tensiones que generalmente se resuelven llevando unas y otras hacia un punto intermedio. Los cambios en las reglas formales requieren de un proceso de aprendizaje y asimilación que es costoso puesto que cualquier alteración en el marco legal afecta, por definición, los derechos de propiedad e implica oposición por parte de quienes sienten negativamente afectados esos derechos, puede deducirse que aumentará los costos de transacción. De todas maneras, y a pesar de la gran importancia de las instituciones informales tanto en la determinación de los costos de transacción como en el proceso de configuración evolutiva del sendero institucional, una fuente recurrente de cambio institucional en todas las sociedades lo constituyen los cambios en el marco legalislativo formal.

CRIMEN Y DESEMPEÑO ECONOMICO
A nivel agregado, los vinculos entre el marco legal y el comportamiento de los agentes económicos son muy estrechos. Las economías de mercado, aún las más simples y primarias, deben contar con una serie de arreglos institucionales alrededor del respeto a la vida y a la  propiedad que las hagan factibles. Si se acepta la teoría, defendida entre otros por Posner (1977), que el objetivo último de la ley es maximizar la riqueza de la sociedad,  se concluye de inmediato que un ambiente no respetuoso de la ley implica una pérdida económica para la comunidad.
En los modelos más sencillos de intercambio entre dos agentes, apenas se abandona la economía de Robinson Crusoe, se requiere para la producción, el comercio y la acumulación de capital, del respeto por unas reglas básicas del juego, y de un ambiente civilizado donde pueda darse un intercambio voluntario y ordenado, se cumplan los acuerdos y se garanticen los derechos de propiedad sobre los resultados. Posner (1980) argumenta que muchas de las instituciones de las sociedades primitivas [3] contienen una buena dosis de racionalidad económica y no son más que mecanismos de adaptación a la incertidumbre o a los altos costos de información que sufren dichas sociedades.
Para la escuela clásica, los derechos de propiedad son un pre-requisito del progreso. Al hacerse más compleja la economía, las leyes y el aparato judicial necesario para hacerlas cumplir adquieren un papel de creciente preponderancia. En la actualidad, existe relativo consenso acerca de que cualquier sistema legal de contratos no tiene objeto distinto que el de  facilitar el intercambio [4].
La teoría económica de los derechos de propiedad [5] distingue dos tipos de beneficios económicos de la propiedad :  estáticos y dinámicos. Los primeros tienen que ver con la eficiencia en el uso de los recursos productivos y los segundos con los incentivos para mejorar la productividad de los recursos en el tiempo.  
Es fácil argumentar, en sentido contrario, que un ambiente en el cual no se respeta la vida ni la propiedad tendrá incidencia negativa sobre las actividades productivas. El respeto a la vida, a la libertad, el acuerdo sobre los derechos de propiedad no son condiciones separables y aditivas, las deficiencias en una implican deficiencias en las otras, lo que crea a su vez un ambiente de inseguridad, riesgo e inestabilidad que, casi axiomáticamente, incide sobre las posibilidades de crear y acumular riqueza en una sociedad.
Para dar cuenta de las grandes diferencias en los niveles de desarrollo entre países, por mucho tiempo prevaleció la teoría que la carencia de una clase empresarial en las economías menos desarrollados era uno de los principales obstáculos al crecimiento. En los últimos años se ha abierto paso una teoría alternativa, que sugiere  que las diferencias no dependen  tanto del acervo de empresarios como del tipo de actividades a las cuales se dedican las personas más emprendedoras y talentosas de la sociedad.
De esta manera se ha propuesto, dentro de los factores para explicar las diferencias en los niveles de desarrollo, una gran división entre las actividades "productivas" [6] y las actividades "no productivas", como la búsqueda de rentas y la redistribución de riquezas [7], en una sociedad. Sólo cuando las sociedades se especializan en las actividades productivas pueden crecer a largo plazo. Que los empresarios de una sociedad se dediquen a unas u otras depende, sobretodo, de las reglas del juego, y del sistema de premios y recompensas relativas que la sociedad le otorgue a las diferentes actividades.
Baumol (1990) introduce una tercera categoría de actividades, las "destructivas", como la corrupción o el robo, y muestra, con ejemplos históricos de la antigua Roma, China y Europa Medieval como sólamente las civilizaciones que se han orientado hacia las actividades productivas han sobrevivido y han logrado aumentar en forma significativa sus niveles de vida.
Se han sugerido varias razones acerca de por qué las actividades no-productivas, y con mayor razón las destructivas, son tan costosas para el crecimiento .
En primer lugar, las actividades de búsqueda de rentas, y en particular el crimen,  muestran rendimientos crecientes.  Un incremento de las actividades delictivas las hace más  atractivas con relación a las productivas. Esta condición puede llevar a un equilibrio perverso, que presenta simultáneamente altos niveles de transferencia de rentas, o de delitos, y bajo nivel de producto [8].
En segundo lugar, muchas formas del crimen, en particular las que se realizan con la colaboración, o corrupción, de los organismos de seguridad y justicia,  presentan las características típicas de los "monopolios naturales" :  altos costos  de entrada pero relativamente bajos costos marginales de operación  [9].  Estos  "monopolios naturales" del crimen, adquieren entonces un gran poder no sólo económico sino político, que les permite modificar y adaptar el marco jurídico a su favor y reducir aún más los costos de su actividad. Es factible que se genere un círculo vicioso : cuando los sectores ávidos de rentas adquieren mayor poder se desprestigian las instituciones del mercado y la competencia, que se perciben como injustas, la comunidad pide mayor intervención gubernamental y se abre un mayor campo para que los grupos que utilizan  el Estado para su beneficio aumenten su poder [10].
Por último,  las actividades no productivas, pueden afectar la innovación y por lo tanto el crecimiento de largo plazo. Se ha sugerido que el crimen, o sea la transferencia privada de rentas,  afecta menos la innovación que las actividades de búsqueda de rentas por parte de los funcionarios públicos [11].
Para resumir, el efecto pernicioso de la criminalidad sobre el desarrollo económico de una sociedad se da por varias vías. Fuera del impacto, primario y evidente, que un atentado contra la vida, la libertad o la propiedad tiene sobre los agentes económicos al sacarlos del circuito de la producción [12] se dan múltiples efectos.
(1) El comportamiento de un empresario en una economía de mercado está basado en un alto grado de certeza acerca de la propiedad sobre el producto. Las actividades ilegales aumentan la incertidumbre sobre los derechos  de propiedad e incrementan los costos de transacción en la economía. Ambos factores constituyen un desestímulo a la producción corriente.
 (2) El crimen actúa como un impuesto que reduce los incentivos para producir. La prevensión de las actividades delictivas [13] implica un aumento en los costos de producción que también incide en forma negativa sobre los niveles del producto.
(3)  Los recursos de capital o  trabajo dedicados a proteger los derechos de propiedad afectan negativamente la productividad de los factores. Este impacto negativo sobre la productividad no es transitorio.
(4) Si una fracción importante del talento de la sociedad se dedica a la transferencia de rentas la habilidad promedio de los empresarios productivos es menor, lo cual afecta las posibilidades de progreso tecnológico.
(5) La incertidumbre acerca de los derechos de propiedad sobre la producción futura incide negativamente sobre las decisiones de inversión y por esa vía sobre la producción a largo plazo. Es menos factible que una empresa invierta recursos en el desarrollo de un nuevo producto, en la apertura de nuevos mercados o en la adopción de una nueva tecnología si sus competidores atentan contra sus derechos de propiedad sobre los resultados de esas decisiones [14]. El crimen crea distorsiones acumulativas.
A pesar de las dificultades para operacionalizar estos conceptos, se ha ofrecido, a nivel internacional, amplia evidencia empírica para apoyar estas teorías que, en conjunto, postulan una relación negativa entre la transferencia de rentas, incluyendo el crimen, y el crecimiento del producto y la inversión [15].
A la luz de estas ideas, no parecen muy convincentes las explicaciones para Colombia en el sentido que, como ocurre en las llamadas "economías de frontera",  la impunidad y el crimen en nuestro medio son un resultado casi natural del rápido proceso de desarrollo que vivió el país, y que el rezago de sus instituciones, entre ellas la justicia, sería transitorio [16]
La teoría económica de las sociedades que se dedican a transferir rentas a costa de las actividades productivas es contraria a estas apreciaciones en dos sentidos : (1) que la relación entre el crimen y el desarrollo es siempre negativa y (2) que el rezago de las instituciones y el poder de las organizaciones criminales, lejos de ser transitorios, tienden a permanecer y a acumularse en el tiempo.
A continuación se pretende resumir la evidencia que permite sustentar la primera de estas  hipótesis: la consolidación del crimen en el país ha implicado enormes costos para la economía.


UN IMPACTO CONSIDERABLE
El tema de los "costos de la violencia" se ha puesto de moda no sólo en Colombia sino en América Latina como un elemento que motiva y orienta las políticas públicas. A pesar de su uso ya generalizado, el concepto presenta dos imprecisiones. La primera es que en este contexto el concepto de costos  no siempre corresponde a la definición económica del término. Parece más adecuado hablar del impacto  o los efectos. de la violencia. Por otro lado, el término violencia se utiliza normalmente en un sentido amplio que incluye no sólo los incidentes de agresión física entre personas sino las actividades criminales. Al darle ese sentido, más amplio, a la noción de costos de la violencia, se encuentra que los trabajos realizados hasta la fecha en Colombia  sobre el impacto del crimen y la violencia. son numerosos, variados y muy ricos en evidencia.
Adicionar la noción de crimen a la de violencia es conveniente por tres razones. Primero, porque los efectos económicos y sociales del crimen y los de las agresiones personales son de naturaleza diferente y, como se deduce de la literatura disponible en Colombia, los de las actividades criminales serían los más significativos. Segundo, por  la estrecha relación que existe entre la violencia instrumental y cualquier actividad criminal organizada. Tercero, porque la violencia y el crimen compiten, en términos de intervención, por recursos estatales de la misma naturaleza. Por ejemplo, la lucha antinarcóticos, o los esfuerzos para enfrentar la subversión, han distraído recursos estatales que podrían haberse dedicado al control de otros tipos de violencia  [17].
Una vez hecha esta aclaración, se puede hacer una categorización de los principales trabajos disponibles en el país de acuerdo con sus objetivos. Están en primer lugar los esfuerzos orientados básicamente a estimar la dimensión, o por lo menos describir, la violencia o el tamaño de las actividades criminales. Bajo el supuesto general de que ni la violencia, de cualquier tipo, ni las actividades ilegales, son socialmente deseables el sólo hecho de señalar su dimensión, compararla con la de otras sociedades, o mostrar que ha crecido, lleva implícito el mensaje de que la sociedad está pagando un costo. Entran en segundo término los trabajos que analizan el impacto que el crimen y la violencia están teniendo sobre la asignación óptima de los recursos, sobre la eficiencia productiva. En tercer lugar están los pocos estudios preocupados por el impacto sobre la distribución de los ingresos y la riqueza. Quedan por último los trabajos que hacen énfasis en los efectos sobre las instituciones . A continuación se presenta una visión general de la literatura disponible.


TAMAÑO, EVOLUCION Y GEOGRAFIA  DEL CRIMEN
Los antecedentes más lejanos de los análisis sobre impacto de la violencia son los esfuerzos que hacia finales de la década de los setenta hicieron algunos macroeconomistas [18] para tratar de medir la magnitud del negocio del narcotráfico en Colombia. Trabajos en las mismas líneas [19], con sofisticaciones en la metodología, han seguido haciéndose hasta la fecha [20]. Son tres los elementos que vale la pena destacar de estos estudios. Está en primer lugar  la enorme varianza en cuanto al tamaño estimado de la actividad. Lo anterior a pesar de la homogeneidad en la metodología utilizada que normalmente se ha basado en supuestos sobre área cultivada [21], rendimiento de los cultivos y precios de venta de la droga. En segundo término se puede señalar la falta de un tratamiento integral  de la industria del narcotráfico [22], más allá de su efecto sobre las variables macroeconómicas. Está por último el hecho que, por lo general, tales trabajos  han tratado de minimizar la magnitud del fenómeno [23]. En efecto, un objetivo corriente ha sido el de argumentar que Colombia está lejos de ser una narco-economía, que los ingresos de tal actividad son pequeños con relación al producto y que en ninguno de los principales indicadores macroeconómicos se percibe una huella significativa de tal actividad.
También orientado a llamar la atención sobre el tamaño de alguna actividad criminal está, en segundo término, un conjunto reducido y reciente de trabajos preocupados por "las finanzas de la guerrilla" [24]. Basados por lo general en fuentes militares, el objetivo primordial de estos trabajos ha sido el de mostrar que la subversión es también una lucrativa industria. Están por último los trabajos que tratan de calcular el monto global de los recursos que se transfieren por efecto de los delitos contra la propiedad [25]. Los datos utilizados en estos trabajos provienen de los montos denunciados ante la Policía por las víctimas de los ataques. La tendencia creciente de estos montos ha sido interpretada [26] como un indicativo de los mayores niveles de organización de las actividades criminales. Un denominador común en estos esfuerzos es que dejan de lado buena parte de los ataques a la propiedad que sufren las empresas y, sobretodo, la corrupción estatal. Las encuestas de victimización disponibles en el país se han hecho a los hogares. En los datos de denuncias ante la Policía no se sabe cuales fueron puestas a nombre de una persona jurídica. Dadas las características de los procesos penales en Colombia y la composición de las denuncias, dónde una proporción importante son los robos de automóviles se puede pensar que los ataques al sector productivo están subestimados en estas cifras. Un esfuerzo exploratorio, realizado en Bogotá, para captar lo que pasa con las empresas muestra que los ataques criminales constituyen un problema importante para el sector productivo colombiano [27]. Por su parte, vale la pena señalar la corrupción estatal como uno de los fenómenos sociales con mayor discrepancia entre la preocupación que suscita y los esfuerzos que se han hecho por medirlo.
Una segunda categoría de trabajos orientados a medir la magnitud de la violencia y el crimen en Colombia son aquellos basados en el análisis de estadísticas sobre número de incidentes ocurridos o reportados a las autoridades. Dentro de estos es útil distinguir los que se han concentrado en la violencia homicida de aquellos que consideran una gama más amplia de conductas criminales. Entre los primeros, y en las líneas del trabajo presentado en un capítulo anterior,  un denominador común es el deseo de llamar la atención sobre los excepcionales niveles de la violencia homicida en el país [28]. Probablemente el esfuerzo más comprensivo por analizar la evolución de la tasa de homicidios en Colombia, a nivel nacional y por departamentos, es el trabajo de Gaitán [1994], que incluye estimativos de esta tasa desde las distintas guerras civiles del siglo pasado. Ocquist trata de reconstruir el número de muertes que dejó la llamada violencia política de los años 40 y 50. Es común en estos trabajos encontrar varias comparaciones de las tasas de homicidio: la nacional con las de otros países, con las del pasado, entre departamentos, entre ciudades, por municipios. La principal  fuente de información que se ha utilizado son las cifras de la Policía Nacional. En menor medida se han utilizado las estadísticas vitales  y las cifras que recopila Medicina Legal. Aunque, como ya se señaló, al comparar las distintas fuentes de información disponibles la principal conclusión es que las cifras de la Policía son bastante confiables, se pueden percibir  algunos síntomas de sub-registro [29]. 
Los estudios disponibles sobre las dimensiones y de la evolución de la criminalidad son recientes y poco numerosos. Si se exceptúa el reporte de resultados de la primera encuesta de victimización realizada a finales de 1985  el grueso de los trabajos sobre criminalidad urbana han sido publicados durante los noventa. Una de las observaciones que hacen los funcionarios del DANE sobre las encuestas de victimización es la poca utilización que han hecho de ellas los investigadores o las entidades públicas. Lo que esto puede estar reflejando es la escasa vocación por los datos que se da en las instancias públicas encargadas de la seguridad, así como el poco apego a la estadística de algunos académicos preocupados por la violencia. En los estudios sobre criminalidad se hace un trabajo descriptivo que se basa en dos fuentes de información: los datos de denuncias ante la Policía Nacional [30] y las encuestas de victimización hechas como módulos de la Encuesta de Hogares en 1985, 1991 y 1995. También se cuenta con trabajos aislados en dónde se reportan resultados de encuestas en las cuales se han incluido algunos preguntas sobre inseguridad. Están por ejemplo las encuestas de calidad de vida realizadas por el DANE, tanto a nivel nacional como para Bogotá, una encuesta hecha en la zona cafetera, una encuesta de percepciones sobre la justicia realizada en Bogotá, Medellín y Barranquilla [Rubio [1997]] y la versión colombiana del World Values Survey que cubre 60 municipios [Cuéllar [1997]].
A diferencia de los trabajos sobre violencia homicida, las conclusiones de estos estudios sobre las grandes tendencias del crimen no son unánimes. Guzmán y Escobar [1997] y Trujillo y Badel [1998] concluyen, con base en la información de la Policía, que la criminalidad ha venido disminuyendo y explican la inconsistencia entre este resultado y la creciente sensación de inseguridad con un cambio en la naturaleza de los delitos. En un capítulo anterior se señaló, alternativamente, que la inconsistencia entre las cifras de la Policía y las encuestas de victimización se explica sobre todo por un creciente problema de subregistro. También en forma contraria a lo que ocurre con los trabajos sobre violencia homicida, en los estudios sobre criminalidad no se hace referencia a la situación de otros países.
El último conjunto de estudios que pretende indagar acerca de la dimensión de la violencia constituye lo que podría denominarse la geografía de los actores armados en Colombia [31]. Este tipo de esfuerzo también es reciente. La heterogeneidad de estos trabajos, tanto en términos del enfoque como de la metodología, es considerable. Se encuentran estudios sobre ciertos actores en determinadas regiones [32], testimonios e historias de vida [33], entrevistas con líderes guerrilleros, ex-guerrileros o autobiografías [34], trabajos regionales[35], esfuerzos por entender los orígenes y la dinámica de ciertos grupos [36], pormenorizados recuentos de incidentes de violencia extrema, como las masacres [37] y trabajos cartográficos para detectar la evolución en el tiempo de los grupos armados y su presencia en las distintas regiones del país [38]. La única organización armada sobre la cual se tiene alguna información cuantitativa es la guerrilla . Aunque para Medellín, Bogotá y Cali se tienen especies de censos de pandillas juveniles, milicias y  bandas, los conocedores de estos datos [39] dudan de su capacidad para ofrecer estimativos numéricos confiables.
Como gran contraste con este número relativamente amplio de trabajos estadísticos y descriptivos sobre la violencia homicida, la criminalidad y los actores violentos organizados, es escasa la literatura disponible en Colombia sobre violencia familiar y aún más escasa aquella sobre violencia interpersonal. Aunque es claro que existe un mayor interés  por estos temas el punto esencial, de si la incidencia de estas violencias no criminales ha aumentado o disminuído, no ha sido aclarado. En CEV [1987], el estudio más influyente en materia de políticas contra la violencia en la última década y desde dónde se promovió la idea de la violencia rutinaria y generalizada no hay una sola alusión a la incidencia de este tipo de violencia. El único trabajo que se pudo consultar sobre lesiones no fatales [Concha y Espinosa [1997]] trae tan sólo dos referencias a estudios, aún no publicados, y referidos a ciertos centros de salud de la Ciudad de Cali. En Klevens [1997] hay dos referencias a trabajos, uno del INS en preparación y otro de Medicina Legal que no pudo ser consultado. En Jimeno y Roldán [1997], se reporta un trabajo de campo realizado en Bogotá entre cerca de 300 usuarios de estrato bajo de un centro hospitalario a los cuales se les preguntaba, de forma abierta, sobre experiencias personales de violencia, y sólo se hace referencia a un incidente de violencia entre vecinos. En Jimeno y Roldán [1998], se replica el mismo trabajo de Bogotá en una comunidad más rural, El Espinal, Tolima, y aparecen referencias a incidentes de violencia interpersonal.
Los trabajos sobre maltrato a la mujer son peculiares en el sentido que abundan en definiciones y referencias a la literatura extranjera -desde Michel Foucault, Max Weber y Simone de Beauvoir hasta numerosos estudios norteamericanos [40]- y  son escasos en cifras sobre la incidencia del problema en Colombia. Klevens [1998] reporta una encuesta de PROFAMILIA de acuerdo con la cual el 19.3% de las mujeres han sido golpeadas alguna vez. Esta misma encuesta es la base del análisis sobre violencia intrafamiliar de Gaitán [1994]. En el capítulo sobre "Violencia en la Familia" en CEV [1987] tan sólo se hace referencia a 50 jóvenes y 30 mujeres agredidos que acudieron al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. De acuerdo con una comparación internacional [41] la incidencia de violencia contra las mujeres colombianas en el hogar sería una de las más bajas del continente: 20%, contra 30% en Antigua y Barbados, 54% en Costa Rica, 60% en Ecuador 49% en Guatemala y 57% en México. Paradójicamente, el país con mayor violencia homicida presentaría una de las tasas más bajas de violencia intra-familiar. Lo que esto reflejaría es que cada violencia tiene raíces muy diferentes.
Para el maltrato infantil,  la única fuente disponible sobre magnitud [42] señala una incidencia del 4.3% de niños maltratados.  Jimeno y Roldán [1997] sugieren que aunque la violencia al interior del hogar es relativamente generalizada en los estratos bajos de Bogotá, se alcanza a detectar una menor incidencia de estos ataques en las generaciones actuales que en las de sus padres o abuelos. Como ya se señaló, del análisis de la  única información estadística disponible sobre evolución de la violencia interpersonal, los reportes de las encuestas de victimización y las denuncias por lesiones personales de la Policía Nacional, se sugiere que, durante las últimas dos décadas, la violencia inter-personal podría haber caído.

ALGUNOS ELEMENTOS NO MONETARIOS
La violencia es la principal causa de mortalidad en el país, y se ha convertido en el mayor problema de salud pública. Las muertes por homicidio ocasionan más de tres veces la mortalidad de las enfermedades infecciosas y parasitarias y el doble de muertes de las causadas por enfermedades cardio-vasculares. La participación del 26% de la violencia en la carga de la enfermedad en Colombia es excepcional y contrasta drásticamente con un 3.3% para América Latina y el 1.5% para el resto del mundo [43]. Durante la pasada década se dió en el país, por causa de las muertes intencionales, un retroceso en el área de la salud pública. Los avances que se lograron en materia de control de riesgos neo-natales, desnutrición, infecciones y otras causas, se anularon por causa del incremento en la violencia. De un escenario básicamente dominado, a principios de los ochenta, por el problema de la mortalidad infantil se pasó a uno completamente diferente en dónde los considerables  logros en materia de mejoramiento de la salud de los menores se vieron opacados, y superados, por los estragos de la violencia. 
La violencia ha tenido un considerable impacto sobre la situación  demográfica del país [44]. El impacto se concentra en los hombres entre 15 y 44 años, grupo para el cual los homicidios constituyen más del 60% de las causas de muerte. Así, se ha agravado el problema de la sobre mortalidad masculina. En Colombia, un hombre que se encuentre entre los 20 y los 24 años enfrentaba un riesgo de morir 4.5 veces mayor que una mujer para 1988. Para 1994, un hombre en este rango de edad tenía 6 veces más probabilidades de morir. Durante la década de los cincuenta la sobremortalidad masculina era tan sólo de 1.4.  Las diferencias por género son aún mayores en cuanto al riesgo de morir por causas externas. Para 1994 la sobremortalidad masculina se eleva vertiginosamente a partir del grupo de edad de 10 a 15 años, desde un riesgo tres veces mayor de morir, a doce veces mayor entre el grupo de 20 a 24 años.  En promedio, los hombres en Colombia pueden esperar en el momento de nacer, vivir cerca de 4 años menos por el sólo riesgo de morir por homicidio. La violencia ha alterado la fecundidad por efecto de las muertes femeninas prematuras y, sobretodo, por la viudez. Entre 1985 y 1994 el número total de viudas se duplicó en el país. Se estima en más de 10 mil el número nacimientos que dejaron de ocurrir entre 1985 y 1988 por efecto de la violencia. En el año de 1994 dejaron de ocurrir más de 1.100 nacimientos por muerte violenta de hombres y mujeres. Se ha incrementado el nivel de mortalidad -medido por la tasa bruta- en un 18% . Para 1990 y 1994 se puede responsabilizar a las causas externas de un aumento en una cuarta parte de la mortalidad. Sumando el efecto de la menor fecundidad y la mayor mortalidad se dió, entre 1985 y 1988 una reducción del crecimiento poblacional de 1.54 por mil habitantes anuales. Para 1994 esta cifra continuaba en 1.15. La violencia ha incrementado considerablemente el número anual de huérfanos menores de cinco años. Para el período 1985-1988 se estimaba en 43 mil el número anual de huérfanos.  Para 1994 se estima en más de 73 mil el número de huérfanos, con un promedio de 4 años, por causas externas de mortalidad.
Aunque este sea uno de los efectos demográficos más difíciles de medir, la mortalidad por violencia podría ser una causa significativa de las migraciones internas e internacionales. Una investigación  reciente, señala que el 39% de los hogares colombianos cuentan con un familiar que se ha radicado en el exterior [45].  En la última década el fenómeno conocido como los desplazados  no sólo ha persistido sino que, al parecer, se ha agravado en el país  Ya para 1996 la Defensoría del Pueblo estima en 36 mil familias, unas 180 personas, la cifra anual de los desplazados, de los cuales más del 50% son menores de edad [46]. El número total de personas obligadas a cambiar de residencia por razones de violencia rondaría el millón, aún suponiendo que la cifra actual esté sobre-estimada y que la realidad corresponda a lo reportado en el 91 en la encuesta de hogares. Un estudio realizado para el Episcopado colombiano calculó, para las áreas rurales, en cerca de 600 mil el número de desplazados. No parece fácil, ni pertinente, tratar de reducir todos estos efectos demográficos a un porcentaje del PIB.
La tarea de justificar con un análisis económico la prioridad que debe asignarle un estado a no perder su soberanía también sobrepasa la capacidad de esta disciplina. La teoría económica tradicional y, sobretodo, la economía como herramienta de soporte para el diseño de políticas, están basadas en el supuesto de que existe en cada sociedad una autoridad única que mantiene el monopolio de la coerción y que toma las decisiones públicas. En la actualidad, sería ingenuo adoptar sin reservas este supuesto para el país y desconocer que el estado colombiano ha perdido el control político y militar en vastas zonas o que un porcentaje no despreciable de las decisiones públicas  se toman bajo la sombra de las amenazas.

EL IMPACTO DEL CRIMEN SOBRE LA EFICIENCIA
A diferencia de los trabajos orientados a estimar la magnitud de la violencia o el crimen, en los cuales la noción de costo es primitiva, los estudios disponibles acerca del impacto del crimen y la violencia sobre la asignación de recursos encajan bien en la línea de cuantificación de costos en el sentido económico del término.
Entre los trabajos con esta orientación se pueden distinguir tres vertientes. Están en primer lugar los que analizan los gastos, públicos y privados, que se dedican a prevenir, atender o tratar de controlar la violencia y la criminalidad.  Están en segundo lugar los trabajos que analizan el impacto de la violencia sobre el acervo de capital, humano o físico. Entran por último los estudios, que pueden considerarse particulares a Colombia, acerca de los efectos de la violencia sobre los procesos de inversión o sobre las decisiones de producción  e intercambio.


LOS GASTOS EN PREVENCION Y CONTROL [47]
El interés de los profesionales de la salud pública por la violencia ha llevado a un gran énfasis, que para Colombia podría ser excesivo, en el cálculo de la carga financiera que impone sobre los hogares y el sistema de salud la atención médica de las víctimas. De acuerdo con los cálculos de Trujillo y Badel [1998] los gastos del sistema de salud en la atención de los lesionados son del orden del 1% de los costos totales de la violencia estimados por ellos. En América Latina este es probablemente el sector para el cual tanto la elaboración de una metodología detallada de contabilidad de costos [48] como la realización de estudios de caso [49] están más adelantadas.  
En contraste con lo anterior, la contabilidad de los costos unitarios y detallados de los sectores tradicionalmente encargados del crimen y la violencia -como el sistema penitenciario, los juzgados penales, la policía o los militares- son prácticamente inexistentes. Aún más, el análisis sistemático sobre la evolución del gasto militar y el de la rama judicial es todavía incipiente. La metodología de estos esfuerzos es elemental y entra en la línea de análisis clásicos de presupuesto, que buscan detectar tendencias y relaciones básicas con ciertas variables agregadas. En Colombia, parecería que estos trabajos enfrentan serios problemas de acceso a la información, que pueden estar reflejando la gran desconfianza que existe, entre los militares, hacia cualquier observador externo. La opinión extrema, planteada por ejemplo en Leal [1994] o IEPRI [1997], es que las fuerzas militares están en Colombia totalmente por fuera del control de las autoridades civiles. Leal [1995] hace un análisis descriptivo de la evolución del gasto en defensa y seguridad desde los cincuenta. Concluye que hay una tendencia a ganar participación en el PIB, y opina que el gasto puede estar subestimado por falta de información confiable sobre cooperación internacional y donaciones y que, probablemente, las cifras han sido objeto de manipulación. Restrepo [1993] reconstruye la serie histórica del gasto desde el siglo pasado. Granada y Prada [1997] tratan de modelar la "demanda" por gasto militar. Hacen un análisis de las series de gasto militar y en Policía desde 1950 hasta 1994, explicándolas en función del PIB, el gasto total del gobierno central, la tasa de homicidios y el número de guerrilleros. Concluyen que existe una relación estable y de largo plazo entre el gasto militar y la amenaza de la guerrilla. A pesar de lo anterior, destacan el carácter inercial del gasto, que depende básicamente de sus niveles anteriores. El incremento en el número de homicidios no ha sido, según estos autores, determinante del crecimiento del presupuesto militar. Gómez [1997] utilizando funciones de impulso respuesta muestra que el número total de efectivos militares implica un aumento transitorio de la violencia y una caída posterior, mientras que los gastos totales en defensa son ineficientes para reducir la violencia. Los trabajos más recientes [50] muestran que el gasto público en seguridad y justicia en Colombia se sitúa actualmente en el 5% del producto. Durante los noventa aumentó en cerca de dos puntos del PIB.  Los recursos destinados a la fuerza pública, que en la segunda mitad de la década pasada crecieron al 4.5% anual en términos reales, aumentaron en los últimos tres años en un poco menos del 15% real, o sea que su crecimiento promedio anual  aumentó levemente, situándose cerca del 4.8%. López [1997] hace una contabilidad e inventario de costos directos del Estado en la lucha contra el narcotráfico y discute las prioridades implícitas en la participación de tales erogaciones en el gasto público total.
Acerca de la efectividad de ese gasto se ha avanzado en Colombia en la dirección de discutir el tema por parte de analistas externos a las entidades que demandan los recursos. En forma superficial, y contrastando con la información disponible sobre la situación criminal del país, se pueden hacer algunas anotaciones. La primera es que no parece ser esta un área muy adecuada para las comparaciones con supuestos patrones internacionales de gasto. Tanto la violencia como la magnitud del ataque a la soberanía del estado son bastante peculiares en Colombia. El segundo es que los hurtos, los robos y los atracos que sufren los hogares no parecen estar recibiendo tanta protección, ni atención, por parte de la fuerza pública o del sistema judicial, como otras áreas que podrían estar causando un menor daño social. Lo anterior a pesar de que esta categoría de incidentes no sólo implican transferencias  considerables de recursos sino que están generando una alta sensación de inseguridad y, además,  son  el tipo  de  ataque que los ciudadanos consideran más probable que les ocurra. A nivel nacional, en todas las edades y en todos los estratos socioeconómicos el delito que más hace sentir inseguros a los hogares es el atraco, o robo armado [51]. En la encuesta realizada en Bogotá, Medellín y Barranquilla, La eventualidad de un atraco a mano armada -"imagínese que mañana, al salir de su casa, una persona armada le pide que le entregue su dinero y sus objetos de valor"-  es bastante generalizada. La gran mayoría de los encuestados (86%) lo considera probable o muy probable [52] Paradójicamente el área que se percibe actualmente como prioritaria para el Estado Colombiano -la lucha antinarcóticos - es aquella para la cual se tiene una idea más difusa sobre su impacto social y, además, aquella que se percibe como menos prioritaria por parte de los ciudadanos [53]. En una encuesta a nivel nacional realizada en 1997, acerca de la primera prioridad del país en los próximos años, únicamente un 6% de los encuestados respondió que la lucha contra el narcotráfico. Por el contrario, la lucha contra la corrupción (16%), contra la guerrilla (15%) y contra la violencia (13%) se vieron sobrepasadas únicamente por la lucha contra el desempleo (17%) como prioridad. Entre los jóvenes la lucha contra la violencia (16%) es lo más prioritario después de la lucha contra el desempleo (17%). En las zonas de violencia  los más importante es la lucha contra la corrupción (19%) y contra la violencia (17%) aún por encima del desempleo (16%). La lucha contra la guerrilla (9%) y contra el narcotráfico (3%) son menos importantes que en el resto del país.
En el otro extremo, los indicadores agregados acerca del desempeño en materia de control estatal de los homicidios no muestran signos de mejoría, ni se percibe que se le haya asignado a esta área crítica la prioridad que amerita. Por último, los cambios de prioridades implícitos en la composición del gasto en la última década no parecen corresponder a la evolución de la criminalidad, o a una estrategia global de seguridad bien definida. En los últimos diez años se pueden  distinguen tres épocas en cuanto a las prioridades implícitas en el gasto global en seguridad y justicia. Entre 1985 y 1988 se observa una leve "militarización" de las prioridades  : la relación entre el gasto destinado a la fuerza pública y el del sistema judicial pasa de cuatro a cinco. De 1988 a 1993 se da, por el contrario, una marcada "judicialización" del gasto, ya que la relación entre el rubro de seguridad y el de justicia se reduce de 5 a 2.5. A partir de 1993 se revierte de nuevo esta tendencia y se recupera la prioridad para el gasto militar.  
Desde un punto de vista operativo, parece ser esta una de las áreas de la acción del estado que requiere de unos mayores niveles de coordinación entre distintas agencias que no se está dando en la actualidad y estaría generando grandes ineficiencias. De todas maneras, en términos de la percepción de los ciudadanos colombianos acerca de la efectividad de este gasto, los resultados se pueden calificar de  precarios. Una encuesta de opinión realizada a finales de 1996 mostraba que sólamente un 15% de los ciudadanos pensaban que la lucha contra el narcotráfico iba bien. Para la corrupción y la guerrilla el porcentaje era aún menor, 6% [54].
Para los servicios de vigilancia privada, la información disponible es en extremo limitada. Existen datos sobre el personal dedicado a esa labor pero únicamente en las empresas legales y reguladas. Tales cifras muestran desde 1980 un incremento mayor que el del personal de la Policía Nacional. Mientras que en 1980 se contaba en el país con 2.5 agentes de Policía por cada vigilante privado para 1995 esta relación se había reducido a uno [55].  Acerca de la evolución de otros grupos privados, informales o ilegales, de seguridad la información es inexistente. Para las organizaciones armadas conocidas como los paramilitares no existe ni siquiera una idea aproximada del número de personas que militan en tales grupos. Es razonable suponer que su evolución ha seguido de cerca la de la guerrilla. Los estimativos periodísticos sobre el número de efectivos de los paramilitares son del orden de 10 mil hombres, cuyo mantenimiento, per-cápita, valdría unos U$ 500 al mes.
Existen varios trabajos de campo [56] que muestran cómo en los barrios populares de las grandes ciudades existe toda una gama de grupos armados, generalmente jóvenes, que cumplen funciones de vigilancia y justicia privadas. Para Medellín, la proliferación de bandas  y milicias  ha llegado a tal punto que se estima que cada barrio popular de la ciudad cuenta con su propio grupo de jóvenes armados que cumplen estas funciones  [57]Los resultados de una encuesta realizada en áreas urbanas tienden a confirmar este fenómeno. En Bogotá, Medellín y Barranquilla, un 22% de los hogares manifestó que en su barrio había influencia de grupos armados diferentes de la guerrilla, para la cual un 5% de los hogares reportaron influencia en su barrio.  Dentro de estos grupos armados pueden incluírse, entre otros, los paramilitares, las milicias, los justicieros, las pandillas juveniles, y los llamados grupos de limpieza social   [58].
Se percibe entonces en el campo de la seguridad una tendencia perversa y es la progresiva privatización de este servicio. Acerca de las razones para el abandono de las instancias públicas en esta área se pueden plantear algunas hipótesis.  Se puede pensar que ha sido la reacción natural a la  baja efectividad estatal derivada de una mala asignación de los recursos y en particular de un excesivo gasto militar en detrimento del policial. Sobretodo si se tiene en cuenta que el grueso de los problemas de inseguridad deberían ser resorte de esta última institución. Tal es la opinión de Ospina (1997). Como apoyo a esta noción se puede mencionar que el número de policías por habitante en Colombia es inferior al de países con problemas de criminalidad inferiores. Mientras que en Colombia se contaba en 1993 con 1670 policías por millón de habitantes, para Uruguay la cifra respectiva era de 7600, 4700 para Malasia, cerca de 3500 para Francia, Austria y Perú, 2500 para Australia y EEUU y un poco más de 2000 para Canadá, Suecia y Suiza  [59].
Otro factor que se debe  tener en cuenta es el de la falta de profesionalización, tanto del ejército  como de la policía. Se estima que menos de la quinta parte del personal del ejército es profesional. Así la superioridad numérica del ejército  con respecto a la guerrilla en términos de personal con capacidad de combate no alcanzaría la relación de dos a uno. De acuerdo con Ospina (1997) el aumento reciente en el número de efectivos de la Policía se hizo casi exclusivamente con la incorporación de "reclutas bachilleres" o sea agentes no profesionales.
Estos elementos han, por decirlo de alguna manera, forzado a los ciudadanos a optar por soluciones privadas para sus problemas de seguridad.  También se puede pensar que se trata de la descentralización, informal y pragmática, de un problema que presupuestal y administrativamente se sigue manejando a nivel nacional cuando su naturaleza tiene un alto componente local. Ante la dificultad para atraer la atención de un ejército o una policía que dependen aún de la capital, las comunidades han decidido resolver localmente el apremiante problema de la inseguridad.  Los incentivos para la privatización y descentralización de la seguridad son más fuertes cuando existen vasos comunicantes entre los grupos armados y la delincuencia : si el grupo que protege un determinado territorio se sostiene con actividades criminales en otros territorios baja la presión financiera sobre la comunidad que recibe así protección subsidiada por víctimas extrañas al territorio. Bajo este escenario se han detectado en el país fenómenos de sobre-oferta de grupos armados que compiten, y se exterminan entre sí, para suministrar  servicios de protección a las comunidades locales. Esta sería una peculiar y  extraña versión de las leyes económicas que predicen que la desregulación, privatización y  descentralización de los servicios públicos locales repercute en una mayor eficiencia en su suministro.  [60].
En síntesis, el impacto social negativo de la privatización de la seguridad va más allá de las consideraciones de eficiencia y su cuantificación es en extremo compleja. Los trabajos disponibles sugieren que si los servicios de seguridad y justicia privadas se generalizan y se atomizan se llega a una situación en la que la seguridad en un lugar es el principal factor de violencia en los lugares aledaños [61]. Este efecto se refuerza cuando los grupos  mantienen vínculos con el crimen organizado y cuando se consolida la aceptación social de quienes protegen una zona y delinquen en otras. El resultado que se observa es el de una progresiva organización y concentración de las actividades criminales, una reducción de la pequeña delincuencia y unos altos niveles de violencia homicida. Los resultados de la encuesta de victimización de 1995 para Medellín, la ciudad colombiana en dónde en mayor medida se ha dado, y está mejor documentado, este proceso, tienden a corroborar esta situación: bajas tasas de criminalidad a los hogares y altas tasas de homicidio.
Sobre los montos que efectivamente gastan los ciudadanos y las empresas en vigilancia, seguridad y reposición de los daños físicos causados por los delitos la información con que se cuenta es fragmentaria. Un estudio sobre las empresas de seguridad y vigilancia, urbanas y legalmente constituidas [62], estima en un poco menos de 1% del PIB los ingresos anuales de dichas empresas. Por otra parte, en la encuesta realizada en tres ciudades [63] se estima en cerca de U$ 80 dólares anuales el gasto promedio por hogar en protección de la propiedad [64]. Un 49% de los hogares manifiesta haber incurrido en gastos de "rejas y puertas de seguridad" por un valor promedio de U$230 . Un 19% ha hecho instalaciones de alarmas en vehículos o en viviendas por un valor promedio de U$52. Sólamente un 9% reportaron pagos por pólizas de seguro contra robo por un valor de U$ 103 durante el último año. El 29% hace un pago mensual por concepto de vigilancia o celaduría por un promedio de U$ 15  o sea U$ 180 por año. Si se supone que las rejas y puertas de seguridad se deprecian en 10 años, las alarmas en 5 y se amortizan ambas al 8% anual se obtiene un gasto anual por hogar, ponderado por el porcentaje de hogares que lo realiza, de U$ 81. Con base en estas dos fuentes se pueden estimar los gastos totales en seguridad privada legal en un 1.4% del PIB. Para este cálculo se expanden los datos de la encuesta a nivel nacional para el sector urbano. Se supone además que la diferencia entre lo que los hogares gastan en servicios de vigilancia y los ingresos de estas compañías constituyen los gastos en vigilancia realizados por el sector productivo. Se supone además que la relación entre gastos de vigilancia y los otros gastos en seguridad (rejas, alarmas y pólizas) es similar para los hogares que para las empresas. De esta manera el gasto privado, urbano y legal, en seguridad sería ligeramente inferior a los U$ 1000 Millones por año. Se puede, además, destacar la existencia de patrones diferenciales en cuanto a la tecnología utilizada para la seguridad por niveles de ingreso y en cuanto a la efectividad de ese gasto. Mientras los hogares de estrato bajo invierten en implementos como  rejas y puertas de seguridad, en los estratos altos se recurre más a la vigilancia privada y a las pólizas de seguros. Aunque en forma débil, se percibe una relación negativa entre lo que se gasta en seguridad y la probabilidad de ser víctima de un ataque criminal.

LA DESTRUCCION O DEPRECIACION DE CAPITAL HUMANO Y FISICO
Londoño [1996] estima en 4% del PIB el monto anual de lo que pierde el país en sus activos humanos por efecto de las muertes violentas. Desafortunadamente no hace una exposición detallada de los supuestos que utiliza para llegar a esa cifra.  Trujillo y Badel [1998], con una metodología relativamente rigurosa, lo estiman en un poco más del 1% del PIB. Estos dos trabajos han dado el paso de convertir a valores monetarios la pérdida de vidas humanas. Otros estudios [65] se limitan a contabilizar estas pérdidas en términos de años de vida saludable perdidos. Una lista detallada del impacto demográfico de la violencia homicida se encuentra en INS-CELADE [1991] y en Romero [1997].
Uno de los efectos de la violencia sobre la población de escasos recursos que ha recibido mayor atención es el de los desplazados [66]. Valen la pena algunos comentarios sobre los trabajos sobre desplazados. Está en primer lugar el hecho que el tema se ha abordado mayoritariamente desde la perspectiva de los derechos humanos, con énfasis en los desplazamientos inducidos por la llamada "violencia oficial". El parentesco del desplazamiento interno con el problema de los refugiados o el de los asilados políticos, ha concentrado la atención en las migraciones inducidas por la violación estatal de los derechos humanos. En Colombia, la realidad del conflicto se muestra más compleja que la asociada con la figura del "terrorismo estatal" como causa de los desplazamientos. Los resultados del trabajo de la Conferencia Episcopal de Colombia [1995] muestran una asociación entre el fenómeno del desplazamiento y la presencia de la guerrilla y de los paramilitares. Aparecen también "otras violencias" -narcotráfico, delincuencia común- como generadoras de migraciones. La estrecha asociación entre la geografía del conflicto y la de los desplazados se corrobora con la evolución regional del fenómeno, que coincide con las zonas de mayor agudización del enfrentamiento. El diagnóstico sobre la violencia implícito en buena parte de estos trabajos es simplista, un tanto politizado, y alejado de la realidad del conflicto armado en Colombia. El segundo comentario tiene que ver con el enfoque regional que presenta el grueso de los trabajos [67], y que surge como una limitante cuando no se hacen explícitos los criterios con los cuales se han escogido las zonas de desplazamiento que se estudian. El tercer punto que vale la pena señalar es el relacionado con la escasa referencia que se hace en estos trabajos a la literatura, o a las experiencias, de otros países. Estrechamente relacionado con el comentario anterior está el punto  de la falta de un cuerpo teórico sólido para el tratamiento del tema.  A nivel metodológico se puede anotar el escaso esfuerzo que se ha hecho en las líneas de formular hipótesis que puedan ser  contrastadas empíricamente y de complementar la evidencia testimonial con las herramientas estadísticas. La mayoría de los trabajos disponibles están basados en testimonios e historias de vida así que son insuficientes para las generalizaciones y para el diseño de políticas realistas. En conjunto, estas características de los trabajos sobre desplazados en el país han implicado interferencias no deseables, e inconsistencias, entre los esfuerzos por medir la magnitud del fenómeno, su diagnóstico y las respectivas recomendaciones de política para enfrentarlo.
Un segundo elemento de la destrucción de capital por efecto de la violencia lo constituyen los atentados a la infraestructura -petrolera, eléctrica, vial y aérea- así como el daño ocasionado al medio ambiente. En la última década, se han contabilizado cerca de 700 atentados a la infraestructura petrolera. El país ha tenido que desarrollar tecnología propia para el manejo de derrames de petróleo en áreas no marítimas. Aunque el impacto ambiental se extiende a la contaminación de fuentes de agua y los daños a las tierras productivas, las estimaciones de los costos se han limitado a las reparaciones, a las labores de recolección y al petróleo que se pierde [68].  Para el sector productor de carbón los atentados implican costos de reparación, pérdidas de ventas y demoras de los buques. En cuanto a la infraestructura eléctrica, que en los últimos cinco años sufrió más de 100 atentados, y cuyo impacto se transmite por las fallas en el suministro al sector productivo, la estimación de los costos se ha limitado a las reparaciones. En conjunto, durante la última década, los atentados han tenido un costo total cercano al 1% del PIB [69].

EL EFECTO SOBRE LAS DECISIONES DE INVERSION
El tercer gran componente del impacto de la violencia sobre la eficiencia tiene que ver con la manera como esta afecta las decisiones de inversión en capital físico, capital humano y el llamado capital social.
La cuantificación de los efectos totales de la violencia y el crimen sobre las decisiones de inversión en capital humano es incipiente. Varios trabajos [70] sugieren un efecto determinante de las organizaciones criminales sobre la delincuencia juvenil y sobre la utilización de armas de fuego. Uno de los principales expertos en bandas y pandillas juveniles en Colombia, Alonso Salazar, argumenta que las diferencias tan grandes que se observan entre este fenómeno en Bogotá y Medellín tienen que ver con las diferencias en la  influencia de los narcotraficantes en estas dos ciudades.  Este punto se refuerza con diversas historias de vida o testimonios [71].  Otro efecto perceptible de la violencia sobre el capital humano en Colombia tiene que ver con el impacto que ha tenido sobre las posibilidades de utilizarlo, o de adquirirlo, al afectar a los trabajadores o estudiantes. Un 25% de los colombianos que trabajaban de noche manifiestan que han dejado de hacerlo por efecto de la inseguridad y un 14% de los estudiantes nocturnos ha dejado de estudiar de noche por la misma razón. Para los jóvenes el porcentaje de trabajadores nocturnos se redujo en una tercera parte por efecto de la inseguridad [72]. Knaul [1997], con datos para Bogotá, intenta medir el efecto de algunas manifestaciones de violencia sobre el abandono escolar. Cuatro de los indicadores  se refieren a los problemas con los vecinos: conflictos o escándalos, presencia de pandillas, consumo de drogas y presencia de centros de prostitución. Sólo el conflicto con los vecinos resulta significativo sobre las tasas de abandono escolar. También utiliza como indicador la proporción de jóvenes entre 7 y 17 cuyas familias han sufrido un ataque violento.  No aparece un efecto significativo. Cuando utiliza como indicador el porcentaje de familias que reportan maltrato, o si algún miembro de la familia que sufre de problemas de alcohol o droga si encuentra efectos sobre el abandono escolar. En este mismo grupo valdría la pena mencionar algunos trabajos que tocan el problema de la influencia de las organizaciones armadas sobre la niñez [73].
Aunque alguna literatura reciente  ha  señalado la relación  negativa  entre  el capital social y  la  criminalidad, destacando el efecto causal de las deficiencias en el primero sobre la segunda, no parecería prudente ignorar que puede haber relaciones en ambas vías, e incluso asociaciones positivas. Como por ejemplo la que se daría con un capital social "perverso" en el cual las redes, contactos y asociaciones están al servicio de las actividades ilegales.  Para Colombia la posibilidad de contrastar estas teorías es aún limitada, en buena parte por las evidentes dificultades en la medición del capital social. Una encuesta realizada a nivel nacional [74] no muestra,  entre las zonas situadas  en  los extremos de la  escala de  violencia, diferencias significativas en los indicadores tradicionalmente asociados con el capital social. Ni en la manifestación explícita de la confianza hacia terceros, o hacia ciertas instituciones, ni en la preocupación por los problemas de la comunidad, o en la participación en reuniones y obras comunitarias, ni en la pertenencia a diversos grupos o asociaciones privadas, ni en la tendencia a aceptar extraños en el núcleo familiar  se perciben diferencias significativas entre las zonas de alta violencia y el resto del país. Estos resultados no apoyan los reportados por Londoño (1996) quien encuentra una asociación negativa entre el capital social y la tasa de homicidios. Desafortunadamente no se presenta en dicho trabajo la metodología precisa para la construcción del indicador de capital social que permita evaluarlo y compararlo con los resultados de la encuesta que aquí se reporta. Hay sin embargo algunos elementos sociales y culturales para los cuales si aparecen, en esta misma encuesta, diferencias importantes entre las zonas más violentas y las demás. Está en primer lugar la participación en actividades religiosas, que parece fortalecerse con la violencia. Mientras en las zonas de alta violencia se reporta un 30% de pertenencia a alguna organización religiosa en la zona menos violenta el porcentaje es del 14%. Además, en las primeras un 87% se considera miembro activo contra un 71% en las segundas. Un 23% de los encuestados en la zona de violencia asistió a algún oficio religioso en los últimos 6 meses contra un 11%  en la zona menos violenta [75]. Está en segundo lugar algo así como la calidad del tejido social, en términos de su capacidad para rechazar la violencia y que, lamentablemente, muestra deterioro y acomodo a los mayores niveles de conflicto. Ante la afirmación "el uso de la violencia para conseguir metas políticas nunca es justificable" un 62% de los encuestados en las zonas pacíficas manifestó estar "totalmente de acuerdo" contra un 37% en las zonas de mayor violencia. Mientras en la zona más pacífica un 70% de los encuestados manifestó que "definitivamente no le gustaría tener de vecinos" a personas que hayan matado o robado en las zonas violentas este porcentaje baja al 63%. Para los narcotraficantes las cifras respectivas son del 45% y el 35%  [76].  Está por último la participación en las Juntas de Acción Comunal, que sí muestra ser sensible a la violencia. En efecto, mientras nivel nacional el 10% de los hogares manifestaron pertenecer a una Junta de Acción Comunal (JAC), un 8% dijeron ser miembros activos y un 8% asistió a una reunión en los últimos 6 meses en las zonas de violencia los porcentajes respectivos fueron del 6%, 3% y 3% y en la zona menos violenta las cifras resultaron ser del 11%, 10% y 10%. Las JAC son organizaciones con gran importancia en el sector rural (17% de participación contra 6% en el área urbana) y con mayor importancia para los niveles bajos de ingresos que para los altos (11% de asistencia en el eultimo semestre en los primeros contra 5% en los segundos)   [77]
El primer economista colombiano en llamar la atención sobre el efecto que un ambiente violento podría tener sobre el potencial de los procesos de inversión, producción e intercambio fue Jesús Bejarano, a finales de la década pasada. Este autor señala varios efectos de la violencia:  afecta la actividad económica, por la interrupción de circuitos importantes; tiene un efecto sobre la inversión, los precios de la tierra, y la disponibilidad de trabajo. Además puede tener efectos regionales específicos. Hace una evaluación de los efectos sobre el sector agropecuario basada en trabajos de campo en Urabá. Las entrevistas a los agricultores muestran que la inseguridad se percibe como un factor adicional entre los que pueden afectar la producción. Analiza el impacto de diversos indicadores -homicidios, secuestros, acciones armadas, la población bajo presión, invasiones de tierras- y concluye que aunque el impacto agregado puede ser pequeño, porque las zonas agrícolas más importantes no están bajo amenaza, regionalmente el impacto es mucho  mayor [78]. Thoumi [1990] también hace un análisis en las mismas líneas.
Varios trabajos econométricos realizados en el último par de años tienden a corroborar estas inquietudes y coinciden en que la violencia está afectando tanto la formación bruta de capital como el crecimiento de la productividad. En Rubio [1995] se propuso la posibilidad de un impacto de la violencia sobre la inversión y la productividad de los factores. Con datos agregados a nivel nacional se corroboró estadísticamente esta hipótesis. Bonell et al [1996] re-estimaron tres modelos de inversión  para Colombia previamente publicados entre 1976 y 1990. Luego de  introducir  la tasa de homicidios dentro del conjunto de variables explicativas, ampliar el período de observación  y  actualizar los procedimientos econométricos encontraron que la violencia contribuye a la explicación de la inversión y la afecta negativamente. Parra [1997] adiciona a las especificaciones tradicionales del acelerador y del costo de uso de capital de la función de inversión un indicador de capital humano y la tasa de homicidios. Encuentra que, en efecto, sí se observa un impacto negativo, y significativo, de la violencia sobre la inversión y  concluye que si la violencia en Colombia regresara a niveles normales para el patrón latinoamericano la relación inversión/pib podría alcanzar niveles actualmente observables en países de alto crecimiento [30%]. Estudios de corte transversal para explicar las diferencias de crecimiento entre países a nivel latinoamericano y en los cuales se incluye la tasa de homicidios como elemento explicativo tienden a confirmar estos resultados [79]. Con datos departamentales Plazas [1997] encuentra que el crimen que más ha afectado la evolución regional de la productividad es el secuestro. Para llegar a esta conclusión utiliza series departamentales de homicidios de la Policía Nacional que parecen tener problemas puesto que no son consistentes con la serie nacional de la misma institución. Esto podría alterar la conclusión en el sentido que el secuestro tenga un mayor impacto que el homicidio. Varios trabajos econométricos señalan un efecto de la violencia sobre la productividad de los factores.
En Chica [1996] se resumen los resultados de los tres trabajos econométricos realizados en el marco del Estudio Nacional sobre Determinantes del Crecimiento de la Productividad. En los dos que se inclinaron a considerar la violencia como uno de los determinantes de la productividad se encontraron efectos de la violencia y en uno de ellos se encontró una influencia tan robusta como la utilización de capacidad y el crecimiento del empleo. En un ejercicio econométrico Fajardo [1996] encuentra resultados estadísticamente robustos que confirman un efecto negativo de la violencia sobre la productividad. Sánchez, Rodríguez y Núñez [1996], también con estimaciones econométricas, encuentran una incidencia negativa de los aumentos en las tasas de homicidios sobre el crecimiento de la productividad. 
La metodología utilizada para medir el impacto de la violencia sobre la formación de capital o sobre la productividad es relativamente homogénea. En todos los trabajos de este grupo se especifica un modelo que incluye la tasa de homicidios dentro del conjunto de variables explicativas y se hace una estimación econométrica. En algunos de ellos [80] se hace un reconocimiento explícito de que la tasa de homicidios debe tomarse como un "proxy" del deterioro institucional.
La manera como a nivel micro, se está dando ese efecto que se percibe en los datos agregados, sólo ha sido estudiada en detalle para el sector agropecuario [81]. Para la industria y los sectores urbanos se dispone tan sólo de una encuesta de victimización a empresas [82] y de numerosas encuestas de percepción entre los empresarios [83].
Un efecto indirecto que, para terminar, vale la pena mencionar es el que se podría estar dando por la vía de los llamados costos de transacción. Se ha postulado [84] que esta fuente de ineficiencia -que surge no en la etapa de producción de los bienes sino en el momento del intercambio- depende en forma crítica de la información con que cuentan los empresarios y de la calidad de las instituciones, o reglas del juego. La información es pertinente para las transacciones porque los individuos involucrados en ellas deben estar en capacidad de medir los atributos de lo que se está intercambiando. Cualquier transacción implica una alteración en los derechos de propiedad sobre el bien o servicio que se transa. Los agentes  tienen por lo tanto interés en conocer y  medir las características de las mercancías, en informarse acerca del paquete de derechos que está involucrado en el intercambio. Esta tarea es costosa. El segundo elemento que genera costos alrededor de las transacciones tiene que ver con la manera como se elaboran y se cumplen los acuerdos y los contratos que rodean un intercambio. Es precisamente de los problemas relacionados con la especificación de los derechos y con la medición de los atributos de lo que se está transando que surge la importancia de las reglas del juego bajo las cuales se realiza el intercambio. La economía neoclásica tradicionalmente ha supuesto que el marco legal, las costumbres, la cultura, las instituciones que soportan el intercambio son eficientes en el sentido de que contribuyen a minimizar los costos de transacción.
No es difícil imaginar los efectos devastadores que sobre la calidad de estos dos elementos puede tener un ambiente caracterizado por la violencia, las amenazas, una justicia débil y unos actores armados poderosos.
En estas mismas líneas, Bejarano [1996], con base en estudios de caso para el sector agrícola en la región de Urabá, plantea como efectos la desadministración, el ausentismo de los propietarios, la rotación de administradores con poca autoridad, el robo de insumos, la baja en la calidad, y  la aversión al riesgo de los prestamistas.
No es fácil  identificar trabajos en los que se analicen los efectos de las lesiones no fatales, o de la violencia intrafamiliar sobre la actividad económica, o sobre la inversión. Lo único en las líneas de lo que se ha hecho en otros países sobre secuelas de este tipo violencia [85] sería el trabajo de Knaul [1997] que analiza el impacto de algunos indicadores de violencia en el hogar sobre la inasistencia escolar en Bogotá.

EFECTOS REDISTRIBUTIVOS
Aunque el impacto más directo y medible de la violencia y el crimen es de naturaleza redistributiva y aunque en principio la distribución del ingreso es, con la eficiencia, una de las preocupaciones básicas de la disciplina económica es sorprendente la escasa referencia que se hace en los trabajos realizados por economistas sobre costos de la violencia a esta dimensión del problema. Thoumi [1994] y Kalmanovitz [1990] son dos de los pocos analistas del narcotráfico que hacen alusión explícita al problema de la gran redistribución de la propiedad que se dió en Colombia por efecto de esa actividad. Rocha [1997] analiza la estructura interna de la industria y hace referencia a la gran  concentración que allí se observa. Rubio [1997b, 1997d] también hace alusión al problema resdistributivo asociado con el crimen. Thoumi [1990] hace alusión al problema de la redistribución sectorial y al posible efecto de "enfermedad holandesa".
De manera recíproca también es sorprendente, en los estudios sobre distribución del ingreso en Colombia, la falta de referencias a la colosal redistribución de ingresos y de riqueza que se dió en el país en las últimas décadas como resultado de las actividades ilegales [86].
Las estimaciones globales acerca del monto anual de los recursos que se transfieren en Colombia de manera ilegal sugieren varios comentarios. El primero es que los órdenes de magnitud son considerables. Anualmente se les impone a los colombianos, de manera ilegal, el equivalente a una o dos reformas tributarias. El segundo comentario es que, en términos de los recursos envueltos, el narcotráfico ocuparía ya un modesto lugar después de las rentas de la riqueza que a lo largo de dos décadas se acumuló de manera ilegal, de los ataques a la propiedad del estado y posiblemente de los robos, fraudes y atracos que sufren los hogares y las empresas. También vale la pena destacar el hecho que las transferencias ilegales en Colombia están lejos de ser un asunto exclusivamente penal.  El monto de los recursos sobre los cuales algunos colombianos adquieren propiedad de manera ilegítima y cuya protección corresponde a instancias administrativas, civiles o laborales serían de una magnitud  similar a aquellos cuya vigilancia depende de la esfera penal.
Existen dos cifras sobre las cuales se sabe muy poco y son las relacionadas con los ataques a la propiedad que sufren las empresas y con la corrupción estatal. Las tres encuestas de victimización disponibles en el país se han hecho a los hogares.  Un esfuerzo exploratorio para captar lo que pasa con las empresas  muestra que en la actualidad los ataques criminales constituyen un problema importante para el sector productivo colombiano. En 1995, el 31.4% de  las empresas -de una muestra de 256 firmas de sectores no-transables en la ciudad de Bogotá- fueron víctimas de un robo, el 27.3% de robos internos, el 18.3% de atracos, el 16.7% de estafas, el 13.6% de actos violentos, el 13.1% de amenazas, el 12.5% de solicitudes de soborno, el 8.6% de actos de piratería, el 4.0% de extorsión y el 2.8% de secuestro [87] .
Hay varios elementos adicionales de índole redistributiva que vale la pena señalar. El primero tiene que ver con la concentración de exorbitantes ingresos ilegales en manos de unos pocos criminales. Se estima que unas doce organizaciones controlan las exportaciones de drogas ilegales [88]. De acuerdo con lo que se rumora son las magnitudes de las fortunas ilegales del narcotráfico o con lo que se ha estimado [89] constituyen los ingresos anuales de los grupos guerrilleros, el país habría sufrido un  retroceso de varias décadas en materia redistributiva. Otra manifestación de esta dinámica la constituye la enorme  redistribución de riqueza que se ha dado en Colombia  mediante la concentración de la propiedad rural [90]. La concentración de la propiedad rural se ha dado no sólo como resultado de las compras de tierra con los ingresos del narcotráfico. Otra modalidad es la compra de propiedades desvalorizadas por efecto del conflicto armado y que se concentran en agentes armados con el poder para defenderlas y pacificarlas. Se habla en el país de terratenientes, armados, con varios millones de hectáreas. Se estima que un 1.3% de los propietarios controla  que el 48% de las mejores tierras [91]. Así, la concentración actual de tierras sería más regresiva que la observada a mediados de los años cuarenta, cuando se estimaba que el 3% de los propietarios tenían un 50% de la tierra. En síntesis en materia de la distribución del ingreso producida por el crimen y la violencia el deterioro podría ser de tal magnitud, y la atención que ha recibido el problema es tan poca, que bien vale la pena dejarlo planteado como área prioritaria de investigación en materia de política social.
La consolidación de las actividades criminales en el país ha tenido como efecto adicional una importante reasignación sectorial de los recursos en contra de los segmentos legales de la sociedad. Los estimativos que se pueden hacer acerca de los ingresos promedios en las diferentes modalidades del crimen resultan ser varias veces superiores a los ingresos de trabajo al alcance de los colombianos que no optan por las carreras criminales .
La última anotación acerca del impacto redistributivo de la violencia es que algunos trabajos recientes indican que los mayores efectos negativos se estarían dando sobre los segmentos  más pobres de la población. Una encuesta realizada a nivel nacional muestra que aunque la proporción de víctimas de ataques criminales es mayor en el estrato alto, los estimativos de las pérdidas por parte de las víctimas son mayores, proporcionalmente, en el  estrato más bajo [92]. La respuesta de los hogares ante los ataques también parece sensible al nivel socioeconómico. Mientras en el estrato bajo un 52% de las víctimas manifestó no haber hecho nada y únicamente el 5% acudió a la justicia en el estrato alto estos porcentajes fueron del 34% y el 22%.  La información disponible para Bogotá también muestra importantes diferencias por niveles de ingreso en las consecuencias de un hecho violento sobre los hogares. Mientras que menos del 1% de los hogares en el estrato socio-económico más bajo pusieron en conocimiento de las autoridades el hecho violento del cual fueron víctimas, en los estratos altos más del 12% elevaron denuncia. En estos mismos niveles altos de ingreso, más del 6% de las familias procedieron a contratar vigilancia privada. Ninguno de los hogares de estrato bajo tuvo, o pudo tener, ese tipo de reacción. Por el contrario, en los niveles inferiores del ingreso, parece presentarse una mayor inclinación a responder por cuenta propia ante el hecho violento [93]. La información sobre los casos penales que llegan a ser juzgados muestra que, tanto para las víctimas como para los agresores, la posibilidad de contratar un abogado afecta el resultado de las sentencias [94].  En cuanto a la violencia rural, el sector más perjudicado sería el de los campesinos y el mayor impacto económico estaría representado en la reducción de la productividad y el abandono de las fincas. A estas conclusiones se llegó después de consultar a alcaldes de todas las regiones del paÌs. El 42 por ciento de ellos opinó que la inseguridad rural golpea con mayor  énfasis a los campesinos pobres, seguidos de los hacendados y los comerciantes de provincia  [95].
Así, se podría estar dando una causalidad por mucho tiempo ignorada entre la pobreza y la violencia : por la incapacidad económica para suplir privadamente las deficiencias en los servicios públicos de seguridad y justicia los hogares de bajos ingresos serían más sensibles a las consecuencias de la violencia que aquellos de los estratos altos. La evidencia acerca del efecto del nivel socioeconómico sobre la probabilidad de ser víctima de un hecho violento no es clara para Colombia, o bien se presentan importantes diferencias a nivel regional. Para Bogotá, y con base en los datos  de la  Encuesta Pobreza y Calidad de Vida  de 1991, Perczek (1996) reporta  que el 39% de las víctimas de homicidio eran miembros de hogares del estrato más bajo de la población, en los dos estratos más altos no se reportó ninguna víctima; el 100% de las víctimas pertenecían a  los estratos 1 a 4. A nivel nacional en la encuesta reportada en Cuéllar (1997) no se encuentran diferencias significativas por estrato en los hogares víctimas de homicidio.

IMPACTO INSTITUCIONAL
Acerca del impacto de la violencia sobre las instituciones, el campo más estudiado en Colombia ha sido el efecto del narcotráfico sobre el sistema penal de justicia. Saiz [1997] hace un recuento de la asociación en el tiempo entre actos de terrorismo, violencia y amenazas y modificaciones al régimen penal en la última década. Uprimmy  [1997] analiza en detalle el efecto sobre la administración de justicia.  La visión que se tiene acerca de la influencia de la guerrilla o los paramilitares sobre el sistema judicial es mucho más incompleta. Como se discutirá en detalle más adelante, la información a nivel municipal sugiere varias consecuencias negativas de la presencia de organizaciones armadas sobre distintos indicadores de desempeño de la justicia penal. Molano [1997] ofrece testimonios sobre el funcionamiento de la "justicia guerrillera". Otros trabajos ofrecen alguna evidencia puntual con respecto a este punto [96].
Acerca de la penetración de los llamados "dineros calientes" en la actividad política la impresión que queda es que el trabajo académico y sistemático se ha quedado rezagado con relación a la abundante referencia de los medios de comunicación. Un esfuerzo en esas líneas se hace en García y Betancourt [1993]. De todas maneras, en esta área la misma noción de evidencia  es débil, y parece necesario acudir a trabajos que están a mitad de camino entre lo académico y lo periodístico. En este campo la literatura es abundante y no vale la pena reseñarla toda [97]. Peñate [1991, 1998] ofrece una descripción, para el Arauca, de las interferencias de la guerrilla en la actividad política local. Uribe [1992] analiza en detalle el ejercicio violento del poder en la zona esmeraldífera.
El único trabajo académico disponible  sobre las prácticas violentas en el medio escolar, las relaciones entre las comunidades, la escuela y la violencia y algunos testimonios de maestros en zonas de influencia guerrillera es el de Parra et al [1997]. Sigue siendo descriptivo y no ofrece información acerca de la incidencia de las prácticas violentas -de alumnos, maestros y comunidades- en el medio escolar.
Quintero y Jimeno (1993) analizan las relaciones, en ambas vías, que existen entre los medios de comunicación y la violencia. Sugieren que los ataques y amenazas a los medios no han sido aislados sino que obedecen a una acción coherente y sistemática para alterar su comportamiento y afectar  la información. Existe un grupo de trabajos que abordan, desde distintas ópticas, el problema de cómo la violencia y el crimen generan condiciones favorables a su reproducción. Los enfoques van desde modelos formales [98] y análisis de series de tiempo [99] hasta ensayos antropológicos en dónde se analizan los elementos que, de la violencia en el hogar contribuyen a la violencia en la calle [100] pasando por estudios que, con distintas metodologías, ofrecen evidencia sobre las interrelaciones entre las distintas organizaciones armadas y la criminalidad [101].
A pesar de que, por las informaciones de prensa, se percibe en el país un creciente papel de las ONG's y de la iglesia en la mediación del conflicto no es posible identificar ningún trabajo sobre los efectos de la violencia en la asignación de recursos y tareas de tales instituciones. Para el sector salud, como ya se mencionó, la preocupación por los gastos en atención médica a las víctimas de la violencia ha dejado de lado el análisis de peculiaridades colombianas, como por ejemplo el hecho que, en algunas regiones, los médicos encuentran cada vez más difícil mantener una posición neutral frente al conflicto [102]. Un último elemento institucional tiene que ver con la evidencia, que ya se señaló, acerca de cómo la consolidación de la violencia y la criminalidad están afectando negativamente la calidad de la información que se tiene acerca de estos fenómenos.


EL IMPACTO SOBRE LA JUSTICIA PENAL COLOMBIANA
Una de las preocupaciones recurrentes de la teoría económica del crimen ha sido el efecto de la justicia penal sobre las actividades delictivas. Se ha postulado que la probabilidad de ser capturado, y la de ser sancionado, son factores que afectan las decisiones de los criminales. Se ha dado por descontado que estas son variables  sobre las cuales el estado, perfectamente informado acerca de la realidad criminal, mantiene el control. Las teorías criminológicas son menos unánimes en cuanto a la efectividad del sistema penal sobre los comportamientos delictivos, pero aún las más escépticas suponen cierto grado de autonomía de la justicia penal. En ambos casos, se ha ignorado el efecto que las organizaciones criminales pueden tener sobre el desempeño del sistema judicial. Tal es el tema de esta sección, en la cual se argumenta, con referencia al caso Colombiano, que la violencia, y en particular la ejercida por organizaciones armadas, puede constituirse en un obstáculo a la adecuada administración de justicia penal en una sociedad.
En una primera parte, muy breve, se rescatan los elementos de la literatura económica que sirven para enmarcar conceptualmente la noción de  endogeneidad del sistema penal de justicia. Posteriormente se hace referencia a la evidencia disponible  acerca del efecto de la violencia, y las amenazas ejercidas por los grupos armados, sobre las distintas etapas de los procesos penales. Con información a nivel de los municipios colombianos, se busca rastrear el impacto que tienen los grupos armados y se sugiere que este se inicia con alteraciones en la disponibilidad y la calidad de la información  acerca de la violencia.
Son básicamente tres los cuerpos de teoría económica disponibles para analizar las interrelaciones entre la violencia y el funcionamiento de la justicia penal en una sociedad.
Está en primer lugar la idea, derivada de la llamada nueva economía política [103], de que la anarquía "hobbesiana" es una situación transitoria. Teniendo en cuenta la ineficiencia del desorden, "alguien" impone las reglas del juego para el intercambio y la repartición del excedente que se genera con este intercambio. Está en segundo término la noción, promovida por la nueva economía institucional, que las reglas del juego, las instituciones, no sólo son endógenas sino que, además, pueden no ser contractuales, ni "productivas" en el sentido de que contribuyan siempre a la eficiencia económica. Por lo general, se señala una relación entre las reglas del juego imperantes y los intereses de los grupos más exitosos bajo tales reglas del juego. Así, aparece en estas visiones una posible explicación para la dinámica del sistema penal en una sociedad y es la que tiene que ver con su acomodo a los intereses y objetivos de los grupos más exitosos. Está por último, y a un nivel más aplicado, la teoría económica de las mafias. El vínculo de las mafias con las nociones del surgimiento del "tercer agente" que define y protege los derechos de propiedad queda claro cuando se considera el rol estatal que juegan las mafias en algunas regiones, o en los mercados ilegales. La compatibilidad con las ideas de la nueva economía institucional se da a través de la observación que las mafias tienden  a buscar el debilitamiento y la infiltración de los aparatos de seguridad y justicia.
En síntesis, estas tres vertientes de la teoría  económica predicen que cuando un estado no cumple con sus funciones coercitivas básicas, por falta de presencia en un territorio, o en un mercado ilegal, surgen espontáneamente instituciones paraestatales que lo reemplazan [104]. Algunos de estos paraestados pueden quedar limitados a una escala familiar, o a pequeños grupos que ofrecen la estructura de autoridad necesaria para establecer algunas reglas básicas de interacción y para dirimir conflictos. Existe sinembargo la posibilidad de que entre estos paraestados aparezcan organizaciones privadas, las mafias, con el poder suficiente para imponer sobre regiones o segmentos de la sociedad sus propias reglas del juego y sus  mecanismos, generalmente violentos, para hacerlas cumplir. 
El control que logran las mafias sobre un territorio, o un mercado, se alcanza mediante el uso sistemático de la fuerza. Es la violencia, y posteriormente la amenaza y la intimidación, lo que permite controlar militarmente una zona, solucionar conflictos, ampliar mercados, capturar rentas, imponer tributos y, sobretodo, modificar las reglas del juego imperantes.
Así, una de las principales características de la violencia asociada con agentes armados organizados, es su capacidad para generar condiciones favorables a su reproducción. Esta dinámica se enmarca bien dentro del esquema propuesto por North (1990) del "sendero institucional" bajo el cual las organizaciones exitosas de una sociedad moldean las instituciones a su acomodo para ser cada vez más poderosas.
A nivel más específico, hay tres puntos de la literatura económica sobre mafias que vale la pena rescatar para aproximarse al análisis del desempeño de un sistema judicial ante grupos armados poderosos.
El primero, que ya se mencionó, tiene que ver con la tendencia de las organizaciones violentas a controlar territorios, geográficos o funcionales, y reemplazar parcialmente al estado, como administrador de justicia, en sus labores coercitivas y de resolución de conflictos. El segundo punto está relacionado con el hecho que las mafias se especializan en ofrecer servicios de protección -contra terceros, contra ellas mismas o contra las consecuencias de incumplir las leyes- [105]. Se ha señalado que esta protección se lleva a cabo mediante la coordinación y la centralización de las actividades de corrupción. El último punto tiene que ver con el reconocimiento que los principales insumos del negocio de la venta privada de protección son la violencia y la manipulación de la información [106].
Para Colombia la presión de los grupos violentos sobre el sistema judicial durante las dos últimas décadas se puede empezar a corroborar con la simple lectura de prensa. Para citar tan sólo los casos más notorios se puede mencionar el asesinato en 1984 del Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, la toma del Palacio de Justicia en 1985, la muerte del Procurador Carlos Mauro Hoyos en 1988 y la del ex-ministro de Justicia Enrique Low Murtra en el 91. Ya en 1987, cuando 53 funcionarios judiciales habían sido asesinados, una encuesta realizada entre jueces señalaba su preocupación  por "la inseguridad para los miembros de la rama" [107]. El 25.4% de los encuestados manifestaba que ellos o sus familias habían sido amenazados por razón de sus funciones. Posteriormente las amenazas y asesinatos continuaron. Aún después de la época más dura de la guerra contra el narcotráfico los jueces se han visto más afectados por la violencia que el resto de los ciudadanos, inclusive de aquellos que residen en las zonas más violentas del país, o del personal de las fuerzas armadas. A nivel nacional el 44% de los hogares se han visto afectados por un homicidio cercano en el último quinquenio y en las zonas de violencia este porcentaje es del 60%. La submuestra de la encuesta de Cuéllar (1997) realizada con personal de la rama judicial muestra que para ellos el porcentaje es del 68%. Para las fuerzas armadas la proporción es del 61%. Los jueces, a diferencia del resto de la población -que teme antetodo los atracos- se sienten más inseguros, y consideran más probable la ocurrencia, de incidentes como el homicidio o el secuestro. Para la población general el delito que más se menciona como "el que lo hace sentir más inseguro" es el atraco (20%), para los jueces es el secuestro (23%) seguido del homicidio (21%). El temor al homicidio entre los jueces es similar al que se observa en las zonas de mayor violencia (24%). Mientras que el 40% de los ciudadanos consideran que en el próximo año la ocurrencia del delito que más los hace sentir inseguros como probable o muy probable entre los jueces este porcentaje es del 59%.  En forma consecuente, los jueces como grupo social están más armados que el resto de la población. El 29% de los jueces encuestados manifestó que poseía un arma de fuego. Para el colombiano promedio tal porcentaje es del 11% [108].
Paralelamente parece prudente no ignorar la cadena de coincidencias que, en la última década, se han dado entre incidentes promovidos por los grupos armados y las modificaciones al régimen penal colombiano. En Saiz (1997) se establece un paralelo entre los ataques a la rama judicial y las modificaciones al Código Penal Colombiano y al de procedimiento. En particular se debe señalar la primera caída, por declaración de inexequibilidad por parte de la Corte Suprema de Justicia, de la ley que daba vigencia al tratado de extradición luego  del asesinato de cuatro de sus magistrados entre 1985 y 1986 y la prohibición constitucional a la extradición de nacionales en 1991 luego del secuestro de varias personalidades. Ver al respecto la "Noticia de un Secuestro" de Gabriel García Márquez. No sobra señalar acá que uno de los penalistas académicamente más influyentes en el país fue no sólo defensor del llamado Cartel de Cali sino uno de los más activos "lobbistas" en el congreso en las discusiones  de los proyectos de ley.
Con las cifras judiciales agregadas a nivel nacional se puede identificar una asociación negativa entre la violencia, medida por la tasa de homicidios, los grupos armados y varios de los indicadores de desempeño de la justicia penal. En las últimas dos décadas, la tasa de homicidios colombiana se multiplicó por más de cuatro. En forma paralela, se incrementó la influencia de las principales organizaciones armadas. En el mismo lapso, la capacidad del sistema penal para investigar los homicidios  se redujo a la quinta parte. Esta capacidad se puede medir con el número de sumarios, o investigaciones formales, que se abren por cada homicidio que se denuncia. Mientras en 1970 por cada homicidio que se denunciaba se abrían 1.7 sumarios en la actualidad sólo uno de cada tres homicidios se investiga formalmente  [109]. La proporción de homicidios que conducen a un juicio, que en los sesenta alcanzó a superar el 35% es en la actualidad inferior al 6%. Mientras que en 1975 por cada cien homicidios el sistema penal capturaba más de 60 sindicados, para 1994 ese porcentaje se había reducido al 20%. Las condenas por homicidio, que en los sesenta alcanzaban el 11% de los homicidios cometidos no pasan del 4% en la actualidad.
Estas asociaciones permiten dos lecturas. La tradicional sería que el mal desempeño de la justicia ha incentivado en Colombia los comportamientos violentos. En el otro sentido, se puede argumentar que uno de los factores que contribuyeron a la parálisis de la justicia penal colombiana fue, precisamente, la violencia y en particular la ejercida por los grupos armados.
Una particularidad de la justicia penal colombiana, que ha sido sugerida como explicación de su actual incapacidad para aclarar los homicidios, es la relacionada con su progresiva "banalización": la tendencia a ocuparse de los delitos inocuos y fáciles de resolver en detrimento de los más graves, los difíciles de investigar y aclarar. Un análisis preliminar hecho a un conjunto de sentencias judiciales por homicidio tiende a corroborar la idea de que los pocos casos de violencia que se juzgan son de una naturaleza diferente, y menos grave que el grueso de los homicidios que se cometen. Se analizaron 60 sentencias  por homicidio en Bogotá y otro municipio cercano. De este análisis vale la pena resaltar que, mientras que en estas ciudades los datos de Medicina Legal muestran una participación del 74% y del 53% de los homicidios con arma de fuego, en los casos que llegaron a la justicia este porcentaje  es tan sólo del 32%. Un 75% de los homicidios juzgados había sido cometido por un familiar o conocido de la víctima [110]
Como ya se señaló en otro capítulo, en forma informal desde los setenta y con la oficialización del vicio en el procedimiento a finales de los ochenta, la investigación de los incidentes penales en Colombia se limitó progresivamente a aquellos con "sindicado conocido" o sea a los delitos prácticamente resueltos desde la denuncia por parte de las víctimas. Sin duda, esta peculiaridad no sólo ha  condicionado las relaciones de los colombianos con su justicia penal -puesto que  dejan de acudir a ella cuando no conocen las circunstancias o los autores de los crímenes- sino que ha beneficiado a los criminales profesionales, aquellos con mayor capacidad para no dejar rastro de sus actuaciones, o para amenazar a los denunciantes. Por esta vía se ha fortalecido en Colombia el círculo vicioso entre desinformación e impunidad, recurrente en la literatura sobre mafias.      
Los datos de las encuestas de victimización disponibles en el país también son útiles para analizar, partiendo de las reacciones de las víctimas ante los hechos violentos, las complejas interrelaciones que existen en Colombia entre la violencia y la justicia penal. Muestran como, desde la base, las actitudes y respuestas de los ciudadanos están contaminadas tanto por las deficiencias de la justicia penal,  como  por  un  ambiente  de violencia e intimidación. En declaraciones a la prensa, funcionarios de la Cruz Roja enviados como observadores a Colombia, con experiencia previa en lugares como Croacia, Azerbaiyán y Cisjordania,  manifestaban que "nunca habían encontrado un país (como Colombia), donde la gente tuviera tanto miedo de  hablar, que estuviera tan asustada".  Un habitante de la zona dónde ocurrió una masacre recientemente tenía muy claras las razones : "Aquí el que habla, no dura" [111].
La sociedad colombiana se caracteriza no sólo por los altos niveles de violencia, sino por el hecho que los ciudadanos no cuentan con sus autoridades para buscar soluciones a los incidentes criminales. Aún para un asunto tan grave como el homicidio, de acuerdo con la encuesta realizada en 1991, más de la mitad de los hogares que habían sido víctimas manifestaron no haber hecho nada y únicamente el 38% reportó haber puesto la respectiva denuncia. En la encuesta de 1995, únicamente el 31% de los hogares reportaron haber acudido ante las autoridades para denunciar los delitos.  Un 5% aceptó haber respondido por su cuenta y un poco más del 60% de los encuestados respondió que no había hecho nada.
Dentro de las razones aducidas por los hogares colombianos para no denunciar los delitos vale la pena resaltar la importancia de dos. La primera, peculiar y persistente en las tres encuestas de victimización, es la de la "falta de pruebas", que es sintomática de la forma como el sistema penal colombiano ha ido delegando en los ciudadanos la responsabilidad de aclarar los crímenes. En las 60 sentencias por homicidio analizadas en Bogotá y Zipaquirá se encontró que, en efecto, en un 93% de los casos juzgados el agresor venía identificado desde la denuncia [112].
La segunda razón que reportan los hogares es la del "temor a las represalias" que entre la encuesta de 1985 y la de 1991 duplicó su participación en el conjunto de motivaciones de los hogares para no denunciar. Medellín  se distingue no sólo por ser el sitio en dónde el temor a las represalias es más importante como factor para no denunciar los delitos sino porque, a pesar de esto, la proporción de delitos puestos en conocimiento de las autoridades es más alta que en el resto del país.  Si se excluye de la muestra  el caso atípico de Medellín, la más violenta entre las ciudades colombianas, para la encuesta realizada en 1995  el "temor a las represalias" aparece como un factor con buen poder explicativo sobre la proporción de delitos que se denuncian. Por otro lado, el temor a las represalias como razón para no denunciar es más importante en las ciudades con mayores niveles de violencia homicida. Aparece entonces, para las ciudades colombianas, una asociación  negativa entre la violencia y la disposición de los hogares a poner en conocimiento de la justicia la ocurrencia de hechos delictivos. La incidencia del temor a las represalias como factor para no denunciar ha seguido, en las tres encuestas realizadas desde 1985, una evolución similar a la de la tasa de homicidios en el país.
La decisión de denunciar la comisión de un delito también se ve afectada por otros factores. En particular depende de si se conoce o no a los infractores, presentándose una proporción tres veces superior en el primer caso. Esta cifra corrobora la idea de que los colombianos acuden más al sistema judicial cuando los delitos no requieren de un mayor esfuerzo investigativo para aclararlos.
La información más reciente muestra las mismas tendencias. En las zonas más violentas, en dónde los ataques criminales son más graves y las víctimas estiman mayores los daños causados por los incidentes, el conocimiento acerca de los infractores y las circunstancias es menor, la tendencia a acudir  a las autoridades también es menor y el temor a las represalias como razón para no hacerlo es mayor. En las zonas de mayor violencia la incidencia de homicidios en el último año fue del 3% contra 2% en las no violentas y los estimativos acerca de los ataques criminales son diez veces superiores a los de las zonas no violentas. A pesar de lo anterior, en las zonas violentas, el 51% de los hogares no hizo nada ante el delito más grave que los afectó, un 19% acudió a la Policía y un 12% a la fiscalía o a un juzgado. En la zona menos violenta estos porcentajes fueron del 33%, el 27% y el 23%. El 29% de quienes no recurrieron a las autoridades en las zonas no violentas hicieron alusión al temor a las represalias. En la zona menos violenta este porcentaje es del 25% y en otras zonas del país alcanza a ser del 7%.  [113].
Del análisis de la información a nivel municipal para 1995, el primer punto que vale la pena destacar es que la presencia de agentes armados en los municipios afecta negativamente la calidad de la información sobre violencia homicida. Un indicador elemental de calidad de las estadísticas sobre muertes violentas se puede construír con base en las diferencias que se observan entre las distintas fuentes. Para una fracción importante de los municipios colombianos, más del 25%, se observa un "faltante" en las cifras judiciales : los homicidios registrados por Medicina Legal, o por la Policía Nacional, superan la cifra del total de atentados contra la vida reportada por el sistema judicial. La probabilidad de ocurrencia de este fenómeno, que podría llamarse la "violencia no judicializada" (VNJ) se incrementa en forma significativa con la presencia de guerrilla, narcotráfico o grupos paramilitares en los municipios. Así, se habla de "violencia no judicializada" en un municipio cuando el número de homicidios registrado por Medicina Legal, o por la Policía, es inferior al total de "delitos contra la vida e integridad de las personas" reportado en las estadísticas judiciales.  La definición de la VNJ  es conservadora puesto que los delitos "contra la vida" incluyen no sólo los homicidios sino las lesiones personales.  La VNJ parece un buen indicador de calidad de las estadísticas judiciales. Resulta claro que para aquellos municipios en los cuales la justicia no reporta unos homicidios que ha registrado la Policía la información que remiten los juzgados no merece la misma credibilidad que los datos que se reciben de los municipios dónde esto no ocurre. Además, el hecho de que exista en el municipio una regional de Medicina Legal contribuye a que disminuya la probabilidad de que se observe ese sub-registro. Mientras que en un municipio sin Medicina Legal y libre de actores armados la probabilidad de violencia no judicializada es del 19%, la presencia de la guerrilla sube esta probabilidad al 35% y la de grupos paramilitares al 47%. Una regional de Medicina Legal hace que estas probabilidades se reduzcan al 3%, 7% y 11% respectivamente[114]. Es interesante observar cómo para el conjunto de municipios que presentan VNJ aún la calidad de las cifras de medicina legal parece deteriorarse. En particular, algunas correlaciones extrañas entre las causales de muertes -homicidios, suicidios y muertes naturales- que permiten sospechar que algunos homicidios quedan registrados bajo otras causales cobran mayor importancia.
Por otro lado, la información disponible muestra que las estadísticas judiciales, desde su base de denuncias, son sensibles a la VNJ. En los municipios dónde se presenta este fenómeno, por lo general lugares violentos, se observa que las denuncias por habitante, en todos los títulos del código, son en promedio inferiores a las de los municipios en dónde las cifras judiciales son consistentes con las de las otras fuentes [115].
La asociación que se observa entre la VNJ, la presencia de agentes armados y los bajos niveles de denuncias se puede explicar de varias maneras que reflejan, todas, deficiencias en el funcionamiento de la justicia penal. Estas explicaciones son consistentes con un escenario bajo el cual los agentes armados, las mafias, venden servicios privados de protección, o de justicia.
Se puede pensar que el mismo factor, un agente armado, que impide la judicialización de la violencia sea un factor de control de las otras manifestaciones de la criminalidad. Se puede concebir la existencia de mecanismos de justicia penal privada que compiten con la justicia oficial.  Se puede imaginar un escenario bajo el cual algún agente armado protege a los delincuentes de las acciones de la justicia. También se puede pensar en que ese actor, haga que, por "temor a las represalias", los ciudadanos dejen de poner denuncias. Tampoco parece arriesgado pensar que en aquellas localidades en las cuales la fiscalía y los juzgados no registran todos los homicidios los ciudadanos perciban cierta inoperancia de la justicia que los desestimule a denunciar los incidentes criminales. Se puede, por último, concebir que el factor que origina la VNJ pueda también tener una influencia directa sobre los funcionarios policiales o judiciales que registran los demás incidentes penales.
El fenómeno de desjudicialización de la violencia afecta no sólo los niveles de la criminalidad registrada en las denuncias sino que, además, distorsiona la percepción que se tiene del efecto de los grupos armados sobre esa criminalidad. Sin hacer un control de calidad a las estadísticas judiciales se podría, por ejemplo, inferir de las cifras sobre denuncias que la presencia de uno sólo de los agentes armados no tiene mayor impacto sobre la delincuencia. El simple ejercicio de distinguir en la muestra aquellos municipios para los cuales no existen dudas serias sobre la calidad de las estadísticas judiciales -o sea los que no presentan VNJ- cambia esta conclusión : la criminalidad, sobretodo la de los delitos contra la vida, es directamente proporcional a la presencia de agentes armados. De las estadísticas de los municipios con VNJ se tendería a  concluir, por el contrario, que los grupos armados ponen orden en las localidades y reducen la criminalidad.  
La combinación de los efectos que se acaban de describir hace que, por ejemplo, en el municipio típico colombiano la presencia de algún agente armado reduzca entre un 15% y un 25% el número de denuncias puestas ante la justicia. Este efecto es peligroso pues puede generar un círculo vicioso de misterio alrededor de las muertes violentas. Los procesos penales para investigar los atentados contra la vida constituyen, en últimas, la "demanda" por servicios de necropcias. Los médicos legistas en Colombia no pueden tomar la iniciativa para realizar una necropcia : necesitan  la orden de un fiscal o de la Policía Judicial. Esta demanda por servicios de necropcia por parte de la justicia ha sido determinante en la decisión de abrir oficinas regionales de Medicina Legal. A su turno, la falta de una regional de Medicina Legal es un elemento que aumenta la probabilidad de la "violencia no judicializada" fenómeno que, como ya se vio, reduce el número de investigaciones preliminares per-cápita que se abren. Así, es fácil concebir en Colombia la circunstancia de un municipio, controlado por un agente armado, con un alto número de homicidios, y en dónde la violencia ni siquiera salga a la luz de las estadísticas. Tal podría ser el caso en Colombia de los municipios esmeraldíferos tradicionalmente muy violentos y que no cuentan en la actualidad con una oficina de Medicina Legal.
La influencia de los agentes armados sobre las cifras judiciales no se limita a su impacto negativo sobre los delitos denunciados. Dado un número de denuncias, la VNJ afecta negativamente la apertura de investigaciones formales o sumarios. La influencia de los distintos factores en este caso es más difícil de aislar. El efecto contemporáneo de la VNJ sobre los sumarios es negativo y estadísticamente significativo, aún cuando se combina esta variable con el número de investigaciones preliminares. Sin embargo el número de sumarios que se abre en un municipio presenta una gran inercia y depende más de los sumarios abiertos el año anterior que de las denuncias del año corriente. Los sumarios del año anterior también se pudieron ver afectados por la VNJ. De todas maneras, aún cuando se introduce como variable explicativa el número de sumarios del período anterior la variable VNJ muestra un efecto negativo y significativo al 85% para los delitos contra la vida. Visto de otra manera este efecto, la VNJ, junto con la tasa de homicidios, afecta negativamente el número de sumarios que se abren por cada denuncia. Para esta magnitud, que mediría la "capacidad investigativa" del sistema penal, se puede señalar una asociación negativa con las tasas de homicidio a nivel nacional.
Se percibe también un efecto tanto de la violencia homicida como de los agentes armados sobre las prioridades implícitas de la justicia penal a nivel municipal [116]. Es precisamente en los municipios menos violentos, o sin presencia de agentes armados, en dónde la participación de los atentados contra la vida dentro de los casos de los cuales se ocupa la justicia es mayor.
Así, en forma consistente con el escenario de unas mafias que impiden que se investiguen los homicidios se encuentra una asociación negativa, estadísticamente significativa, entre la violencia en los municipios y el interés del sistema judicial por aclarar los atentados contra la vida. También se encuentra que la presencia de más de un agente armado en un municipio tiene un efecto demoledor sobre las prioridades de la justicia, en contra de los delitos contra la vida. Para tener una idea de la magnitud de este impacto baste con señalar que la presencia de dos agentes armados en un municipio tiene sobre las prioridades de investigación de la justicia un efecto similar al que tendría el paso de una sociedad pacífica a una situación de guerra. Se toma como indicador de las prioridades la participación de los sumarios por delitos contra la vida en el total de sumarios  y se explica esa variable en función de la tasa de homicidios y la presencia de agentes armados. La presencia de dos agentes es la que resulta más significativa. Se comparan los coeficientes de estas dos variables. Se encuentra que el efecto de pasar de 0 a 2 el número de agentes armados en el municipio es similar al que tendría un aumento de la tasa de homicidios en 150 homicidios por cien mil habitantes. Tal es la diferencia en tasas de homicidio entre, por ejemplo, los países europeos y El Salvador.
Para resumir, el análisis de los datos sobre desempeño judicial, violencia homicida y presencia de los grupos armados en los municipios colombianos sugiere una historia interesante. El efecto inicial de los agentes violentos sobre el desempeño de la justicia penal colombiana se estaría dando a través de la alteración, en ciertos municipios violentos, en el conteo de los homicidios por parte de los fiscales y los jueces. La información disponible es bastante reveladora acerca de la génesis del misterio alrededor de las muertes violentas en el país : el sistema judicial. Los muertos empiezan a desaparecer de las estadísticas en las cifras que remiten los juzgados. Difícil pensar que si existe desinformación en cuanto al número de homicidios habrá alguna claridad acerca de las circunstancias en que ocurrieron las muertes, o acerca de los autores de esos crímenes.
Este primer desbalance entre lo que el sistema judicial registra y lo que realmente está ocurriendo estaría afectando las percepciones de los ciudadanos acerca de la justicia y su voluntad para recurrir a ella para denunciar todo tipo de delitos. Parece lógico el escepticismo de los ciudadanos con un sistema judicial que reconoce la existencia de un número de homicidios inferior a los que realmente ocurren. El fenómeno de baja denuncia que se observa ante la presencia de agentes armados puede, en principio, darse en forma paralela con una reducción o con un incremento en la delincuencia. Los datos no son contundentes al respecto pero sugieren más un escenario de aumento en la criminalidad.  Las respuestas de los hogares acerca de los factores que se cree afectan la delincuencia en sus regiones tiende a dar apoyo a la idea que los agentes armados contribuyen a la inseguridad. A nivel nacional, el 73% de los hogares encuestados considera que la presencia de guerrilleros hace que aumenten los delitos, un 5% considera que los disminuyen y un 20% cree que no tienen efecto. Para los grupos paramilitares, los porcentajes son muy similares (70%, 6% y 21%). Es interesante observar cómo en las zonas de menor violencia el porcentaje de hogares que opina que los guerrilleros aumentan la delincuencia (79%) es significativamente mayor al de los hogares que piensan lo mismo en las zonas de alta violencia (57%). Con los grupos paramilitares la diferencia es un poco menor (74% contra 61%) [117].
Testimonios disponibles en el país permiten sin embargo sospechar que en algunas localidades los grupos armados entran a poner orden, reduciendo las tasas delictivas [118]. La presencia de más de un agente armado en una localidad  tiene ya un  efecto devastador sobre la justicia que parece convertirse entonces en una verdadera "justicia de guerra" bajo la cual el mayor número de muertes violentas conduce a un menor interés de la justicia por investigarlas, y mucho menos por aclararlas. En síntesis, los datos muestran que es por la desinformación alrededor de la violencia por donde parece iniciarse la influencia de los agentes armados sobre la justicia penal colombiana. A partir del momento en que la justicia, en sus estadísticas y seguramente en su desempeño, se empieza a alejar de la realidad se dan las condiciones para ese círculo vicioso de desinformación y oferta de servicios privados de protección en el que, nos dice la teoría, surgen y se consolidan las mafias.

PARA QUE LOS COSTOS ?
Una de las contribuciones intelectuales más importantes de la disciplina económica al análisis de los fenómenos sociales ha sido el estudio de los costos, o sea la consideración sistemática de todas las oportunidades alternativas.  El concepto del costo de oportunidad  tiene dos componentes. Uno tiene que ver con la conveniencia de ir más allá de los pagos, o costos contables, como factores determinantes de las decisiones. El segundo, la consideración de todas las alternativas, hace énfasis en la conveniencia de adoptar una visión global de las relaciones y de sus posibles repercusiones en otras esferas. 
En términos del cálculo de los costos como herramienta de soporte para el diseño de las intervenciones se pueden distinguir dos instancias. La más elemental consiste en dar una señal de alarma sobre el impacto social de algún fenómeno, e indicar  la necesidad de acción pública. Esta instancia se basa por lo general en un inventario de los gastos, de las oportunidades perdidas y en la identificación de los sectores más afectados. No parece arriesgado  afirmar que el estado actual del debate en América Latina en materia de los costos de la violencia no se encuentra mucho más allá de este punto.
La segunda instancia, más sofisticada, es la relacionada con el análisis costo-beneficio de un conjunto de intervenciones alternativas. En principio, la comparación de los costos y los beneficios de las distintas intervenciones es una poderosa herramienta para lograr eficiencia en la asignación de recursos públicos. En el área del crimen y la violencia, la correcta utilización de esta metodología, la evaluación de proyectos, se enfrenta con  limitaciones, tanto de información como conceptuales, que la hacen prácticamente inaplicable.
En otra dimensión, el diseño de políticas relacionadas con el manejo de externalidades,  una sugerencia económica fundamental es la identificación del agente que genera tales externalidades para hacer, mediante intervenciones, que dicho agente internalice todos los costos de sus acciones y se vea incentivado a reducirlas. En América Latina, aún a nivel conceptual, se está lejos de una aproximación de este tipo. Con contadas excepciones, el crimen y la violencia se toman casi como desastres naturales, o misteriosas enfermedades, no sólo porque no se entiende bien su origen sino porque se supone implícitamente que no están beneficiando a nadie.  
En términos de la llamada teoría económica del crimen, cuya orientación actual se destaca por la aplicación del modelo de escogencia racional a las conductas criminales, vale la pena recordar que esta era una preocupación que se reconocía secundaria en el trabajo inicial de Gary Becker. El objetivo primordial de dicho trabajo era sugerir herramientas económicas para la asignación de los recursos estatales en la tarea de controlar el crimen. La idea esencial sigue siendo que tal asignación debe hacerse de acuerdo con los costos sociales que genera cada conducta criminal. 
En esa dirección, un área que está siendo ignorada por los actuales estudios sobre costos de la violencia es la relacionada con los costos implícitos en los códigos penales que, para cada sociedad, han establecido claras prioridades en términos de las conductas que se deben combatir, e incorporan una valoración implícita del daño social de cada una. Si se trata de comparar los costos relativos de, por ejemplo, un robo, un homicidio y un secuestro, para con base en esto sugerir prioridades de intervención parecería mucho más factible, realista, y eficiente, comparar las penas que la sociedad ha establecido para cada una de estas conductas punibles, en lugar de irse por la vía, tortuosa, de tratar de estimar unos costos, en los cuales el bulto a nivel social lo constituyen magnitudes intangibles, con base en una información tan precaria como la disponible actualmente sobre el crimen. Esta flagrante ignorancia por parte de los economistas de un problema que históricamente ha sido tratado y discutido por otras disciplinas ilustra bien una de las grandes limitaciones del “enfoque económico” en el tratamiento del tema de la violencia: el querer colonizarlo, como “empezando de cero”, sin tener en cuenta la tradición de su estudio.
Aun haciendo caso omiso de esta última observación, en la medición de los costos de la violencia subsisten serias dificultades. La primera de ellas es la dimensión distributiva del impacto del crimen, sobre la cual la economía tiene muy pocas sugerencias normativas. La segunda es la dificultad para valorar la vida humana, y establecer comparaciones y prioridades de intervención entre los atentados contra las personas, los ataques a la propiedad y los crímenes contra el Estado. La tercera tiene que ver con lo complicada que ha resultado la cuantificación del impacto social de actividades como el narcotráfico, la corrupción, la guerrilla o la actuación de otras organizaciones armadas. La última dificultad tiene que ver con la idea, errónea, de que el tamaño de la industria del crimen guarda una relación directa con las pérdidas sociales que tal actividad ocasiona. Esta noción está posiblemente basada en un supuesto muy discutible de Becker que plantea que las industrias ilegales son competitivas  y que por lo tanto lo que los criminales obtienen es equivalente a los recursos que invierten en el desarrollo de esas actividades y que se podrían dedicar a otros fines. Si se abandona este supuesto es fácil argumentar que lo que produce cualquier crimen constituye una pérdida únicamente para la víctima. Es un costo privado. Socialmente, son dos los efectos: una redistribución de la riqueza y, sobretodo, un debilitamiento de los derechos de propiedad que puede implicar, ese sí, unos costos sociales. Sin embargo, la magnitud de esos costos puede no guardar ninguna relación con el monto transferido.
El mayor vacío de la corriente actual de trabajos sobre costos de la violencia es la tendencia a ignorar por completo a los agresores, que son precisamente los agentes que están generando los costos sociales. La recomendación económica ante un problema de esta naturaleza -un agente que, con sus decisiones, se beneficia privadamente e impone sobre la sociedad unos costos que él no asume- es bastante directa: se debe identificar al agente que genera los costos e imponer sobre él unas restricciones o impuestos para que, de alguna manera, internalice los costos sociales y, mediante un nuevo cálculo de la rentabilidad de sus actividades perciba incentivos adecuados para reducirla. En el área del crimen esta línea de política va en la misma dirección de lo que las sociedades desarrolladas han encomendado a sus sistemas de justicia penal: identificar a los infractores y aplicarles las restricciones o impuestos, en este caso las penas, que la sociedad ha considerado deben recibir.
La confusión en este sentido es tal que algunas recomendaciones que se hacen en la actualidad son un total contra sentido en términos de los incentivos que conllevan. La lógica es la siguiente: se calculan unos “costos de la violencia”, se hace caso omiso de quien los está generando, se encuentra que son enormes y se le recomienda a la sociedad que, para evitarlos, se le debe dar una retribución económica, pagada por todos, a quien los genera.
Es difícil no percibir alrededor del tema de los costos de la violencia, o del eufemismo del precio de la paz, la existencia de agendas ocultas. La magnitud del impacto, la prioridad que se le debe asignar al tema, han sido hábilmente utilizados por quienes desde las instancias de decisión, legales e ilegales, no dejan pasar una disculpa adicional para tramitar recursos públicos.

OTROS APORTES DE LA ECONOMIA
Más allá de la labor, aún inconclusa, de estimar los costos de la violencia, como aportes de la economía a la comprensión de la violencia en Colombia se deben destacar la orientación empírica de la disciplina, la búsqueda de nuevos cuerpos de teoría que den cuenta de lo que muestran los datos y, en particular, la formulación de modelos de  comportamiento que permitan avanzar en la comprensión de los actores involucrados.
Una característica de los trabajos recientes sobre violencia, a la cual han contribuido tanto los economistas como los profesionales de la salud pública, ha sido el uso más intensivo de los datos y el progresivo abandono de los enfoques puramente deductivos. Esta reorientación es fructífera. Nada reemplaza el esfuerzo sistemático por observar la realidad, sobretodo en un área tan rodeada de prejuicios y de misterio como la violencia colombiana.
El simple análisis de los datos agregados sobre violencia ha puesto en evidencia las limitaciones del diagnóstico predominante. Fuera del altísimo nivel de las tasas de homicidio durante la última década y la alta concentración geográfica, que ya se destacaron, aparecen con insistencia: una gran incapacidad de la justicia penal para investigarlas; una creciente desinformación alrededor del fenómeno; síntomas de subregistro al nivel más básico de contabilidad de las muertes; señales de sesgos en la clasificación de las defunciones y evidencia en el sentido que el misterio y la desinformación son proporcionales a los niveles de la violencia.
Estas peculiaridades de la situación colombiana permiten desafiar la noción de una violencia esencialmente impulsiva y rutinaria. El abismo que existe, tanto en número como en características, entre la violencia que se contabiliza y la que llega a los juzgados no es consistente con la idea de una violencia que surge de hábitos y costumbres generalizados entre los ciudadanos. Como tampoco lo son los esfuerzos por ocultar los cadáveres, el afán por alterar la clasificación de las defunciones o el temor a denunciar o hacer públicas las causas de los homicidios. Detrás de la desinformación y la intimidación hay claros síntomas de intencionalidad y de profesionalización de la violencia.
Así, el enfoque económico ha contribuido a fortalecer la idea que detrás de los actos de violencia hay individuos que toman decisiones, que buscan unos fines, que obtienen algún tipo de beneficio y cuyo comportamiento es necesario entender. Se ha revaluado el rígido esquema deductivo, heredado de pensadores del siglo pasado, de unos actores colectivos cuyas acciones están completamente determinadas por el entorno socioeconómico.

LAS LIMITACIONES DEL ENFOQUE ECONOMICO
Los avances logrados por la disciplina económica en el estudio de la violencia no implican que por esta vía se estén ofreciendo ya respuestas satisfactorias a los interrogantes básicos. Son varias, e importantes, las dificultades que enfrenta el enfoque económico para estudiar la violencia. Las limitaciones se pueden agrupar en cuatro grandes rubros. El primero tiene que ver con los datos: con la escasa atención que la mayor parte de la profesión le presta a los problemas de recolección, o evaluación de la calidad, de la información, y con la mala capacidad para utilizar evidencia distinta de la estadística. El segundo tiene que ver con lo difícil que ha sido para la disciplina modelar los procesos históricos, las actividades no competitivas con rendimientos crecientes  y los fenómenos de localización espacial. El tercer rubro se refiere a lo inadecuados que resultan, cuando se analizan las conductas violentas, algunos de los supuestos básicos del modelo de comportamiento de los agentes racionales. El último rubro tiene que ver con el escaso interés que ha mostrado la disciplina por desarrollar una teoría del comportamiento que tenga en cuenta las diferencias de género.
A pesar del buen dominio de la disciplina económica sobre los métodos cuantitativos, y de su capacidad para formalizar y contrastar hipótesis, no puede dejar de señalarse su mala capacidad para la labor, más artesanal, de auscultar directamente la realidad, de recoger la información. El punto de la disponibilidad y calidad de los datos es crítico para el crimen y la violencia por la marcada tendencia hacia el no registro de los incidentes. Son pocas las relaciones sociales tan rodeadas de misterio intencional. Por otro lado, porque para las agencias de seguridad y justicia se presenta un conflicto de intereses ante esta labor: como las cifras se utilizan para evaluar el desempeño de estas agencias hay claros incentivos para la desinformación. La mala calidad de los datos colombianos confirma estos temores.
Ante la precariedad de las estadísticas oficiales sobre crimen y violencia y ante la aversión de los economistas por otros tipos de evidencia, como los testimonios o las historias de vida, no sorprende su limitado aporte a la descripción de la violencia, para no hablar del análisis de sus causas.
El segundo conjunto de dificultades tiene que ver con algunas peculiaridades de la teoría económica que restringen su capacidad para analizar la violencia. Se debe mencionar, por ejemplo, la naturaleza esencialmente ahistórica del enfoque.  El énfasis en las decisiones hacia adelante -en el margen- tiende, de partida, a negar la importancia del pasado. La situación colombiana muestra que a cualquier nivel -personal, local, regional o nacional- hay detrás de la violencia una historia que se debe tener en cuenta, y que debe ser investigada. Inevitablemente, la adopción del enfoque económico distorsiona la visión de la violencia. Generaliza entre los ciudadanos, caricaturizados con un agente típico sin memoria, las conductas de unos pocos individuos, u organizaciones, con un denso historial. Otra particularidad de la teoría económica que dificulta su aproximación a la violencia es la debilidad del tratamiento de la dimensión espacial. Para cualquier observador de la violencia colombiana, la geografía del conflicto, la influencia regional de ciertos actores, los territorios, son asuntos esenciales. El problema de la localización de las actividades en el espacio, la geografía económica, es algo que está, por el contrario, casi ausente del cuerpo de la teoría económica moderna.  Otra dificultad teórica que vale la pena destacar es la del apego de la economía al paradigma de la competencia entre empresas sin grandes economías de escala. Para los economistas, han sido particularmente difíciles de modelar las situaciones de competencia imperfecta o los procesos de monopolización de ciertas actividades, sobretodo cuando los límites a esta tendencia son territoriales. Esta es, precisamente, la situación más corriente en el área de las actividades criminales: la progresiva concentración de recursos y de poder en unos pocos agentes  que controlan territorios.
El tercer gran capítulo de las limitaciones de la economía para el análisis de la violencia tiene que ver con varios de los supuestos básicos del modelo de escogencia racional.  Uno de los supuestos más debatibles de dicho modelo es el de los gustos, o preferencias, estables y homogéneos entre individuos. La costumbre de los economistas de utilizar en sus análisis  la figura de un agente típico representativo distorsiona el estudio de ciertas conductas cuya distribución entre la población no es uniforme. La situación de una comunidad asediada por unos pocos criminales sencillamente no puede modelarse suponiendo que esto equivale, en el agregado, a que todos los ciudadanos son un poquito criminales. En algunos trabajos económicos sobre crimen se mencionan de manera tangencial cuestiones como las propensiones a incumplir la ley, las barreras morales, o la aversión al riesgo. Tales características de los individuos se toman como un dato exógeno y, en el mejor de los casos, se suponen normalmente distribuidas entre la población. La evidencia sobre los actores violentos en Colombia sugiere, por el contrario, una marcada dicotomía: hay homicidas, parecen ser muy pocos, y el grueso de la población sencillamente no es homicida, ni hace en forma permanente evaluaciones costo-beneficio para  serlo.
El supuesto de las preferencias estables se torna aún más precario cuando se tiene en cuenta lo que sugieren diversos testimonios, en el sentido de que la violencia presenta características de comportamiento adictivo. No todos los homicidios que comete un individuo son equivalentes en términos de las barreras morales que deben franquearse. Son recurrentes las referencias al hecho de que la experiencia del primer homicidio es crítica y es radicalmente distinta a la de los subsiguientes. Es, en muchos casos, la único que presenta serios obstáculos internos. En el mismo sentido apunta la evidencia sobre los ritos de iniciación a los que son sometidos los asesinos a sueldo de las organizaciones criminales. El reclutamiento tiene casi siempre como requisito el haber asesinado a una persona bajo el supuesto que los siguientes homicidios no presentarán mayores trabas.
Estrechamente vinculada con el punto anterior, está la circunstancia de la economía como disciplina que estudia decisiones cotidianas y repetitivas para las cuales es razonable suponer que los agentes desarrollan habilidades de previsión de las consecuencias de sus acciones y de cálculo de los beneficios y costos asociados con cada una de ellas. En forma opuesta a este escenario idealizado, las historias de vida sobre criminales en Colombia muestran que las conductas violentas no concuerdan bien con la idea de una evaluación permanente de situaciones que se repiten sino con decisiones críticas que se toman pocas veces en la vida -ingresar a la guerrilla, traficar con droga, matar a alguien- y que definen patrones de vida. En muchas de estas decisiones críticas parece haber un gran componente emotivo e irracional -como el ánimo de venganza, el deseo de cambiar la sociedad, la presión de los amigos- que tampoco encaja bien en la figura de un exhaustivo cálculo de costos y beneficios. No es accidental que haya en ellas un ímpetu de juventud, contrario a la idea de decisiones maduras y calculadas. Además, una vez tomada la decisión parece generarse una dinámica, basada en la presión de grupo, o en las amenazas, o en fuerzas psicológicas, que hace difícil dar marcha atrás y determina las conductas posteriores a tal decisión.
Otro de los supuestos del modelo económico que resulta debatible para el estudio de la violencia es el de las preferencias exógenas. Lo que muestran con fuerza los datos colombianos es que la violencia y el crimen tienen una enorme capacidad para generar condiciones favorables a su reproducción. En forma contraria a los postulados básicos de la teoría económica del crimen, que supone unos individuos con una propensión a las conductas delictivas independiente del entorno social, la evidencia sugiere que la decisión de convertirse en criminal es sensible al entorno, y no simplemente en términos de las restricciones legales que la sociedad impone sobre los individuos, sino a nivel de las normas sociales que tales individuos consideran legítimas, internalizan y por ende incorporan a sus preferencias. Por otro lado, la experiencia colombiana muestra cómo aún el sistema judicial puede tornarse endógeno y amoldarse a los intereses de los criminales más poderosos.
Dentro de los innumerables factores de riesgo asociados con el crimen y la violencia hay un elemento que aparece en muchísimos estudios, no sólo en Colombia sino en todo el mundo, y en todas las épocas: se trata de un asunto entre hombres, y más específicamente entre varones jóvenes. Los avances recientes en el estudio de la agresión en otras especies, que muestran también marcadas diferencias por sexo y por edades, apuntan en la misma dirección. Así, de las ciencias biológicas viene con fuerza el argumento de que ciertos comportamientos tienen un claro componente masculino y que la violencia puede no ser algo exclusivamente social o cultural. De acuerdo con esta visión, los genes, el cerebro y las hormonas deben tener algo que ver en el hecho que la gran mayoría de los crímenes violentos sean cometidos por hombres en edad temprana. La economía, como las demás ciencias sociales, no parece aún preparada para manejar las diferencias de género y, en general, los determinantes biológicos del comportamiento.
Como limitación adicional de los economistas para aproximarse a un fenómeno como la violencia colombiana está el incipiente desarrollo que aún se observa en la comprensión de las instituciones, las “reglas del juego”. Aunque los economistas se han interesado recientemente por estos temas y el volumen de literatura es ya considerable, el conocimiento acerca de cómo surgen y evolucionan las instituciones es todavía incipiente. Ni siquiera para una de las instituciones más importantes de la teoría económica, la empresa, se tiene claridad acerca de su manera de operar, o de la lógica de su existencia. Otra institución particularmente apreciada por los economistas, el mercado, continúa siendo una construcción teórica, más normativa que positiva, sin mayor sustancia. Si esta ignorancia se da para arreglos institucionales que están en el centro de las preocupaciones de la disciplina, sería ingenuo pretender actualmente aportes significativos de la economía sobre las instituciones relacionadas con la guerra, la protección de los derechos, los atentados la propiedad, el cumplimiento de la ley, o las agresiones físicas o las amenazas.
Ante su mala capacidad para modelar las instituciones, los economistas normalmente las ignoran adoptando implícitamente el supuesto de que la calidad institucional es uniforme a lo largo del tiempo, o entre regiones.

ECONOMIA, VIOLENCIA Y POLITICAS PUBLICAS
Fuera de las limitaciones en los datos, y en las teorías para analizarlos, existen en el área de la violencia varios elementos que hacen compleja la relación entre el diagnóstico y el diseño de políticas y entre estas últimas y su puesta en marcha. A continuación se discuten algunas de las particularidades del enfoque económico que hacen difícil tanto los lineamientos como la ejecución de las políticas contra la violencia.
Un aspecto de particular interés es el de la relación del economista con el soberano. El primer punto que se debe destacar es la ingenuidad con que tradicionalmente el primero ha supuesto que se comporta el segundo. Las caricaturas del planificador o el dictador benevolente con infinita información, idoneidad, sapiencia y buenas intenciones están siempre implícitas en los trabajos de los economistas. En últimas, el gobierno sigue siendo para la economía una caja negra -tan carente de sustancia como la empresa o el mercado- a la cual le entra información y de la cual salen políticas públicas con las que supuestamente se está maximizando algo parecido a una función de bienestar social. La capacidad para comprender las instituciones gubernamentales es particularmente débil en un campo como el control de la violencia en Colombia, en dónde confluyen organismos y entidades -fuerzas armadas, rama judicial, ONGs, presiones internacionales- tan variados como disímiles en cuanto a sus objetivos y a sus formas de operación. Ni siquiera de la piedra angular de las políticas públicas para los economistas, la búsqueda de la eficiencia, se puede afirmar que tenga un lugar destacado en la agenda de preocupaciones de tales instituciones.
Las instancias de intervención gubernamental familiares al economista casi siempre constituyen lo que Ronald Coase ha denominado ejercicios de economía de tablero: se supone que toda la información necesaria para la toma de decisiones está disponible y el economista, en el tablero, hace todo bajo el supuesto de que en el mundo real todo sucederá de la misma manera. No parece necesario profundizar en lo inadecuado que resulta este escenario en áreas tan complejas en materia de ejecución como el orden público, la seguridad, el respeto de los derechos humanos, la prevención del delito o la investigación criminal. 
Un punto crítico es el relacionado con la presunción del monopolio de la fuerza en cabeza del Estado. Cualquiera de las intervenciones que maneja la economía dan por descontado el poder coercitivo del Estado sobre todos los demás agentes. En situaciones extremas de violencia, como la colombiana, tal supuesto es en extremo dudoso.  Así, la asesoría del economista al gobernante se complica, o se reduce al absurdo, cuando lo que se busca es quitarle recursos, o imponerle restricciones, a un agente sobre el cual no se tiene el suficiente poder coercitivo. La situación es aún más grave cuando se pierde claridad acerca de quien es el verdadero soberano.
A diferencia de otras áreas de la economía, o de la realidad social, en dónde la arquitectura de las políticas tiene a veces un gran valor agregado y el problema de la ejecución es relativamente simple, en el área del crimen y la violencia se da la situación contraria: resulta casi obvio saber qué se debe hacer y la gran dificultad radica en saber cómo hacerlo. Ante tal situación, los gobernantes, y los analistas, optan por extrañas alternativas, de fácil ejecución, que simplemente le hacen el quite al bulto del problema.
Desafortunadamente, las reservas en la capacidad del economista para asesorar al soberano en el diseño y ejecución de políticas contra la violencia, o en la búsqueda de la paz, no parecen exclusivas de esta disciplina. La falta de realismo en la visión de los gobernantes y la relación, que se supone automática, entre el diseño de las políticas y su satisfactoria ejecución, parecerían ser denominadores comunes a todas las ciencias sociales. Cada disciplina supone que existe el soberano que le gustaría que existiera y hace, desde el tablero, las recomendaciones que considera pertinentes. Es escasa la preocupación por la forma como tales acciones se llevarán a cabo. También es precario el esfuerzo que se hace por analizar con los eventuales ejecutores las posibilidades éxito de las políticas.
Un aspecto preocupante de las intervenciones que se han propuesto en Colombia en materia de violencia es que, en su mayoría, no han contado con el suficiente soporte empírico, o con una evaluación de su viabilidad. Se basan, por lo general, en las buenas intenciones.
Gran parte de las políticas recientes contra la violencia en Colombia han estado basadas en dos elementos contradictorios entre sí. Mientras que por un lado se afirma que el conflicto armado es responsable de un número reducido de muertes violentas y que, por defecto, el grueso de la violencia resulta de los problemas de convivencia entre ciudadanos, por el otro se recomienda, como gran prioridad para reducir la violencia, para encontrar la paz, la negociación con los grupos alzados en armas. El elemento de la violencia que ha sido ignorado tanto en términos de diagnóstico como de intervención es el de la criminalidad, fenómeno para el cual las recomendaciones no pasan de ser unos llamados genéricos a fortalecer la justicia o a la aplicación, también vaga y difusa, de medidas preventivas.
Para el conjunto de la literatura disponible en el país, parece haber una desafortunada relación inversa entre el aporte de los trabajos a la comprensión del problema de la violencia, su realismo, su contenido de información, por un lado, y las sugerencias de intervención por el otro. Los estudios que son ricos en evidencia, los que más se han aproximado a la observación directa son precisamente aquellos que reconocen la complejidad del problema, la precariedad del diagnóstico y por lo tanto son más tímidos en términos de recomendaciones de política. Por el contrario los trabajos más simplistas, los de naturaleza casi deductiva, son los más prolíficos en materia de posibles intervenciones.
No hay, dentro de los trabajos realizados hasta la fecha, ni siquiera dentro del creciente volumen de esfuerzos hechos por economistas, ninguno que presente una correspondencia entre la estimación de los costos sociales de la violencia y las prioridades de acción en materia de políticas.


[1] Williamson (1979)
[2] ver North (1992)
[3] intercambios recíprocos, regalos, el valor que se le otorga a ciertos rasgos de la personalidad como la generosidad
[4] ver Williamson O (1979)
[5] Posner (1977) o Landes W & Posner R (1987)
[6] organizar la producción, crear empresas, abrir nuevos mercados, adoptar innovaciones ...
[7] ver por ejemplo Krueger( 1974), Shleifer y Vishny (1993), Murphy ( 1991) o Rose-Ackerman (1975) y, para Colombia, Thoumi (1994)
[8] Murphy K, Shleifer A & Vishny R (1993)
[9] Shleifer A & Vishny R (1993)
[10] Thoumi (1994)
[11] Murphy  K, Shleifer A & Vishny R (1993)
[12] el acumulado de las personas asesinadas en Colombia en los últimos veinte años es del orden de 300 mil, o sea más del 2% de la población empleada
[13] gastos en vigilancia, pólizas de seguros, "vacunas" etc...
[14] Landes W & Posner R (1987)
[15] ver por ejemplo Scully (1988) o Corbo (1994) o Mauro P (1993) "Country Risk and Growth" citado por Shleifer A & Vishny R (1993) o Bates (1987) "Essays on the Political Economy of Rural Africa" citado por Murphy K, Shleifer A & Vishny R (1993) o Alesina A  & Perotti R (1993) "Income Distribution, Political Instability, and Investment" NBER Working Paper citado por Alesina (1994)
[16] Montenegro (1994)
[17]  Ver Jaramillo [1993].
[18] Junguito y Caballero [1978].
[19] Caballero [1998], Gómez [1988 y 1990],  O'Byrne y Reina [1993], Urrutia [1990, 1993], Kalmanovitz [1990], Thoumi  [1994], Rocha [1997]
[20] Steiner [1997]
[21] Uribe [1997] señala que buena parte de los estimativos de área cultivada se basan en trabajo de campo hecho en los ochentas en Perú y Bolivia.
[22]  Con excepción de Kalmanovitz [1990], Thoumi  [1994], o Rocha [1997].
[23]  Ver Caballero [1998], Gómez [1990] o Urrutia [1990]
[24]  Por ejemplo Granada y Rojas [1994], La Rotta [1996] o Trujillo y Badel [1998].
[25]   Rubio [1995, 1997], Bejarano [1996], Bejarano et al [1997], Guzmán y Barney [1997], Trujillo y Badel [1998]
[26]  Rubio [1995], Trujillo y Badel [1998], Guzmán y Barney [1997]
[27]  Ver los principales resultados en Rubio [1996a]
[28] Fuera de Gaitán [1994] y Rubio [1996] ver por ejemplo Lozada y Vélez [1989], INS.CELADE [1991], Montenegro [1994], Montenegro y Posada [1994], Gaviria [1997] o Trujillo y Badel [1998].
[29] En INS.CELADE [1991] y en Romero [1997] se hace una estimación del número de muertes intencionales con base en la información intercensal.
[30] Esta es la fuente utilizada en Montenegro y Posada [1994], Guzmán y Escobar [1997] y Trujillo y Badel [1998].
[31] Bejarano [1988], Pizarro [], Echandía [], Uribe Ma Victoria, Cubides [], García y Betancourt [1993], Thoumi [1994], Charry [1997], Jaramillo [], Corporación Región [], Salazar [].
[32] Uribe [1992] hace una etnografía de los grupos esmeralderos de Boyacá. Medina [1990] y Alonso [1997] registran en detalle la evolución del conflicto en el Magadalena Medio. Vásquez [1997] analiza la influencia de la guerrilla en los habitantes y los negocios del municipio de la Calera.
[33] Molano [1996, 1997].  Jaramillo [1993,1994], Corporación Región [1997] y Salazar [1994], Salazr y Jaramillo [1992] sobre pandillas, milicias y bandas juveniles en Medellín
[34] Correa [1997], Medina [1996] o Uribe [11994]
[35] García [1996], Alonso [1997], Medina [1990].
[36] Thoumi [1994] analiza los factores que contribuyeron a la consolidación del narcotráfico en Colombia y Pizarro [1991,1992] ofrece elementos para una sociología de la guerrilla.
[37] Ver al respecto Uribe [1995] o el Banco de Datos del CINEP.
[38] Echandía [1995, 1998] y Charry [1997]
[39] Alonso Salazar, seminario Paz Pública, Universidad de los Andes, Abril de 1998.
[40]  Ver por ejemplo Londoño [1993] y Klevens [1998].
[41]  World Bank [1997]
[42] El Estudio Nacional de Salud Mental y Consumo de Sustancias Psicoactivas, citado por Klevens.
[43] Instituto Nacional de Salud (1994) Boletín Epidemiológico 2 (4): 58-62 - Datos WHO Demographic Yearbook 1990
[44] Los datos que se presentan a continuación fueron tomados del trabajo, no publicado, Romero G (1997) "Demografía de la Violencia en Colombia"   y del INS(1991) "Accidentes y muertes violentas en Colombia. Un estudio sobre las características y las consecuencias demográficas 1965-1988" San José Marzo
[45] Cuéllar (1997). Según la encuesta de hogares, que no incluye zonas rurales, para 1991 más de 100 mil familias habían cambiado de residencia en el quinquenio anterior  por motivos de violencia. .
[46]  ver "Cuatro hogares desplazados cada hora" El Tiempo Abril 4 de 1997.
[47] Este rubro constituye lo que en los trabajos sobre metodología para el cálculo de costos de la violencia se denominan los costos directos. Ver Buvinic et al [1998] o Bobadilla et al  [1995]
[48] Ver por ejemplo Bobadilla et al [1995]
[49] Un conjunto de estudios de caso para Río de Janeiro, Sao PAulo, Kingston, México y Perú se encuentra en Domínguez et al. Para Colombia sólo se pudo identificar en esas líneas el trabajo par un hospital de Bucaramanga. Ministerio de Salud [1995]. Trujillo y Badel [1998] reportan como fuente en uno de los cuadros en dónde calculan el gasto en salud por efecto de la violencia la Clínica San Pedro Claver.
[50] Comisión de Racionalización del Gasto y de las Finanzas Públicas [1996] "Defensa, Seguridad Ciudadana y Gasto Público"  y "El Sistema Judicial y el Gasto Público" Mimeo - Bogotá  Mimeo - Bogotá
[51]. Cuéllar (1997).
[52] CIJUS (1997)
[53] Cuéllar (1997)
[54] Ver Revista Semana de Nov 5 de 1996.
[55]  Ospina [1996].    
[56] Jaramillo [1993], Corporación Región [1997], Salazar [1998]
[57]  Corporación Región [1997] 
[58]  ver Rubio [1997]
[59]  Datos tomados de Ospina (1996)
[60]  Ver una detallada descripción de este fenómeno para Medellín en Corporación Región (1997)
[61] Jaramillo [1993] y Corporación Región [1997]
[62] Ospina (1996)
[63] Bogotá, Barranquilla y Medellín. Ver resultados en CIJUS (1997)
[64]  Estos estimativos están basados en la encuesta resumida en CIJUS (1997)
[65] INS [1994] o Echeverri et al [1997]. Banguero y Rotavisky proponen una metodología para calcular el costo económico de un AVISA.
[66] Un resumen de la literatura hasta 1995 se encuentra en Conferencia Episcopal de Colombia [1995]. Entre los trabajos no cubiertos en este resumen, o posteriores a su publicación vale la pena mencionar Murillo y Herrera [1991], Giraldo, Abad y Pérez [1997] y Morrison y Pérez [1994]. Este último es el trabajo que presenta un enfoque más sistemático y riguroso y, además, incluye variables socio-económicas adicionales a la violencia como determinantes de los flujos migratorios interdepartamentales. 
[67] Cabría mencionar como excepciones el trabajo de Murillo y Herrera [1991], el de Conferencia Episcopal de Colombia [1995] y el de Morrison y Pérez [1994] .
[68]  Trujillo y Badel [1998].
[69] Trujillo y Badel [1998].
[70] Rubio [1996b,1997a,1997c]
[71] Corporación Región [1997], Jaramillo [1993, 1994],  Salazar y Jaramillo [1992], Salazar [1994], García y Betancourt [1993]. 
[72]  Cuéllar [1997]
[73] Ardila [1995], Defensoría del Pueblo [1996], Umaña [1995].
[74] Cuéllar [1997]
[75]  Cuéllar (1997)
[76]  Cuéllar (1997)
[77]  Cuéllar (1997)
[78] Bejarano [1988]
[79] En particular el hecho que la violencia afecta más las decisiones de inversión que las de producción. Corbo [1996]
[80] Rubio [1995]
[81] Ver al respecto los trabajos de Bejarano o Escobar [1994]. 
[82] Realizada en Bogotá y sólo en 5 sectores. Ver un resumen de los resultados en Rubio [1996a].
[83] Un resuman de los resultados de encuestas trimestrales de opinión se encuentra en Escobar [1996].
[84] ver por ejemplo North (1990)
[85] Como lo de Morrison y Orlando para Chile y Nicaragua. En Larraín [1998] se encuentran referencias  a otros trabajos sobre prevalencia y consecuencias de la violencia doméstica en América Latina.
[86] Ver por ejemplo Leibovitch [1998]
[87]  Rubio (1996)
[88]. Rocha (1997)
[89] Ver Granada y Rojas (1995)
[90]  Sánchez (1989)
[91] Reyes (1997).
[92] Cuéllar (1997)
[93] .Perczek (1996)
[94] Ver Rubio [1997a]
[95] Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura IICA ver "Campesinos : el blanco de la violencia" El Tiempo Mayo 16 de 1996
[96] Ver por ejemplo Cáceres [1997], Nemogá (1996), Rubio [1988a], Salazar [1994]  y Santos [1997]
[97] Entre los trabajos recientes ver por ejemplo Castillo, Fabio [1996] "Los Nuevos Jinetes de la Cocaína", Bogotá: Editorial Oveja Negra y Torres, Edgar y Armando Sarmiento [1998] "Rehenes de la Mafia". Bogotea: intermedio editores. 
[98] Gaviria [1997], Posada [1994]
[99] Gómez [1997].
[100] Como por ejemplo los trabajos de Jimeno y Roldán [1996, 1998]
[101] Los trabajos de Echandía y Bejarano adoptan una aproximación geográfica. Los de Jaramillo, Salazar y la Corporación Región ofrecen amplia evidencia testimonial.
[102] Conversaciones sostenidas con  médicos  vinculados al sector salud.
[103] ver por ejemplo Inman  [1985]
[104] Una formalización de esta idea se encuentra en Skaperdas y Syropoulos [1995]
[105] Gambetta y Reuter (1995)
[106] Gambetta (1993)
[107] Vélez et al., (1987)
[108]  Cuéllar (1997) 
[109]  Ver Rubio(1996).
[110]  Ver Beltran (1997)
[111]  Caballero Maria Cristina (1997) "Mapiripán, una puerta al terror" Cambio 16, # 215, 28 de Julio
[112]  Beltrán (1997)
[113]  Cuéllar (1997)
[114] El cálculo de estas probabilidades se basa en la estimación de un modelo Logit dónde la variable dicótoma dependiente es la Violencia No Judicializada (VNJ) y las independientes son la presencia o no de grupos armados en todas sus combinaciones y que haya o no una regional de medicina legal en el municipio
[115] Las diferencias de medias son estadísticamente significativas.
[116] La prioridad que la justicia le asigna a la violencia se puede aproximar con la participación de los sumarios por delitos contra la vida en el total de sumarios.
[117]  Cuéllar (1997)
[118] Tal parecería ser el caso para Medellín. Ver Corporación Región (1997)