¿Por qué tanta violencia?

La única expresión de la violencia colombiana para la cual se tiene una idea razonable sobre sus niveles actuales, que permite compararla con la de otras sociedades, o con la que se observaba en el pasado es la violencia homicida. Aunque para las conductas criminales diferentes del homicidio, como ya se señaló, hay síntomas de una incidencia creciente, el conocimiento que se tiene es limitado. Las distintas fuentes son contradictorias y datos confiables sobre lo que realmente ocurre sólo existen para las grandes urbes. En las ciudades intermedias, en los pequeños municipios y en el campo, sencillamente no se sabe que está pasando en materia de crimen.  Para las demás manifestaciones de la violencia, como la agresión entre ciudadanos o el maltrato familiar, la evidencia es aún más débil. Los trabajos existentes son peculiares en el sentido que abundan en definiciones y referencias a la literatura extranjera pero son escasos en cifras sobre la incidencia del problema en Colombia.  Algunos datos sugieren, en contra de lo que se cree, que la incidencia de este tipo de violencia sería inferior a la de hace dos o tres décadas y a la de buena parte de los países de América Latina en la actualidad.
Así, la única manifestación de la violencia colombiana sobre la cual se tiene información confiable en términos de magnitud, es precisamente aquella para la cual las explicaciones son más pobres. Por qué mueren violentamente tantos colombianos ? La respuesta satisfactoria a esta pregunta sigue siendo esquiva.
Como ya se señaló, luego de la llamada violencia política  de principios de los cincuenta, de la rápida pacificación que la sucedió y de casi una década de relativa estabilidad, a partir de 1970 empezaron a crecer aceleradamente las tasas de homicidio en el país alcanzando proporciones epidémicas a mediados de los ochenta. En dos décadas  se cuadruplicaron  los homicidios por habitante para llegar, a principios de los noventa, a niveles que permitieron calificar a Colombia como uno de los países más violentos del planeta.
Las diferencias entre las tasas de homicidio en Colombia y las de otros países son abismales. La colombiana es cerca de cuatro veces superior a la de países considerados violentos como Bahamas, Brasil, México o Panamá y cerca de setenta veces mayor  a la de los países más pacíficos En 1991, según la Organización Mundial de la Salud, Colombia encabezó, con El Salvador, la lista de naciones con mayor tasa de homicidios en el mundo. En lo corrido de esta década, y aunque todavía permanece en niveles preocupantes, la tasa de homicidios ha descendido en forma continua.
En realidad, ninguna de las teorías sobre la violencia disponibles en la actualidad contribuye a explicar la evolución reciente de la violencia Colombiana, ni las diferencias tan marcadas que presenta con otras sociedades de características, que se puede pensar se caracterizan por condiciones sociales y económicas muy similares.
Los avances recientes en el diagnóstico de la violencia colombiana han estado más orientados a desvirtuar ideas arraigadas que a proponer nuevas teorías. Son tres los elementos del discurso tradicional sobre la violencia colombiana que han sido cuestionados en los últimos años. El primero es el de las llamadas "causas objetivas" de la violencia. El segundo es el de la poca relación entre las altas tasas de homicidio y las actividades criminales o el conflicto armado y, por defecto, el postulado de que el grueso de la violencia es el resultado de problemas generalizados de agresión y riñas entre los ciudadanos. El tercero es el planteamiento de que las sanciones penales son inocuas para disuadir a los violentos, y en particular a los rebeldes.
Así, vale la pena repasar los principales elementos de estas teorías puesto que, si bien su poder explicativo es limitado, sirven para entender buena parte de las políticas inspiradas en ellas, incluyendo el  proceso de paz que se está iniciando.
También resulta conveniente recordar, en la búsqueda de nuevas líneas explicativas compatibles con la evidencia colombiana, algunas de esas incómodas realidades que brillan por su ausencia en el actual debate sobre los caminos hacia la paz.

LOS MITOS QUE HAN INSPIRADO LAS POLITICAS

MUCHOS MUERTOS POR LAS RIÑAS, POCOS MUERTOS POR LA GUERRA

Parece ya un hecho incontrovertible que el  país ha entrado en una nueva etapa de euforia y optimismo en la búsqueda de la paz. La intensificación del conflicto armado durante los últimos dos años, la gran acogida del mandato ciudadano por la paz  en las urnas y el avance de las conversaciones con los grupos alzados en armas volvieron a colocar en los primeros lugares de la agenda política el tema del conflicto armado y sus posibles salidas.

Las circunstancias anteriores han puesto en evidencia la precariedad del diagnóstico sobre la violencia colombiana que por muchos años ha inspirado las acciones públicas orientadas a su control. La parte más pertinente de este diagnóstico tiene que ver con la idea de que la  contribución del conflicto armado al número de homicidios en el país es baja. Por defecto, se adoptó la visión de una violencia fundamentalmente casual y fortuita, como la que resulta  de los problemas de intolerancia entre los ciudadanos

En este contexto, sorprende la importancia que está recibiendo actualmente el tema de la paz negociada con las organizaciones armadas. Aquí hay una gran inconsistencia. Si, como se ha venido afirmando por tantos años, el grueso de los muertos en el país poco tiene que ver con el conflicto,  las prioridades y los esfuerzos en materia de paz deberían estar orientados hacia otros frentes. Si, por el contrario, resulta ahora fundamental e inaplazable buscar el diálogo con los grupos armados, es porque se les asigna una alta responsabilidad en el elevado número de muertes intencionales que anualmente sufre el país. Cualquier observador incauto se hace, ante el contagioso afán por buscarle una solución negociada al conflicto, un pregunta muy sencilla: ¿ por qué súbitamente perdieron importancia los conflictos rutinarios, los de la calle, aquellos que estaban produciendo el mayor número de muertes violentas en el país ? ¿Quien se está preocupando hoy, en algún lugar de las montañas de Colombia, por los jóvenes que bajo la influencia del alcohol y un régimen laxo en cuanto al control de armas discutían por cuestiones triviales y acababan matándose ?

Lo más insólito de la situación es que no se trata de un debate entre dos grupos distintos de analistas, cada uno con su propia vocación por una de las dos explicaciones extremas sobre la violencia. No debe dejar de señalarse, ante la sorpresa que produce tal incoherencia, que son precisamente los más asiduos defensores de la idea que el conflicto armado ha sido responsable de un número muy reducido de muertes en el país quienes muestran en la actualidad un mayor afán por negociar con los alzados en armas para encontrar un camino seguro hacia la paz.

Lo que parece haber sucedido es que los hechos desbordaron y desvirtuaron el enfoque convencional sobre la violencia colombiana. Sugieren además que la fuente de inspiración del diagnóstico era, y parece seguir siendo, la ideología y no lo observación objetiva y neutra de lo que ocurre en el país. Realidades como los desplazados, las masacres, las renuncias de los candidatos a las elecciones municipales, el interés internacional por la situación de orden público en Colombia y el tema de los derechos humanos no son fáciles de enmarcar en un escenario dominado por los problemas de convivencia ciudadana. Es cada vez más claro que el diagnóstico fue benigno en cuanto a la contribución de las organizaciones armadas a la tasa de homicidios y que, por el contrario, hizo demasiado énfasis en los conflictos cotidianos entre los colombianos. La evidencia reciente -en particular los avances logrados por parte de Medicina Legal en la recopilación de las causales de los homicidios- y el limitado alcance de las políticas inspiradas en ese diagnóstico sugieren la necesidad de replantearlo. Parece conveniente pasar de las riñas  a la guerra  como elemento central de análisis de la violencia colombiana. En este capítulo, se pretende avanzar en esas líneas.

No cabe duda que, en la última década, el trabajo más comprehensivo e influyente sobre la violencia colombiana es el realizado por la Comisión de Estudios sobre la Violencia -los llamados violentólogos  - convocada por la administración Barco en 1987. Como se plantea en la presentación de la edición más reciente del resumen de estos trabajos, "se trata de ideas completamente interiorizadas en el discurso político cotidiano … Como tal es un referente analítico que hace parte ya de lo adquirido en el mundo académico e incluso de lo apropiable por distintas dependencias oficiales. A su manera, se le incorpora también en el diseño de los planes gubernamentales .."  [1].


No sobra aclarar que el énfasis que se le da en este capítulo a los aspectos más debatibles del diagnóstico de los violentólogos no implica desconocer la pertinencia de los numerosos componentes que no se mencionan y que guardan plena vigencia. En ningún momento se trata de sustituír un enfoque por otro. Se pretende aportar elementos para complementar, y hacer más compleja, tal visión.
Son varias las características de la aproximación adoptada por esta Comisión que parece conveniente superar para avanzar en la comprensión del complejo escenario actual de la situación colombiana. La primera es la naturaleza ideológica de algunas explicaciones, entendida bien sea como la formulación de teorías sin el suficiente respaldo empírico o como el planteamiento de ideas en forma de afirmaciones y no de hipótesis susceptibles de ser contrastadas. La segunda es la debilidad de las teorías del comportamiento de los actores de la violencia. Por el contrario, se optó por una aproximación exclusivamente sociológica, en el sentido de analizar las violencias  como  fenómenos colectivos, con dinámicas autónomas, y totalmente desvinculados de los individuos que toman las decisiones. El largo y complejo debate entre la aproximación sociológica clásica, en la tradición de Durkheim, y el llamado individualismo metodológico , dentro del cual se enmarca  el enfoque económico del comportamiento, sobrepasa los alcances de este trabajo. Se quiere simplemente llamar la atención sobre la necesidad de complementar ambos enfoques. Para un buen resumen del estado actual del debate, y una propuesta de síntesis entre la visión sociológica y el modelo de agentes racionales [2].
La tercera característica del diagnóstico más corriente es la definición de una amplia gama de violencias  de acuerdo, no con elementos observables -como las actuaciones de ciertos grupos sociales, o las consecuencias de los actos de violencia- sino con las intenciones. de estos grupos. Este punto, sumado a la precariedad de las teorías de comportamiento de los agresores, hace particularmente difícil la formulación de hipótesis contrastables y genera una confusión no deseable entre la explicación de los actos de violencia y la justificación, ex-post, que de ellos ofrecen los agentes violentos. El último punto es la consideración de que unas intenciones son más legítimas que otras: "No hay una violencia, sino violencias que deben ser jerarquizadas ..." [3]. Así se llega, de manera casi automática, a la justificación, abierta o implícita, de la violencia política. Al respecto, es interesante señalar la manera como se desvirtúa la asociación entre narcotráfico y guerrilla con el argumento que tal actividad no hace parte de los objetivos declarados de los grupos subversivos : "En otra dimensión, la incidencia del fenómeno (el narcotráfico) en la actividad de los grupos guerrilleros ha dificultado las gestiones de posible acercamiento a ellos al distorsionar su imagen y asignarles motivaciones y acciones que no se compadecen con sus fines políticos declarados"  [4].
En conjunto, estas características presentan como consecuencia que se diluye por completo  la responsabilidad individual de los actos de violencia. Bajo este enfoque los violentos son, o bien individuos forzados por las circunstancias, o bien ciudadanos comunes que presentan, todos, una propensión similar a tal tipo de conductas. Son raros los individuos que, bajo este enfoque, tienen la violencia dentro de sus propósitos y que deban responder por sus decisiones. En forma consecuente, las recomendaciones de política contra la violencia aparecen orientadas bien sea a cambiar las condiciones objetivas que empujan a los actores violentos  o a medidas preventivas, como la educación o la superación de las dificultades materiales, dirigidas a la totalidad de la población. Aún para una actividad tan "de mercado" como el narcotráfico se recomienda que las acciones estatales deben "dirigirse a eliminar las condiciones que hacen atractiva la actividad" [5].
Una de las ideas más controvertibles del análisis de la Comisión, y sobre la cual se quiere hacer énfasis, se resume en dos frases : "el porcentaje de muertos como resultado de la subversión no pasó del 7.51% en 1985, que fue el año tope. Mucho más que las del monte, las violencias que nos están matando son las de la calle" [6]. Con un mayor contenido ideológico, más adelante se llega "a la siguiente afirmación categórica: los colombianos se matan más por razones de la calidad de sus vidas y de sus relaciones sociales que por lograr el acceso al control del Estado" [7].
El principal punto que vale la pena destacar de estas afirmaciones, en efecto categóricas, es la debilidad de la evidencia que podría sustentarlas. En un país en dónde, ya en 1986, sólo se capturaban el 20% de los presuntos homicidas y únicamente el 5% de los homicidios se aclaraban [8] parece difícil encontrar una base sólida para adjudicar una cifra tan precisa al porcentaje de muertes resultantes de la subversión, y mucho menos para hacer una generalización tan contundente acerca de las razones por las cuales se matan los colombianos. Conviene aclarar que la precariedad de la información sobre los homicidas, que necesariamente impone una gran cautela en la tipificación de la violencia, ya era un factor conocido en el momento en que se hicieron estas afirmaciones, y lo era por quienes las formularon. Como se desprende de la lectura del siguiente párrafo: "Si entre 1980 y 1984 el porcentaje de sindicados que se logró identificar en una ciudad como Cali fue de 51.2%, en 1986 es de sólo 30.7%, y actualmente, si se excluyen los sindicados de homicidio en accidentes de tránsito, se reduce a 13.5%"  [9]. Aún más, cierta información, parcial, analizada  por la Comisión  contradice  abiertamente estas afirmaciones: "En una observación sistemática de prensa en la ciudad de Cali se encontró que, de ciento veintinueve homicidios sobre los cuales se halló información, cuarenta y cuatro, o sea el treinta y cuatro por ciento, fueron cometidos por sicarios" [10].
Lamentablemente, la idea de que sólo una pequeña fracción de las muertes violentas se puede atribuir al conflicto armado y que, por defecto, el saldo puede asimilarse a problemas de convivencia entre los ciudadanos hizo carrera sin la indispensable aclaración sobre el limitado alcance de los datos disponibles. En 1993 se continuaba afirmando oficialmente que  "la mayoría de los homicidios (cerca del 80%) hacen parte de una violencia cotidiana entre ciudadanos, no directamente relacionada con organizaciones criminales" [11]. Actualmente, en los programas locales contra la violencia, como por ejemplo el de convivencia ciudadana  de la capital del país, se sigue percibiendo la influencia de las mismas ideas : "es indiscutible que el mayor problema que enfrenta Bogotá es el alto nivel de violencia con que muchos habitantes resuelven sus conflictos cotidianos, ante la absoluta indiferencia por parte del resto de la sociedad" [12].
Como ya se señaló, los 124 municipios colombianos en los cuales Medicina Legal (ML) ha establecido una oficina regional constituyen un conjunto de localidades con niveles de violencia  superiores a los observados en el resto del país. El simple ejercicio de ordenar los municipios de acuerdo con sus tasas de homicidio  y de señalar entre estos los más violentos sirve para destacar algunos puntos. Se confirma, en primer lugar, que el grueso de la violencia colombiana está concentrada en unos pocos sitios. Esta concentración de los homicidios en una pequeña fracción de las localidades no significa que deba considerarse la violencia colombiana, en términos per cápita, como un fenómeno exclusivo de las grandes urbes. Si bien es cierto que las tres grandes ciudades -Bogotá, Medellín y Cali- dan cuenta del mayor número absoluto de muertos, Medellín, que entre las ciudades es la más violenta, ocupa un modesto noveno lugar en el ordenamiento de los municipios colombianos de acuerdo con su tasa de homicidios. Entre los diez municipios más violentos del país sólo tres cuentan con una población superior a los 20 mil habitantes. Parecería conveniente, con base en esta información, empezar a replantear la noción de una violencia fundamentalmente urbana. Si a esto se suma el problema cada vez más apremiante de los desplazados se podría sugerir que tanto como las de la calle, nos están matando las violencias del monte y del campo.
En uno de los aspectos que parecería razonable encontrar una diferenciación entre los municipios más violentos y los demás sería en el número y la composición de los procesos penales que allí se inician. Si bien en los diez municipios con mayor incidencia de homicidios se inicia un mayor número de sumarios por habitante que en las 124 localidades con regional de ML, en dónde a su vez se abre un mayor número de sumarios que en el resto del país, no deja de sorprender que esta mayor inclinación de la justicia hacia la apertura de investigaciones formales no se dirija a los incidentes que atentan contra la vida. Así, en los municipios en dónde ocurrieron el 22% de las muertes violentas nacionales se iniciaron únicamente el 6.5% de los sumarios por atentados contra la vida.
Las cifras sobre violencia de medicina legal son valiosas no sólo por ser las más confiables sino porque son las únicas que, sin sesgos sistemáticos, permiten avanzar en el diagnóstico más allá de la simple contabilidad de las muertes violentas. Es cada vez más claro que la violencia que llega a los juzgados está sub-representando, de manera sistemática, la violencia profesional y organizada, como la asociada con el conflicto o con el narcotráfico, y que por lo tanto le otorga un énfasis excesivo a los problemas como las riñas o la violencia entre personas conocidas.  Este punto, crucial para el diagnóstico de la violencia, ya había sido implícitamente reconocido por la Comisión de Estudios sobre la Violencia : " .. debe señalarse la dificultad creciente para identificar a los victimarios. En los tradicionales casos de riña, son relativamente fáciles de localizar" [13].
Hay, en particular, una información valiosa información de Medicina Legal, que tiene que ver con las diferentes formas, o tecnologías [14], con las cuales se cometen los homicidios, y sobre la cual cabe hacer la siguiente anotación: a pesar de que los homicidios con arma de fuego son los que presentan una mayor incidencia y, geográficamente, están estrechamente relacionados con el total de las muertes violentas, la asociación entre estas dos variables no es uniforme a lo largo de la escala de violencia. Es justamente en los municipios más violentos dónde las muertes con arma de fuego se tornan un predictor casi inequívoco del total de los homicidios. Un segundo elemento de la violencia en los municipios que tiende a corroborarse con la información de Medicina Legal es el de la gran persistencia, en niveles y en características, de las muertes violentas. Como ya se señaló, en la actualidad, el mejor elemento para predecir la violencia en un municipio colombiano es el número de homicidios observado en ese mismo municipio en el año anterior. Esta inercia local, sumada a los análisis geográficos de la violencia, sugieren patrones de contagio que no parecen consistentes con la explicación de una violencia fortuita, casual y aleatoria. 
Una historia micro analítica compatible con estos patrones que se observan a nivel municipal sería la de unos agentes violentos  -como los guerrilleros, los paramilitares o los narcotraficantes- que, por diversas razones, se mueven por el territorio nacional y, al instalarse en una localidad, desatan situaciones de violencia que posteriormente persisten por unos años. No parece, por el contrario, corroborarse con la información disponible la idea de una violencia esencialmente ciudadana que, como por generación espontánea, surge y se perpetúa en los municipios.
Teniendo en cuenta el precario desempeño de la justicia penal colombiana en la tarea de investigar y aclarar los homicidios es poco lo que se sabe en el país acerca de los agresores, o de las circunstancias que rodean las muertes violentas. A pesar de lo anterior, con base en la información de Medicina Legal se pueden obtener algunas luces acerca de los distintos tipos de violencia  que se dan actualmente en Colombia [15] .
Las causales reportadas por Medicina Legal sirven para desvirtuar el planteamiento más corriente sobre la tipología de la violencia. Como se observa en la Gráfica 3.1, la noción de que la violencia colombiana es algo fortuito, causado principalmente por las riñas, parece pertinente únicamente para una pequeña fracción de los homicidios colombianos, precisamente los que ocurren en los lugares más pacíficos.
GRAFICA 3.1
Es interesante comparar la composición de la violencia en los diez departamentos más sangrientos del país, en dónde en 1996 ocurrieron el 68.5% del total de las muertes violentas, y en dónde la tasa de homicidios fue de 124 homicidios por cien mil habitantes (hpcmh), con la observada en los diez departamentos más pacíficos. Es precisamente en estos últimos, que dan cuenta tan sólo del 9.6% de los homicidios y presentan una tasa de 24 hpcmh, en dónde los asuntos como las riñas, o la violencia familiar, ocupan un lugar destacado en la caracterización de la violencia. Aún en este caso, el de los departamentos menos violentos, los muertos por problemas de intolerancia (58% del total) muestran en 1996 una participación bastante inferior a la que tradicionalmente se les ha atribuído, superior al 80%. Como se puede apreciar en la Gráfica 3.2, en los lugares más violentos el atraco y, sobretodo, los ajustes de cuentas  desplazan los problemas atribuibles a la intolerancia [16] como principal causal de los homicidios y tienden a desvirtuar la idea de un escenario de violencia accidental, o asociada con el alcohol, sobre el cual se ha hecho tanto énfasis  en los últimos diez años. 
GRAFICA 3.2

LAS “CAUSAS OBJETIVAS” DE LA VIOLENCIA
No cabe duda que una de las explicaciones más arraigadas en el país acerca de la violencia es la de sus llamadas "causas objetivas". La pobreza, se ha sostenido repetidamente, es el "caldo de cultivo" de la violencia. De acuerdo con los llamados violentólogos, los colombianos son "esencialmente, las víctimas de una violencia originada en las desigualdades sociales, muchas veces en situaciones de pobreza absoluta, que se expresa en formas extremas de resolver conflictos que en otras circunstancias tomarían vías bien diferentes" [17]. Esta idea que relaciona los niveles de violencia con la situación económica y social del país ha sido el hilo conductor más importante de las políticas estatales en materia de violencia, incluyendo los actuales esfuerzos por alcanzar la paz. Vale la pena por lo tanto un esfuerzo por encontrar sus fuentes de inspiración y sus relaciones con otras corrientes del pensamiento.
Por mucho tiempo se han supuesto para los países en desarrollo, sin mayor sustento empírico, dos tipos de relaciones entre las condiciones socioeconómicas y el crimen. Está por un lado la noción de que la pobreza en una sociedad es la principal causa de las actividades delictivas y de la violencia.  Está en el otro extremo la posición, igualmente fatalista, según la cual  el crimen es una consecuencia inevitable del avance social y económico, es el precio del progreso.
Bajo la visión marxista del desarrollo -el rápido enriquecimiento de la clase burguesa  se hace a costa de la pauperización de las masas proletarias subordinadas al capital- estas dos posiciones se integran y complementan. Dos  causales del crimen, la pobreza y el acelerado crecimiento económico, hacen inevitable  según esta concepción la alta incidencia de la criminalidad en las sociedades capitalistas en desarrollo. 
El supuesto de que el crimen se asocia con la industrialización tuvo una gran influencia sobre la evolución de la criminología, disciplina que se concentró en las subculturas urbanas marginadas como las generadoras del delito y por mucho tiempo se ha despreocupado, conceptualmente, por el fenómeno del crimen organizado o por la llamada violencia política.
Hacia la década de los setenta las teorías criminológicas que se formularon en las sociedades industrializadas, fueron aplicadas sin mayores reservas ni  modificaciones al Tercer Mundo. Perfectamente encajado dentro de la teoría, el perfil típico del criminal en un país subdesarrollado era el de un joven de origen rural que migraba a la ciudad y no lograba adaptarse. La idea del delito como algo inherente a la modernización estaba tan arraigada que alcanzó a sugerirse su utilización como un indicador de desarrollo: “una medida del desarrollo efectivo de un país es probablemente una tasa de criminalidad creciente” [18].
Como explicación complementaria a los problemas de criminalidad en el Tercer Mundo, surgió hacia principios de los ochenta una derivación marxista de la nueva criminología que, combinada con las teorías de la dependencia, hizo énfasis en el papel del estado en la definición y la creación del fenómeno criminal. Esta escuela retomó y reforzó la noción de que el crimen surge de las desigualdades económicas y políticas en los países periféricos, desigualdades que,  a su vez,  no son más que el reflejo de un orden internacional injusto  [19].
En forma consistente con el pensamiento económico de la Comisión Económica para la América Latina (CEPAL) predominante por décadas en la región esta criminología señala el modelo de desarrollo centro  periferia como el principal responsable de la creciente criminalidad que se observa en América Latina: … el proceso capitalista de desarrollo centro periferia en los países de nuestra región lleva a un incremento el las tasas de criminalidad convencionales y también lleva a nuevas formas de criminalidad” [20]. Se identifican los crímenes contra la propiedad como la consecuencia inevitable de la deprivación. “(Los delitos contra la propiedad) se pueden explicar a partir de la teoría de Merton sobre los diferentes grados de acceso a los mecanismos legales para la movilidad social. Esta teoría explica buena parte de los ataques criminales cometidos por las clases medias y bajas en nuestra sociedad que, obsesionadas por la llamada sociedad de consumo usualmente persiguen con determinación y por cualquier medio los así llamados objetivos sociales, aunque la estructura social le limita el acceso a ellos”  [21].  Consecuentemente, se recomienda a la justicia penal tener en cuenta criterios como el "estado de necesidad"  en el momento de aplicar sanciones penales.  “Sería muy importante elaborar con mayor detalle la teoría del estado de necesidad para hacer más frecuente su uso. Al medir de manera cuantitativa el grado de necesidad de sectores de la población que incurren en este tipo de crímenes (contra la propiedad) se puede observar que hay situaciones objetivas como una menor expectativa de vida, mayor incidencia de ciertas enfermedades graves, etc.., que son fácilmente medibles. Esta circunstancia debería ayudar a los jueces a ajustar sus penas al estado de deprivación que ha llevado a las personas a cometer delitos” [22].
En un contexto como éste el narcotráfico, por ejemplo, se percibe como una manifestación adicional de la desigualdad en las relaciones centro periferia, que se origina en las restricciones a las exportaciones agrícolas latinoamericanas [23], que beneficia al sistema financiero de los países desarrollados y frente al cual el imperio obliga a los países dependientes a tomar medidas impopulares y contrarias a sus intereses.
Vale la pena destacar el hecho que esta criminología de la dependencia no ha demostrado nunca  mayor interés por el problema de la violencia homicida [24] y cuando se ha preocupado por los atentados contra la vida lo ha hecho exclusivamente en el contexto de los crímenes cometidos por el estado, de las violaciones a los derechos humanos, o en el marco de las luchas políticas por el poder. El uso de la violencia, que se considera estructural,  queda  virtualmente  legitimado. Aunque Marx y Engels se interesaron por el tema del uso de la fuerza, sus argumentos a favor de la "guerra irregular", o sea sin mayor reglamentación, los hicieron sobretodo para los casos de defensa ante la invasión externa. Los marxistas practicantes, sin embargo,  nunca tuvieron mayores objeciones morales para justificar abiertamente la violencia : "Frente a la condena moral de la utilización de la violencia, Lenin afirmaba sin ambages y en tono resuelto que "el marxismo se coloca en el terreno de la lucha de clases y no en el de la paz social"... Mao llevó la noción de guerrilla hasta sus limites últimos con la noción de la guerrilla telúrica ... "la moral de la población es la moral de la nación en armas. Y esto es lo que mete miedo al enemigo"" [25]
Esta visión del mundo permeó ideológicamente amplios sectores del ámbito criminológico colombiano dentro de los cuales la influencia marxista, aún varios años después del derrumbe del bloque soviético, sigue insinuándose hasta en el lenguaje. "(Las modificaciones al régimen penal colombiano) responden a los intereses de una burguesía desbordada en sus apetitos -frente a unas clases media y obrera camino de la pauperización- a la cual poco le preocupan la humanización y la liberalización del derecho penal, aunque sí mucho la represión y el autoritarismo, sobre todo en el momento actual cuando la apertura económica implantada acrecienta cada día más el proceso de concentración del capital e incrementa la miseria absoluta de los estratos populares"  [26].
Resulta interesante observar cómo el discurso que se deriva de este postulado casi ideológico coincide en lo sustancial con el que adoptaron en Colombia tanto la guerrilla como los más combativos narcotraficantes para justificar sus actividades. 
El paralelismo entre la visión guerrillera de la violencia en el país y la de un amplio segmento de la intelectualidad colombiana sigue siendo evidente. Los subversivos colombianos no son los únicos que manifiestan que la violencia, la de los muertos, no es sino una manifestación adicional de la violencia del hambre, de la violencia de las desigualdades, de la violencia del desempleo, de la violencia de la falta de oportunidades y de la carencia de democracia. ".. La lucha por una verdadera, estable y duradera paz en Colombia, que no es sólo la paz entre el Ejército y las guerrillas, sino la paz sin hambre, con trabajo para todos, con libertades y sin militarismo para la plena vigencia de la democracia ... ya que los grandes problemas del pueblo colombiano no son los de si hay o no hay guerrillas, sino, los del hambre, la desocupación, la miseria de las masas, la violencia y el terror institucionalizados por la oligraquía dominante"  [27]. Esta visión la comparten plenamente, y en la actualidad, tanto eminentes penalistas para quienes la violencia estructural -latente, silenciosa, y que se expresa "en las condiciones estructurales de vida y por eso, se manifiesta en la desigual distribución de los recursos, de los ingresos, en la inequitativa distribución de las posibilidades de educarse, de recibir los servicios de salud etc." [28]-  no es sino otra forma de impunidad, como autorizados representantes del poder judicial para quienes la justicia, la de los jueces, nunca podrá darse sin una plena justicia social. "Si no hay justicia social, la otra justicia la que se le entrega a los jueces nunca alcanzará la meta deseada, porque las desigualdades engendran males, desestimula la sociedad y debilita la postura de los asociados. Todo lo que se haga por encontrar una eficaz administración de justicia quedará en el vacío si no se da una plena justicia social"  [29].
El calado del discurso de la “causas objetivas” es tan profundo que es la explicación a la que recurren en el país los agentes del orden. Así, en su revista anual “Criminalidad” de 1996 la Policía Nacional lanza sus teorías sobre el crimen: “Cloward y Ohlin consideran la delincuencia como la adquisición ilegítima de los bienes materiales y este comportamiento surge como reacción frente a la ausencia de oportunidades para conseguirlos… Dentro del paradigma marxista de las Teorías Criminológicas actuales – y válida para Colombia- y porque los medios de producción pertenecen a quienes han invertido capital, se considera el delito como funcional al sistema capitalista de producción y la criminalidad no puede ser objeto de una sola ciencia ya que es expresiónde la condición humana bajo el dominio del capital y el capitalismo que genera valores egoístas no comunitarios, por eso se busca el enriquecimeinto como único fin sin importar los medios. W. Chamblis cree que la delincuencia emana del conflicto que se origina dentro del capitalismo, entre quienes poseen los medios de producción y quienes sólo tienen su fuerza de trabajo, y que esta lucha convierte la delincuencia en endémica” [30]
Ni siquiera la tecnocracia contemporánea, al más alto nivel, se aparta de este consenso alrededor de las condiciones sociales y económicas del país como generadoras de violencia e incluso de la legitimidad que tales condiciones le otorgan a la lucha guerrillera. “Las inequidades existentes en el acceso y posesión de la riqueza favorecen la reproducción de la violencia insurgente que, si bien se ha bandolerizado en sus métodos, aún no ha sido deslegitimada completamente en las razones que le dieron origen”  [31].
El consenso alrededor de este discurso en el país es tan amplio que algunos de los narcotraficantes más prominentes también lo adoptaron. El más activo en hacer explícita la lógica antiimperialista de una actividad criminal, el tráfico de drogas, fue probablemente Carlos Lehder, a través de su Movimiento Latino Nacional. Pablo Escobar, por su lado, que apareció en los medios de comunicación como el Robin Hood colombiano, libró siempre su guerra con base en un discurso político contra la oligarquía y a favor de las clases populares “Nos atribuímos de nuevo la retención de varios miembros de la oligarquía nacional, para financiar nuestra guerra y con el fin de otorgar vivienda a las clases menos favorecidas"  [32].  El gran barón de la droga se consideraba de izquierda. En particular, Escobar admiraba la revolución cubana y al comandante Fidel ; fue simpatizante del M-19; en carta a Diego Montaña Cuéllar y para aclarar su presunta vinculación con el asesinato, en Marzo de 1990, de Bernardo Jaramillo -líder de la UP- manifestaba "jamás he pertenecido a la derecha porque me repugna. No he tenido, no tengo, ni voy a tener grupos paramilitares; porque no he defendido nunca los intereses de los oligarcas, ni de los terratenientes. Yo tengo sangre de pueblo" [33]. Además, era explícito al señalar los desafíos que enfrenta una sociedad dependiente ante el imperialismo: "uno va viendo que lo que más les duele a los gringos es que sus bienamados dólares se vayan hacia el exterior. Pero lo más doloroso (es) lo que logran que nuestros gobiernos cipayos hagan para que ellos puedan imponer su voluntad. El truco más socorrido es la presión económica. Se valen de nuestras necesidades, de nuestra pobreza y nuestras deudas para imponer las más aciagas condiciones a los préstamos, que ya no son en dinero, sino en créditos para comprar sus mercancías a precios inflados ... Larga vida a Fidel quien será el único que alzará la voz por nosostros " [34]. Gracias a sus acciones de benefactor -construyó un barrio popular, que lleva su nombre, por medio de la "Corporación Medellín sin Tugurios"; arregló las canchas de fútbol de algunos barrios, repartió mercados, drogas y plata en sectores populares- logró además consolidar, entre las clases menos favorecidas un alto grado de popularidad. "En la encuesta realizada en colegios de la comuna nororiental, al preguntárseles a los estudiantes sobre a quién consideraban la persona más importante del país, respondió el 21% que Pablo Escobar, el 19.6% se inclinó por César Gaviria y el 12.6% por René Higuita. Al preguntárseles sobre Pablo Escobar, el 56.5% de los encuestados dio una opinión positiva"  [35].
El panorama quedaría incompleto, pero sería comprensible, si se encontrara que los grupos paramilitares, los más encarnizados enemigos de la guerrilla, principal abanderada de la noción de las “causas objetivas”, mostraran alguna discrepancia con el discurso. Pero, no. Los paramilitares colombianos también defienden la idea de los determinantes económicos y sociales de la violencia. “La guerrilla argumenta que hay pocos  muy ricos y muchos muy pobres. Hay que hacer una redistribución equitativa de bienes. Es trascendental que se involucren los  grupos económicos porque ellos son muy responsables de parte de la guerra y tienen que ser agentes en la construcción de un nuevo país. Convergemos (con la guerrilla) en que hay que hacer una reforma agraria, reordenar la política y dar garantías a los partidos minoritarios. Con el discurso de la guerrilla nos identificamos plenamente. “ [36]
Extraño país, en el que todas las partes en conflicto manifiestan luchar por la misma razón. “Si la guerrilla no hubiera matado a mi padre en 1982, yo sería hoy un guerrillero, aunque frustrado por el abismo que hay entre lo que dicen y lo que hacen, porque tienen, ¡ carajo!, un discurso que enamora. ¿ Por qué nos estamos matando cuando lo que buscamos se parece tanto ? “ [37]
Así la gran paradoja de la sabiduría convencional colombiana sobre la violencia es su extraña compatibilidad ideológica, su coincidencia en el diagnóstico de los problemas delictivos del país, con los poderosas organizaciones armadas, de distintos tintes, que, sin cabida en tales explicaciones, mostraron ser los más acérrimos enemigos del sistema y aquellos que en mayor medida contribuyeron a derrumbar sus instituciones.
Fuera de ser hábilmente utilizadas por los antisociales colombianos para justificar sus conductas violentas, las teorías que tanta influencia han tenido sobre la percepción del  fenómeno criminal en el país presentan como inconveniente adicional el hecho que sólo recientemente se ha iniciado la tarea de contrastarlas con la evidencia.
Del análisis desprevenido a la información social y económica disponible para el país, se desprenden dos afirmaciones, irrefutables, sobre de la realidad colombiana: (1) en los últimos cincuenta años la situación social y económica mostró cambios positivos sustanciales y (2) la heterogeneidad regional en cuanto a las condiciones de vida de la población es enorme. Sorprende por lo tanto que el discurso acerca de las raíces sociales de la violencia no haya sufrido alteraciones en la última mitad de siglo. Basta, para corroborar la impresión de un discurso que no evoluciona, comparar los diagnósticos actuales con  planteamientos de criminalistas en épocas anteriores a la revolución en marcha: "El problema en Colombia, con relación a la delincuencia está principalmente en el estudio de las causas de esa delincuencia, para tratar de eliminarlas, por lo menos de disminuírlas. Es un hecho notorio, apuntado por todos los estudiosos que se han ocupado de estas cuestiones, que las principales causas consisten en la ignorancia en que vive el pueblo, en su vida miserable, desprovista de higiene y de medios indispensables para que puedan vivir como racionales" [38].
Sorprende además que se pretenda aplicar el discurso de manera general a un país con tan marcadas diferencias regionales. En efecto, una característica de las localidades con mayor número de muertes intencionales por habitante en Colombia es la de presentar indicadores de pobreza menos desfavorables que los del resto del país. De acuerdo con los datos del último censo, un 35.8% de la población colombiana se encuentra por debajo del índice compuesto de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI), en los diez municipios más violentos apenas uno de cada cinco habitantes se encuentra en tal situación. Para la población bajo la línea de miseria los porcentajes respectivos son del 14.9% y del 6.3%. Por otro lado,  los 124 municipios que cuentan con una regional de Medicina Legal, y que constituyen un conjunto con niveles de violencia muy superiores a los del resto del país, muestran en todas las dimensiones de los indicadores de pobreza [39] una situación más favorable. Mientras que para el conjunto del país un poco más de uno de cada tres colombianos se encuentra por debajo del índice compuesto de NBI, en los municipios con regional de Medicina Legal este porcentaje es del 26% y en los demás municipios es superior al 50%. Mientras que en los primeros un 9% de la población vive por debajo de la línea de miseria, en el resto del país dicho porcentaje alcanza el 25%.
Uno de los trabajos en donde, recientemente, se ha tratado contrastar estadísticamente la noción de las causas objetivas de la violencia es el de Sarmiento (1998). Utilizando datos municipales se buscan explicar las diferencias en los niveles de violencia –medida por la tasa de homicidios- a partir de indicadores de pobreza, desigualdad y otras variables [40]. El principal resultado de este ejercicio estadístico es que, a nivel de municipios “la tasa de homicidios no está asociada positivamente a niveles mayores de pobreza” sino que, por el contrario, “se encuentra una relación positiva entre el índice de homicidios y el índice de calidad de vida”. Otra de las conclusiones del trabajo ya citado es que “la desigualdad en las condiciones de vida de los hogares, medida por el índice de GINI, se relaciona positivamente con la violencia … los municipios tienden a ser más violentos cuando tienen mayor desigualdad” [41]. Extraña un poco la seguridad con la que, en este trabajo, se hace esta conclusión. De acuerdo con los resultados estadísticos publicados en el mismo, tal afirmación exigiría un poco más de cautela. En efecto, el coeficiente del índice de GINI resulta ser significativo tan solo en la sub-muestra de municipios con violencia creciente. Tanto en el total de municipios, como en aquellos con violencia decreciente la desigualdad no muestra ser estadísticamente significativa.  Esta segunda conclusión no sólo es menos sólida en términos estadísticos que la primera sino que, además, no es consistente con la relación que, a nivel nacional, se ha observado entre la desigualdad y la tasa de homicidios en los últimos veinte años. Hay relativo consenso en que la década de los ochenta, cuando la violencia se hizo explosiva, fue relativamente favorable en términos de la evolución de la distribución del ingreso. Las voces más pesimistas admiten que, al menos, no hubo un deterioro. El debate sobre si la desigualdad se hizo más marcada se ha centrado centra en los años noventa, justamente  cuando las tasa de homicidio empezaron a descender.
Hay un tercer elemento del trabajo de Sarmiento (1998) que merece una anotación, y es el de las implicaciones de política de las estimaciones realizadas. Uno de los resultados más llamativos  de las ecuaciones presentadas en el trabajo -sobre el cual sorprende no se haya hecho  ningún comentario- es la asociación positiva que se encuentra entre  la violencia homicida y la “participación de los municipios en los ingresos corrientes de la nación” en términos per-cápita. Esta variable mide la atención que, en términos fiscales, reciben los distintos municipios y resulta ser la de un efecto más significativo sobre la violencia tanto para el total de municipios como, sobretodo, para el grupo de municipios con violencia creciente. Lo que este resultado muestra es que a nivel de municipios parece haber una relación perversa entre gasto público y violencia. Así, los datos municipales sugieren una dosis de cautela con relación a la efectividad de los esfuerzos por buscar la paz canalizando mayores recursos públicos a las zonas de alto conflicto.
Este tipo de políticas, claramente inspiradas por el mito de las “causas objetivas” de la violencia, no han recibido hasta el momento una evaluación seria y objetiva en términos de su efectividad. Tienen además el inconveniente adicional de, una vez se abandonan los libretos idealizados de la violencia que se origina en unas masas paupérrimas que se rebelan contra las injusticias sociales, no ser consistentes con la realidad de unos grupos armados con el suficiente poder para canalizar recursos públicos hacia ciertas regiones, y arbitrarlos. Del prototipo del criminal que se ve forzado por su situación económica a dedicarse a las actividades delictivas, y que sería el principal beneficiario de las políticas basadas en un mayor gasto público, no se ha ofrecido en el país ningún tipo de evidencia. Por el contrario, resulta difícil de asimilar la lógica según la cual los cabecillas de los principales grupos armados tendrán, con mayores recursos fiscales destinados a sus territorios, incentivos para dejar las armas.
Para la sociedad colombiana, asediada por las muertes violentas y desencajada social, política y económicamente por poderosas organizaciones armadas, los viejos libretos de una criminología preocupada exclusivamente por el robo de supervivencia que se origina en una supuesta lucha de clases no parecen muy pertinentes para sus preocupaciones actuales en materia de seguridad. Esta visión criminológica, de aceptación casi general, ha tenido costosas repercusiones sobre las condiciones actuales de violencia y sobre la capacidad del Estado para enfrentarlas. 
En primer lugar, el discurso ha permeado de tal manera la mentalidad predominante que no sólo ha contribuido a deslegitimar cualquier forma de creación de riqueza en el país sino que, paralelamente, ha tendido a legitimar casi cualquier forma de redistribución de la misma, por violenta que pueda ser. Así, desde hace muchos años, robar a los ricos es una práctica válida en Colombia. "Lo bueno es ser "duro", no rajarse por nada .. robarle a los ricos ... Lo malo, por el contrario, es ser cochino, robarle a los pobres, robar o matar en el barrio .."  [42] . Cuando, además, se percibe siempre la riqueza de unos como la causa de la pobreza de otros, puede no resultar ilegítimo eliminarlos. "Para mí es mal hecho quitarle alguna cosa a un pobre, una cadena a una señora. Para mí matar no es mal hecho, sobre todo si es a un rico que son los más picados"  [43]. Cualquier práctica delictiva se convierte en una manera más de sobrevivir en una sociedad injusta. "Cuando les preguntaba por qué se habían convertido en secuestradores siempre respondían más o menos lo mismo: que en Colombia no hay trabajo, que la vida es muy injusta y que aquí todo se mueve por palancas"  "Como no tomé el camino de promesas de la reinserción tuve que hacer secuestros de menor cuantía para conseguir plata ... Salí de la guerrilla sin dinero. En el rebusque se hizo un operativo con algunos compañeros y con esa platica pudimos vivir bien más o menos un año"  [44]. El secuestro como mecanismo para financiar con los recursos de los capitalistas la lucha por una sociedad más justa cabe perfectamente dentro de esta "ética". "Nuestra lucha en la organización se centraba en buscar soluciones a ese tipo de problemas sociales. Por eso, la mayoría de secuestros en los que participé se hicieron con el propósito de financiar la revolución "   [45].
Simultáneamente, y como consecuencia directa de esta mentalidad, se ha deslegitimado la acción del Estado para enfrentar el delito. Se llega incluso a considerar la violencia como el resultado de un sistema penal supuestamente represivo. "La respuesta del narcotráfico fue violenta, demostrando así que violencia engendra violencia y que leyes penales muy drásticas pueden aumentar, en lugar de disminuír, la criminalidad"  [46].
La confusión es tal que, dependiendo de la naturaleza de los autores, las conductas delictivas pueden resultar legítimas. Consecuentemente cambian los términos para describirlas: el robo se convierte en expropiación, el asesinato se torna ajusticiamiento y el secuestro una simple retención. "Dentro de la concepción marxista revolucionaria, cualquier forma de expropiación que se haga es valedera porque es parte de la lucha de ricos contra pobres. Concebimos diferentes formas de expropiación : quitar tierras, armas y también dinero, que es lo que se hace a través del secuestro. Eso no es un robo como dice el sistema" [47].
A su vez, algunas acciones de las autoridades se asimilan a conductas delictivas. El ejemplo más indicativo al respecto es el de los secuestradores que comparan su propia experiencia al ser detenidos con la de sus víctimas. En un relato con el sugestivo título de "En el cuero de un secuestrado"  un ex-guerrillero que admite haber participado en varios secuestros a nombre del EPL cuenta como fue secuestrado por el Ejército y como su drama sí tuvo un final feliz. "En el momento de mi secuestro, en julio de 1988, encabezaba el estado mayor regional del norte en la Costa Atlántica. Esa fue mi última labor después de quince años al servicio del EPL. Luego me amnistiaron en 1991 .. nunca creí en que llegaría a ser un amnistiado. Estaba seguro, en cambio, de que quienes caemos secuestrados difícilmente tenemos un final feliz"   [48].
De esta manera se ha llegado en Colombia a establecer distintas categorías de delincuentes, con diferentes grados de aceptación social y legitimidad que dependen no del daño social que puedan causar sus conductas sino de las intenciones, o la manifestación de las mismas, detrás de sus actuaciones al margen de la ley. Esta mayor o menor legitimidad determina a su vez la respuesta que los infractores reciben por parte del Estado. Bajo la mentalidad  predominante el mayor "status" lo han alcanzado los delincuentes políticos, aquellos que han logrado imponer el discurso de la justicia social como soporte de sus actuaciones. Esta jerarquización se ha dado no sólo, informalmente, en la relación de los distintos grupos ilegales con el estado y en el tratamiento judicial de los procesos sino que ha tenido soporte legal en la tratamiento penal hacia los llamados rebeldes [49].
Lamentablemente, esta peligrosa flexibilidad en la definición de las conductas socialmente aceptables, ha quedado virtualmente legitimada por los acuerdos firmados en el actual proceso de paz.

POBREZA ESPIRITUAL: LAS DEFICIENCIAS EN EL CAPITAL SOCIAL
Está tomando fuerza en la actualidad, entre los estudiosos del crimen en los centros urbanos norteamericanos, una corriente que pretende explicar la violencia y la delincuencia, sobretodo juvenil, a partir de las deficiencias, o el deterioro, en el llamado capital social.
El capital social se refiere a la capacidad de organización de una comunidad para resolver el frecuente dilema que se da entre los comportamientos individuales y las decisiones colectivas. De allí se deriva la estrecha relación existente entre el capital social y  el sistema normativo, los contratos, los contactos, la confianza, las costumbres, la cultura y, en general, con los instrumentos con que cuenta una sociedad para incentivar la coordinación y la cooperación entre individuos [50]. Se ha considerado que el capital social refleja la capacidad de una sociedad para encontrar formas de asociación privada y comunitaria en los niveles intermedios entre la familia y el estado [51].
Para los Estados Unidos, ha adquirido fuerza la noción de que el deterioro en el capital social a partir de los setenta estaría en la base de la explicación del aumento en la criminalidad y la violencia entre los segmentos jóvenes de la población [52]. El argumento reposa en la idea de que el capital social, que facilita la transmisión de valores, es un elemento necesario para garantizar los retornos a la educación. No es suficiente con que los jóvenes se eduquen. La familia, la comunidad, los amigos,  los contactos, deben reforzar la percepción de los beneficios de la inversión en capital humano. Así, decisiones como el abandono escolar, el trabajo juvenil, o la inclinación hacia actividades ilegales, se toman como síntomas de deficiencias  en el acervo de capital social.
Bajo este enfoque la cadena de causalidad que conduce a la violencia se inicia con insuficiencias familiares y sociales que, agravadas por la pobreza, llevan a los jóvenes a abandonar la escuela para buscar trabajo; la estrechez del mercado laboral hace difícil encontrar una remuneración adecuada en actividades legales lo cual lleva a los jóvenes  a optar por alternativas diferentes al estudio y al trabajo, al margen de la ley. Las deficiencias en el capital social  empujan a los jóvenes hacia la violencia, la delincuencia o hacia otras conductas  desviadas como el consumo de drogas o de alcohol.
Aunque estas teorías son relativamente recientes, son numerosos los rasgos que tienen en común con la tradicional criminología de la pobreza. Desde el punto de vista de las implicaciones de política tanto la teoría de las “causas objetivas” como la de las “deficiencias en el capital social” son difíciles de distinguir puesto que conducen a la misma receta: aumentar el gasto social.  En su esencia ambos diagnósticos son similares. Sutilmente se abandona la idea del infractor pobre en un sentido estrictamente material para introducir la del infractor pobre en un sentido más intangible. Ya no se trata del joven campesino sin recursos que al migrar a los centros urbanos no puede incorporarse al sistema educativo sino del joven que por falta de contactos, amigos, redes, apoyo comunitario etc... no ha podido convencerse de las ventajas de una educación a la cual ya tiene acceso. En ambos casos, son las circunstancias externas, por fuera de su control, las que lo empujan hacia la violencia o el delito. Desde el punto de vista de las víctimas, del resto de la sociedad, de la justicia, el resultado es el mismo: el pobre infractor que no es responsable de sus actos.
La médula del régimen penal para menores en Colombia, por ejemplo, es la "inimputabilidad" penal. Cualquier infractor de la ley penal de menos de 18 años, aún un joven homicida, es "inimputable", no se le  puede responsabilizar  por sus actuaciones. Así, es impresionante la similitud entre las teorías de las deficiencias en el capital social y la filosofía que inspira el Código del Menor Colombiano (CMC). Primero, se da por descontado que los problemas juveniles surgen de insuficiencias -irregularidades en la terminología del CMC- en el ambiente social y familiar. Se supone que existe un estándar de ambiente familiar, de escolaridad, de amistades ... que garantiza el normal desarrollo de los jóvenes. Cualquier desvío constituye una situación de riesgo que perjudica las perspectivas sociales y económicas y, además,  es suficiente para explicar las conductas al margen de la ley. Segundo, se da por descontada la capacidad del Estado no sólo para identificar, sino para corregir esas irregularidades, para reconstruir el capital social -el CMC es explícito al declarar que tales son sus objetivos-. Tercero, los problemas juveniles se toman en bloque, sin mayor esfuerzo por diferenciar sus respectivos costos sociales. Además, como la causa es común, y es el ambiente social y familiar, el tratamiento de los problemas juveniles, incluyendo la delincuencia y la violencia, debe hacerse en forma conjunta y global, mediante la acción social del Estado.
La explicación de la violencia en Colombia a partir de las deficiencias en el capital social presenta serias limitaciones. En el país los mayores focos de violencia juvenil no se encuentran en las regiones más atrasadas social y económicamente sino, por el contrario, en los sectores populares de las ciudades más industrializadas, que son precisamente aquellas con mayores oportunidades de educación y empleo. "Las razones que los jóvenes exponen para ingresar a una banda son diversas. Algunas veces es evidente la situación socio-económica, pero en muchos de casos conocidos la pobreza apareció como una razón secundaria. En el trabajo de campo realizado constatamos que varios de los entrevistados renunciaron a sus trabajos para dedicarse de lleno a la vida de banda"  [53]. Además es cada vez mayor la evidencia de una delincuencia juvenil "jalonada" por las organizaciones criminales. "En Medellín existe una sofisticada industria de la criminalidad : narcotráfico, robo de vehículos, secuestro, asaltos .. Esta delincuencia profesional ha  instrumentalizado las bandas juveniles" [54]. En Rubio (1996) se muestra la correlación existente entre delincuencia juvenil y criminalidad global por departamentos. Según el Ejército Nacional la guerrilla ha reclutado cerca de dos mil menores, o sea un sexto de su pie de fuerza. De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, en algunos grupos paramilitares del Magdalena Medio cerca del 50% de los efectivos son menores de edad.
La influencia del narcotráfico o la guerrilla sobre los jóvenes en el país no se ha limitado a suministrarles ejemplo o a contratarlos. Existe evidencia de inducción a la violencia de manera formal, por medio de entrenamiento en el arte de la guerra. Un caso digno de mención, por lo bizarro, es el de los llamados "campamentos" que organizaron en los barrios populares de Medellín algunos grupos guerrilleros durante los acuerdos de paz con el Gobierno hacia 1984, y en los cuales muchos jóvenes recibieron instrucción tanto política como militar  "En el 85 llegaron al barrio los del M-19. En ese tiempo estaban en el agite de los acuerdos de paz con Belisario. Un día pasaron, en un carro rojo, invitaron a todos los que quisiseran asistir a los campamentos. Allá fuimos a parar muchos. Eso era tremenda novedad. A los que nos habíamos metido de milicianos nos daban instrucción político-militar. Aprendimos a manejar fierros, a hacer explosivos, a planear operativos militares sencillos. Pero a la mayoría de los pelados no les sonaba tanto la carreta de la política, les tramaba más que todo lo militar. Los del EPL, que también andaban de paces con el gobierno, empezaron a hacer lo mismo, a darle instrucción militar a la gente." [55].
Los resultados de tan extraño experimento por la convivencia pacífica no fueron nada despreciables en términos de violencia. Al desbaratarse las negociaciones con el gobierno estas escuelas juveniles de guerra se tornaron ilegales -mientras se negociaba la paz al parecer  no lo eran !- y muchos de estos jóvenes, entrenados en el uso de las armas, y en el discurso de la injusticia social, salieron a formar sus propias bandas, a practicar la violencia redistributiva. "Como en la mitad del año 85 el gobierno sacó un decreto en el que prohibió los campamentos, porque estábamos preparando más guerrilleros y no pensando en la paz... La policía allanó el campamento y se bajó la bandera. Muchos de los pelados de las milicias quedaron sueltos. Algunos de ellos formaron combos para trabajar de cuenta propia. Esos combos se volvieron tremendas bandolas. Como  tenían los conocimientos de la instrucción, a punta de trabucos y petardos armaron el descontrol. Surgieron Los Nachos, Los Calvos, Los Montañeros, Los Pelusos y otras banditas que impusieron su terror. Esas bandas eran formadas por dos o tres mayores y una manada de culicagados crecidos a matones, peladitos de 13, 14, 15 años haciendo las del diablo. Cobraban impuestos, de dos mil pesos  semanales a las tiendas y  cinco mil a los colectivos, requisaban en la calle como si fueran la ley... El que no les marchaba, o el que se defendía, de una pa´l cementerio, y a las familias las desterraban. En 1986 y 1987 fue el auge total, las bandas controlaban todo el barrio. La vida cambió completamente"  [56].
No es difícil encontrar en Colombia circunstancias culturales, sociales y económicas similares a las descritas por la teoría de las deficiencias en el capital social. En la literatura nacional sobre pandillas juveniles urbanas son frecuentes las referencias a la crisis familiar, a las madres solteras y a la carencia de la figura paterna. Estos escenarios, sin embargo, se dan siempre con el telón de fondo de unas organizaciones ilegales poderosas y violentas. "La delincuencia en el grupo de jóvenes comprendidos entre los 12 y los 18 años se masificó en el Valle de Aburrá a lo largo de la década de los 80. Las instituciones tradicionales responsables de insertar al individuo en el orden cultural y social perdieron eficacia, mientras que nuevos actores empezaron a cumplir un papel dinámico como generadores de estilos y prácticas de vida. En la ciudad se habían multiplicado las violencias, tales como las vendetas, las acciones de los grupos paramilitares, de la guerrilla o de los grupos de limpieza. Se deterioró la normatividad social y la sociedad se fue desvertebreando" [57].
El efecto corrosivo del crimen organizado sobre la juventud colombiana ha sido de tal magnitud que ha logrado inducir a  la violencia aún a segmentos juveniles bien educados, con liderazgo, con buenas perspectivas en las carreras más tradicionales. "La gente que empezó la carreta (de montar una 'oficina" de intermediación de asesinatos) hace años fueron pelados de barrio, muy sanos. Pelados con los que uno creció. Gente que era líder, organizadores de programas. Eran excelentes deportistas, le jalaban al atletismo, al basquetbol, al fútbol. Algunos de ellos ya eran estudiantes de la Universidad, tienen pispicia y cabeza. Ellos se engancharon en ese negocio hace por ahí ocho años. Los primeros trabajos los hicieron directamente y quedaron lukiados (lucas son los billetes de mil). Después se dedicaron a chutar gente. Que hay que hacer tal trabajo, que esta es la información, que las rutinas, que las fotos" [58].
Si la atracción ha sido suficiente para pervertir jóvenes con acceso a un adecuado capital social, incluso pertenecientes a las elites, difícilmente podría esperarse un efecto diferente sobre los segmentos populares.
Por otro lado, no se debe dejar de señalar, para Colombia, la precariedad de la institución familiar como elemento  disuasivo  para la participación de los jóvenes en actividades delictivas. En el caso de los pandilleros y sicarios está relativamente bien documentada la posición ambigua de la familia frente a las actividades ilegales de estos jóvenes. "Las madres, en relación con sus hijos delincuentes, manejan un sentimiento ambiguo. Generalmente no comparten lo que hacen, pero los protegen y están con ellos hasta el final. Cuando las actividades del hijo implican ingresos económicos para la familia, el nivel de tolerancia aumenta"   [59].
Tampoco son extrañas para Colombia las historias de vinculación de menores a las actividades guerrilleras con el pleno apoyo y en algunos casos un verdadero entrenamiento previo por parte de la familia. El testimonio de "Melisa", una guerrillera de las FARC es revelador : "Los juegos (militares) con mi papá y los amigos de mi mamá me hacían sentir diferente a todas mis compañeras del María Auxiliadora... Los desfiles con mi papá progresaban. De los uniformes y la violencia pasábamos al manejo de las armas. Me enseñó a desarmar la pistola hasta que llegué a hacerlo con los ojos vendados... Por el otro lado, mi mamá me mandaba los domingos, que era el día de visita conyugal, a ver a sus amigos presos en la cárcel.. Humberto era un duro. Yo le entregaba la carta en la celda, el la leía con cuidado y la respondía ... (posteriormente) dejé de ayudarle a mi mamá con su Humberto y me dediqué a lo mío. Me volví correo entre Carlos y su gente , que era del Eme (M-19). Un día dijeron que si yo quería ayudarles en firme. Les contesté que sí, que estaba destinada - porque así lo sentía- a esa vida"   [60].
Lo que no parece razonable para Colombia es la idea, implícita en la teoría de las deficiencias en el capital social, según la cual la decisión por parte de los jóvenes de abandonar sus estudios y renunciar a una vida laboral en el sector formal, tradicional y legal de la economía para inclinarse hacia actividades ilegales sea siempre una decisión o bien forzada por circunstancias desfavorables o bien irracional. Son múltiples los testimonios en Colombia de importantes y exitosas carreras de agentes violentos, empresarios o políticos, que surgen de decisiones meditadas, conscientes y racionales.
Pablo Escobar, por ejemplo, fue bastante explícito en señalar como decisivo para sus decisiones "ocupacionales" el ejemplo de delincuentes exitosos cercanos a él.. "Ese es el primer fenómeno que yo vi de narcotráfico desde mi sitio de joven porque digamos que yo todavía estudiaba. Apenas había salido del bachillerato. Mire : me he puesto a pensar en estas cosas y cada vez veo más claro que esos fueron para mí los ejemplos que determinaron el futuro de mi vida y el futuro de la de muchos, de la de muchísimos muchachos que comenzábamos a vivir con ilusiones, pero ya sin muchas ganas de trabajar en una fábrica o en un almacén. Es que lo que veíamos -y por eso se lo cuento- era esa opulencia, sumada a la aventura y sumada al poder que da el dinero... tampoco me va a poder negar que no hay un solo ser humano en este mundo al que no le gusten la plata, la fama y el poder ... Y más a esa edad. Bueno, los capos de la droga que yo admiraba en ese momento eran entonces Jaime Cardona, Mario Cacharrero, Ramoncachaco .. y un muchacho que se llamaba Evelio Antonio Giraldo que fué el primer muerto de la Mafia en Medellín" [61].
Para los más notables jefes guerrilleros, buena parte de ellos pertenecientes en su momento a la elite universitaria del país, resulta verdaderamente imposible encontrar elementos relacionados con las deficiencias en el capital social, o con la criminología de la pobreza –diferentes  a la muy hábil utilización de tales discursos-  que permitan asimilar su decisión de tomar las armas a un acto involuntario, o  precipitado por  las condiciones  familiares adversas. Jaime Arenas, por ejemplo, brillante estudiante universitario se vinculó en 1967 al ELN dejando en la ciudad a su esposa y dos hijas [62].
En algunos casos la voluntad de marginarse de la ley e inclinarse hacia actividades violentas ha sido el resultado de decisiones tomadas por un núcleo familiar. Tal sería el caso de los hermanos Castaño, actuales líderes paramilitares. A raíz del secuestro y posterior asesinato de su padre, los cuatro hermanos Castaño, Fidel, Reinaldo, Eufracio y Carlos decidieron dedicarse de lleno a la actividad contra-guerrillera. Se integraron al ejército para obtener capacitación militar y frustrados con la inefectividad de las fuerzas armadas en la lucha anti-insurgente deciden formar su propio grupo armado [63]. Algo similar puede decirse de ciertos grupos de los "bandoleros tardíos" de finales de los cincuentas. "Los núcleos iniciales de las cuadrillas están frecuentemente constituídos por miembros de una misma familia : los hermanos Borja ... los hermanos Fonseca o los hermanos Bautista en las guerrillas de los Llanos Orientales; los hermanos González Prieto en el Norte del Tolima o los cinco Loaiza, encabezados por su padre en el sur del departamento"  [64].
No son ajenas a la realidad colombiana las historias delictivas que se inician con una capacitación previa en la administración pública, precisamente en las agencias encargadas de combatir ciertas actividades  o con el ejercicio abiertamente ilegal, y violento, de las funciones públicas. Tal sería el caso de antiguos agentes de aduana, policías antinarcóticos, integrantes de grupos antisecuestro, fiscales, procuradores etc .. que utilizan sus cargos públicos como fuentes de información acerca de las actividades delictivas relacionadas con  sus  agencias, o para establecer los contactos necesarios para reducir posteriormente los costos de su vinculación a dichas actividades. La época de la Violencia Política de los cincuenta es bastante rica en testimonios acerca de los homicidios cometidos por la Policía "chulavita" y de las crisis de legitimidad, y las espirales de violencia, que se generaron con los crímenes oficiales. "Quién era ese "Capitán Venganza" ? Más que un vengador, como sugiere su remoquete, era un protector de los campesinos. Fue precisamente bajo el amparo brindado por él y sus hombres que en 1958 los campesinos de la región de Irra se atrevieron a denunciar las masacres cometidas por la policía, dos años después de los hechos y cuando "venganza" había logrado el nombramiento de un amigo político como Inspector de Policía en Irra" [65]. Los crecientes problemas que enfrenta el país en materia de derechos humanos, o los testimonios acerca de complicidad de las autoridades en la comisión de crímenes constituyen la versión moderna de los delitos "oficiales". Ninguna de estas variantes cabe dentro de los esquemas explicativos de la criminalidad basados en las causas objetivas, o la precariedad del capital social.
Aún dentro de los estratos bajos de la violenta realidad colombiana pueden no tener mayor sustento las nociones de falta de información, de apoyo, de contactos, de carencias en el capital social y resultaría arriesgado negar de plano la existencia de un ambiente cultural, social y económico que incentiva la participación en actividades criminales o el recurso a la violencia. En algunos casos los incentivos son claramente pecuniarios y en niveles tan altos que los hacen atractivos frente a casi cualquier actividad legal al alcance de un joven colombiano. "El golpe que hicimos con Toño fue en una carnicería .. Yo no sé si fue en esta o en otra que me tocó ponerle un taponazo a un man porque no quiso decir dónde estaba la plata, o se puso de alzado para hablar o levantar la voz para infundirnos miedo. Ese día nos robamos como millón y medio y nos repartimos el dinero entre cuatro... En los brincos que hacíamos con Toño, los policías entraban de primeros haciendo paro de sellamiento; por la noche entrábamos con los tubos (armas) y al que se pusiera de alzado, tome! Esa vez no estuve y a ellos les tocó como de a cuatro millones para cada uno" Testimonio de un joven de 17 años, habitante de Ciudad Bolívar en Bogotá, reportado por Alape (1995) o "La gente que camella con ellos (los de las 'oficinas' que contratan sicarios) se mantiene montada. Por aquí hay muchos pelados de dieciocho años que tienen apartamento en el Poblado, finca, carros, motos"  [66].
En otros casos los incentivos pueden ser más intangibles como el poder, o el simple reconocimiento. "Siempre hay uno, como que guía a los demás. O sea, no el que los manda sino el que da una idea o algo, porque, por lo menos en Juan Pablo (un barrio), al que veían que se estaba creciendo mucho como jefe, lo mataban. Allí no dejaban que nadie tomara el mando. Porque hubieron muertes así seguidas de unos jóvenes que ya veían que estaban cogiendo mucho vuelo y los mataban. Los mataban culebras que tenían o alguien del mismo parche"  [67].
Se puede estar buscando una especie de entrenamiento, o inversión en capital humano de acuerdo con la jerga en boga. "Generalmente ponemos al frente guerreros de por aquí. Eso es fácil, se consiguen pelados pa´ lo que sea. A muchos de ellos les gusta que los vean matar para coger cartel. Son pelados muy acelerados. Se regalan, hacen trabajos gratis para quedar patrocinados. Los coge un patrón y quedan amarrados. Les regala fierros, o se los presta. Y después les cobran el favor. Te colaboré con esto, ahora colaborame vos a mí" [68].
Un testimonio, dramático, reportado por Salazar (1994), de un joven de 12 años estudiante de primero de bachillerato a quien se le pregunta qué le gustaría ser,  refleja bien la consolidación de una escala de valores dentro de la cual  el ser "matón" se ha convertido en un valioso activo personal. "A mí me gustaría ser un matón pero que le tengan respeto y que le respeten la familia. Como ratón, que ya lo mataron, pero era callado y mataba al que le faltaba. Se mantenía por ahí parchado, con una 9mm y si lo miraban él preguntaba : ¿ Vos que mirás ?, y si le reviraban él los mataba y les tiraba una escupa y se iba riendo. A mí me gustaría ser así" [69].

REBELDES Y CRIMINALES EN LOS TEXTOS
Tradicionalmente en el país, se ha hecho un esfuerzo por diferenciar a los levantados en armas, y en particular a los grupos guerrilleros, de los delincuentes comunes. No son escasos quienes, en el otro extremo, buscan criminalizar cualquier actuación de las organizaciones armadas, desconociendo por completo sus objetivos políticos.
En términos de esta distinción entre el delito político y el común es conveniente referirse a dos niveles. Está en primer lugar la instancia explicativa, o positiva. A este nivel ha sido corriente postular que los delincuentes políticos se diferencian de los comunes, no necesariamente en sus acciones, sino básicamente en sus intenciones. Se considera que los segundos están motivados por la satisfacción, monetaria, de intereses personales. A los segundos se les reconoce una motivación social y  altruista. Iván Orozco retoma la idea del penalista alemán de principios de siglo Gustav Radruch, del delincuente por convicción,  que se diferencia del delincuente común en que, mientras este último "reconoce la norma que infringe, el delincuente por convicción la combate en nombre de una norma superior"  [70]. Otra tipificación del delincuente político, más contrastable, es la del bandido social , sugerida por Hobsbawm [1965, 1991]. Se trata del individuo, de extracción popular, que se rebela contra el soberano injusto y que cuenta con un amplio apoyo entre las clases campesinas. Hobsbawm distingue tres sub-categorías de bandidos sociales : el tipo Robin Hood, al cual "se le atribuyen todos los valores morales positivos del pueblo y todas sus modestas aspiraciones"; el Cangaceiro  del Brasil, "que expresa sobre todo la capacidad de la gente del pueblo, gente humilde, de atemorizar a los más poderosos : es justiciero y vengador" y el tipo Haidukes  de Turquía que representa "un elemento permanente de resistencia campesina contra los señores y el Estado"  [71].
La tercera caracterización  sería la del partisano,  de Carl Schmitt [72], que presenta cuatro rasgos distintivos: el ser un combatiente irregular, el responder a una honda adhesión política, el tener una acentuada movilidad y, de nuevo, el tener un carácter telúrico, o sea una "íntima relación con una población y un territorio determinados" [73].
En un segundo nivel, el normativo  o de recomendaciones de acción pública, la pertinencia de la distinción  radica en la sugerencia de que sólo el delincuente político debe ser penalizado y que al rebelde se le debe dar un tratamiento privilegiado : con él se debe buscar, ante todo, la negociación. "Las formas dominantes de la violencia urbana en Colombia no son negociables, como sí lo es aquella generada por confrontaciones de aparatos armados en pugna por el control del Estado o el cambio del régimen político vigente en Colombia" [74].  "Lo que permite el diálogo es la consideración de delincuentes políticos que se les da a quienes se levantan en armas contra la nación en procura de objetivos sociales y políticos.. Eso establece un tipo de delincuente que es aquel con el cual, en determinadas circunstancias ... resulta viable conversar, negociar y llegar a acuerdos".  [75]. Por distintas razones, se considera que la penalización de las acciones de los rebeldes  es, no sólo inoperante, sino que puede llegar a ser contraproducente [76]. En las líneas del pensamiento de Radbruch, Orozco opina que "tanto la función de castigar, como la de reeducar y aún la de amedrentar están fuera de lugar respecto de un hombre que no tiene conciencia de culpa y que no es susceptible, por ello, ni de arrependimiento ni de reeducación, y acaso de amedrentamiento … En lo que atañe a la función general preventiva dice el jurista alemán (Radbruch) que tal función se deforma, en el caso del delincuente por convicción, hasta el punto de que antes que amedrentamiento, produce mártires " [77].
La recomendación de una salida negociada con los delincuentes políticos está por lo general basada en dos premisas. La primera es que se trata, efectivamente, de bandidos sociales  que cuentan con unos objetivos altruístas, una amplia base popular y constituyen, en últimas, una manifestación adicional de las protestas y las luchas ciudadanas. Este supuesto es crítico para la consideración de la ineficacia de la penalización aplicada a los rebeldes : "por lo menos en épocas de cambio, es decir, de falta de consenso social en torno a los valores fundamentales que deben informar el orden socio-político, el escalamiento de la criminalización del enemigo interior produce el efecto jurídicamente perverso de heroizarlo, de elevarlo en su dignidad y prestigio social"  [78].
La segunda premisa para la negociación como única salida, más específica para el país, es que se ha llegado a una situación de virtual empate entre las fuerzas regulares y los rebeldes que hace imposible el sometimiento de estos últimos por la vía de la confrontación armada. "La búsqueda en Colombia de cualquiera de (las) .. opciones fundadas en una salida militar tendría tal costo nacional que son simplemente impensables" [79].
Una última consideración que abarca ambos niveles tiene que ver con la naturaleza de actores colectivos  de los rebeldes. "La confrontación entre el Estado y las guerrillas ... no puede ser pensada sensatamente sino como una lucha entre actores colectivos".  [80].
Son varios los comentarios que, en el plano conceptual, suscita esta diferenciación que persiste en el país entre el rebelde y el delincuente. Está en primer lugar la escasa importancia que en este tipo de análisis se le da a la llamada criminalidad común. El trabajo teórico más comprehensivo sobre el tema, el de Orozco [1992], se concentra en la cuestión de si determinados actos de los rebeldes deben ser criminalizados o no, pero evita la discusión, pertinente para el país, de la participación de los alzados en armas en actos puramente delictivos. En forma tangencial en dicho trabajo apenas se menciona la dificultad de "clasificar" los asaltos a entidades y los actos de piratería terrestre. No aparece la discusión, que uno esperaría, del problema del secuestro de civiles. Poco convincente es la racionalización ofrecida de que actuaciones como la vacuna y el boleteo podrían llegar a considerarse -bajo la lógica de la guerra en la que se toman las bienes del enemigo- como unos "impuestos" [81].
Así, no se considera en dicho análisis la posibilidad de un rebelde que, amparado en tal situación, cometa otro tipo de crímenes. Una aproximación tan rígida equivaldría, en otro plano, a no reconocer la posibilidad de corrupción, o de violación de los derechos humanos, por parte de los funcionarios de las agencias de seguridad del Estado. En uno y otro caso, parece inadecuado no considerar en forma explícita el problema de los individuos que, respaldados por su situación armada, con la autoridad y el poder de intimidación que esto conlleva, puedan apartarse de los objetivos que manifiestan tener las organizaciones a las que pertenecen. El problema de las interrelaciones entre los rebeldes y los delincuentes comunes, organizados o no, tampoco ha recibido en estos trabajos la atención que amerita. Un análisis muy completo de las complejas interrelaciones que, en la época de La Violencia, se dieron entre las guerrillas liberales, las bandas armadas como los "pájaros" y los "chulavitas" al servicio de la clase política y  del Estado, los movimientos campesinos de autodefensa y los llamados bandoleros se encuentra en Sánchez y Meertens [1994]. Para la época actual probablemente los mejores esfuerzos por describir ese continuo entre lo político y lo criminal en las actuaciones de los grupos armados son los trabajos realizados para Medellín por la Corporación Región.
Un segundo aspecto, que dificulta una aproximación empírica al problema, es el de la aceptación de las intenciones  como elemento clave de la diferenciación entre el delito político y el delito común. La convicción  de un delincuente, las intenciones altruístas  de cierto individuo o el ánimo egoista   de otro pueden tener sentido en el marco de un juicio  para valorar una conducta individual, pero son a nivel social cuestiones casi bizantinas. 
El tercer punto que conviene comentar es el del supuesto, generalmente implícito, de que los organismos de seguridad del Estado y el sistema penal de justicia funcionan, de manera represiva, al servicio del establecimiento y en contra de las clases obreras o campesinas. Normalmente se descarta la posibilidad de que los policías o los militares puedan estar del lado de los principios democráticos, o de las clases populares, o que, corruptos o atemorizados, favorezcan unos intereses distintos a los de la clase capitalista. Por el contrario, los actos criminales de los miembros de las fuerzas armadas son no sólo concebibles sino que, además, parecen ser inevitables y se señalan como una de las causas de la agudización del conflicto. "Estamos insertos en el sistema capitalista, por naturaleza violento, ya que uno de sus fines inherentes consiste en imponer y mantener la relación social de dominación de unas naciones por otras y de unas clases sociales por otras" [82]. La noción de que la violencia oficial contra los sectores oprimidos  es una condición inherente al capitalismo  y que los ejecutores de esa violencia son los organismos de seguridad del Estado es tal vez uno de los principales prejuicios -supuestos que se hacen sin ningún tipo de reserva o calificación- de los análisis de corte marxista y una de las nociones que más ha dificultado la adopción de políticas en materia de orden público en Colombia. Es por ejemplo un punto que, sin mayor discusión ni evidencia empírica, se da por descontado en todas las discusiones sobre el otorgamiento de facultades de policía judicial al ejército. Es sorprendente el escaso esfuerzo investigativo que se le ha dedicado en el país a la verificación de estos planteamientos. Cuando la justicia penal aclara menos del 5% de los homicidios que se cometen uno se sorprende al enterarse que ciertas ONG's manifiestan en sus informes ser capaces de identificar a los autores de la violencia. Parecería que para "probar" la autoría de un incidente basta con que este encaje en alguno de los guiones pre-establecidos. Sorprende además la asimetría del argumento que tiende a considerar como ilegítimas, o abiertamente criminales, las actuaciones de las organizaciones armadas que defienden unos intereses y simultáneamente tiende a legitimar las de los grupos armados que defienden otros intereses. Lo que este prejuicio refleja es la naturaleza esencialmente normativa de tales análisis que parten de la premisa de que unos intereses son menos legítimos que otros [83]. Algunas encuestas recientes revelan que la realidad colombiana no encaja muy bien dentro de los estereotipos de la violencia oficial. Sin desconocer la relevancia del problema de violación de los derechos humanos, relevante para el país, algunos datos muestran que en Colombia no es despreciable el porcentaje de hogares pobres que se sienten protegidos por la Policía o por las Fuerzas Armadas. Además, parece ser mayor la desconfianza hacia los organismos de seguridad del Estado en los estratos altos de ingresos. La incidencia de ataques criminales "con autoridades involucradas" reportados por los hogares parece aumentar  con el ingreso. Por otro lado, tanto los guerrilleros como los paramilitares se perciben como un factor de inseguridad, aún en los estratos bajos. Tanto la consideración de la guerrilla como "la principal amenaza" como el acuerdo con las acciones revolucionarias, o con la afirmación que la principal prioridad del país en los próximos años es "la lucha anti-guerrillera" no parecen depender del nivel económico de los hogares. Por el contrario, el porcentaje de hogares que se manifiestan "de acuerdo con el statu-quo" es casi 2.5 veces superior en el nivel más majo de ingresos que en el mayor  [84].
Desde el punto de vista de lo que podría llamarse la filosofía de la penalización, la sugerencia de la negociación como única alternativa para enfrentar el delito político desconoce una función del encarcelamiento que alguna literatura considera fundamental: la de inhabilitar al infractor, o sea mantenerlo bajo supervisión de tal manera que no pueda seguir atentando contra los derechos de terceros [85]. A otra de las funciones de la justicia penal, la retribución –que no es más que un sinónimo políticamente correcto del término venganza- tampoco se le da la menor importancia.
 Por otro lado, tal recomendación –negociar y no sancionar- presupone una visión del sistema penal preocupada exclusivamente por los derechos del infractor. "Cuando Franz von Liszt, hacia finales del siglo pasado y dentro del marco de su lucha por la reforma de la política criminal alemana, pudo decir del derecho penal que éste debía ser la carta magna del delincuente, resumió en con esa frase uno de los grandes logros de la cultura liberal en materia de derechos humanos" [86]. No hay una consideración de los derechos de las víctimas ni de los costos económicos y sociales del delito político. El llamado enfoque de salud pública para el tratamiento de la violencia considera que esta afecta la salud de una comunidad y no sólo el orden de dicha comunidad [87]. También se descarta la eventual función ejemplarizante sobre los infractores potenciales, políticos o comunes. El argumento de la ineficacia de la penalización con los alzados en armas podría ser válido para los individuos que ya tomaron la decisión de rebelarse. Así lo sugiere un ex-miembro del ELN en sus memorias cuando, haciendo referencia a un grupo de integrantes del ELN detenidos en la cárcel Modelo de Bucaramanga comenta: "Todos estábamos compenetrados de un fervoroso espíritu solidario y la perspectiva de pasar muchos años en la cárcel no nos arredraba"  [88]. A pesar de lo anterior, no tiene por qué generalizarse a quienes se encuentran en una situación de riesgo , a los rebeldes o criminales en potencia.    
Un aspecto teórico fundamental que subyace en el diagnóstico corriente del conflicto armado colombiano, y en la discusión de sus  soluciones, es el de la relevancia de los actores colectivos  versus la de los agentes individuales . Aunque una discusión detallada de este punto  sobrepasa el alcance de este trabajo, puesto que está inmersa en el profundo debate teórico entre dos concepciones alternativas y rivales del comportamiento, vale la pena hacer algunas anotaciones. Las visiones colectivistas e individualistas de la sociedad reflejan una diferencia esencial entre lo que podría denominarse la perspectiva sociológica clásica y el individualismo metodológico, cuyo modelo más representativo es el de la escogencia racional  utilizado por la economía. La teoría de la escogencia racional -rational choice theory- constituye la columna vertebral de la economía anglosajona. Su principal postulado es la idea de que los individuos buscan satisfacer sus preferencias individuales, o maximizar su utilidad, y que de la interacción de tales individuos surgen situaciones de equilibrio que constituyen los resultados  sociales  -social outcomes-. Esta teoría del comportamiento ha sido extendida por los economistas a cuestiones tradicionalmente consideradas sociales, como la discriminación, el matrimonio, la religión o el crimen. También ha sido adoptada por algunas vertientes de otras disciplinas como la sociología, o la ciencia política [89].
Un punto crítico de esta tensión entre la sociología y la economía surge del énfasis que cada disciplina le asigna, respectivamente, a las normas sociales y a la escogencia individual como determinantes del comportamiento. En últimas, la propuesta de considerar el delito político y el delito común como dos categorías analíticas diferentes tiene algo que ver con este debate : por lo general, se supone que los rebeldes son actores colectivos cuya dinámica está determinada por las condiciones sociales mientras que para los delincuentes comunes se acepta la figura de actores que, de manera individual, responden a sus intereses particulares.
La consideración de los delincuentes políticos como un actor colectivo, recurrente en la literatura colombiana [90], es uno de los puntos más debatibles de esta aproximación. En primer lugar, porque desconoce elementos básicos de varios cuerpos de teoría en dónde, para las organizaciones, se sugiere siempre una distinción mínima entre los líderes  y los seguidores . O los principales  y los agentes  en la jerga económica. La economía le ha reconocido a la empresa  una entidad propia pero se ha cuidado de distinguir analíticamente a los empresarios  de los trabajadores. Para el pensamiento marxista esta distinción entre quien posee los medios de producción, el capitalista, y quien trabaja para él, el proletario, es fundamental.
Fuera de la carencia de esta distinción entre quien decide y quien recibe instrucciones -fundamental para grupos armados con una estructura vertical, jerárquica y militar- hay varios puntos oscuros en este planteamiento. Tanto la definición del delincuente por convicción de Radbruch, como la del bandido social de Hobsbawm hacen referencia a las características, individuales, de un personaje. No queda claro como, analíticamente, se da la transformación de este personaje individual  en un actor colectivo. Ni cual es la relación del individuo rebelde con la organización subversiva. ¿ Se trata de la "clonación" de un rebelde inicial que cumple los requisitos de la convicción y de las intenciones altruístas ? ¿ Se trata de un rebelde con el poder suficiente para reclutar individuos totalmente maleables a los que transmite sus convicciones, sus intenciones, sus antecedentes y sus relaciones con la comunidad y que terminan agrupados en una organización totalmente homogénea ? ¿ Se trata de un grupo con una mayoría de rebeldes ? ¿ Se trata de un rebelde que simplemente contrata subordinados que no tienen convicciones ni intenciones propias sino que simplemente obedecen órdenes ? Es fácil argumentar que cualquiera de las múltiples posibilidades concebibles para esta relación tiene implicaciones distintas en términos del tratamiento que se le debe dar a los miembros de dichas organizaciones.  La definición de delincuente político aplicada no a un individuo sino a una organización se torna aún más frágil cuando se acepta la posibilidad de que en dicha organización algunos individuos cometan actos criminales. ¿ Se desvirtúa así el carácter político del individuo que aisladamente delinquió o queda comprometida toda la organización, como actor colectivo ? ¿ Cual es el conjunto de normas penales que  restringe el comportamiento de los individuos que militan en una organización que  rechaza el ordenamiento legal  ? ¿ Es ese conjunto de normas aplicable tanto a los líderes como a los subordinados de esas organizaciones ? ¿ Quien define, para un guerrillero, lo que es un delit?.    
Lo que resulta difícil de aceptar conceptualmente es la noción de que las condiciones socio-económicas y las instituciones de una sociedad -las llamadas causas objetivas-  determinan tanto las acciones de las organizaciones  como las conductas de sus líderes, como las de los militantes de base.
Por último, tanto el supuesto de que la subversión es una continuación natural de las luchas políticas de la población como el de la imposibilidad de una victoria militar del Estado sobre la subversión son cuestiones empíricas que deberían poder contrastarse, pero que no parece razonable adoptar como hipótesis de trabajo inmodificables. Peñate [1998] señala cómo, por ejemplo, la derrota militar del ELN en Anorí en 1974 desencadenó un número importante de deserciones que redujeron el grupo, en menos de un año, a casi una cuarta parte. Una encuesta realizada a mediados de 1997 muestra que la opinión sobre el empate entre la guerrilla y las Fuerzas Armadas  colombianas está lejos de ser unánime : 47% de los encuestados piensan que la guerrilla si puede ser derrotada militarmente. Por otro lado es mayor el porcentaje (37%) de quienes piensan que se debe "minimizar la guerrilla" antes de negociar que el de aquellos que piensan exclusivamente en la negociación. Por último únicamente el 9% de los encuestados opinan que la guerrilla no se ha podido derrotar por ser muy fuerte. Es mayor el porcentaje de quienes opinan que ha sido por "falta de voluntad política del gobierno" (32%), porque las "Fuerzas Armadas no tienen apoyo popular" (16%) o por la "falta de voluntad militar de las FFAA" (13%)  [91].  
En síntesis, las críticas a la tradicional categorización delito político-delito común se pueden resumir en dos puntos. El primero sería su excesivo apego a los rígidos esquemas de los pensadores del siglo pasado, y el no incorporar buena parte de los desarrollos teóricos que se han hecho en las ciencias sociales, sobretodo en lo relacionado con el modelo de escogencia racional, la teoría de las organizaciones y el análisis institucional. El segundo punto, que resulta paradójico tratándose de aproximaciones generalmente marxistas,  es el  de su deficiente adaptación a las condiciones actuales del país, que muestran serias discrepancias con las tipologías idealizadas, supuestamente universales, que se continúan utilizando. Una notable excepción en este sentido es el trabajo de Pizarro [1996] en dónde realmente se hace un esfuerzo por establecer, para la guerrilla, categorías acordes con la realidad colombiana. En el campo de la economía política, una de las ideas claves del pensamiento de Marx, frecuentemente ignorada por los análisis marxistas, es  la de su escepticismo, en contra de lo que proponían los economistas clásicos, asobre la universalidad de las leyes económicas. Por el contrario, Marx señalaba la importancia de la ideología en hacer aparecer ciertas relaciones económicas como naturales e inevitables.
Como se tratará de mostrar a continuación son numerosos y variados los síntomas que aparecen en la realidad colombiana acerca de unas profundas interdependencias entre los rebeldes y los criminales. Insistir en categorizarlos de manera independiente es una vía que parece agotada y poco promisoria no sólo en el plano explicativo sino, con mayor razón, a nivel de la formulación de políticas. De manera alternativa, parece conveniente concentrar los esfuerzos en el análisis de las formas específicas en que las organizaciones subversivas interactúan y se entrelazan con el crimen en el país, y empezar a examinar cómo estas interrelaciones evolucionan en el tiempo o cambian entre las regiones, para de esta manera poderlas incorporar en nuevos esquemas teóricos. A continuación se hace un esfuerzo en esas líneas recurriendo a la evidencia  testimonial.

GUERRILLA Y CRIMEN EN COLOMBIA
Ha sido tradicional en Colombia reconocerle el carácter de delincuente político únicamente a los grupos guerrilleros y calificar de criminales a los militantes de las otras organizaciones armadas que operan en el país. Si el criterio para esta clasificación fuera la convicción, o las intenciones altruístas, de los actores podría decirse coloquialmente que, en la guerrilla, "ni son todos los que están, ni están todos los que son".
Sería necesario, en primer lugar, excluír de la categoría de delincuentes políticos a todos aquellos combatientes rasos que se vinculan a la guerrilla por razones pecuniarias, por falta de oportunidades de empleo,  por  lazos  familiares,  por el ánimo  de  venganza... y con escasa formación, o conciencia, política. De acuerdo con Nicolás Rodríguez Bautista, 'Gabino', responsable militar del ELN, por ejemplo, no es descartable la idea que detrás del interés de Fabio Vásquez por organizar el ELN estaría el deseo de vengar la muerte de su padre [92]. En el relato que Gabino le hace a Medina [1996] son recurrentes las referencias a los campesinos que se vincularon a una guerrilla, generalmente dirigida por los intelectuales, sin tener "el nivel para entender lo que era la plenitud de la vida política" y que simplemente ingresaron a una estructura vertical de mando. De la lectura de este relato queda la impresión de que la definición del rebelde sería aplicable, entre los guerrilleros colombianos, básicamente a los que antes de vincularse eran universitarios, sacerdotes,  líderes sindicales o dirigentes campesinos. En las conversaciones con mis alumnos de la Universidad de los Andes que han tenido contacto directo con la guerrilla es frecuente la alusión a la motivación basada en la posición de respeto que se gana con las armas.
Hay disponibles algunos testimonios de guerrilleros de base que son devastadores con los esquemas idealizados del rebelde como actor colectivo homogéneo y de gran compromiso político. Tal es el caso de Melisa, una joven de clase media que ingresa a la guerrilla básicamente para continuar los juegos con armas en los que la había iniciado su padre."El entrenamiento resultó muy aburrido. Por lo menos para mí, que esperaba algo que tuviera que ver con la guerra, con las armas, con el valor, con el misterio. Se trataba de correr por la orilla del camino durante toda la mañana y después, ya sudados, de discutir lo que llamaban "la situación concreta de la coyuntura" ... Para mí ese cuento era como de marcianos : ni entendía ni me importaba... Si no nos poníamos de acuerdo en cómo hacer un caldo, mucho menos en qué andábamos buscando juntos... Me ayudaba mucho dar conferencias, porque me obligaba a pensar y repensar por qué luchábamos. A veces caía en crisis al ver que los pobres y los ricos luchaban por lo mismo, por el dinero" [93].
También habría que excluír de la categoría de rebeldes a quienes, una vez vinculados a la guerrilla, sufren un cambio en sus convicciones pero no pueden abandonar la organización temerosos de que se les juzgue y condene por desertores. En efecto, el hecho de que la deserción se considere el delito más grave del Código Guerrillero hace en la práctica inaplicable el criterio de convicción a un miembro subordinado de la guerrilla. En Medina [1996] aparecen varios casos de fusilamientos y ajusticiamientos de quienes desertaron, lo intentaron, o despertaron sospechas en sus jefes que lo harían.
Para algunos de los rebeldes, la convicción política sólo vino posteriormente, como  resultado  de  experiencias traumáticas  al  interior de la organización. Al respecto, hay un pasaje revelador en el relato de Correa, ex-eleno, que cuenta cómo su verdadero espíritu revolucionario sólo surgió como resultado de un extraño proceso psicológico que se dio en él luego de que trató de desertar, de que por tal razón fue juzgado y sentenciado a muerte y de que su condena no fue ejecutada, ni revocada, sino simplemente suspendida y sujeta a la posterior demostración de su "voluntad sincera de superación"  [94]. En el testimonio de Gabino, quien anota que su espíritu revolucionario se fué fortaleciendo en la guerrilla, también se hace alusión a un juicio que se le hizo por "divisionismo" y a una condena de muerte que inexplicablemente no se ejecutó. "De todas maneras, para mi vida esa fue una de las experiencias más traumáticas que he tenido" [95]
En forma concordante con lo anterior, estudios realizados con miembros de grupos extremistas europeos muestran resultados que van en contra vía de la tipificación de individuos con unidad de criterio e intenciones políticas y subrayan la importancia de las "fuerzas psicológicas" como determinantes de la dinámica de tales grupos. En particular se ha encontrado : que la mentalidad de grupo que emerge se ve magnificada por el peligro externo, que la solidaridad de grupo la impone la situación de ilegalidad y que las extremas presiones para obedecer son una característica de la atmósfera interna del grupo. Normalmente, las dudas con respecto a la legitimidad de los objetivos son intolerables, el abandono del grupo es inaceptable y "la manera de deshacerse de las dudas es deshacerse de quienes dudan" [96]. Se ha planteado que el elemento fundamental de la toma de decisiones de las organizaciones al margen de la ley no son las realidades sociales y políticas externas al grupo sino el "clima psicológico" al interior del grupo [97]. El testimonio de Gabino tiende a corroborar esta idea : "las reflexiones se reducían al tratamiento de los conflictos internos de la guerrilla, rara vez se iba más allá a tratar los problemas sociales, políticos.. " [98].
Las características del ambiente en el cual se toman las decisiones -la ilusión de invulnerabilidad que lleva al excesivo optimismo, la presunción de moralidad, la percepción del enemigo como malvado, y la intolerancia interna hacia la crítica - parecen llevar dentro del grupo a crecientes presiones  para perpetuar la violencia y tomar decisiones cada vez más riesgosas [99].    
En la definición de Schmitt del partisano, o la de Hobsbawm del bandido social, un aspecto fundamental es el de su aceptación popular, que tiene dos componentes. El primero es que la decisión de rebelarse surge como respuesta a una conducta considerada criminal por el soberano pero aceptada popularmente. Sus infracciones a la ley son aquellas que los sectores populares no consideran criminales, puesto que no les hacen daño sino que se perciben como de utilidad pública. Es tal vez en ese sentido que las relaciones reales y concretas de los rebeldes con la sociedad colombiana se diferencian más de las míticas e ideológicas que contemplan las teorías.
Con este criterio, sería necesario reconocer que en el país no todos los delincuentes políticos militan en  los grupos guerrilleros. Entrarían en ese grupo varios narcotraficantes considerados como verdaderos benefactores por sus comunidades -para las cuales la venta de droga al exterior está lejos de ser una conducta reprobable- algunos grupos paramilitares y  las milicias que en los centros urbanos ofrecen protección  y otra serie de servicios a la comunidad [100]. También vale la pena recordar que a la fecha, no se sabe en el país del sepelio de algún rebelde que haya sido tan concurrido por el pueblo como lo fue el de Pablo Escobar.
El segundo componente del arraigo popular, en el cual la literatura teórica hace particular énfasis, es el de los suministros necesarios para la supervivencia del rebelde, que le son transferidos en forma voluntaria por la población campesina. Así, el bandido social es no sólo un resultado inevitable de la injusticia del tirano sino que, además, no roba  sino que recibe  bienes y ayuda de la comunidad en la cual actúa.
De los dos principales grupos guerrilleros colombianos, las FARC y el ELN, únicamente del primero de ellos se puede decir que surgió como una respuesta a las injusticias del régimen político colombiano. En sus inicios, las autodefensas campesinas lideradas por Manuel Marulanda Vélez, de dónde más tarde surgirían las FARC, fueron en efecto una reacción casi de supervivencia a la violencia oficial [101].
Las bases campesinas del ELN son más discutibles. Aunque según Medardo Correa, ex-militante de este grupo, en sus orígenes había un esfuerzo explícito por constituir un movimiento a favor de los campesinos, aparecen en su relato repetidas alusiones a la desconfianza que el líder del grupo Fabio Vásquez les tenía a los campesinos. Por otro lado, y como detalle revelador de la total desvinculación de este grupo con la población que supuestamente defendían está la denominacion que los integrantes del grupo  utilizaban, los ciudadanos, para diferenciarse de los campesinos[102].
La falta de arraigo popular de los grupos guerrilleros colombianos en sus etapas de "emergencia y consolidación" ha sido reconocida por los analistas colombianos objetivos, que los hay, de tales organizaciones. "Nunca la clase obrera ni el campesinado, en cuanto tales, se sintieron representados por el movimiento guerrillero" [103].
Con relación al segundo punto del apoyo popular, el de las transferencias voluntarias y espontáneas hacia los rebeldes, ninguno de estos dos grupos parece encajar dentro de la tipología. Existen testimonios sobre cómo, en sus orígenes, los rebeldes que acompañaban a Marulanda y que luego constituirían las FARC robaban para su sustento ejecutando acciones conjuntas con otros grupos, esos si criminales, que no tenían las intenciones correctas. "Hasta ese momento, los que andábamos con Marulanda no teníamos quedadero y vivíamos de parte en parte. En cambio, los Loaiza y los García vivían en las veredas y hasta en sus propias fincas, y sólo nos veíamos para hacer acciones conjuntas. Eso creó una diferencia grande, porque ellos querían sacar partido de cada operación, hacer botín para llevar a sus propias casas. Nosotros no teníamos para dónde cargar. Si le echábamos mano a una res era para comérnosla, no para echarla en el corral. Esta diferencia se fue agravando porque eran maneras distintas de mirar la guerra y sobre todo de hacerla" [104].
Hacia fines de los setentas, al parecer seguía siendo escaso el apoyo campesino a las FARC. "Dormíamos en el destapado porque era un peligro confiar en la población civil; era poco amable y solidaria. Llegaba uno a las fincas y no le daban ni aguadepanela" [105]. Para el ELN, las historias de relaciones amigables con comunidades campesinas que los respaldan económicamente son tal vez más escasas. De acuerdo con el testimonio de Gabino, solamente en la región del Opón, después de la muerte de Camilo Torres, se dieron las bases para una buena relación del grupo con las comunidades campesinas. Según el mismo, esta relación fué fugaz y llevó, como reacción extrema a unos operativos militares en la zona, a una completa desvinculación y desconfianza en los campesinos [106].
Hay reconocimiento explícito de que, en los años sesenta, el básico de la subsistencia del grupo habría sido el producto de asaltos y robos: "... acciones como la de la Caja Agraria de Simacota y la expropiación de una nómina de Bucaramanga" [107]. Se reportan, por el contrario, desde las épocas iniciales de la organización, incidentes que reflejan un escenario muy diferente al del bandido social de la literatura. Son reveladores por ejemplo, algunos pasajes del relato de Gabino sobre la toma de Simacota a principios de 1965. "En medio de la multitud que estábamos deteniendo, se nos fué una señora de las detenidas. Esa señora dio aviso al sargento de la policía ... Fabio y Rovira fueron los encargados de asaltar la Caja Agraria, de recuperar el dinero... Todo el mundo amontonado en una casita. Les hablábamos de la lucha, pero la gente sin entender. Pasó a ser mayor el número de campesinos retenidos que de guerrilleros, y empezó a generarnos eso una primera situación difícil" [108]. Posteriormente se ha llegado a situaciones de verdadero enfrentamiento con las comunidades. Uno de los casos más extremos es el del Carmen de Chucurí, municipio situado en la región dónde nació el ELN. El pueblo es tristemente célebre por las minas quiebrapatas que dejaron mutilados a cerca de 300 campesinos y que, según algunas versiones, fueron puestas por el ELN como represalia por la decisión de los pobladores de "rebelarse" contra la guerrilla. Este extraño escenario se complementa con acusaciones de que los campesinos, y algunos periodistas, son paramilitares y unas insólitas diligencias judiciales en dónde, según algunos habitantes del pueblo, había guerrilleros actuando como policías [109].
Con lo anterior no se pretende negar de plano el "entronque" que puedan tener las organizaciones subversivas con ciertas comunidades. Se ha señalado cómo el resurgimiento del ELN luego de su derrota militar en Anorí estuvo en buena medida facilitado por el reconocimiento, dentro de la organización, de que unos buenos vínculos con la población campesina eran vitales para la supervivencia del grupo [110]. Esta reorientación hizo indispensable un cambio en la estrategia financiera, bajando la presión económica, que se reconoce era forzada, sobre los campesinos. "La forma vertical en que se trazaban las orientaciones o se hacían llamados al campesinado para que colaborara con la guerrilla, muchas veces infundía más temor que respeto" [111]. La presión sobre los campesinos se trasladó a los enemigos de clase, casi definidos como aquellas personas susceptibles de ser secuestradas.
Una segunda fuente de apoyo popular, también bastante ajena al rebelde idealizado, fue la adopción por parte de la guerrilla de una de las prácticas más reprobables y criticadas de la clase política colombiana: el manejo de recursos públicos con fines privados. Es lo que Peñate [1998] denomina el clientelismo armado  y Bejarano et. al. [1997] las "técnicas de la delincuencia de cuello blanco" adoptadas por la guerrilla. De todas maneras, el problema de las relaciones entre los rebeldes colombianos y las comunidades es algo que está lejos de ser entendido a cabalidad y que requiere una enorme cantidad de trabajo empírico que sólo recientemente se empieza a hacer. Vásquez [1997] reporta, con sorpresa, el tratamiento radicalmente distinto que, en el municipio de la Calera recibían, por parte de las FARC, los habitantes de las veredas y los del pueblo. Un indicador, típicamente económico, pero medible, de aceptación  de la guerrilla podría ser la variación en el precio de la tierra resultante de la entrada de un grupo a una zona. El mismo Vásquez reporta cómo, en ciertas veredas de la Calera, los precios se redujeron hasta el 30% de lo observado anteriormente.
"Me parece importante reseñar que es a partir del 69 que la Organización comienza a hacer retenciones con fines económicos ... Esto ha sido muy cuestionado sobretodo últimamente. Nosotros tenemos una argumentación política que la hemos dado a conocer en varias ocasiones" [112]. La práctica del secuestro, reconocida y aceptada por la guerrilla como una forma de financiar la guerra desde hace tres décadas, es uno de los elementos de la realidad del conflicto colombiano que resulta más difícil de encajar en las tipologías idealizadas del rebelde, y que en mayor medida demuestra las estrechas interconexiones que se dan en el país entre el delito político y el delito común.
Varios puntos llaman la atención sobre este fenómeno. Está en primer lugar lo fundamental que ha resultado esta actividad para la consolidación y expansión de los grupos subversivos colombianos. A diferencia del  rebelde de texto, que vive de los campesinos con quienes comparte sus valores morales positivos, en la realidad colombiana los rebeldes viven de uno de los crímenes que más temor y daño personal puede causar. Está en segundo término la indiferencia de los teóricos de los rebeldes con relación a un fenómeno tan característico de los grupos nacionales. Este desinterés podría explicarse por dos aspectos. Primero, por las concesiones conceptuales que habría que hacer para tratar distinguir analíticamente, dentro de los secuestros extorsivos, un acto político de un acto criminal. Segundo, por la imposibilidad de ignorar, si se analiza con seriedad el secuestro, modelos de comportamiento tan típicamente individualistas como la negociación de un rescate.
Los argumentos orientados a la recomendación de no penalizar a los rebeldes, a la conveniencia de negociar con ellos, perderían mucha fuerza con tan sólo aceptar la realidad de unos rebeldes cuya solidez financiera depende en buena medida de esta práctica contra la cual tanto algunos teóricos [113], como la experiencia de las naciones civilizadas, como el más elemental sentido común sugieren la adopción de severas medidas punitivas.
Los practicantes de esta actividad han sugerido, en perfecta concordancia con el guión de las teorías, como diferencia entre el secuestro y la "retención con fines económicos"  el hecho de que en el primero se busca satisfacer un interés personal mientras la segunda responde a intereses colectivos. "Existe una diferencia entre el secuestro y la retención que es preciso aclarar : el secuestro es un acto, criminal, realizado por la delincuencia común que tiene por finalidad el interés personal de quienes cometen el delito; la retención fundamentalmente es una acción política, cuya finalidad está determinada por objetivos de bienestar colectivo, en el marco de un proyecto histórico de transformación social liderado por una organización revolucionaria" [114]. Esta cómoda definición no sólo es difícilmente verificable  sino que  pone de presente, de nuevo, el gran componente normativo de tales enfoques. En el fondo, el carácter político de los delitos está muy ligado a la valoración de los objetivos del actor, bajo unos parámetros éticos que ese mismo actor, o el analista, arbitrariamente define a su acomodo, a veces ex-post, y de acuerdo con su ideología.
La carencia de un referente normativo exógeno, es decir no sujeto a la voluntad de los actores, le quita mucho piso a cualquier discusión sobre criminalización de la guerrilla. Los relatos de los rebeldes colombianos revelan la extrema maleabilidal del marco normativo al que han estado sometidos. En sus inicios el ELN, por ejemplo, parecía haber adoptado un estricto Código Guerrillero, que estaba escrito, y que fue fundamental para la justificación de los primeros fusilamientos. "En el Código Guerrillero se contemplaba la deserción como una traición y, por lo tanto, quien desertara debía ser fusilado...Desertar es un delito y al que cae en este tipo de infracción grave se le aplica la pena máxima. Eso estaba establecido, legítimamente definido en las normas internas" [115].
Este código se complementaba con una especie de "derecho natural" que también es peculiar puesto que lo correcto  depende fundamentalmente de la naturaleza del actor ".. había un grupo.. no se sabe hasta dónde tuvieran un entronque directo con el bandolerismo de ese tiempo, pero la tendencia que mostraba era la de estructurarse con ese carácter, incluso, por esos días hicieron un asalto a un bus intermunicipal, lo desvalijaron y robaron a los pasajeros; Fabio y los otros compañeros aprovechando esta situación le dicen a la gente de las veredas : vea hombre, eso no es correcto, eso no se puede hacer"  [116].
Un marco normativo tan rígido pronto sería superado. Hay un relato interesante sobre el impacto que produjo en ese grupo primitivo de rebeldes el primer "acto de justicia", un fusilamiento, que se apartaba de los procedimientos establecidos en el Código Guerrillero. "El caso de Heriberto no se trató en el grupo, nadie sabe qué fue lo que pasó realmente. Lo sabía la dirección : Medina, Fabio, y Manuel, pero no se dio ningún debate interno, siendo una situación grave... La dirección determina que hay que fusilar a Heriberto. No sé que contradicciones habría, pero el grupo queda con la idea de que Heriberto se va a la ciudad a curarse, pero en realidad la comisión que lo debe acompañar le asignan la misión de fusilarlo, y se le fusila sin hacerle juicio ! ... El fusilamineto de Espitia fue un hecho muy grave, e independientemente de que haya o no motivos, la forma, el método, la manera como se produce es completamente lesiva a la formación, a la educación y a los principios políticos de una Organización [117].
Posteriormente, empiezan a aparecer conductas arbitrarias, y criminales, que se justifican a posteriori. "Un grupo de cinco guerrilleros, con la orientación de Juan de Dios Aguilera, ha asesinado a José Ayala ... Le preguntamos que cómo habían ocurrido los hechos.. Juan de Dios inmediatamente reunió el personal y les echó un discurso en el que dice que José Ayala es un corrompido, un sinvergüenza, un mujeriego, un irresponsable, un militarista, que es un asesino, bueno !, un poco de cargos" [118]. Surgen reglas de comportamiento interno adecuadas a la personalidad del líder y que se salen de la esfera militar. "Manuel va generando, a través de su práctica y en la definición de sus decisiones, transformaciones sustanciales de algunas costumbres guerrilleras, por ejemplo, oficialmente estaba prohibido en la Organización los matrimonios dentro de esa concepción de que uno debía ser un asceta para entregarse por entero al servicio de la revolución.."  [119]. Se dan casos de ajusticiamientos por razones baladíes. "Por ahí algún compañero en una ocasión me preguntaba que si era cierto que en la guerrilla había llegado a fusilarse alguien por comerse un pedazo de panela, yo le decía, no exactamente por comerse el pedazo de panela sino por todas las circunstancias que se vivían en ese momento y en el marco de una concepción política específica, que en últimas el comerse el pedazo de panela era el hecho que motivaba unos análisis que hacían a la persona merecedora de la pena de muerte" [120]. También se van imponiendo unas normas penales para los campesinos que responden simplemente a la situación coyuntural del grupo armado. "De ahí en adelante nosotros afianzamos la actividad clandestina, iniciamos un trabajo de relación individual con el campesino, donde era delito que un campesino le dijera a su vecino que él era conocido de la guerrilla.. " [121].
Cuando el ELN decide adoptar el secuestro como mecanismo de financiación recurre, para legitimar esa decisión, a la idea de una tradición  establecida en América Latina. O por lo menos así lo relata uno de sus dirigentes en forma retrospectiva. "Cuando los movimientos guerrilleros de América Latina, en Venezuela, Guatemala y Argentina, ven en la acción de retener personas un medio de conseguir finanzas para la lucha revolucionaria, entonces el ELN entra en esa dinámica" [122]. Al parecer, tal decisión fue muy debatida al interior del grupo [123].
Según se sugiere en el testimonio de uno de sus líderes que aún ciertos elementos esenciales del discurso político habrían aparecido para justificar, a posteriori, actuaciones delictivas del grupo. En efecto, parecería que el interés del ELN por la política de manejo del petróleo surgió, o por lo menos se fortaleció, a raíz de los impuestos que ya le cobraban a las compañías petroleras. "En la Asamblea se abordó cómo manejar algunos recursos económicos adquiridos por impuestos a las petroleras ... a partir de entonces le damos importancia a levantar propuestas de carácter nacionalista en las que se ubiquen al centro de la discusión los intereses de los colombianos y el concepto de la soberanía. Allí nace nuestra propuesta sobre política petrolera" [124].
Algunos analistas [125] consideran que el "derecho guerrillero" ha evolucionado positivamente. En particular, que ha disminuido el papel determinante que tuvieron los líderes entre 1964 y 1974, que durante los noventa los fusilamientos han sido excepcionales y que tanto las bases guerrilleras como la población civil han endurecido y fortalecido su posición con relación al mando de la guerrilla. Un incidente que tiende a confirmar la visión de unos rebeldes menos paranoicos con los desertores y más tolerantes con las disidencias es el de la aceptación, por parte del ELN, del abandono de la lucha armada por una buena parte (730 de unos 2000) de los miembros que, en el grupo Corriente de Renovación Socialista, se reinsertaron para dedicarse a la actividad política [126].
Al aumentar la presencia regional -y reconociendo el hecho que en muchos lugares son la autoridad- los guerrilleros se habrían visto en la necesidad de avanzar en la elaboración de ciertos códigos y procedimientos. Según Molano [1997], los guerrilleros estarían en plan de formular un código para la población civil, teniendo en cuenta los criterios con que ellos juzgan se ha ido constituyendo un derecho consuetudinario muy ligado a la vida campesina. Parece tener gran importancia la figura del conciliador, por lo general escogido entre los viejos campesinos reconocidos por su autoridad moral.
Una segunda vía de interrelación entre los rebeldes y el crimen tiene que ver con las conductas que son aceptadas como inapropiadas, o delictivas, por ellos mismos. Entre estas conductas la más pertinente para Colombia sería la participación de la guerrilla en actividades relacionadas con el narcotráfico. El término narcoguerrilla, acuñado en la primera mitad de los ochenta parece ser algo más que un artificio de la propaganda oficial y tener algo de realidad, y relevancia. Las implicaciones de este fenómeno tendrían que ver con el impuesto que la guerrilla cobra, el "gramaje", con la protección que le ofrece a los cultivos y laboratorios y con el tráfico de armas. La prensa extranjera ofrece como evidencia de esta alianza los numerosos ataques contra las aeronaves encargadas de la erradicación de los cultivos. De acuerdo con Molano [1997] los guerrilleros reconocen que el narcotráfico es un delito pero, dada su generalización, se niegan a ser los policías del sistema. Actualmente parece haber acuerdo en que si bien las guerrillas colombianas no constituyen un "cartel de la droga" propiamente dicho si han tenido y tienen vínculos de distinto tipo con tales actividades  [127]. Con relación al secuestro, se ha señalado que algunos frentes guerrilleros, conscientes del desprestigio social que genera esta práctica, han optado por "subcontratar la primera fase de los plagios -bandas comunes se encargan de secuestrar a las víctimas a cambio de un porcentaje del rescate- mientras la guerrilla se encarga del cautiverio y la extorsión" [128]. También entrarían en este grupo los incidentes delictivos al interior de los grupos. "Hice una retención económica ..logramos recibir por él un rescate de dos millones de pesos, que en ese entonces (1974) era una buena cantidad de dinero, pero que no pudimos utilizarlo porque dos desertores se lo robaron" [129].
Algunos testimonios señalan cómo las conductas de un líder pueden llevar  a la "lumpenización" total de un grupo. Tal sería el caso de Lara Parada, mujeriego empedernido que.. "para tapar sus desviaciones comienza a impulsar a compañeros a que busquen compañeras de otros, esto genera una situación muy difícil al interior del grupo y también con la base campesina" o el del grupo de René, que "cae en unas actitudes muy similares a las del grupo de Ricardo Lara, las mismas cosas, maltrato a los campesinos, acostarse con sus mujeres, es decir prácticas cuatreras que realizan aprovechando la situación de guerrilleros".  [130]. Un punto que vale la pena destacar es el del reconocimiento, por parte de los mismos guerrilleros, de los riesgos que para el grupo representan las tentaciones económicas de los agentes individuales. Los recursos económicos adquiridos por impuestos a las petroleras "si bien nos ayudaban a consolidarnos, era un componente peligroso para la descomposición si no se administraba bien" [131]. Así, el rebelde real reconoce algo que los teóricos de los rebeldes pretenden ignorar.
Tanto los criterios sugeridos por Radruch y reportados por Orozco [1992] como los propuestos por este último para la definición del rebelde dependen de manera crítica de información que está sólo al alcance de los rebeldes y que puede ser fácilmente ocultada, distorsionada o manipulada. Un caso diciente sobre las variadas posibilidades de manipulación de información, reportado por Gabino, tiene que ver con el secuestro de Jaime Betancur por parte del Grupo "16 de Marzo". "El grupo de compañeros, estaba planteando retener a un dirigente político de reconocimiento nacional al que la población le tuviese credibilidad y afecto, eliminar ese personaje y luego hacer aparecer ese hecho ante el pueblo como una acción realizada por la derecha porque consideraba esa persona peligrosa por sus inclinaciones a favorecer a los sectores más desprotegidos" [132]. Es sensata y realista al respecto la reflexión de una guerrillera : "en la guerra la información secreta sirve más para manejar a los amigos que para luchar contra los enemigos, al punto que a la larga todo se confunde. La gana de mandar no es una causa sino un modo" [133].
 Es notoria la idealización que en estas teorías se hace de los sistemas estatales de investigación criminal, sobretodo en lo relativo a su efectividad  y a su independencia de las organizaciones rebeldes. Parece haber consenso en la actualidad en que la principal debilidad de la justicia penal colombiana tiene que ver con su baja capacidad para aclarar los delitos e identificar a los infractores. El aumento en la capacidad estatal para recoger evidencia parece haber sido fundamental en el desarrollo de los sistemas penales modernos. Contrariando postulados de Foucault, en el sentido que las exigencias políticas fueron la principal causa de la transformación en los procedimientos penales, algunos historiadores han sugerido recientemente que, por ejemplo, el abandono de la tortura fue más el resultado del desarrollo de los sistemas de investigación criminal -que la volvieron innecesaria- que el temor a los levantamientos, como propone Foucault [134].
También es en exceso optimista, e irreal para Colombia, el supuesto implícito sobre la infinita capacidad que tiene el Estado para recopilar información sobre lo que realmente está ocurriendo. Sería ingenuo desconocer que en algunas zonas del país la presencia de actores armados ha afectado incluso los mecanismos tradicionales de recolección de información oficial -registros, encuestas, censos-. Lo más preocupante es que la interferencia en los flujos de información es ya corriente aún en asuntos que uno pensaría son  ajenos al conflicto. Las firmas encuestadoras con las que he discutido este tema dan por descontadas tres cosas: (1) que en buena parte del territorio nacional hay que pedir permisos "no oficiales" para realizar encuestas y que es necesario tener contactos para obtenerlos; (2) que hay ciertos temas que es mejor no tratar en las encuestas y (3) que en algunas zonas sencillamente no se pueden emprender  tales tareas. Un caso diciente de la gran desinformación asociada con la presencia de los actores armados es el de los tres ingenieros agrónomos que realizaban una encuesta para el DANE, fueron "retenidos" por la guerrilla en Julio de 1997 y cuyos restos, al parecer, fueron hallados varios meses después. El caso es diciente por tres razones : la encuesta era para el Sistema de Información del Sector Agropecuario, cuando se hallaron unos restos descompuestos los familiares aún no sabían si correspondían a los ingenieros secuestrados y en un Foro de Derechos Humanos y el lanzamiento del Mandato por la Paz en Montería se criticaba la negligencia y falta de solidaridad del DANE. [135].
La manipulación de la información por parte de los rebeldes puede hacerse con dos objetivos: ocultar incidentes que ocurrieron o hacer aparecer como reales hechos ficticios. El caso que puede considerarse de extrema interferencia en los flujos de información se da cuando los rebeldes pretenden, mediante amenazas, controlar la opinión de algunos sectores. Un comunicado del Estado Mayor de las FARC a los periodistas como respuesta a la difusión de las opiniones del comandante de la FFAA no deja muchas dudas al respecto : "No creemos, ni queremos periodistas que ingenuamente sean apologistas del militarismo, necesariamente debemos advertirles que declaramos objetivos militares a quienes así obren" [136].
La tercera vía de conexión entre los rebeldes y el crimen tiene que ver con sus reacciones a las conductas o conflictos entre terceros, o sea con su tarea de administrar justicia. En términos del debate sobre si, en sus territorios, la guerrilla controla la llamada delincuencia común o por el contrario la estimula, parece claro que los rebeldes están más a favor del primer escenario. Haciendo referencia a un cuatrero que, en la región de Guayabito a finales de los sesentas, abandona la zona cuando llegan las FARC, Gabino afirma que "la guerrilla, donde llegaba, limpiaba la zona de delincuentes y creaba, de alguna medida, una atmósfera de seguridad" [137].
El problema que surge aquí, adicional al de la disponibilidad o calidad de la información es, de nuevo, el de la falta de un marco normativo externo a la voluntad, o arbitrariedad, de quien aplica la justicia. ¿ Cómo se define lo que constituye un delito en un territorio en dónde no opera la justicia oficial ?  Parece claro en primer lugar que, en la lógica de los enemigos, la condena de un delincuente por parte de la justicia oficial equivale a su asimilación a la clase de los oprimidos del sistema y le otorga  legitimidad al acto de liberarlo de tal condición. Al respecto es interesante el relato de Gabino sobre la toma de Simacota en el 65. "A la cárcel fue un comando con la intención de liberar a los presos; esa era otra tarea. Tal vez desentonaba un poquito con el carácter de ese pueblo, pero la idea era hacer justicia. Los compañeros van y los presos no quieren salir. De todas maneras los soltaron al otro día porque no había guardianes, ni armas, ni nada"  [138].
También aparece como una posibilidad real el que un juez rebelde, de veras promiscuo, armado,  omnipotente, y  restringido únicamente por él mismo, pueda excederse. Tal como ocurre en las historias relatadas por seis guerrilleros amnistiados del EPL que operaban en Dabeiba, lugar en dónde aparecen miembros de las FARC que hacen de jueces como una extraña mezcla de dictador, consultorio jurídico y doctora corazón. "Los domingos se ven las oficinas que denominan Casa del Pueblo llenas de campesinos citados verbalmente o por boletas para dirimir pleitos entre vecinos o entre marido y mujer. Los servicios son pagos. Muchos de los pobladores se preguntan por qué las autoridades permiten esto.. Nos acordamos de un parcelero en la vereda Cadillal del municipio de Uramita, que en 1989 tenía un problema de linderos con su vecino... Oímos cuando le decían que cuanto iba a dar para arreglar el problema. Y el que más dio, ganó y al otro lo pelaron porque no quiso dar más plata ni salirse de la finca.. En noviembre de año pasado se presentó allí (en San José de Urama) otro caso que chocó mucho a la gente pero nadie pudo decir nada por la ley del silencio : el asesinato de una señora porque era muy chismosa" [139].
Un aspecto interesante de la evidencia testimonial disponible es el de las múltiples interrelaciones entre la justicia guerrillera y la justicia oficial. De acuerdo con Molano [1997] los guerrilleros a veces apelan a los leguleyos locales, sobretodo para los problemas de linderos y una posibilidad que se contempla como sanción es la de remitir el caso a la otra justicia. También según él, en ocasiones los mismos miembros de la Policía acuden a la justicia guerrillera.
Aunque es  probable que la influencia de los grupos guerrilleros  sobre el sistema judicial y el régimen penal colombiano haya sido inferior a la ejercida por las organizaciones vinculadas al narcotráfico, también es cierto que se trata de un fenómeno que ha recibido menor atención y está menos bien documentado. Una recopilación de las "coincidencias" que se han observado en el país entre las acciones de los grupos de narcotraficantes y las modificaciones al régimen penal en la última década se encuentra en Saiz [1997]. A pesar de lo anterior, no parece prudente ignorar este canal, probablemente el más nocivo, de interrelación entre el delito político y el delito común en Colombia. Al respecto pueden citarse, a título de ejemplo, dos casos. Primero, el secuestro de una Comisión de la Procuraduría por el frente 44 de las FARC en el Guaviare en Julio de 1997 cuando, paradójicamente, investigaban la masacre de Mapiripán, cometida por los grupos paramilitares [140]. El segundo sería el asesinato, reconocido por el ELN, en Noviembre de 1993, del senador Darío Londoño Cardona, ponente del proyecto de Ley de Orden Público y la carta conocida por el diario el Espectador  en la que se declaraba como objetivo militar al Congreso por su apoyo a la tramitación de proyectos relacionados con dicha Ley.
La última vinculación que se puede señalar para Colombia entre las actuaciones políticas y las delictivas sería el llamado clientelismo armado, o sea la interferencia, mediante amenazas, en la asignación de recursos públicos con fines electorales o como mecanismo para lograr el apoyo popular. Ver por ejemplo el relato de Peñate [1998] sobre las amenazas de las FARC a los funcionarios del INCORA en la región del Sarare para favorecer ciertas veredas, sobre el manejo de la clientela electoral de colonos, por parte del mismo grupo, y el posterior enfrentamiento con el frente Domingo Laín del ELN aliado con los caciques locales no aliados a las FARC. Una vertiente aún más sorprendente de estas conductas es la relacionada con el sabotaje a la infraestructura petrolera, que se presenta siempre como un acto puro de rebelión, pero que en ocasiones no pasa de ser un buen arreglo económico entre los guerrilleros, los contratistas del sector público, los políticos locales, y la población que recibe empleo en las reparaciones [141]. Para corroborar estas imaginativas actuaciones rebelde-empresariales, vale la pena mencionar las investigaciones adelantadas por la Fiscalía a tres funcionarios de la empresa Tecnicontrol que, al parecer, negociaban con el ELN los atentados al oleoducto para sacar provecho de los contratos de reparación [142].
En síntesis, los testimonios disponibles muestran para los rebeldes colombianos una realidad muy alejada de las tipologías idealizadas del actor colectivo que responde a la dinámica de la lucha de clases y está totalmente aislado del crimen. Una de las paradojas más interesantes de estas organizaciones, cuya ideología hace énfasis en la opresión y la dominación del Estado por la vía de la autoridad, es su estructura interna vertical, monolítica y autoritaria, en dónde se da en la práctica un enorme apego a la obediencia ciega e incondicional. Fuera de las ya mencionadas presiones psicológicas que llevarían a una dinámica perversa de escalamiento de la violencia y del enfrentamiento contra todo lo que no hace parte del grupo, parecería que las decisiones claves en estas organizaciones las toma un grupo reducido de individuos. En el pasado algunos de estos individuos tomaron decisiones que resultaron ser críticas para la evolución posterior del conflicto: participar o no en unas negociaciones de paz, independizarse de las fuentes internacionales de financiación, aliarse con el narcotráfico etc ... El punto que se quiere destacar aquí es que el análisis basado en la consideración exclusiva de actores colectivos puede ser insuficiente, y hasta inadecuado, para entender o predecir el desarrollo del conflicto. Son numerosos los testimonios de miembros y ex-miembros de las organizaciones subversivas colombianas que revelan situaciones en las que sus líderes -y detrás de ellos los combatientes rasos bajo su mando- hacen, literalmente, lo que les place, en forma independiente de que se trate de un acto político o de un crimen. Probablemente el caso más extremo de arbitrariedad y de comportamiento criminal de un rebelde fue el de las matanzas de Tacueyó en dónde cerca de un centenar de guerrilleros fueron abatidos por su jefe, Delgado, que "en una época fue el consentido de Jacobo. Le gustaba la plata y con ella lo compraron : le gustaba el poder y con él lo conquistaron. Tan pronto vio la papaya de tomarse el mando lo hizo. Plata y poder. Vendió a todos sus amigos y traicionó al resto. Se envició a la sangre, que es la medio hermana del dinero y del poder, y cuando vio que no le resultaban sus planes se enloqueció. Comenzó a matar a sus enemigos y luego el círculo se le amplió hasta que abarcó a sus amigos, uno por uno. Pero tanto muerto coge fuerza y para vencerla se necesitan más muertos y más muertos. Así hasta que acabó con medio movimiento" [143].
En este contexto, la separación tajante entre rebeldes políticos y delincuentes comunes parece demasiado fuerte, inocua, e irreal. Fuerte porque equivale a suponer que los miembros de los grupos subversivos son seres incorruptibles, que pertenecen a una casta superior a la de los humanos de dónde, en el mundo de los no rebeldes, surgen los criminales. Inocua porque en las zonas de influencia de los rebeldes, y al interior de los grupos armados, los límites de la criminalidad los definen las mismas organizaciones, o sus líderes, y es difícil no pensar que esta definición se hace de acuerdo con intereses privados o personales. Adquiere así plena vigencia, en términos de este nuevo poder, lo que Orozco [1992] denomina el correlato necesario entre criminalidad y criminalización, que convierte "la relación entre el hombre de bien y el hombre desviado, en un verdadero juego de espejos" [144]. Hay un relato interesante de un consejo que guerra que se le siguió a una guerrillera y al jefe de su grupo que trató de violarla y recibió un disparo de ella al defenderse. "Lo que no podían aceptar, con o sin intención, era que yo o cualquiera de las mujeres tratara de volver a repetirlo y a generalizarse. "Si a cada vez que alguien se lo pide a una compañera ella saca el fierro, las cosas se ponen delicadas en una guerrilla"” [145].
Irreal porque los vasos comunicantes y de retroalimentación entre unas y otras conductas son para Colombia numerosos y difíciles de ignorar. Lo que si parece ser una constante, es que esos mismos líderes rebeldes utilicen recurrentemente la retórica del determinismo de los fenómenos sociales para justificar tanto sus actuaciones públicas como sus desafueros privados.

LAS INCOMODAS REALIDADES


UN RÉGIMEN LEGAL TOLERANTE CON LA VIOLENCIA
Es probable que la idea de las raíces sociales del crimen -la pobreza como “caldo de cultivo” de la violencia- haya contribuido a minar la importancia de la justicia en la tarea de controlar y prevenir los comportamientos violentos. También puede pensarse que en una sociedad con frecuentes levantamientos y guerras civiles, en la cual las figuras del rebelde y el gobernante se alternaron por mucho tiempo, las elites consideraron arriesgado establecer un régimen legal demasiado severo con quienes recurrían a las vías de hecho y al uso de la fuerza. De todas maneras, es indudable que el sistema penal colombiano ha sido siempre particularmente tolerante con la violencia.
Históricamente, la legislación colombiana nunca ha sido suficientemente severa en el tratamiento legal de los atentados contra la vida. La actitud de los legisladores colombianos, siempre comprensivos con las muertes violentas, podría explicarse de varias maneras. La primera sería la sensación, repetida en distintas épocas, que la violencia colombiana es un fenómeno tan complejo, con tan profundas raíces sociales, y tan particular al país, que los elementos judiciales para controlarlo resultan inocuos si no se aplican en forma simultánea con políticas globales más ambiciosas para mejorar la situación social. Es impresionante, por ejemplo, la actualidad, y la similitud con discursos en boga, de argumentos que se esgrimieron en los años treinta para no aumentar en forma significativa las penas para el homicidio. Todos estaban relacionados con la multiplicidad de los factores de violencia y las peculiaridades del país al respecto. "Si en algo hay necesidad de tener en cuenta el medio ambiente en Colombia es al fijar la penalidad en relación con el homicidio, porque las causas del aumento de este delito en Colombia son diversas y complejas … La consideración de que en otros países las penas contra el homicidio sean relativamente altas y hasta muy severas, se explica por que allí no concurren las causas que concurren en Colombia, que reclaman remedios de carácter social. De suerte que si bien considero necesario aumentar en algo la penalidad en el homicidio, no es el único remedio, sino que junto con él es necesario aplicar otros" o "La penalidad señalada para este delito en otros países, no es la que pueda tenerse en cuenta en Colombia porque las situaciones en esos países son distintas"  [146].
Muy revelador de esta actitud es, por ejemplo, un debate previo a la reforma del código penal de 1936 en el cual se modificó el artículo inicialmente propuesto para la definición del homicidio -"el que con el propósito de matar causa la muerte de otro"- cambiando el término causa por el de ocasiona  puesto que el primero se consideró demasiado fuerte y excluía la posibilidad de otros factores determinantes de la conducta. "Manifiesta el doctor Lozano que usa la expresión "ocasiona la muerte de otro" en vez de "causa la muerte de otro", porque muchas veces la acción del agente no es causa eficiente de la muerte. Dice que abunda en las consideraciones de que hay que estudiar las otras causas del delito, que son múltiples, y que la pena no es la panacea que pueda detener la criminalidad .. porque cree firmemente en los factores antropológicos y sociales de la delincuencia"  [147].
La segunda fuente de laxitud del régimen penal colombiano con las muertes violentas tiene que ver con su histórica tendencia a concentrarse en  las intenciones de los asesinos en detrimento de las consecuencias de sus acciones. En forma contraria a preceptos enunciados por Beccaria a finales del siglo XVIII, durante sus primeros ciento cincuenta años el código penal colombiano se ramificó, extendió y sofisticó en términos de las motivaciones internas que debían ser tenidas en cuenta para sancionar un homicida. En el primer código penal colombiano, el de 1837, se consideraban como categorías de homicidio el simple -que podía ser voluntario o involuntario-  y el agravado. Para 1873 el homicidio se dividió en punible o inculpable. El punible podía ser simple -el que se comete mediante alguna pasión instantánea, o sentimiento de honor o de peligro que excluye la presunción de perversidad [148]- o calificado y el inculpable accidental o justificable. A su vez, el homicidio punible simple se dividió en común o atenuado, dependiendo de la existencia de circunstancias favorables al reo. Se aclara además que el homicidio "se reputa simplemente voluntario cuando se comete .. por una provocación, ofensa, agresión, violencia, ultraje, injuria o deshonra grave que ... se haga al propio homicida, o a su padre o madre, abuelo o abuela, hijo o hija, nieto o nieta, marido o mujer, hermano o hermana, suegro o suegra, yerno o nuera, cuñado o cuñada, entenado o entenada, padrastro o madrastra, o persona quien se acompañe"  [149]. El homicidio calificado se dividió por su parte en ordinario o proditorio -asesinato- .
En el de  Código de 1890 se distinguen los asesinatos "más graves" de los "menos graves" de acuerdo a las causales en que se realizara la conducta. En 1922 se consideró equitativo ampliar el rango de las penas para poder tener en cuenta las peculiaridades de cada homicidio y en 1923 se reconoció la imposibilidad de prever legalmente las múltiples causales de las muertes violentas y consecuentemente se propuso aumentar al máximo la flexibilidad de los jueces para ajustar las penas a cada caso particular. "El cambio que propongo de cinco a quince años, en vez de seis a dieciseis, se justifica ... por cuanto dentro del homicidio simplemente voluntario pueden presentarse multitud de circunstancias que hagan más o menos grave el hecho, las cuales no pueden preverse en la ley, sino que deben dejarse a la apreciación del juez, por lo cual se requiere que haya una gran latitud entre el mínimum y el máximum de la pena imponible"  [150].
En las comisiones preparatorias del Código de 1936 se discutió mucho la necesidad de anteponer el "intencionalmente" y el "ilegal e injustamente" a la definición del homicidio y se hizo explícita la noción de que el ideal del derecho penal era la individualización de las penas. "(El Doctor Cárdenas considera que) el ideal del Derecho Penal en el futuro, y su máxima perfección, consistirá en dejar a los jueces un amplio arbitrio en la aplicación de las sanciones, porque solamente así podrá realizarse la suprema aspiración de las instituciones penales, o sea la individualización de la pena "  [151]. No fue sino hasta el Código Penal de 1980 cuando se eliminaron los elementos subjetivos y se simplificó la definición legal del homicidio: ”el que matare a otro”.
Un tercer argumento que se puede ofrecer para apoyar la idea de un estado colombiano  desinteresado, en la práctica, por los homicidios tiene que ver con la pertinencia de los sucesivos códigos penales, con su relevancia para enfrentar el tipo de muertes violentas que se daban en el país. Como en tantas otras facetas del entorno institucional colombiano se puede señalar, para la violencia, un considerable abismo entre lo que pasaba en la realidad  y lo que los legisladores manifestaban que estaba ocurriendo. Ya en las discusiones previas al Código de  1936 se oían algunas voces disidentes preocupadas por el aumento en la muertes violentas, por la relativa impunidad con que se cometían los homicidios, por la falta de severidad en las penas por asesinato. "Es preciso reaccionar contra la monstruosa severidad del Código actual en materia de defensa a la propiedad y su irritante desprecio por la vida humana"  [152]. También se hacía referencia a los supuestos móviles  políticos, no considerados en los códigos, que aparecían detrás de algunas masacres. "Existe un gran número de homicidios premeditados ... que no pueden ser indiferentes para el legislador : me refiero a aquellos a que se les ha pretendido dar carácter político, pero que en el fondo constituyen una delincuencia vulgar y ordinaria, como muchos de los que se cometen en algunas regiones, como en Santander. El exterminio de familias enteras, la persecución recíproca, la tragedia sangrienta que se disimula muchas veces con la apariencia de una riña, pero en que el homicidio ha sido preparado y calculado con anticipación" -  [153].
No deja de asombrar el abismo existente entre un código penal sofisticado al extremo en la tipificación de las múltiples motivaciones de los homicidas y la violencia política que hacia los años cincuenta azotó al país con una causal primaria y casi uniforme: la eliminación de  enemigos definidos por su filiación partidista. Haciendo caso omiso de la voluntad, manifiesta en la legislación, de conocer a fondo las causas específicas de cada homicidio para poder así individualizar las penas y suministrar el grado máximo concebible de justicia, la violencia partidista terminó con amnistías –la de Rojas Pinilla y posteriormente las del inicio del Frente Nacional-  que, por el contrario, hicieron tabla rasa, homogeneizaron los innumerables homicidios cometidos y suspendieron la acción penal para todos los "delitos políticos"  no contemplados en el sofisticado Código Penal.
El tratamiento especial y privilegiado para los homicidios cometidos con motivaciones superiores, con móviles políticos, ha quedado oficializado en el régimen penal colombiano con el tratamiento discriminatorio y favorable que reciben los rebeldes. El delito de rebelión no sólo se ha considerado bastante menos grave que el homicidio [154] sino que además ha cobijado y protegido legalmente otras conductas punibles violentas, siempre que estas se hayan cometido en una situación de combate. "Los que mediante el empleo de las armas pretendan derrocar al gobierno nacional, o suprimir o modificar el régimen constitucional o legal vigente, incurrirán en prisión de tres (3) a seis (6) años" (Art 125 CP del 80). Posteriormente (Dec 1857/89 y Dec 2266/91) se ajustó la pena de 5 a 9 años. "Rebeldes o sediciosos no quedarán sujetos a pena por los hechos punibles cometidos en combate, siempre que no constituyan actos de ferocidad, barbarie o terrorismo" (Art 127 CP).
Durante los setenta y buena parte de los ochenta -básicamente hasta la expedición del Estatuto Antiterrorista en 1988 a partir de la cual, en la práctica, los rebeldes comenzaron a ser juzgados como terroristas  [155] – que fue un período de consolidación de la guerrilla en el país, la estrategia defensiva de los alzados en armas que debieron enfrentar a juicios penales, estuvo basada en la politización de los procesos. La figura de la rebelión sirvió no sólo para dejar impunes muchas muertes violentas, o para sacar presos políticos de las cárceles, sino además para darle, a través de los juicios, una amplia difusión a las justificaciones sociales y políticas de la violencia guerrillera. En lugar de constituir escenarios dónde se discutían los hechos y se trataban de aclarar los incidentes, los juicios a los guerrilleros se convirtieron en una verdadera caja de resonancia para el ideario político de los rebeldes, en un instrumento de legitimación de sus conductas y, simultáneamente, de deslegitimación de la acción del estado para controlarlas.

UNA JUSTICIA PENAL QUE NO FUNCIONA
El fantasma de la congestión de los despachos ha rondado a la justicia penal colombiana, e inspirado a sus reformadores, por más de tres décadas. Desde principios de los años sesenta se empezó a hablar de la necesidad de reformar la justicia, básicamente para descongestionar los juzgados. Desde que existen estadísticas sobre la justicia, las cifras muestran que, realmente, ha habido un problema grave de congestión. A partir de 1940 los sumarios crecieron a una tasa casi constante del 7% anual. La capacidad de evacuación del sistema [156], aunque con mayor variabilidad, crecía a una tasa promedio ligeramente superior al 1.0% al año. Así, entre 1940 y 1964 los procesos penales que aceptaba el sistema para investigar se quintuplicaron, pasando de treinta mil a ciento cincuenta mil por año. Durante el mismo período el número anual de sumarios que efectivamente podía atender el sistema se incrementó en menos del 50%, pasando de diez mil en 1940 a cerca de quince mil en 1964. Para 1964 entraba anualmente al sistema penal cerca de diez veces el número de sumarios que se podían investigar. Sin descontar los sumarios que prescribieron, para principios de los sesenta, la situación era tal que el acumulado de sumarios sin calificar equivalía a diez años de entradas  y, con la capacidad del sistema en aquel entonces, se hubiera requerido cerca de un siglo, congelando las entradas, para evacuar el rezago. 
En retrospectiva, a pesar de esta gran congestión, y con base en diversos indicadores de desempeño -como el comportamiento relativamente estable de las denuncias en una época en la que se puede suponer que estas reflejaban adecuadamente la criminalidad real, el de la tasa de homicidios,o la participación de los homicidios en las denuncias-, puede decirse que la de los sesenta fue una década razonable para la justicia penal, o por lo menos no tan crítica como las que vendrían después. La base de este funcionamiento aceptable fueron los criterios, seguramente informales, con que se escogían los casos de los que se ocupaba la justicia. El sistema penal tenía en aquel entonces  una clara vocación por tratar de investigar, ante todo, los atentados contra la vida y la integridad  de las personas. Estas observaciones son, en cierto sentido, amnésicas pues  hacen caso omiso de las  repercusiones que pudo tener el período de la violencia de finales de los cuarenta sobre la justicia  penal.
Sin tener en cuenta la magnitud, ni las características, del desequilibrio entre la demanda por servicios de justicia y la capacidad real y efectiva del sistema para responder a esa demanda en materia de investigación, se realizó una reforma en el año 71 que, en lugar de orientarse a sofisticar los criterios de selección de los sumarios dignos de ser investigados, decidió irse por la vía, idealista e ingenua, de tratar de resolver todos los sumarios que, voluminosamente, seguían entrando.
El Código de Procedimiento Penal vigente hasta 1971 concentraba las funciones de juzgar y de instruir en los mismos funcionarios judiciales: los jueces encargados de investigar los procesos eran los competentes para juzgarlos. El Decreto 409 de 1971, expedido con base en facultades extraordinarias, comienza a dividir las funciones de investigación y de juicio. Los esfuerzos por separar la labor de instrucción de la rama ejecutiva se remontan a 1938, cuando al expedirse el Código de Procedimiento Penal se buscó restringir las labores de instrucción criminal que hasta entonces estaban asignadas a alcaldes y funcionarios de la Policía. Esta intención no se cumplió por problemas presupuestales y se nombraron jueces adscritos al Ministerio de Gobierno  [157]. Se crearon jueces de instrucción radicados y ambulantes, que pertenecían a la rama ejecutiva, para apoyar las labores de investigación de los jueces. La introducción de un intermediario adicional, novato, perteneciente a otra rama del poder público, buscando efectividad y no necesariamente administrar justicia, condujo a la aparición de serios problemas adicionales a la congestión, que no logró solucionarse. 
Parece claro que los nuevos juzgados de instrucción criminal llegaron a cumplir, ante todo, su misión de evacuar sumarios. A partir de 1971, año en que iniciaron sus labores, las providencias de calificación de los sumarios aumentaron considerablemente, duplicándose cada cinco años. Sin embargo, esta efectividad se hizo gracias a unos criterios progresivamente más laxos para dejar salir  sumarios del sistema sin resolución acusatoria. Mientras que en el 71, cuando se introdujeron los jueces especializados en la instrucción, las acusaciones constituían el 30% de las calificaciones de sumarios, para 1981, diez años más tarde, este porcentaje había bajado al 9%.
En segundo término, los juzgados de instrucción criminal trastocaron por completo los, hasta ese entonces, razonables criterios para escoger los pocos sumarios que el sistema penal estaba en capacidad de investigar. En términos del dilema, en la etapa instructiva, entre la facilidad para resolver  un caso y la gravedad del incidente en el que se origina, puede pensarse que los nuevos jueces de instrucción, presionados por unas metas cuantitativas de evacuación de procesos, no sólo relajaron los criterios para dejar salir del sistema sumarios sin acusación, sino que se dedicaron a escoger los casos más fáciles de resolver. Estos son, precisamente, los procesos originados en los incidentes menos graves. Progresivamente, los jueces de instrucción fueron abandonando la labor de investigar y aclarar los crímenes más graves para concentrarse en los incidentes más banales que, en la práctica, llegaban resueltos desde la denuncia. Así, la gran deformación del sistema penal colombiano, la de dedicarse a los procesos que menos investigación requieren, aquellos con sindicado conocido, se comenzó a gestar a principios de los setenta. En efecto, la reforma de 1971 tuvo grandes efectos, diferenciales por tipo de delito, sobre la probabilidad de que un sumario terminara con llamamiento a juicio. A partir de 1971, los títulos para los cuales empieza a aumentar la efectividad de la etapa sumarial son justamente aquellos para los cuales cabe esperar que el proceso típico llega al sistema penal con un imputado identificado. El título que incluye los incidentes más graves y difíciles de resolver, los homicidios, es precisamente aquel para el cual la tarea instructiva pierde efectividad a partir de la reforma. Las tendencias anteriores causan mayor preocupación si se tiene en cuenta que ya para mediados de los setenta la situación de la criminalidad empezaba a agravarse, no sólo por sus mayores niveles, sino por su reorientación hacia las conductas más violentas.
En síntesis, desde sus inicios, los juzgados de instrucción criminal se dedicaron, en forma consecuente con la reforma del 71, a evacuar procesos con rapidez. Para lograr esos objetivos, por la puerta trasera, se introdujeron al sistema incentivos de efectividad que lograron, con el correr de los años, echar por la borda  la esencia de la tarea instructiva. Cuando se busca rapidez es obvia la inclinación por lo fácil, o lo trivial.
Con relación a la tarea de descongestionar los despachos, los juzgados de instrucción la cumplieron sólo a medias. En forma terca, las entradas al sistema, los sumarios, siguieron creciendo a tasas altas -del 6.1% anual entre 1971 y 1985- y en todo caso superiores al crecimiento factible y realista en la capacidad de respuesta de cualquier agencia estatal. A pesar de la banalización de la etapa instructiva, y de una virtual amnistía instructiva en el año 81, las calificaciones lograron crecer en forma paralela, pero siempre por debajo del nivel de los sumarios.  Así el rezago acumulado siguió creciendo hasta 1987.
En forma paralela con esta deformación de los criterios para escoger los casos de los cuales se encargaba la justicia penal se fue dando un continuo y sostenido deterioro en la capacidad del Estado colombiano para capturar sindicados. Si bien durante los primeros años de vigencia de la reforma se incrementó levemente el número de personas capturadas, a partir de 1975, y sin que se sepa muy bien la razón, empezó a deteriorarse la habilidad del sistema penal colombiano para detener sindicados. En términos per cápita, en la actualidad se detiene en el país a la cuarta parte de las personas que se detenían a mediados de los setenta.
La combinación de estos dos factores, la deformación de los criterios para escoger los casos que ameritaban ser investigados y la incapacidad para detener sindicados, fue nefasta para la justicia colombiana. Ante las crecientes limitaciones para arrestar infractores el sistema penal, en lugar de fortalecer su capacidad para resolver los delitos e identificar y capturar las personas vinculadas se nivela por lo bajo, y limita la apertura de sumarios a su débil capacidad de investigación. En su afán por buscar efectividad la justicia penal cortó por lo sano la incómoda acumulación de delitos sin resolver, restringiendo la entrada al sistema y  concentrando  sus preocupaciones en los incidentes que ya venían resueltos, o por lo menos con un imputado conocido, desde la denuncia.
Estas tendencias, que se gestaron de manera informal desde los setenta, se cristalizan con un cambio en el procedimiento, bastante radical, contemplado en el Decreto 050 de 1987. Básicamente, a partir de dicho año, se restringió la apertura de sumario a aquellos incidentes penales que tuvieran un sindicado conocido. Con el  mencionado decreto se decidió ponerle un término de sesenta días a la labor de investigación previa para esclarecer los delitos e identificar los autores para vincularlos al proceso. "Si vencido el término de sesenta [60] días no se hubiere logrado la individualización o identidad física del presunto infractor el Juzgado de Instrucción ... ordenará suspender las diligencias .. "  [158].
En otros términos, se decretó la impunidad para aquellos crímenes que no fueran aclarados en el término de dos meses. Posteriormente, por medio de la Ley 81 del 93, se alteró de nuevo el procedimiento para retornar al principio de extender la investigación previa hasta la identificación de los implicados. El término de sesenta días siguió vigente únicamente en los casos con imputado conocido. Por el contrario "cuando no existe persona determinada continuará la investigación previa, hasta que se obtenga dicha identidad" Art 41 y 42 de la  Ley 81/93, que reformaron el Art 324 del CPP. De todas maneras, la apertura del sumario sigue limitada a los procesos con imputado conocido.
Esta perla de la legislación colombiana no sólo consolidó la trivialización de la justicia penal sino que, en la práctica, le otorgó una “patente de corso” al crimen organizado.
Es difícil pensar que una reforma como estas fue un simple desacierto y que no hubo detrás de ella presiones de grupos poderosos. Se puede pensar en dos tipos de influencia. La primera es la del gremio de los abogados litigantes para quienes un sistema penal limitado, en la etapa investigativa, a los casos con sindicato conocido representa un magnífico negocio: sindicado conocido equivale a abogado defensor contratado. De manera conservadora, el negocio de los sumarios se puede estimar en cerca de medio punto del producto interno bruto cada año.  El segundo elemento que pudo haber influido en esta reforma fue el crimen organizado que por aquel entonces ya estaba consolidado en el país y, además, había mostrado su interés en el sistema penal de justicia. Vale la pena por lo tanto una breve referencia a la influencia del crimen organizado sobre la justicia penal colombiana.
Para Colombia la presión de los grupos violentos sobre el sistema judicial durante las dos últimas décadas se puede empezar a corroborar con la simple lectura de prensa. Paralelamente parece prudente no ignorar la cadena de coincidencias que se han dado entre los ataques y amenazas de los grupos armados y las sucesivas modificaciones al código penal colombiano [159].  Con las cifras judiciales agregadas a nivel nacional se puede identificar una asociación negativa entre la violencia, medida por la tasa de homicidios, la presencia de grupos armados y varios de los indicadores de desempeño de la justicia penal. En las últimas dos décadas, la tasa de homicidios colombiana se multiplicó por más de cuatro. En forma paralela, se incrementó la influencia de las principales organizaciones armadas: guerrilla, narcotráfico y grupos paramilitares. En el mismo lapso, la capacidad del sistema penal para investigar los homicidios  se redujo considerablemente. La proporción de homicidios que se llevan a juicio, que en los sesenta alcanzó a superar el 35% es en la actualidad inferior al 6%. Mientras que en 1975 por cada cien homicidios el sistema penal capturaba más de 60 sindicados, para 1994 ese porcentaje se había reducido al 20%. Las condenas por homicidio, que en los sesenta alcanzaban el 11% de los homicidios cometidos no pasan del 4% en la actualidad. Estas asociaciones permiten dos lecturas. La tradicional sería que el mal desempeño de la justicia ha incentivado en Colombia los comportamientos violentos. En el otro sentido, se puede argumentar que uno de los factores que contribuyeron a la parálisis de la justicia penal colombiana fue, precisamente, la violencia y en particular la ejercida por los grupos armados.
Por otro lado, los datos de las encuestas de victimización muestran cómo las actitudes y respuestas de los ciudadanos están contaminadas tanto por las deficiencias de la justicia penal,  como  por  un  ambiente  de amenazas e intimidación. La sociedad colombiana se caracteriza no sólo por los altos niveles de violencia, sino por el hecho que los ciudadanos no cuentan con sus autoridades para buscar soluciones a los incidentes criminales. Aún para un asunto tan grave como el homicidio más de la mitad de los hogares víctimas manifiestan no haber hecho nada y únicamente el 38% reporta haber puesto la respectiva denuncia.
Dentro de las razones aducidas por los hogares colombianos para no denunciar los delitos vale la pena resaltar la importancia de dos. La primera, peculiar y persistente en las tres encuestas de victimización, es la de la "falta de pruebas", que es sintomática de la forma como el sistema penal colombiano ha ido delegando en los ciudadanos la responsabilidad de aclarar los crímenes. La segunda es la del "temor a las represalias" que en la última década duplicó su participación en el conjunto de motivaciones de los hogares para no denunciar. 

CONFLICTO ARMADO, CRIMEN Y VIOLENCIA
Antes de entrar en el ejercicio de analizar las relaciones entre la influencia de los grupos armados ilegales y los indicadores de violencia, vale la pena preguntarse si la presencia de tales grupos tiene algún efecto perceptible sobre la disponibilidad, o la calidad, de la información. El análisis simultáneo de las distintas fuentes sugiere que sí. La información más sensible a la influencia de agentes armados parece ser la de los atentados "contra la vida e integridad de las personas" de las estadísticas judiciales. En efecto, como se expondrá en detalle más adelante, se ha encontrado que la probabilidad de que en un municipio se presente un sub-registro en las cifras sobre violencia que remiten los juzgados -con relación a los datos de homicidios de la Policía Nacional-  se incrementa en forma significativa con la presencia de actores armados en ese municipio. Los testimonios periodísticos sobre las masacres ocurridas en los últimos meses sugieren que es precisamente en las zonas de mayor conflicto en donde se puede estar perdiendo la capacidad para contar las muertes violentas.  La asociación entre violencia y presencia de grupos armados se puede captar en Colombia por varias vías. Trabajos recientes [160] señalan una correspondencia geográfica entre la influencia de estos grupos y las tasas de homicidio a nivel municipal. En los últimos años la principal expansión de los grupos armados se ha dado en las localidades cafeteras del centro del país y en las zonas de colonización de frontera, el piedemeonte llanero, favorables a los cultivos ilegales. Ambas regiones  presentan altos índices de violencia. 
Por otro lado, los municipios más violentos del país se distinguen de los demás por una mayor presencia de agentes armados. En nueve de las diez localidades con mayor tasa de homicidios en 1995 había  presencia guerrillera activa (contra un 54% a nivel nacional), en siete se habían detectado actividades de narcotráfico (23% para el país) y en otro tanto operaban grupos paramilitares (28% nacional).
Es interesante observar cómo la clasificación de los municipios colombianos de acuerdo con el criterio de si cuentan o no con una regional de Medicina Legal, que como ya se vio es un indicador de problemas serios de violencia, no parece independiente del accionar de los grupos armados. En efecto, mientras que únicamente en un 9%  de los 124 que cuentan con una oficina de Medicina Legal  no se ha detectado influencia de organizaciones armadas para el resto del país dicho porcentaje es del 40%. Por el contrario, mientras en el 58% de las localidades con Medicina Legal operan dos o más grupos armados, únicamente en el 28% de los demás municipios se da una presencia similar de agentes violentos.
Al aproximarse a la incidencia del conflicto armado no por la proporción de los municipios que lo sufren sino por el porcentaje de la población que vive bajo esa influencia, las diferencias entre los municipios de Medicina Legal y los demás son aún más marcadas. Mientras en el primer grupo únicamente el 2% de los habitantes está libre de la influencia de algún grupo armado, en el resto del territorio nacional dicho porcentaje es del 40%. En el otro extremo, el 84% de los pobladores de los municipios con Medicina Legal vive bajo la influencia de más de uno de los grupos armados. Esta cifra se reduce al 33% en las localidades en dónde Medicina Legal no ha considerado aún necesario establecer una regional.
Casi la totalidad (93%) de los homicidios registrados en Colombia en 1995 ocurrieron en municipios en dónde se ha detectado la presencia de alguno de los tres principales grupos armados que operan en el país. Más del 75% de las muertes intencionales ocurrieron en localidades en dónde confluyen dos o tres de estos agentes. Unicamente el 12% de la muertes violentas en 1995 sucedieron en sitios libres de la influencia de la guerrilla.
Un 36% de los municipios colombianos se pueden considerar ajenos a la influencia de los grupos armados. En ellos habita el 14.9% de la población colombiana y se presentaron en 1995 el 6.5% de la muertes violentas intencionales. Aunque sigue siendo elevada para los estándares internacionales, la tasa de homicidios de 39 hpcmh que se presenta en esta parte de Colombia se asemeja más al promedio latinoamericano.
La asociación precisa entre la violencia y la presencia de grupos armados no es fácil de establecer, ni siquiera conceptualmente. El punto que se quiere destacar es que, más allá de las muertes ordenadas o ejecutadas directamente por miembros de las organizaciones armadas, es necesario tener en cuenta las que, de una u otra manera ocurren, o se ven facilitadas, por la presencia en un municipio de tales actores. En este sentido, la información disponible sugiere un efecto no despreciable de los grupos armados en dos aspectos: en el desempeño de la justicia penal y  en la difusión de la tecnología para matar.
Con relación al primer punto, los datos muestran que la presencia de organizaciones armadas en un municipio afecta : (1) el número de denuncias sobre hechos criminales que  los ciudadanos elevan ante la justicia; (2) el número de investigaciones formales o sumarios que, por cada denuncia, emprende la justicia penal  y (3) la prioridad que, en materia de investigación, la justicia penal le otorga a los atentados contra la vida. 
Con relación al segundo aspecto, los datos sugieren un efecto de los grupos armados sobre la utilización de armas de fuego en los ataques a las personas. A pesar de la alta correlación que, a nivel municipal, y de acuerdo con la información de Medicina Legal, se observa entre los homicidios con tecnologías primitivas y aquellos cometidos con arma de fuego, la participación de estos últimos en el total de muertes intencionales, con un promedio del 78% muestra importantes variaciones por municipios, desde un 20% hasta un 100%. Puesto que los homicidios con arma de fuego son un buen predictor del total de homicidios, parece pertinente tratar de entender qué elementos contribuyen a la adopción de una u otra tecnología. En principio, cabe esperar que en los lugares menos violentos, menos desarrollados, y menos urbanizados, se presente una mayor tendencia a utilizar las armas más primitivas. En forma extraña se encuentra que estos factores contribuyen  poco a la explicación de las diferencias observadas en la tecnología predominante para matar. Sorprende, por el contrario, que los indicadores de pobreza muestren una asociación positiva con la utiilización de armas de fuego y negativa con la de otras armas. Aunque el porcentaje de la población por debajo de la línea de  miseria explica tan sólo un 9% de las variaciones en la proporción de homicidios cometidos con arma de fuego, su efecto es  positivo y estadísticamente significativo. Los indicadores de urbanización utilizados, la población de cada municipio y la proporción de esta que vive en la cabecera no mostraron ningún efecto. Tampoco se capta una influencia de la tasa de homicidios.
Por otro lado, la presencia de grupos armados en el municipio, sí contribuye a la explicación de la escogencia de técnica  para cometer los homicidios. Aunque la relación está lejos de ser  lineal, los datos muestran con claridad que al aumentar el número de grupos armados -se consideran como agentes armados los tres grupos guerrilleros (FARC, ELN y EPL) los paramilitares y los narcotraficantes-  que actúan en un municipio se incrementa la fracción de homicidios con arma de fuego y, además, se vuelve esta la tecnología predominante. Como se observa en la Gráfica 3.3, mientras en los municipios en dónde no actúa ninguno de los tres principales grupos guerrilleros, ni los paramilitares, ni los narcotraficantes, el porcentaje de muertes con arma de fuego en los municipios empieza en el 20%, y muestra un promedio del 70%, para los municipios en dónde actúan todos estos agentes, el promedio sube a más del 90% y en ninguno de estos  se observa una proporción inferior al 80%. 
GRAFICA 3.3
LA HISTORIA DEL CRIMEN
En materia de violencia las teorías que proponen, y la evidencia que aportan, los historiadores del crimen parecen sugestivas y pertinentes para entender la compleja realidad colombiana.  Son tres los aspectos que vale la pena destacar de esta literatura. 
Estarían en primer lugar las explicaciones para los cambios -generalmente los descensos- de la violencia en las etapas iniciales del desarrollo de las sociedades capitalistas, que se basan en dos tipos de hipótesis. La más tradicional, propuesta por historiadores franceses y que se enmarca en la teoría de la modernización, es la de la violence-au-vol , de la violencia al robo. De acuerdo con esta teoría la transición del sistema feudal -que con su código de honor y el uso generalizado de las armas implicaba altas dosis de violencia- a la sociedad burguesa -que giraba alrededor de los mercados- se dio acompañada de un incremento en la incidencia de los atentados a la propiedad en detrimento de los ataques violentos contra las personas. La segunda hipótesis retoma la idea del "proceso civilizante" de Norbert Elias, cuyo planteamiento principal es el de un cambio, y más específicamente una pacificación, de las costumbres  que llevó a una reducción de la violencia y en general de los malos hábitos  de los guerreros de la Edad Media. Retomando nociones freudianas sobre los vínculos entre las pasiones y la agresión, Elias plantea que los impulsos, tanto afectivos como agresivos fueron sujetos a restricciones cada vez mayores de este proceso general de civilización [161]. Bajo este último enfoque se habría dado, con la ampliación de los mercados y la industrialización, una caída secular tanto de la violencia como de los robos. Aunque parece claro que para Elias la noción de violencia era siempre referida a la fuerza que atenta contra la integridad física de las personas, y su interés por los robos y otras formas de violencia contra las cosas fue mínimo el concepto del proceso civilizante si abarca todos los elementos del comportamiento humano que se fueron pacificando y haciendo más corteses. Es por esta razón que fue extendido a conductas criminales distintas a la violencia física. Además, este fenómeno se habría dado en forma paralela con una desprivatización y centralización de la justicia y una creciente preocupación de los tribunales por los litigios civiles y económicos en detrimento de los asuntos criminales [162].
Un segundo conjunto de hipótesis que aporta la historia del crimen es más específico para la violencia homicida. Spierenburg [1996] propone caracterizar las muertes violentas de acuerdo con su posición en dos ejes que, aunque relacionados, son diferentes: la violencia impulsiva versus la violencia planeada o racional por un lado y la violencia expresiva o ritual versus la violencia instrumental por el otro. El prototipo de la muerte impulsiva sería el de una riña en un establecimiento público que, en medio del consumo de alcohol, se sale de las manos. Esta es, al parecer, una de las situaciones que más desvela a las autoridades locales colombianas preocupadas por controlar la violencia.   "La violencia ritual se enmarca en un contexto social en dónde el honor y la valentía física están altamente valorados y relacionados. Este contexto es característico de las sociedades preindustriales más que de las sociedades industrializadas... El extremo opuesto es la violencia que se usa con el fin de obtener algo ... en general con los  crímenes que se asocian con las ciudades modernas" [163]. Este mismo autor plantea varias hipótesis. En primer lugar que cualquier tendencia de largo plazo tiende a ser de la violencia impulsiva a la racional y de la ritual a la instrumental. En segundo término que tanto la violencia impulsiva como la ritual han tenido, históricamente, un carácter público y comunitario muy distintivo “Ambas violencias, la ritual y la impulsiva, tuveieron en siglos pasados un carácter comunitario muy distintivo. La primera derivaba su significado del hecho de ser comprendida por todos los participantes y la segunda estaba estrechamente relacionada  con las actividades sociales cotidianas. El homicida y la víctima con frecuencia eran residentes de la misma comunidad local. En lugares más poblados podrían ser extraños entre sí, pero usualmente pertenecían a la población establecida. Los homicidios  eran eventos públicos, que estaban en el centro de la vida comunitaria” [164].
Otra hipótesis es que los homicidios contemporáneos se han marginalizado, y por lo general están relacionados con actividades criminales. Así, sugiere pensar en una violencia instrumental y racional, orientada, por ejemplo, a la eliminación de la competencia. En síntesis, la tendencia histórica, de acuerdo con este autor, ha sido de la violencia como un fenómeno central de la vida de las comunidades a la violencia practicada por grupos con un interés profesional por las actividades criminales.
El tercer punto que señalan algunos historiadores del crimen, y que parece pertinente para Colombia, es el del impacto que pueden tener las guerras prolongadas sobre la violencia y las conductas delictivas. Se ha señalado, por ejemplo, que una de las repercusiones de las Cruzadas fue un impulso generalizado a la criminalidad. "También las Cruzadas influyeron sobre esta criminalidad, fomentándola, pues vióse lo expuestos que estaban sus miembros, por su origen y su condición, a todas las tentaciones criminales"  [165].
Para el país que tiene las estadísticas de delitos más largas y completas, Inglaterra, está bastante bien documentado el efecto que tuvieron los períodos sucesivos de guerras y treguas sobre las actividades criminales. Se ha encontrado que, en el siglo XIV, el crimen aumentó en forma significativa durante las treguas, cuando las compañías militares se desbandaban temporalmente y los soldados se encontraban desempleados [166]. Para Francia, hay relativo consenso entre los historiadores que la Guerra de los Cien Años fue una de las grandes escuelas del crimen de la época. “ No sólo por que los refugiados de guerra y las víctimas se volcaron al robo y al bandolerismo para sobrevivir sino porque, más significativo aún, los jóvenes entrenados en la guerra y la violencia legalizada se convirtieron criminales organizados con el cese de las hostilidades. Este fue sin lugar a dudas el caso con las Compañías Libres que recorrían el sur de Francia aún después del final de la guerra, secuestrando a cualquiera, incluso Papa y cardenales [167]. Para Suecia, se ha señalado que los incrementos más serios en la violencia estuvieron relacionados con las múltiples guerras que libró dicho país a principios del siglo XVII [168]. Recientemente, se ha planteado que con el fin de la guerra fría y la necesidad que tuvieron los grupos alzados en armas de distintas partes del mundo de ampliar sus fuentes de financiamiento se dio una mayor criminalización de estos grupos [169]. Un caso de particular relevancia para el país es el de El Salvador  en dónde, tras la firma de los acuerdos de paz en el año de 1992, se presentó un marcado incremento de la criminalidad, y aún de la violencia homicida [170].
La lógica de esta asociación entre los enfrentamientos bélicos y el crimen es bastante directa. Durante la guerra se legitiman tanto el uso de la fuerza física como la expropiación de bienes, se difunde la tecnología de las armas, se incrementa el número de gente armada y, además, se debilita la autoridad civil. En particular se debe anotar, dentro de este último aspecto, el ablandamiento y muchas veces la banalización de la justicia que, incapaz de controlar a los guerreros, desvía  su atención hacia los asuntos menores. Un caso bastante llamativo es el del funcionamiento de la justicia en París en el siglo XV: mientras las bandas de criminales azotaban el campo sin que sus actuaciones quedaran siquiera registradas, y la práctica del secuestro y la extorsión eran comunes, los tribunales parisinos se preocupaban por  hacer cumplir las ordenanzas municipales. “La razón más común, después de las riñas, para caer bajo arresto en 1488 era la infracción a las ordenanzas municipales. Caminar por la calle después del toque de queda, en especial si se estaba bebido, portar armas, jugar a los dados en un sitio público en un día de fiesta, o de trabajo, llevar vestidos prohibidos, åeun nadar en el Sena –todas estas conductas implicaban para los infractores una noche en las celdas y una multa” [171].
Con este marco conceptual en mente, vale la pena retomar  lo que revelan los datos sobre el crimen y la violencia en Colombia.
Con relación a la violencia homicida se debe destacar en primer lugar el altísimo  nivel de las tasas durante la última década. De estas tasas no se encuentra un paralelo sino en las sociedades en guerra. También para las muertes violentas aparece con insistencia -tanto a lo largo del tiempo, como entre las regiones colombianas- una marcada incapacidad de la justicia penal para investigarlas, de manera directamente proporcional a la gravedad de la violencia. Estaría en tercer término la alta concentración geográfica de los homicidios, tanto entre municipios como al interior de las ciudades. Por último vale la pena mencionar la creciente desinformación que se está dando en el país alrededor del fenómeno: hay ya síntomas de sub-registro al nivel más básico de la contabilidad de las muertes, hay señales de sesgos en la clasificación de las defunciones y también hay evidencia de que el misterio y la ignorancia sobre las causales de las muertes violentas son proporcionales a los niveles de violencia.
Individualmente, y con mayor razón en conjunto, estas peculiaridades de la violencia colombiana invitan a desafiar el diagnóstico tradicional, el de una violencia esencialmente impulsiva y rutinaria. En ninguna sociedad de la cual se disponga de registros, ni siquiera en las comunidades europeas a principios de la Edad Media -cuando si era clara la noción de una violencia que hacía parte de la vida cotidiana de las comunidades, de los hábitos, de las costumbres, de los códigos de honor- se encuentran tasas de homicidio similares a las colombianas en la actualidad. Por otro lado, el abismo que existe, tanto en número como en características, entre la violencia que se contabiliza y la que llega a los juzgados tampoco es consistente con la idea de una violencia que surge de hábitos y costumbres generalizados entre los ciudadanos. Como tampoco lo son los esfuerzos por ocultar los cadáveres, el afán por alterar la clasificación de las defunciones o el temor a denunciar o hacer públicas las causas de los homicidios. El misterio que rodea la violencia colombiana la aleja bastante de la tipificación de una violencia rutinaria que hace parte integral de las relaciones sociales en las comunidades. Detrás de todas estos fenómenos de desinformación hay síntomas de intencionalidad y de profesionalización de la violencia. La alta concentración de las muertes violentas en unos pocos sitios también desafía la noción de una violencia difusa y cotidiana e invita a pensar en lo que Spierenburg ha llamado "islas sin pacificar": "... la violencia grave de hoy se concentra en las “islas sin pacificar”. Las sociedades del siglo XIX en Europa eran particularmente homogéneas. En abierto contraste, la gran diferenciación que se da a finales del siglo XX ha llevado a la aparición de pequeñas islas al interior de estas sociedades en las cuales la pacificación que alguna vez garantizó el estado se ha derrumbado” [172].
En cuanto a la noción más vaga e imprecisa de criminalidad, la fuente de información más confiable al respecto, las encuestas, muestran dos tendencias: un incremento de los delitos entre 1985 y 1995 y un uso creciente de la violencia, tanto en los ataques contra las personas como en los atentados contra la propiedad. Así, en forma contraria al postulado básico de la tesis de la violence-au-vol, el de una especie de sustitución entre los ataques a las personas y los delitos contra la propiedad, en Colombia se habría dado en las últimas dos décadas un incremento paralelo en ambos tipos de conductas. En forma similar a lo que está ocurriendo con la violencia, un aspecto que vale la pena destacar de la evolución reciente del crimen en el país es que su mayor incidencia se ha dado acompañada de una creciente incapacidad del aparato estatal para controlar el fenómeno y aún para registrarlo.
Son varios los síntomas, adicionales al aumento en la violencia y el crimen, tales como la privatización y criminalización de la justicia, o los cada vez más frecuentes incidentes de masacres con crueldad extrema y barbarie, que invitarían a pensar que lo que se dio en Colombia en las últimas dos décadas fue un "proceso descivilizante", una especie de marcha atrás en la tendencia de largo plazo hacia la modernización, la racionalización y la pacificación de las costumbres y de las relaciones interpersonales.
Tal visión parece inapropiada, por dos razones. Primero, porque el incremento de la violencia homicida y la criminalidad se dio en el país en forma simultánea con un sostenido crecimiento económico, con  la ampliación de los mercados, con un aumento en la cobertura de la educación y, en general, con el mejoramiento de casi todos los indicadores sociales [173]. Dados los  síntomas de progreso económico y social, no son claras las razones para pensar que los colombianos se tornaron más conflictivos, o más propensos a resolver sus conflictos recurriendo a la violencia. Segundo, porque la única información disponible sobre la evolución de la violencia interpersonal generalizada -las denuncias por lesiones personales- sugiere, por el contrario, un continuo descenso desde principios de los ochenta. De acuerdo con estas cifras, el colombiano promedio sería hoy más "civilizado", menos propenso a la violencia, que el de hace veinte años. Los mismos datos en corte transversal tienden a corroborar esta relación negativa entre desarrollo e incidencia de las lesiones personales.  De todas maneras esta es, por lo pronto, una hipótesis que será necesario, y muy útil, tratar de corroborar.  
Alguna evidencia parcial disponible apunta en la misma dirección. Camacho y Guzmán [1990], con datos de Medicina Legal muestran cómo, en Cali y Medellín, las lesiones personales se redujeron en cerca del 20% entre 1980 y 1986 [174]. Está en segundo término el bajísimo reporte -dentro de unas entrevistas realizadas en sectores de estratos populares en Bogotá [175]- de incidentes de violencia callejera diferentes de los robos o los atracos. Son en extremo escasas en estos relatos las referencias a experiencias de violencia interpersonal, las alusiones a las riñas o a la solución violenta de conflictos con terceros. Está en tercer lugar el cambio que según este mismo estudio, se ha dado en los niveles de tolerancia con la violencia doméstica, hacia un mayor rechazo de estas prácticas. En el hogar, las nuevas generaciones parecen ser menos violentas que las de sus padres o abuelos. No hay  razón para pensar que la cada vez menor aceptación de los castigos corporales en la esfera doméstica se hubiera dado con una creciente tolerancia del recurso a la violencia para resolver los conflictos con otros ciudadanos. Está además el hecho que para una comunidad más campesina [176] se encontró, con la misma metodología aplicada en Bogotá, una mayor referencia a las riñas, y a las cuestiones de honor, tal como sugieren los historiadores del crimen. No se puede dejar de anotar, por último, el escaso número de trabajos disponibles en el país sobre este tipo de violencia, que contrasta con la abundante literatura sobre homicidios, crimen y organizaciones armadas. En Comisión de Estudios sobre la Violencia [1987] que es probablemente el estudio más influyente en materia de políticas contra la violencia y desde dónde se promovió la idea de la violencia rutinaria y generalizada no hay una sola alusión a la incidencia de este tipo de violencia. Camacho y Guzmán [1990], como ya se señaló, analizan datos de lesiones personales en Cali y Medellín en los ochentas, y encuentran que se redujo. En el único trabajo reciente que he podido consultar sobre lesiones no fatales [Concha y Espinosa [1997]] se hizo un seguimiento, durante dos semanas, en hospitales de Cali y Pereira. Trae tan sólo dos referencias a estudios, aún no publicados, y referidos a ciertos centros de salud de Cali. En Klevens [1997] hay dos referencias a trabajos, uno del INS en preparación y otro de Medicina Legal . Tal vez se haya dado una confusión entre el mayor interés por el fenómeno y la creencia de que ha  aumentado.
Lo que parece haber ocurrido en el país, en forma paralela al progreso económico, social y cultural -que según los historiadores, se ha dado generalmente acompañado de una pacificación de las costumbres- es la consolidación, durante las últimas dos décadas, de unos pocos, muy pocos, criminales y agentes violentos con un gran poder, ante los cuales el ciudadano común se siente amenazado, inerme y desprotegido. No sobra recordar que aún bajo el supuesto, en extremo conservador, que cada uno de los homicidios que anualmente ocurren en Colombia es cometido por un autor diferente, el número total de homicidas sería inferior al 0.1% de la población.   
La noción general del "proceso civilizante" de Elías sugiere para Colombia una lectura diferente para la relación entre la violencia instrumental ejercida por organizaciones armadas poderosas y la violencia rutinaria y cotidiana. Los guerreros no surgen, como lo supone implícitamente el diagnóstico predominante en Colombia, de los problemas de intolerancia entre los ciudadanos. ¿ Por qué surgieron en Colombia tantos y tan variados guerreros ? Una buena discusión acerca de los factores que facilitaron en Colombia la consolidación de las organizaciones del narcotráfico se encuentra en Thoumi [1994]. Fuera de los guiones tradicionales de la injusticia social y la falta de canales democráticos, que explican muy poco puesto que son fenómenos comunes a muchas sociedades sin presencia guerrillera, no abundan esfuerzos similares para dar cuenta de la persistencia de las organizaciones subversivas en el país. El punto es que, con base en las experiencias de otras sociedades y de otras épocas, se podría pensar que la causalidad es en la otra vía: el accionar prolongado de los actores violentos exitosos puede llegar a ser un factor determinante del deterioro de las costumbres y los hábitos ciudadanos, por un lado, y de la evolución de la criminalidad, por el otro.
En la teoría de Elias hay un elemento evolutivo  importante, que tiene que ver con la progresiva adaptación de los individuos al entorno predominante. En la Europa medieval la cortesía y la pacificación de los hábitos se fueron fortaleciendo mientras constituían rasgos que facilitaban el ascenso social. Se imitaba a la elite. Este proceso fue pacificador en la medida en que las elites fueron  reduciendo su recurso a la violencia. En la misma línea de argumentación, si existe una elite violenta, o si los violentos se transforman en elites, es probable que el proceso de cambio social se oriente hacia un mayor uso de la violencia. Mientras que la violencia sea un mecanismo exitoso de acumulación de riqueza o de poder, tiene buenas posibilidades de ser imitado por los más emprendedores, y perpetuarse.


[1] " Comisión de Estudios sobre la violencia (1995) presentación a la 4a Edición

[2]  ver Vanberg (1994).
[3]  Cita de Jean-Claude Chesnais, Histoire de la Violence, Paris, Editions Robert Laffont, 1981. Comisión de Estudios sobre la Violencia (1995). Presentación
[4] Comisión de Estudios sobre la Violencia (1995) pag 87
[5] Comisión de Estudios sobre la Violencia (1995).  Pag 89
[6]  ibid, pag 18
[7]  ibid, pag 27.
[8] ver al respecto, por ejemplo, las estadísticas judiciales del DANE. 
[9]  Comisión de Estudios sobre la Violencia (1995) pag 217
[10] Comisión de Estudios sobre la Violencia (1995) pag 67.
[11]  Presidencia de la República (1993) pag 15
[12]  Alcaldía Mayor de Bogotá (1997) "Seguridad y Convivencia - Dos años y tres meses de desarrollo de una política integral" Bogotá, pag 7
[13] Comisión de Estudios sobre la Violencia (1995) pag 217
[14] Por accidente de tránsito, arma de fuego, arma cortopunzante y "otras" (asfixia, estrangulamiento)
[15] La información,  a nivel de departamentos y para 1996, está basada  en los reportes de los familiares de las víctimas a los médicos legistas. Se consultaron directamente archivos magnéticos suministrados por Medicina Legal. Se agradece la colaboración de Andrés Fernández, Michel Formisano, Germán Pineda y de los funcionarios de Medicina Legal en Bogotá. Estos datos por departamentos no incluyen a Bogotá.
[16] Se agruparon las bajo este rubro las causales de riñas, intolerancia social, violencia conyugal, infantil e intrafamiliar.
[17] Comisión de Estudios sobre la violencia (1995) pag 18
[18] Clinard  & Abbot (1973) "Crime in Developing Countries : A comparative perspective" NY citados por  Rogers(1989). Traducción propia.
[19]  Es así como a raiz del Sexto Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Crimen se publican los "Guiding principles for Crime Prevention and Criminal Justice in the Context of Development and a New   International Economic Order" - Zvekic (1990)
[20]  Carranza (1990)
[21] Carranza (1990)
[22]  Carranza(1990)
[23] Del Olmo Rosa (1988) "La Cara Oculta de la Droga" Temis Bogotá
[24] En el trabajo criminológico de Carranza (1990), por ejemplo, ni siquiera se menciona el homicidio dentro de las categorías de crímenes relevantes para América Latina .
[25]  Pizarro (1996)
[26]  Velásquez (1995)
[27] Arenas (1989)
[28] Martínez (1996)
[29]  Bonivento J A (1994) "Justicia y Sociedad" Mimeo- Bogotá
[30]  Policía Nacional (1996). Revista Criminalidad, pág 25. Citado por Ospina, Perdo Nel  (1997) “La Policía y la Criminalidad” en Revista Estrategia, Julio.
[31]  DNP (1998) pag 3.
[32]" Comunicado de los Extraditables - Enero de 1990 - Citado por Cañón (1994)
[33]  Cañón (1994)
[34] Escrito de Escobar de 1990 citado por Cañón (1994)
[35]  Salazar y Jaramillo (1992)
[36] Entrevista con Carlos Castaño. Cambio 16,  No 235, Diciembre 15 de 1997
[37]La paz sólo la haremos los que libramos la guerra”. Entrevista con Carlos Castaño. El País. Octubre 16 de 1998.
[38]  Actas de la Comisión Redactora de 1933 - Cancino (1988)
[39] Los indicadores de pobreza, tomados del Censo de Población, son para 1993.
[40] Sarmiento et al (1998)
[41] Sarmiento (1998) pag 41.
[42]  Salazar y Jaramillo (1992) pag 137
[43]  Testimonio de un jefe de banda de Medellín reportado por Salazar y Jaramillo (1992) pag 135
[44]  Testimonios de un secuestrado y un secuestrador reportados  por Varios Autores (1994)
[45]  Testimonio reportado por Varios Autores (1994) 
[46]  González(1993)
[47] Testimonio de un guerrillero reinsertado .Varios Autores (1994)
[48]  Varios Autores (1994)
[49] Sobre este aspecto se hará un análisis más detallado en un capítulo posterior.
[50] ver Coleman (1990) o Putnam (1994)
[51] Putnam R (1993) y Fukuyama(1995)
[52] Patrinos (1995)
[53] Salazar y Jaramillo (1992)
[54] Salazar y Jaramillo (1992)
[55]. Un círculo Vicioso - Salazar (1994)
[56]  Un círculo Vicioso - Salazar (1994)
[57]   Salazar y Jaramillo (1992) pag 129
[58]  El Crucero - Salazar (1994)
[59] Salazar y Jaramillo (1992)
[60]  Molano (1994)
[61]  Entrevistas a Pablo Escobar en Castro (1996)
[62]  Castro (1996)
[63]  Ver la historia de Fidel Castaño en "Rambo" Revista Semana Abril 24/90.
[64]  Sánchez y Meertens (1983)
[65] Revista Semana, 2 de Junio de 1959 - Citado por Sánchez y Meertens (1983).
[66]  El Crucero - Salazar (1994)
[67]  Testimonio de un joven de 17 años, habitante de Ciudad Bolívar en Bogotá, reportado por Alape (1995)
[68] El Crucero - Salazar (1994)
[69]  Salazar (1994)
[70]  Orozco [1992] pag 37
[71] Hobsbawm [1991] pag 63.
[72] Ver Pizarro [1996]
[73] Ibid, pag 42.
[74] Comisión de Estudios sobre la Violencia [1995] pag 71
[75] Entrevista con Horacio Serpa, Consejero de Paz, La prensa 16 de Febrero de 1992.  Ver también Orozco [1992] pag 19.
[76] Orozco [1992] pág 37.
[77] Orozco [1992] pag 37.
[78]  Ibid. pag 37-38
[79]  Comisión de Estudios sobre la Violencia [1995] pag 51.
[80]  Orozco [1992].
[81]  Ibid. Pag 86.
[82] Guzmán [1991] pag 59. 
[83]  ver por ejemplo los trabajos citados en Nemogá [1996]
[84] Ver Cuéllar María Mercedes [1997]. Valores, Instituciones y Capital Social. Resultados preliminares publicados en la Revista Estrategia # 268.
[85] Ver por ejemplo Tanry y Farrington [1995], pág 249.
[86] Orozco [1992] pág 43.
[87] Ver Mark Moore, "Public Health and Criminal Justice Approaches to Prevention" en Tanry y Farrington [1995].
[88] Correa [1997] pág 66.
[89] Ver al respecto Tommasi y Ierulli [1995 o Coleman [1990].
[90] Ver Orozco [1992] o Comisión de Estudios sobre la Violencia [1995].
[91] Ver El Tiempo, Agosto 31 de 1997, pág 6A.
[92] Medina [1996] pág 27.
[93] Molano [1996] págs  128, 169 y  172. 
[94] Correa [1997] pags 135 y 136.
[95] Medina [1996] pág 177.
[96] Jerrold Post "Terrorist psycho-logic : Terrorist behavior as a product of psychological forces" en Reich [1990]. 
[97] Post, op cit..
[98] Medina [1996] pág 183
[99] Janis, I. Victims of Groupthinking,  citado por Post en Reich [1990].
[100]  Ver por ejemplo Corporación Región [1997].
[101] Ver al respecto Pizarro [1992].
[102]  Correa [1997]
[103]  Pizarro [1991] pág 395.
[104]  Molano [1996] pág 72.
[105] Ibid, pág 118.
[106]  Ver Medina [1996].
[107]  Medina [1996], pág 102. 
[108]  Ibid. pág 53.
[109]  Ver por ejemplo Peña [1997].
[110] Peñate [1998]
[111]  Carlos Medina. Violencia y Lucha Armada. Citado por Peñate [1998].
[112]  Medina [1996] pág 103.
[113] Ver por ejemplo Shavell, Steven. "An economic analysis of threats and their illegality : blackmail, extortion, and robbery". University of Pennsylvania Law Review, Vol 141, 1993
[114] Medina [1996]. pag 236.
[115] Ibid. págs 68 y pag 90
[116] Ibid. pag 31.
[117] Ibid. pag 91.
[118] Ibid. pag 94.
[119] Ibid. pag 120
[120] Ibid. pag 133.
[121] Ibid. pag 89
[122] Ibid. pag 103
[123] Ver Peñate [1998].
[124] Medina [1996]. pag 215.
[125] Molano [1997].
[126] Ver "De la Guerrilla al Senado", prólogo de Francisco Santos al libro de León Valencia, publicado en las Lecturas Dominicales del Tiempo. Febrero 1 de 1998.
[127] Ver Corral, Hernando "Narcoguerrilla, mito o realidad ?" Lecturas Dominicales, El Tiempo, Febrero 1 de 1998.
[128] Bejarano et. al. [1997] pág 50.
[129] Medina [1996] pág 130.
[130] Ibid. págs 115 y 132.
[131] Ibid. pág 215.
[132]  Medina [1996] pág 149..
[133] Molano [1996]. pág 178
[134] Ver Langbein, Torture and the law of Proof, citado por Garland [1990], pág 158.
[135]  Ver El Tiempo, Septiembre 24 de 1997, pág 6A.
[136] La Prensa, Abril 4 de 1993. pág 25. 
[137]  Medina [1996] pág 102.
[138]  Ibid. pág 54.
[139]  La Prensa, Mayo 26 de 1992, pág 8.
[140] Ver El Tiempo, Agosto 2 de 1997.
[141] Ver al respecto las referencias de Peñate [1998] a sus trabajos anteriores y Bejarano et.al [1997] pág 50.
[142]  Ver "Atentados por contrato al oleoducto ?" El Tiempo, Noviembre 26 de 1997.
[143] Molano [1996] pág 188.
[144] Orozco [1992], pág 45.
[145]  Molano [1996] pág 148
[146]  Actas de la Comisión Redactora de 1933 - Cancino [1988]
[147]  Ibid
[148] Artículo 461 CP de 1873
[149] Art 587 CP 1873
[150]  Actas de la Comisión de 1923 - Cancino [1988]
[151]  Ibid
[152]  Declaraciones del Dr Lozano - Actas Comisión Redactora de 1933 - Cancino (1988)
[153]  Acta No 182 Comisión redactora de 1933 - Cancino (1988)
[155] Ver Aponte [1995]
[156] Definida por el número de calificaciones que se proferían anualmente
[157]  Ver al respecto el trabajo de Gabriel Nemogá
[158]  Artículo 347 del Dec 050/87
[159] Saiz [1997]
[160] Ver por ejemplo los trabajos de Paz Pública, Programa de Estudios sobre Seguridad, Justicia y Violencia, de la Universidad de los Andes.
[161] Ver Elías [1994], o Fletcher [1997]. Para una síntesis del debate entre las dos teorías, con referencia a los casos de distintas comunidades europeas, ver Johnson y Monkkonen [1996]. 
[162] Ver los distintos artículos en Johnson y Monkkonen [1996].
[163] Spierenburg [1996] págs 70 y 71. Traducción propia.
[164] Spierenburg [1996] pág 71. Traducción propia
[165]  Radbruch y Gwinner [1955] pág 42.
[166] Hanawalt, Barbara (1979), Crime and Conflit in English Communities, 1300-1348. Cambridge, Mass. citado por Cohen [1996].
[167] Cohen [1996] pág 110. Traducción propia
[168] Osterberg [1996] pág 41.
[169] Ver análisis  regionales sobre el Líbano, Kurdistan, Afghanistan, Bosnia, Liberia, Mozambique y Perú en Jean y  Rufin [1996].
[170] Ver Cruz, José Miguel (Coordinador) (1997). "La Violencia en El Salvador en los Noventa". Proyecto Red de Centros de Investigación. BID. Versión Preliminar. San Salvador: Instituto Universitario de Opinión Pública.
[171] Cohen [1996] pág 121. Traducción propia
[172]  Spierenbrug [1996] pág 94. Traducción propia.
[173] Ver por ejemplo, Clavijo Sergio (1994) "Desempeño de los indicadores sociales en Colombia" en Coyuntura Social  Nº 11 Nov.
[174] Camacho y Guzmán [1990], pag 58.
[175] Jimeno y Roldán (1997)
[176] EL Espinal, Tolima. Ver Jimeno y Roldán (1998).