Los costos de la violencia. Una crítica al enfoque económico


Por Mauricio Rubio *

En este documento se hacen algunas anotaciones y reflexiones alrededor del tema de los costos de la violencia, tema que ha ganado importancia como elemento de soporte al diseño de intervenciones en materia de violencia en América Latina.
El texto está dividido en dos secciones. En la primera se hace un balance del estado actual del debate basado en un conjunto de estudios realizados por la Red de Centros de Investigación del BID [1]  y  en la experiencia colombiana, en dónde la literatura sobre el tema es ya considerable [2].  En la segunda sección se hacen algunas sugerencias para avanzar en la tarea de conocer la magnitud de la violencia, requisito indispensable para el diagnóstico del fenómeno y para que tenga algún sentido el cálculo de sus costos.

1      – ESTADO ACTUAL DEL DEBATE
1.1 – Dimensión: la información disponible es insuficiente
Uno de los elementos más recurrentes en los trabajos disponibles sobre violencia es la alusión que se hace en ellos a la precariedad de la información con que se cuenta. Aún para cuestiones que en principio no deberían presentar problemas serios de medición, como la violencia homicida, son frecuentes las referencias al sub-registro, a la incompatibilidad de las cifras de distintas fuentes, o a la imposibilidad de contar con una serie suficientemente larga para un análisis a lo largo del tiempo.
En la Gráfica 1 se muestra, como un primer ejemplo en ese sentido, la serie de homicidios en Lima Metropolitana entre 1985 y 1995 según dos fuentes oficiales, el Ministerio de Salud (MINSA) y la Policía Nacional del Perú (PNP).

Gráfica 1

 
De esta Gráfica vale la pena destacar, en primer lugar, el fuerte incremento de la cifra de homicidios de la Policía en el año 1992, período para el cual se quintuplica con relación al año inmediatamente anterior. Este extraño aumento se explica por el hecho que hasta 1991 la información registrada por la policía peruana correspondía a las casos que se investigaban y no al total de denuncias puestas por los ciudadanos. También sorprende que la cifra del Ministerio de Salud, que en principio debería ser independiente de los procesos de investigación judicial, tenga una tendencia similar, aunque su nivel sea muy inferior, a la de la Policía antes del año 1992.  La diferencia entre las dos fuentes es tal que de acuerdo con los datos del MINSA, en Lima Metropolitana, con el 30% de la población peruana, ocurrían tan sólo el 18% de las muertes violentas del país. Por el contrario, según la policía, entre 1992 y 1995, en la capital ocurrieron cerca del 70% de los homicidios.
Como segundo ejemplo se presenta, en la Gráfica 2, la serie del sub-registro estimado de los homicidios ocurridos en el Area Metropolitana de Caracas entre 1990 y 1996. La estimación se basa en la comparación de los datos de la División de Medicina Legal con las estadísticas oficiales de muertes violentas [3]. Con excepción del año 1996, en todos los períodos el sub-registro fué cercano al 30%.





Gráfica 2
Aún en un lugar con una baja tasa de homicidios [4] y buena calidad de las cifras oficiales, como ciudad de México, un estudio detallado de los  certificados de defunción de las muertes relacionadas con lesiones accidentales e intencionales que se presentaron en 1995 en el Distrito Federal arrojó un faltante del 25% en los homicidios registrados por los médicos legistas.
Si el problema de calidad de las cifras se presenta en ciudades capitales, que sufren  niveles de violencia que se pueden considerar leves, no es difícil pensar lo que puede estar ocurriendo en lugares apartados, con altos niveles de conflicto, violencia o criminalidad.
Para Colombia, aunque no existen inconsistencias serias entre los datos de homicidios de la Policía y los de Medicina Legal, se ha estimado en cerca del 18% el sub-registro en el total de defunciones y en la actualidad se perciben diversos síntomas de fallas en la contabilidad de las muertes en los lugares rurales en dónde el conflicto se ha intensificado.
En El Salvador, de acuerdo con los datos de la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples (EHPM), que concuerdan con estimativos basados en los censos de población, el sub-registro de las muertes violentas por parte la Fiscalía General de la República rondaría el 50%. El Instituto de Medicina Legal dispone de registros únicamente del área urbana de la capital, San Salvador, que  se piensa  es la localidad menos violenta del país.
El homicidio ha sido ampliamente reconocido no sólo como el incidente criminal más grave sino como aquel para el cual las estadísticas son más confiables [5]. Además, es probablemente la única conducta criminal homogénea, que permite comparaciones regionales e intertemporales. Desde el punto de vista de su registro, el homicidio presenta algunas peculiaridades que ayudan a explicar la credibilidad que se le otorga a tales estadísticas. Es uno de los pocos incidentes criminales que despierta el interés de varias agencias gubernamentales, adicionales a los organismos de seguridad y justicia. Por otro lado, se trata de una conducta particularmente costosa de ocultar. Además, como para cualquier otra defunción, su no reporte acarrea inconvenientes legales  de distinto tipo para los familiares de la víctima.
Teniendo en cuenta las consideraciones anteriores, y la evidencia acerca de los problemas de confiabilidad de la información que con relación a este incidente aún se presentan en América Latina, no es aventurado plantear serias inquietudes con relación al cubrimiento, o a la calidad, de los datos sobre otro tipo de manifestaciones del crimen o de la violencia.
El primer problema con relación a las cifras de incidentes criminales, de agresión o de violencia al interior del hogar es que, a diferencia de los homicidios, no todos ellos llegan a conocimiento de las autoridades. Para que un ataque personal o un delito quede oficialmente registrado se requiere que la víctima, o un tercero afectado, acuda a las autoridades para poner la respectiva denuncia. Los datos disponibles muestran que, en América Latina, la proporción de incidentes que se denuncian varía entre el 15% y el 30%. Este porcentaje depende, entre muchos otros factores, de la naturaleza del incidente y del lugar en dónde ocurrió. 
Para aquellos sitios en dónde se dispone de encuestas de victimización se puede comparar esta información con las cifras oficiales de criminalidad. Se encuentran grandes discrepancias. En la Gráfica 3 se muestra, para Colombia, la comparación entre el número de delitos denunciados registrado por la Policía Nacional y el  que se deriva de las tres encuestas de criminalidad realizadas desde 1985.





Gráfica 3
Se deduce que las cifras oficiales de delitos no reflejan, ni en magnitud ni en tendencia, lo reportado por los hogares [6].
En Venezuela, para citar otro ejemplo, una encuesta de victimización realizada en el área metropolitana de Caracas arroja, para los robos, una tasa de 17.000 incidentes por cada cien mil habitantes. De estos casos, según los encuestados, un 31% fueron puestos en conocimiento de las autoridades, lo cual daría, en principio, un poco más de 5.000 denuncias por cada 100 mil habitantes. Esta cifra es más de diez y seis veces superior a la que aparece en las estadísticas policiales: 300 casos por 100 mil habitantes. Para El Salvador, se encuentra que los datos de la Policía o la Fiscalía no alcanzan ni siquiera la cuarta parte del número de denuncias que, por robo a mano armada, se puede calcular a partir de una encuesta de realizada en 1996 [7]. En ciudad de México, las estadísticas oficiales reportan que se comete al año un delito por cada 33 habitantes mientras las encuestas de criminalidad muestran que la cifra es del orden de un delito por cada 2 habitantes.
Para Colombia, el origen de este sub-registro se ha explicado a partir de la progresiva contaminación de las estadísticas policiales con el mal desempeño del sistema penal de justicia. Progresivamente, aquellos delitos para los cuales no se ha identificado al infractor empezaron a perder importancia y fueron desapareciendo de las estadísticas.
Un grave problema con las estadísticas de criminalidad y violencia es que su calidad parece ser inversamente proporcional a los niveles del fenómeno que pretenden medir. En efecto, para la violencia homicida, hay bastante evidencia acerca de cómo, en aquellos sitios en dónde ésta se vuelve explosiva, la confiabilidad de los datos es menor. En Colombia, por ejemplo, los reportes periodísticos de las masacres que ocurren en las zonas de mayor conflicto empiezan a dejar serias dudas acerca del número preciso de muertes ocurridas. En el mismo sentido apuntan las exhumaciones y los hallazgos de fosas comunes que se han hecho recientemente en Guatemala.
Si la desinformación existe para algo tan elemental como el conteo de las muertes violentas, no es difícil imaginar la desinformación y el misterio alrededor de las circunstancias, o los autores, de los homicidios. Los datos disponibles para Colombia muestran cómo, aún en los reportes de los médicos legistas, la ignorancia alrededor de las muertes violentas es directamente proporcional a la gravedad de la situación. En efecto, y como se puede observar en la Gráfica 4, mientras que en los departamentos con tasas de homicidio inferiores a 40 homicidios por cien mil habitantes (pcmh) se conocen las causales en dos de cada tres de los casos, en los departamentos más violentos, con tasas superiores a 80 hpcmh -y en dónde ocurren la mitad de los homicidios colombianos- esta proporción baja a la mitad. En los lugares con niveles críticos de violencia hay una completa ignorancia alrededor de cerca del 80% de los homicidios [8].
Gráfica 4

Un segundo denominador común de los trabajos disponibles sobre costos de la violencia es la escasa referencia a la medición de la incidencia de la violencia no criminal: las peleas, las riñas callejeras, o el maltrato al interior del hogar. Paradójicamente, una de las áreas de la violencia que está recibiendo mayor atención en términos de diagnóstico y de intervenciones es precisamente aquella sobre la cual se dispone de un menor acervo de información cuantitativa. Lo que sugieren los pocos datos disponibles, es que se trata de un fenómeno independiente -y muy distinto, tanto en dinámica como en la naturaleza de los agresores- de la violencia criminal.

En la Gráfica 5 se muestra, para Venezuela, la evolución de los homicidios y de las lesiones, tal vez el único indicador disponible sobre evolución de la violencia interpersonal. Se aprecia claramente que se trata de dos fenómenos poco relacionados. El marcado incremento en los homicidios a partir del año 92 no tuvo correspondencia en términos de las lesiones, que permanecieron constantes y luego descendieron.
Gráfica 5

 Para Colombia, la comparación de las cifras de homicidios y de lesiones personales durante los últimos treinta años es aún mas reveladora en cuanto a la independencia entre estos dos fenómenos. Como se observa en la Gráfica 6, es justamente cuando empieza a hacerse epidémica la violencia homicida, a principios de la década pasada, que empiezan a bajar, en forma sostenida, las tasas de lesiones personales.












Gráfica 6

De haber sido la violencia interpersonal, la de las riñas, la que se hizo explosiva en Colombia a partir de los ochenta, se esperaría que hubiera tenido como impacto más notable un aumento en la incidencia de las denuncias por lesiones personales. Los datos disponibles de las encuestas de victimización para las ciudades colombianas en 1995 tienden a corroborar la idea de una relativa independencia entre los homicidios y la violencia inter-personal no fatal.
Por otro lado, y de acuerdo con una comparación internacional [9] la incidencia de violencia contra las mujeres colombianas en el hogar sería una de las más bajas del continente: 20%, contra 30% en Antigua y Barbados, 54% en Costa Rica, 60% en Ecuador 49% en Guatemala y 57% en México. Así, paradójicamente, uno de los países con mayor violencia homicida en el continente presentaría simultáneamente una de las tasas más bajas de violencia en el  hogar.
Lo que estos datos reflejan es que el énfasis que ha recibido la violencia interpersonal y al interior de la familia se explicaría más por el creciente interés en estos fenómenos que por un aumento en su incidencia. Hasta el momento, la mayor magnitud del problema no ha sido corroborada con los datos.
Otro punto que se puede sugerir a partir de las consideraciones anteriores es que el grueso del "problema de violencia" que enfrenta América Latina en la actualidad tiene que ver con un incremento en la incidencia de las conductas criminales. Varios tipos de evidencia tienden a apoyar esta afirmación.
Está en primer lugar la creciente sensación de inseguridad que en todo el continente manifiestan los ciudadanos en las encuestas de opinión pública. Resulta difícil de asimilar el argumento que la mayor inseguridad se origina precisamente en aquellos incidentes que los ciudadanos están menos dispuestos a divulgar o poner en conocimiento de las autoridades. Está en segundo término la impresión que, a pesar de las limitaciones ya señaladas, surge de la información disponible: el crimen está aumentando en América Latina [10]. Se puede mencionar en tercer lugar el hecho que, a diferencia de otros continentes, el crimen latinoamericano es particularmente violento: mientras que, por ejemplo, en Colombia o México cerca de la mitad de los ataques a la propiedad se hacen con recurso a la violencia en Francia tal fracción apenas alcanza el 3%. Está por último el hecho que los incrementos más notorios en la manifestación extrema de violencia, los homicidios, generalmente parecen estar relacionados con la proliferación o consolidación de actividades criminales.
Para Colombia -a pesar de una larga tradición de apego a un extraño diagnóstico según el cual en el país dónde surgieron los principales carteles de la droga, y con las guerrillas más antiguas del continente, el aumento de la violencia se explicaba por problemas de intolerancia entre los ciudadanos- es cada vez más clara la evidencia que permite asociar las muertes violentas con conductas criminales. En ciudad de México  el incremento de la violencia homicida entre 1990 y 1995 estuvo bastante asociado con una mayor incidencia de los asaltos a mano armada. Las muertes atribuibles  a las riñas permanecieron prácticamente constantes.

1.2  – Los costos de la violencia
A pesar de que está haciendo carrera en el continente el cálculo de los costos de la violencia como herramienta de soporte para el diseño de intervenciones en materia de violencia, son varias las limitaciones que presenta en la actualidad tal enfoque.
Está en primer lugar el problema, ya señalado, de las deficiencias en la medición del fenómeno para el cual se pretenden calcular los costos. Una condición básica para pretender hacer comparaciones, en el tiempo o entre regiones, de los costos de un fenómeno es el poder hacer referencia, en alguna medida, a los costos unitarios. Si el término violencia se está aplicando en realidad a varios fenómenos con características, incidencias y actores muy diferentes no hace falta profundizar en el limitado alcance que tendría un esfuerzo por comparar los costos globales de algo tan heterogéneo en magnitud y composición.
Un punto que llama la atención en los trabajos disponibles sobre costos de la violencia es el énfasis que se le ha dado al cálculo de la carga financiera que está imponiendo sobre los hogares y el sistema de salud la atención médica de las víctimas. En América Latina este es probablemente el sector para el cual tanto la elaboración de un metodología detallada de contabilidad de costos [11] como la realización de estudios de caso están más adelantadas.  Algunos datos disponibles muestran que la importancia que ha recibido el sector salud no guarda proporción con la relevancia de dicho sector dentro de los estimativos del impacto global.
Para Colombia,  por ejemplo, se ha calculado que los gastos del sistema de salud en la atención de los lesionados son del orden del 1% de los costos totales de la violencia [12]. Lo anterior no parece ser característico de una sociedad con niveles explosivos de violencia: una cifra muy similar, cercana al 1% de los costos totales, se obtuvo en un pormenorizado estudio de costos realizado en Ciudad de México. Es posible que este sesgo en el diagnóstico de los costos sea simplemente el resultado del creciente interés de los profesionales de la salud pública por el tema de la violencia.
En abierto contraste con lo anterior, los cálculos de los costos unitarios y detallados de los sectores universalmente asociados con el crimen y la violencia -como el sistema penitenciario, los juzgados penales, la policía o los militares- son prácticamente inexistentes [13].
Aún más, el análisis sistemático sobre la evolución del gasto militar y el de la rama judicial es todavía incipiente. En Colombia, la metodología de estos esfuerzos es aún muy elemental y entra en la línea de análisis clásicos de presupuesto, que buscan detectar tendencias y relaciones básicas con ciertas variables agregadas. Parecería que estos trabajos enfrentan serios problemas de acceso a la información, que pueden estar reflejando la gran desconfianza que existe, entre los militares, hacia cualquier observador externo. El análisis comparativo de los gastos militares y de justicia, aún teniendo en cuenta que se basa en cifras monetarias derivadas del presupuesto, presenta dificultades derivadas del hecho que, ni siquiera a nivel conceptual, hay un acuerdo sobre lo que constituye el producto, el "output", de tales agencias.
La alusión a los gastos del sistema de salud, o en seguridad y justicia, recurrente en los trabajos sobre costos de la violencia, en alguna medida refleja la confusión que se presenta entre la relevancia de un costo y la facilidad con que se mide. La tendencia natural a concentrarse en la información ya disponible, o en la que se puede recolectar de manera fácil, ha hecho que se dejen de lado lo que para cualquier ciudadano que habita en un lugar asediado por la violencia parecerían ser sus principales costos: la sensación de inseguridad, el miedo, el terror y el deterioro en la calidad de vida.
Dentro de los estudios sobre violencia realizados por la Red de Centros del BID, sin lugar a dudas el más detallado y exhaustivo en materia de medición de los costos fue el que se hizo en Ciudad de  México. En este trabajo se avanzó en la línea, para algunos controvertible, de tratar de medir los costos intangibles de la violencia, indagando por la disponibilidad a pagar que manifestaban las víctimas por evitar, en el futuro, sufrir un incidente similar al que los había afectado. Corroborando la inquietud planteada anteriormente, en el sentido que los mayores costos de la violencia se estarían dando precisamente por las áreas de más difícil medición, en dicho trabajo se encuentra que el rubro de los intangibles sobrepasa, con creces, las demás categorías de los costos considerados, incluyendo el rubro de los "años de vida saludable perdidos".
Gráfica 7
En efecto, como se observa en la Gráfica 7, los intangibles -como el miedo, o las secuelas psicológicas- representan cerca del 60% de las pérdidas por ataques contra las personas reportadas por las víctimas encuestadas. A pesar de las críticas que se le pueden hacer a este enfoque, adoptado de la economía ambiental, parece claro, por la magnitud que muestran estas cifras, que es una línea de indagación sobre los costos de la violencia que vale la pena afinar y sofisticar.
La mayor paradoja en términos del cálculo de los costos de la violencia es que aquel componente de la violencia sobre el cual, a pesar de algunas limitaciones, se tiene un mayor conocimiento en términos de magnitud y evolución, la violencia homicida, es precisamente aquel incidente para el cual se tiene una menor idea sobre su verdadero impacto social. 
¿ Cual es el costo para la sociedad de una muerte violenta intencional ? Es difícil de aceptar la idea, que plantean la mayoría de los trabajos disponibles, que este costo está relacionado principalmente con los gastos en atención médica, o con el flujo de ingresos futuros que la víctima dejó de percibir. Tales consideraciones podrían tener sentido únicamente en el caso de la violencia accidental. Las repercusiones sociales de un homicidio criminal, o político, van normalmente mucho más allá del ámbito familiar de la víctima. Y como ya se mencionó, aún dentro de este ámbito limitado, los costos intangibles parecen ser los más considerables. De todas maneras, se trata claramente de costos privados, cuya simple sumatoria puede no guardar ninguna relación con los costos sociales.
Actualmente en Colombia, hay relativo consenso en el sentido que la violencia está poniendo en entredicho la viabilidad de la economía. El volumen de trabajos econométricos  que corroboran esta idea es ya considerable. Utilizando como indicador de violencia la tasa de homicidios se ha encontrado que sus altos niveles afectaron tanto la formación bruta de capital como la productividad de los factores [14]. Aunque de manera menos formalizada, pero no por eso menos relevante, se ha señalado cómo, en El Salvador la inversión privada se vio muy afectada por la violencia [15].  Estudios de corte transversal para explicar las diferencias de crecimiento entre países a nivel latinoamericano y en los cuales se incluye la tasa de homicidios como elemento explicativo tienden a confirmar estos resultados [16].  Lo que no se conoce aún es la manera cómo, a nivel micro, se está dando este efecto. Una de las posibles explicaciones sería a través de la emigración de los recursos productivos.
Tampoco se tiene mucha claridad acerca de que otros elementos puede estar captando, como "proxy", la tasa de homicidios. En Colombia, lo que muestran los trabajos sobre el impacto de esta tasa sobre algunos agregados macroeconómicos es que el efecto empezó a darse a principios de los años ochenta, cuando dicha variable no era aún un asunto que se conociera públicamente. La evolución de las muertes intencionales en Colombia muestra una estrecha asociación con algunas magnitudes observables, como el número de frentes guerrilleros y de combatientes activos y aún con algunos intangibles, como la infiltración del narcotráfico en varias esferas de la vida nacional, con los cuales sería, conceptualmente, bastante sencillo establecer vínculos con el deterioro de la actividad productiva, que explicaran esta relación negativa entre muertes violentas, inversión y productividad. 
Lo que también muestra la experiencia colombiana es que cuando se empieza a captar estadísticamente el impacto de la violencia sobre algunos de los agregados económicos puede ser ya demasiado tarde. Un efecto perceptible de la tasa de homicidios sobre los indicadores de desempeño económico se da tan sólo cuando se ha llegado a situaciones extremas de criminalidad o conflicto. Las preocupaciones de los académicos por la violencia van normalmente rezagadas uno o dos lustros con relación a las quejas de los empresarios, y al impacto real sobre la estructura económica. En Colombia, por ejemplo, las primeras voces de alerta de los economistas sobre los efectos adversos de las actividades criminales sobre el desempeño económico se dieron a finales de los ochenta, cuando ya estaban consolidados los principales carteles de la  droga y la situación de violencia era explosiva.

Las anotaciones anteriores invitan a pensar en la importancia de capitalizar las experiencias  ajenas. Si, como parece ser el caso en la actualidad, una de las principales justificaciones de los estudios sobre costos de la violencia es la de motivar a las autoridades económicas para que incluyan el tema de la violencia dentro de la agenda de sus preocupaciones, tal vez la vía más  adecuada para lograr este propósito puede ser la de  hacer referencia a aquellas sociedades, como Colombia, en las cuales la violencia ha puesto en entredicho la viabilidad del desarrollo.

La principal lección que se puede sacar de la experiencia colombiana reciente es que la violencia desbordada impone sobre la sociedad un impacto que va más allá de las consideraciones de la eficiencia del gasto dedicado a prevenirla, o aliviarla. La evidencia disponible  sugiere varios puntos acerca de este impacto. El primero es que no parece prudente ignorar algunos elementos -como la pérdida del monopolio de la coerción en cabeza del Estado, los efectos demográficos, los desplazamientos forzados de población, la emigración de recursos productivos, el debilitamiento de la justicia o la distorsión de las reglas del juego- que afectan la base misma de los procesos de intercambio y que, aunque  prácticamente incuantificables, merecen atención prioritaria. Segundo, que mediante el uso privado de la fuerza se puede dar, como se dio en Colombia en las últimas dos décadas, una colosal repartición de la riqueza y una enorme concentración de los recursos y del poder. Tercero, que el incremento de la violencia, junto con la falta de acciones públicas realistas y efectivas, pueden generar una progresiva privatización de bienes públicos por excelencia, como la seguridad y la justicia.  Por último, que fuera del impacto perceptible sobre el capital físico, el capital humano y el llamado capital social un efecto extremadamente difícil de medir pero no menos importante se puede dar a través de los costos de transacción y las oportunidades perdidas.

1.3           – ¿ Para qué los costos ?
Una de las contribuciones intelectuales más importantes de la disciplina económica al análisis de los fenómenos sociales ha sido el estudio de los costos, o sea la consideración sistemática de todas las oportunidades alternativas.  El concepto del costo de oportunidad  tiene dos componentes. Uno tiene que ver con la conveniencia de ir más allá de los pagos, o costos contables, como factores determinantes de las decisiones. El segundo, la consideración de todas las alternativas, hace énfasis en la conveniencia de adoptar una visión global de las relaciones y de sus posibles repercusiones en otras esferas. 
En términos del cálculo de los costos como herramienta de soporte para el diseño de las intervenciones se pueden distinguir dos instancias. La más elemental consiste en dar una señal de alarma sobre el impacto social de algún fenómeno, e indicar  la necesidad de acción pública. Esta instancia se basa por lo general en un inventario de los gastos, de las oportunidades perdidas y en la identificación de los sectores más afectados. No parece arriesgado  afirmar que el estado actual del debate en América Latina en materia de los costos de la violencia no se encuentra mucho más allá de este punto.
La segunda instancia, más sofisticada, es la relacionada con el análisis costo-beneficio de un conjunto de intervenciones alternativas. En principio, la comparación de los costos y los beneficios de las distintas intervenciones es una poderosa herramienta para lograr eficiencia en la asignación de recursos públicos. En el área del crimen y la violencia, la correcta utilización de esta metodología, la evaluación de proyectos, se enfrenta con  limitaciones, tanto de información como conceptuales, que la hacen prácticamente inaplicable.
En otra dimensión, el diseño de políticas relacionadas con el manejo de externalidades,  una sugerencia económica fundamental es la identificación del agente que genera tales externalidades para hacer, mediante intervenciones, que dicho agente internalice todos los costos de sus acciones y se vea incentivado a reducirlas. En América Latina, aún a nivel conceptual, se está lejos de una aproximación de este tipo. Con contadas excepciones, el crimen y la violencia se toman casi como desastres naturales, o misteriosas enfermedades, no sólo porque no se entiende bien su origen sino porque se supone implícitamente que no están beneficiando a nadie.  
En términos de la llamada teoría económica del crimen, cuya orientación actual se destaca por la aplicación del modelo de escogencia racional a las conductas criminales, vale la pena recordar que esta era una preocupación que se reconocía secundaria en el trabajo inicial de Gary Becker. El objetivo primordial de dicho trabajo era sugerir herramientas económicas para la asignación de los recursos estatales en la tarea de controlar el crimen. La idea esencial sigue siendo que tal asignación debe hacerse de acuerdo con los costos sociales que genera cada conducta criminal. 
En esa dirección, un área que está siendo ignorada por los actuales estudios sobre costos de la violencia es la relacionada con los costos implícitos en los códigos penales que, para cada sociedad, han establecido claras prioridades en términos de las conductas que se deben combatir, e incorporan una valoración implícita del daño social de cada una. Si se trata de comparar los costos relativos de, por ejemplo, un robo, un homicidio y un secuestro, para con base en esto sugerir prioridades de intervención parecería mucho más factible, realista, y eficiente, comparar las penas que la sociedad ha establecido para cada una de estas conductas punibles, en lugar de irse por la vía, tortuosa, de tratar de estimar unos costos, en los cuales el bulto a nivel social lo constituyen magnitudes intangibles, con base en una información tan precaria como la disponible actualmente sobre el crimen. Esta flagrante ignorancia por parte de los economistas de un problema que históricamente ha sido tratado y discutido por otras disciplinas ilustra bien una de las grandes limitaciones del “enfoque económico” en el tratamiento del tema de la violencia: el querer colonizarlo, como “empezando de cero”, sin tener en cuenta la tradición de su estudio.
Aun haciendo caso omiso de esta última observación, en la medición de los costos de la violencia subsisten serias dificultades. La primera de ellas es la dimensión distributiva del impacto del crimen, sobre la cual la economía tiene muy pocas sugerencias normativas. La segunda es la dificultad para valorar la vida humana, y establecer comparaciones y prioridades de intervención entre los atentados contra las personas, los ataques a la propiedad y los crímenes contra el Estado. La tercera tiene que ver con lo complicada que ha resultado la cuantificación del impacto social de actividades como el narcotráfico, la corrupción, la guerrilla o la actuación de otras organizaciones armadas. La última dificultad tiene que ver con la idea, errónea, de que el tamaño de la industria del crimen guarda una relación directa con las pérdidas sociales que tal actividad ocasiona. Esta noción está posiblemente basada en un supuesto muy discutible de Becker que plantea que las industrias ilegales son competitivas  y que por lo tanto lo que los criminales obtienen es equivalente a los recursos que invierten en el desarrollo de esas actividades y que se podrían dedicar a otros fines. Si se abandona este supuesto es fácil argumentar que lo que produce cualquier crimen constituye una pérdida únicamente para la víctima. Es un costo privado. Socialmente, son dos los efectos: una redistribución de la riqueza y, sobretodo, un debilitamiento de los derechos de propiedad que puede implicar, ese sí, unos costos sociales. Sin embargo, la magnitud de esos costos puede no guardar ninguna relación con el monto transferido.


2               – ALGUNAS SUGERENCIAS
Son varias las sugerencias que, con base en los elementos destacados en este ensayo se pueden hacer para acercarse a la magnitud del problema de la violencia y avanzar en su diagnóstico.

2.1– Para saber lo que pasa: medir, medir, medir, medir
2.1.1      – Medir: la incidencia y naturaleza de los crímenes
Algunas encuestas realizadas recientemente [17] muestran que, para los colombianos, la violencia se ha convertido, junto con el desempleo, en la principal preocupación. Diversos estudios, como ya se señaló, sugieren que la violencia está poniendo en peligro la viabilidad de la economía colombiana. Se trata, sin lugar a dudas, de un problema grave, cuya solución es prioritaria. Algo similar puede decirse acerca de varias ciudades y regiones de América Latina.
En abierto contraste con esta percepción acerca de la gravedad e importancia de la violencia son irrisorios los esfuerzos que se están haciendo en la actualidad para tratar de precisar la naturaleza, y medir la magnitud, de uno de los principales problemas que, en eso parece haber consenso, está agobiando a la región latinoamericana. Lo que se gasta actualmente en medir los precios, los medios de pago, las cuentas fiscales, la balanza de pagos, el empleo o las cuentas nacionales no guarda proporción, dada la trascendencia que le asignan los ciudadanos a los distintos problemas, con lo que se está gastando en medir el crimen y la violencia.
En este contexto, también resulta extraña la prioridad que está recibiendo la medición de los costos de un fenómeno tan deficientemente medido, y aún definido. En la mayoría de las áreas de las realidad social la secuencia, más lógica, fue la inversa: mucho antes de que se empezara a hablar de los costos de los problemas sociales, o económicos, como por ejemplo la inflación o el desempleo, el asunto de la medición de la magnitud del problema ya estaba resuelto. Así mismo, son innumerables la variables económicas, sociales o demográficas que están en la actualidad razonablemente bien medidas sin que siquiera se haya planteado la inquietud acerca de sus costos sociales. En el área del crimen y la violencia la situación actual en materia de medición es, sin lugar a dudas, deplorable. En buena parte de las regiones ni siquiera se sabe cuantos crímenes ocurren. En los pocos sitios en donde se ha emprendido la tarea de medir la criminalidad real, los problemas de agregación son monumentales. Como se dice coloquialmente, se siguen “sumando peras con manzanas”: en la llamada “tasa de criminalidad” entran con la misma ponderación unitaria el robo de un reloj, el de un vehículo de lujo, un secuestro y una riña en un bar.
Así, la recomendación que surge con mayor fuerza tiene que ver con la necesidad de mejorar la base de información sobre el crimen y la violencia, en todos los niveles. Parecería conveniente en primer término tecnificar y profesionalizar la labor de recopilación y sistematización de las estadísticas sobre crimen y violencia. También parece necesario moverse en la dirección de corregir los conflictos de intereses que existen, para los organismos de seguridad, entre la tarea de registrar los incidentes criminales, el desarrollo de los procesos judiciales y la evaluación de su desempeño: son evidentes en las cifras las interferencias perversas que se están dando en la actualidad entre la labor puramente estadística y la responsabilidad judicial de aclarar los crímenes y capturar a los agresores. En forma independiente de los procesos judiciales se debe mejorar la base de información sobre los delitos, los ataques personales, las víctimas, las circunstancias que rodean los incidentes y, sobretodo, sobre los agresores. Parece claro que los ciudadanos tienen valiosa información  sobre el crimen y la violencia, pero no la transmiten a las autoridades, entre otros factores, por los altos costos que implica la judicialización de los incidentes. El acopio de información también debe hacerse de manera focalizada, e involucrando mucho más a las comunidades y sectores afectados en términos de la percepción del problema, de sus orígenes, de sus efectos, y de las soluciones viables y realistas. Es en este contexto que vale la pena destacar la importancia de las encuestas de victimización.
Las encuestas de victimización, que para la mayoría de los incidentes constituyen la única fuente de información disponible sobre lo que realmente ocurre, presentan algunas características que vale la pena tener en cuenta. En primer lugar tales encuestas parecen ser útiles para las conductas delictivas y para las agresiones menos serias,  más frecuentes y con menor tendencia a ser puestas en conocimiento de las autoridades. Para los incidentes más graves, como los homicidios o los secuestros, estas encuestas presentan serios inconvenientes.  Una segunda característica de las encuestas que se han realizado hasta la fecha en América Latina es la de su naturaleza esencialmente urbana. La poca información disponible sugiere que la violencia y la inseguridad en algunos lugares están lejos de ser problemas exclusivos de las grandes urbes. Una tercera característica de la información de criminalidad basada en encuestas tiene que ver con que el reporte de incidentes es en extremo sensible a la forma como se hacen las preguntas. No es difícil argumentar, por ejemplo, que asuntos como el maltrato familiar o las lesiones personales quedan sub-representados cuando se trata de encuestas con énfasis en las acciones de la delincuencia. La última anotación que parece pertinente hacer sobre la medición de la criminalidad a través de las encuestas  es que, hasta el momento, se han dejado de lado los incidentes delictivos que afectan al sector empresarial y productivo  y, sobretodo, la corrupción estatal. 
Estas características de las encuestas de victimización  llevan de manera directa a ciertas recomendaciones. Parece urgente la realización de encuestas que abarquen tanto el sector rural como el urbano, en dónde se superen las limitaciones para saber la incidencia de la violencia doméstica o entre conocidos y que permitan comparaciones entre países. También resulta indispensable, sobretodo si se quiere avanzar en la medición de los costos de la violencia, realizar encuestas de victimización a las empresas. Se deben empezar a diseñar instrumentos orientados a medir la incidencia de la corrupción.
Con relación a esta base de información, parece indispensable avanzar en las líneas de combinar los distintos tipos de evidencia en los cuales está entrenada o especializada cada una de las  disciplinas actualmente involucradas en el estudio de la violencia. El diagnóstico debe partir de testimonios, estudios de caso e historias de vida pero no puede quedarse en esa etapa. Las intuiciones deben ser soportadas con la estadística, y con algo de teoría. El enfoque multidisciplinario que impone esta mezcla de metodologías sólo podrá tener éxito si cada disciplina abandona sus prejuicios y está dispuesta a discutir la pertinencia de sus teorías y de sus herramientas de trabajo.



2.1.2 – Medir: cuantos  son los criminales
Una de las características menos conocidas y estudiadas del crimen y la violencia en América Latina es la de la naturaleza, y el número, de los agresores. Algunas de las preguntas básicas alrededor del fenómeno criminal, que resultan vitales para el adecuado diseño de las políticas, siguen sin respuesta. No se sabe, por ejemplo, si la proliferación que se observa en el número de atentados criminales es un fenómeno ocasionado por muchos agresores que ocasionalmente delinquen o si se trata, en el otro extremo, de unos pocos criminales, exitosos y reincidentes, que agobian a la población.
Varias de las teoría, y de las intervenciones, en boga suponen implícitamente el primer escenario. Las explicaciones basadas en la existencia de un continuo entre la agresión rutinaria, o el maltrato familiar, y el delito,  así como las que consideran que la pobreza es “el caldo de cultivo” de la violencia están dando por descontado que los criminales son muchos: cualquier ciudadano conflictivo es un criminal en potencia, sobretodo cuando se trata de un individuo pobre.
Los trabajos de los economistas, que asimilan el costo social de un robo al valor de lo que se transfiere –bajo el supuesto que se trata de actividades competitivas, con una oferta infinita de mano de obra- o que consideran un “agente típico representativo” haciendo cálculos permanentes de los costos y beneficios de delinquir, están presumiendo también que todos los ciudadanos, y sobretodo aquellos con un bajo costo de oportunidad en el mercado laboral, son eventuales delincuentes.
Las políticas públicas más populares -aquellas orientadas a fortalecer el sistema educativo, combatir la pobreza, disminuir la desigualdad, fomentar la convivencia ciudadana, restringir el consumo de alcohol o reconstruir el tejido social- suponen implícitamente, puesto que los beneficiarios de las políticas son todos los ciudadanos, que el crimen y la violencia son como epidemias que afectan, en calidad de agresores, a toda la población.
Este escenario, desafortunadamente, no ha sido corroborado con los datos. Alguna evidencia disponible para Colombia [18] sugiere precisamente lo contrario: las actividades criminales estarían concentradas en muy pocos agentes. En el mismo sentido apunta la poca teoría existente sobre crimen organizado [19] y la experiencia de aquellos países que tienen información sobre reincidencia de los criminales [20].

2.1.3      – Medir: ¿ cual es la incidencia de la agresión no criminal ?
La confusión, recurrente, entre los problemas de agresión rutinaria entre los ciudadanos comunes -o el maltrato familiar- y los ataques criminales es uno de los factores que en mayor medida están contaminando actualmente tanto el diagnóstico de la violencia como el diseño de políticas orientadas a su control.
La confusión ha llegado al punto de permear el ámbito de las estadísticas. Erróneamente, se utilizan datos sobre una manifestación de la violencia para hacer generalizaciones a los otros tipos de violencia. La mezcla de una tendencia observable, el aumento en la tasa de homicidios, sumada a un prejuicio, que el grueso de las muertes violentas surgen de problemas de intolerancia, ha llevado a concluir, sin mayor evidencia, que los incidentes de agresión entre ciudadanos y el maltrato familiar se han intensificado. De allí se concluye, también apresuradamente, que tal aumento ayudaría a explicar el incremento en las tasas de criminalidad. Se ha construido toda una cadena de causalidades con poca teoría y aún menos evidencia.
Para empezar a desenredar esta maraña hay un primer paso que resulta inevitable: saber lo que está ocurriendo con la agresión no criminal. Indagar si ha aumentado o disminuido, si es mayor en los lugares con alta incidencia de muertes violentas que en las comunidades pacíficas. Investigar si hay alguna correspondencia entre las víctimas de agresión y, por ejemplo, las de atracos. Averiguar si el haber agredido a alguien contribuye a la probabilidad de convertirse en criminal. O si, por el contrario, los delincuentes son más propensos a agredir a sus familias, o a sus vecinos, que los ciudadanos que no han optado por las carreras criminales.
 

2.1.4      – Medir los costos sociales pertinentes. Y saber quien los genera
Como ya se ha señalado, existe en la actualidad en el área de la violencia una desafortunada tendencia a confundir la relevancia de un costo con la facilidad para calcularlo con  información que ya está recogida, o que le es más familiar a los analistas. No de otra manera se explica, por ejemplo, el énfasis que han recibido los costos que impone sobre el sector salud la atención de las víctimas de la violencia y que están mostrando ser insignificantes dentro del total de las pérdidas sociales. Si, como parece estar ocurriendo,  el grueso del problema de la violencia en América Latina tiene que ver con las muertes intencionales y los ataques criminales parece inapropiada la asociación que se está tratando de establecer entre la violencia y los gastos del sector salud, tanto a nivel privado como social. Resulta difícil de sostener que la cuenta hospitalaria pueda ocupar un lugar destacado dentro de la lista de preocupaciones de los familiares de la víctima de un homicidio, o de un atraco. O que la contabilidad detallada de los costos de la atención médica a las víctimas podrá dar luces para la adopción de políticas, o para la asignación de recursos públicos, en materia de prevención o control de la violencia [21].
El mayor vacío que existe en la actualidad en materia de medición de los costos de la violencia tiene que ver con la dificultad que, tanto a nivel conceptual como empírico, se enfrenta para rastrear las repercusiones que tienen los ataques criminales sobre las decisiones productivas de, aquí si, toda la población. La evidencia testimonial para Colombia muestra que la sola presencia de un actor armado -como la guerrilla, los paramilitares, las milicias, o las pandillas juveniles- en una localidad tiene repercusiones importantes en diferentes niveles de la actividad productiva en dicha localidad. Esfuerzos exploratorios realizados en Bogotá muestran que algunas decisiones económicas son sensibles, tanto al hecho de haber sido víctima de un ataque criminal, como a la percepción de inseguridad [22] y, por otro lado, que esta percepción de inseguridad es casi independiente del hecho de haber sido atacado por un delincuente [23].
El supuesto implícito en la mayoría de los trabajos disponibles, que los costos sociales de los ataques criminales guardan una relación con los montos transferidos, es simplemente una manera apresurada de socializar unos costos privados que, al parecer, guardan muy poca relación con el verdadero impacto social  del crimen.
El segundo gran vacío de la corriente actual de trabajos sobre costos de la violencia es la tendencia a ignorar por completo a los agresores, que son precisamente los agentes que están generando los costos sociales. La recomendación económica ante un problema de esta naturaleza -un agente que, con sus decisiones, se beneficia privadamente e impone sobre la sociedad unos costos que él no asume- es bastante directa: se debe identificar al agente que genera los costos e imponer sobre él unas restricciones o impuestos para que, de alguna manera, internalice los costos sociales y, mediante un nuevo cálculo de la rentabilidad de sus actividades perciba incentivos adecuados para reducirla. En el área del crimen esta línea de política va en la misma dirección de lo que las sociedades desarrolladas han encomendado a sus sistemas de justicia penal: identificar a los infractores y aplicarles las restricciones o impuestos, en este caso las penas, que la sociedad ha considerado deben recibir.
La confusión en este sentido es tal que algunas recomendaciones que se hacen en la actualidad son un total contra sentido en términos de los incentivos que conllevan. La lógica es la siguiente: se calculan unos “costos de la violencia”, se hace caso omiso de quien los está generando, se encuentra que son enormes y se le recomienda a la sociedad que, para evitarlos, se le debe dar una retribución económica, pagada por todos, a quien los genera [24].



2.2           – Para avanzar en el diagnóstico: superar los prejuicios
Un segundo conjunto de sugerencias se orienta a la necesidad de superar los prejuicios políticos y profesionales que todavía subsisten y contaminan los análisis de la violencia y por esta vía las intervenciones que se adoptan.
El primer prejuicio es el de la importancia de la violencia no criminal, la de las riñas, que tiende a difundir entre toda la ciudadanía la responsabilidad por los actos de violencia. Derivadas de este prejuicio son las medidas dirigidas al ciudadano promedio, como las restricciones a la venta de alcohol, o los controles a las armas que se portan legalmente. Toda la evidencia disponible señala que este es un escenario pertinente únicamente en aquellas sociedades con bajos niveles de violencia.
Un prejuicio recurrente, probablemente heredado de un axioma de la salud pública, es aquel según el cual es más eficiente prevenir que controlar. Aunque esta afirmación suena razonable, y puede ser cierta, parecería conveniente corroborarla, para las distintas dimensiones de la violencia. A priori, no parece muy convincente el argumento de que es más costoso detener y encarcelar a un homicida, evitando así varios homicidios que, con alta probabilidad, ese mismo individuo puede cometer en el futuro, que  educar a toda la población para prevenir ese mismo número de homicidios. La idea de que la violencia debe ser tratada como un problema de salud pública parece sugestiva para la violencia inter-personal o al interior del hogar, pero definitivamente no lo es para el crimen.
Un prejuicio también promovido por los salubristas y los economistas, y que simplemente reemplaza prejuicios anteriores, es el de la violencia criminal como una conducta susceptible de ser adoptada por cualquiera. Bajo el enfoque económico,  todos los ciudadanos pueden, en algún momento, y dependiendo de los beneficios y los costos, volverse criminales. Este prejuicio tiene claras implicaciones en términos de las intervenciones que se sugieren, que van orientadas a toda la población y que le restan importancia a intervenciones críticas como la identificación, captura y sanción de unos pocos criminales.
Uno de los prejuicios que más ha contaminado la discusión sobre la violencia con consideraciones ideológicas y que, al menos en Colombia, más ha restringido la capacidad estatal para enfrentarla, es el de la necesidad de distinguir entre el delito político y el mal llamado delito común. Basada en tipologías idealizadas propuestas a principios de siglo en sociedades con problemas reales de tiranía, se ha impuesto en América Latina la noción de que el delincuente político, el rebelde, merece un tratamiento distinto al de los demás infractores al régimen penal, ellos sí criminales. Para Colombia, la evidencia que permite establecer estrechas relaciones entre el conflicto armado, la delincuencia y la violencia homicida es cada vez más copiosa. Para El Salvador, los impresionantes niveles de delincuencia que se observan a partir de la firma de los acuerdos de paz sugieren también que el conflicto armado y el crimen no son dos fenómenos tan aislados e independientes como los teóricos de la rebelión pretenden. Para los salvadoreños, y como se puede apreciar en la Gráfica 8, parecerían ser simplemente dos denominaciones distintas de un mismo fenómeno subyacente de inseguridad ciudadana.
Gráfica 8
En conjunto, estos prejuicios han tenido como consecuencia más notoria el desvirtuar la función de los organismos de seguridad y del sistema penal de justicia en su tarea de combatir la violencia. Así, paradójicamente, una de las regiones del mundo más agobiadas por el crimen y la violencia, parece cada vez más alejada de las instancias universalmente asociadas con el manejo de este tipo de problemas.
En el fondo, lo que se observa actualmente en el estudio de la violencia en América Latina, es un activo proceso de competencia por colonizar este campo del conocimiento sobre la realidad social. Lamentablemente, las diferentes disciplinas están tratando de abordar el problema con las mismas herramientas teóricas, los mismos procedimientos, los mismos supuestos básicos de trabajo, casi la misma información y las mismas recetas de intervención pública con las que han analizado sus áreas tradicionales de estudio. Hay además, una mala percepción de las razones por las cuales las preguntas básicas alrededor del fenómeno del crimen y la violencia siguen sin respuesta. Con poca modestia, los nuevos analistas consideran que los antiguos enfoques no condujeron a soluciones satisfactorias por falta de formalización, o por malas concepciones teóricas y, consecuentemente, están tratando de construir una nueva disciplina, totalmente desvinculada de quienes tradicionalmente se han preocupado por estos fenómenos, como los juristas, los penalistas y los criminólogos. Si bien es cierto que los enfoques tradicionales deben ser debatidos, actualizados y sometidos al escrutinio de los datos no parece prudente ignorar por completo las reflexiones que a lo largo de varios siglos se han hecho sobre uno de los problemas más complejos y enigmáticos de la realidad social. Al fin y al cabo las instituciones que, en últimas, se comprenderá deben seguir siendo las responsables de controlar el crimen en América Latina se fueron forjando a partir de tales reflexiones, y no de sofisticadas evaluaciones beneficio-costo.

REFERENCIAS

Bobadilla, José Luis, Víctor Cárdenas, Bernardo Coutolenc, Rodrigo Guerrero y María Antonia Remenyi (1995)."Medición de los costos de la Violencia". OPS.

Cruz, José Miguel, Luis Armando González, Luis Ernesto Romano y Elvio Sisti (1997) "La violencia en El Salvador en los Noventa. Magnitud, costos y factores posibilitadores" Informe de Investigación presentado al BID- Red de Centros de Investigación. Instituto Universitario de Opinión Pública (IUOP) y Universidad Centroamericana José Simeón Cañas.

Fiorentini, Gianluca y Sam Peltzman (1995) Ed "The Economics of Organised Crime"  CPER and Cambridge U Press 1995

FMS (1997). "La Violencia en Ciudad de México: Análisis de la Magnitud y su repercusión económica. Informe de Investigación presentado al BID- Red de Centros de Investigación. Fundación Mexicana para la Salud. Centro de Economía y Salud.

IESA-LACSO (1997). "Magnitud de la violencia delictiva en Venezuela". Informe de Investigación presentado al BID- Red de Centros de Investigación.

Instituto Apoyo (1997). "La Violencia en el Perú. Dimensionamiento y Políticas de Control". Informe de Investigación presentado al BID- Red de Centros de Investigación.

ISER (1997). "Magnitude, custos economicos e políticas de controle da violencia no Rio de Janeiro". Informe de Investigación presentado al BID- Red de Centros de Investigación.

Rubio,  Mauricio (1995) "Crimen y Crecimiento en Colombia", Coyuntura Económica Vol XXV Nº 1

________________ (1997). "La Violencia en Colombia. Dimensionamiento y Políticas de Control". Informe de Investigación presentado al BID- Red de Centros de Investigación. CEDE-UNiversidad de los Andes. Bogotá

_____________(1997a).  "Los Costos de la Violencia en Colombia". Documento CEDE 97-07, Bogotá

______________ (1998) "Crimen con misterio. Lo que revelan las cifras de violencia y criminalidad en Colombia". Documento CEDE  98-11.

________________   (1998a) “Los Costos de la Violencia en Colombia. Estado actual del debate”. Informe presentado al Banco Mundial. Mimeo.


World Bank (1997). "Crime and Violence as Development Issues in Latin America and the Caribbean". Seminar on The Chalenge of Urban Criminal Violence".IABD. Rio de Janeiro March.



2             Investigador CEDE - Paz Pública, Universidad de los Andes, Bogotá. Investigador Visitante – Instituto Universitario de Derecho y Economía – Universidad Carlos III de Madrid.
Trabajo presentado en el "Foro sobre convivencia y seguridad ciudadana en el Istmo Centroamericano, Haití y República Dominicana ". San Salvador Junio 2-4 de 1998.
[1] Para Caracas, Cali, Colombia, El Salvador, Lima, Ciudad de México y Río de Janeiro. Los trabajos se llevaron a cabo entre Octubre de 1996 y Junio de 1997
[2]   Ver una revisión de la literatura colombiana  en Rubio (1998a).
[3] OCEI/CPTJ
[4] La tasa de homicidios en Ciudad de México es inferior a los 20 homicidios por cien mil habitantes.
[5] Ver por ejemplo Spierenburg [1996]  pags 63 a 105.
[6]  Conviene insistir que esta gráfica no muestra las diferencias entre delitos realmente ocurridos -la llamada criminalidad oculta- y los delitos denunciados: ambos datos se refieren al número de incidentes puestos en conocimiento de las autoridades.
[7] Estudio ACTIVA realizado por IUDOP.
[8] Es conveniente aclarar que este conocimiento sobre causales de los homicidios se deriva de la información de los registros de Medicina Legal y no de los procesos penales por homicidio, para los cuales la incertidumbre es aún mayor.
[9] World Bank [1997]
[10] Entre los múltiples reportes periodísticos sobre la creciente preocupación por el tema, ver por ejemplo "Continent of Fear. Crime has become Latin America's biggest problem" Newsweek, April 20, 1998.
[11] Ver por ejemplo Bobadilla et al [1995]
[12] Trujillo y Badel [1998]
[13] Para el estado de Río de Janeiro, la secretaría de justicia ha elaborado recientemente un diagnóstico de la situación carcelaria que incluye cifras sobre lo que cuesta mantener un prisionero. Julita Benguber (1998), presentación en el Seminario sobre Crimen y Economía en Río de Janeiro, Julio 27 y 28 de 1998. Las comparaciones en dicho trabajo se hacen con países europeos y con norteamerica.
[14] Ver una síntesis de los trabajos disponibles para Colombia en Rubio [1998a].
[15]  Cruz et al (1997)
[16]  Corbo [1996]
[17] Ver por ejemplo, Cuéllar, María Mercedes (1997) “Valores y capital social”, Bogotá: Corporación Porvenir, Universidad Externado de Colombia.
[18] Ver por ejemplo Rubio (1998)
[19]  Ver por ejemplo Fiorentini y Peltzman (1995)
[20]  Para Estados Unidos, por ejemplo, se reconoce que la función de “incapacitación” de la prisión es fundamental. Se sabe que muy pocos criminales cometen muchos crímenes y que, por ejemplo, el prisionero típico, en forma independiente de la infracción por la que fue encarcelado, que pudo ser leve, ha cometido, en promedio, durante el último año 15 crímenes graves. Steven Levitt (1998) presentación en el Seminario sobre Crimen y Economía en Río de Janeiro, Julio 27 y 28 de 1998.
[21]  No faltan quienes, sin mayor sustento empírico, lancen recomendaciones en ese sentido. Como la de darle mayores recursos al sector salud para atender prontamente la emergencias y reducir, por esta vía, la letalidad de las agresiones. Ver por ejemplo la presentación de Juan Luis Londoño ante la Asamblea Anual del BID en Cartagena de Indias en Marzo de 1998.
[22] En Bogotá, por ejemplo, un porcentaje importante de los ciudadanos (el 30.8%) manifiesta haber dejado de estudiar o trabajar a ciertas horas por razones de inseguridad. La probabilidad de tomar este tipo de decisión depende no sólo de haber sido víctima de un ataque sino, de manera más significativa de la valoración subjetiva de la posibilidad de un atraco frente a su casa o a su sitio de trabajo. CEDE-PAZ PUBLICA, proyecto de investigación en curso.
[23]   Y depende de cuestiones tan variadas como la edad de la persona, su posición dentro del espectro político derecha-izquierda, el ser propietario de la vivienda y la opinión que tiene sobre la policía.
[24] Los acuerdos que se están iniciando en Colombia entre representantes de la sociedad civil y las organizaciones guerrilleras, en particular el firmado en Alemania con el ELN, ofrecen un ejemplo de antología. Tal organización guerrillera pone como condición para dejarse de financiar mediante el secuestro de civiles el que se le consigan fuentes alternativas de recursos para continuar su lucha contra el Estado colombiano. Ver “El Acuerdo de Puerta del Cielo” El Tiempo, Julio 16 de 1998.