Los sospechosos secuestros de la delincuencia comun


Mauricio Rubio *

En las épocas iniciales del secuestro, con un alto componente político, se buscaba dentro de los varios objetivos de las acciones una dosis de propaganda para el grupo responsable. De hecho, varios secuestros notorios no fueron más que un mecanismo para obtener publicidad y acceso a los medios de información. En tales casos, la reivindicación de la autoría era un elemento esencial de cualquier plagio. Por otra parte, para que sean creíbles las amenazas inherentes a un esquema de extorsión y chantaje, y para que sea útil la reputación de una organización en cuanto a su capacidad de ejercer la violencia, también parece necesario, en principio, que los autores se atribuyan la responsabilidad de los respectivos incidentes. Estas consideraciones, sin embargo, no han sido siempre aplicables a Colombia, puesto que desde las épocas de gestación de la actividad, a principios de los setenta, se dieron incidentes con un alto grado de confusión en cuanto a sus autores, y en dónde la consolidación del secuestro se vio acompañada de una creciente opacidad, de una multiplicidad de eventuales autores, de una complejísima red de división de tareas entre distintas organizaciones y de asignaciones cruzadas de autoría, en el sentido que el grupo responsable busca hacer aparecer un determinado incidente como promovido por otra organización. Al respecto, y limitándose a los casos más protuberantes, se puede mencionar el del cónsul de Suiza en Cali, en 1969, inicialmente atribuido a las FARC y posteriormente a los Rodríguez Orejuela, el de Diego Echavarría en Medellín en 1971, en el cual habría participado Pablo Escobar, y el de Gloria Lara de Echeverri que persistió siempre como un misterio.

A pesar de las observaciones anteriores, en Colombia ha sido tradicional la publicación de estadísticas de secuestro con adjudicación de autoría, sin que sea claro cuales son los procedimientos que se han utilizado para discriminar los plagios de una u otra organización y, sobre todo, sin que se haya hecho un análisis de consistencia de la información disponible. Tal es el vacío que se pretende llenar con este trabajo con el que se busca, primordialmente, desafiar una idea que parece generalizada, la de una participación importante de la denominada delincuencia común en la actividad del secuestro en el país. Por ejemplo, en una publicación del Departamento Nacional de Planeación (DNP) se afirma que “el porcentaje de secuestros realizados por la delincuencia común disminuyó del 59.5% en 1996 al 39.4% (en el 2002), mientras que las FARC pasaron del 21.3% al 31.6% y el ELN del 16.9% al 26%”. DNP (2003) p. 4. El trabajo sobre le conflicto colombiano, Un Callejón con Salida UNDP(2003), implícitamente avala tan significativa participación de los delincuentes comunes en la actividad al proponer como eje de la política anti-secuestro la desarticulación de las bandas delincuenciales.

Fuera de esta breve introducción , el trabajo está dividido en  cinco secciones. En la primera se muestra que el secuestro, aunque con víctimas urbanas, siempre fue un delito fundamentalmente rural. En la segunda se señala la extraña asociación entre retenes y la delincuencia común. En la tercera se argumenta que la atribución de autoría depende de manera crítica de la situación del rehén. Por último, se trata de definir las características de los secuestros atribuidos a la delincuencia común.

 

Un delito rural con víctimas urbanas

Una de las características más salientes del secuestro en Colombia a lo largo de los noventa es la de haberse consolidado como un delito esencialmente rural. La versión urbana del fenómeno, que fue importada desde la Argentina por el M-19 y que aportó algunos de los secuestros más notorios y rentables para los grupos subversivos, no tuvo un impulso sostenido y progresivamente perdió relevancia con relación al número de casos ocurridos a nivel nacional. A diferencia de lo observado para otras manifestaciones del conflicto, como el homicidio, las tres grandes urbes colombianas –Bogotá, Medellín y Cali- nunca tuvieron una participación destacada en materia de secuestro. En estas tres ciudades, que concentran la cuarta parte de la población, alcanzaron a ocurrir cerca del 40% de los homicidios cometidos en el país. La proporción de secuestros, por el contrario, nunca superó el 20% del total nacional. El caso más digno de mención es el de Medellín, que con el 5% de la población colombiana, llegó a aportar a principios de los 90 más del 20% de las muertes violentas. Su participación en el secuestro, a pesar del alto número de plagios observados allí, sólo excepcionalmente superó el 10% y hace varios años se sitúa por debajo del 5%.  Algo similar puede decirse de Bogotá que con el 15% de la población total alcanzó en algún momento una cuota similar en cuanto a secuestros, pero esta progresivamente se redujo para situarse un poco por encima del 5%.
La única gran ciudad en la que se observa a lo largo de los noventa una contribución creciente al total de secuestros, y ligeramente superior al peso de su población, es Cali.

Un aspecto interesante de esta tendencia general hacia la pérdida de participación de las principales urbes en los plagios es que no se dio a costa de otras grandes ciudades (de más de 100 mil habitantes) o aún de los municipios de tamaño intermedio (entre 30 y 100 mil habitantes) cuya contribución al total, en ambos casos, permaneció prácticamente constante a todo lo largo de los años noventa. Básicamente, el secuestro que se practicaba en las grandes ciudades migró hacia los poblados más pequeños del país, aquellos en dónde había surgido el secuestro de raíces bandoleras.

Un aspecto que vale la pena destacar es que la evolución de la composición del secuestro por tamaño de los municipios en dónde ocurren los incidentes es diferente a la que se observa para el homicidio. Aunque en ambos casos se da una pérdida de participación de los tres grandes centros urbanos, en el caso del homicidio esta disminución se acompaña de un aumento relativo en la contribución de las otras categorías de municipios, lo que en conjunto implica cierta convergencia hacia  un aporte relativamente parejo, y proporcional al peso demográfico. Las tres grandes ciudades, que habían empezado la década con una participación anormalmente alta para el tamaño de su población, se fueron igualando de manera paulatina con los municipios de otros tamaños. La violencia urbana muy localizada inicialmente se habría esparcido por el resto del país. Para el secuestro, por el contrario, la pérdida de peso de las ciudades más grandes, que habían empezado con una participación similar a la del resto de localidades, implicó una mayor disparidad, una divergencia, en la contribución que consolidó en los pequeños municipios un peso proporcionalmente mayor al de su población. Si para principios de los noventa los pueblos y aldeas colombianos, con un poco más de la cuarta parte (el 27%) de la población, concentraban un 36% de los secuestros, para el año 2002 dicha participación había aumentado casi nueve puntos para situarse cerca del 45%.
El contraste entre el proceso de convergencia del homicidio y divergencia del secuestro a lo largo de los años noventa es más nítido si se observan no ya las contribuciones al total nacional sino las tasas por cien mil habitantes (pcmh), también de acuerdo al tamaño del municipio. Para el homicidio, mientras que a principios de la década la tasa (100 pcmh) en las tres grandes ciudades era casi el doble de la observada en las demás categorías de municipios –casi idénticas entre sí- en el año 2002 ya eran prácticamente imposibles de distinguir. Para el secuestro, por el contrario, no sólo se amplió la diferencia en las tasas, sino que se consolidó su característica de ser inversamente proporcionales al tamaño de las localidades. Así, para el año 2002 la tasa de secuestros en los municipios más pequeños era cuatro veces la observada en las tres grandes ciudades, el doble de la correspondiente a las ciudades grandes y un 50% superior a la de ciudades intermedias. A principios de la década la relación era apenas de uno a dos, y no se observaban diferencias entre las grandes urbes, ni entre las ciudades y las pequeñas poblaciones.
En términos de tendencias, lo que estas manifestaciones del conflicto reflejan es que su urbanización ha sido más una intención, un propósito de los grandes grupos guerrilleros, que una acción que hayan podido llevar a la práctica.

Este movimiento hacia el campo no implicó el abandono de las víctimas citadinas, siempre más pudientes y apetecidas por los secuestradores que su contraparte rural. Por el contrario, los indicadores disponibles sobre el origen urbano o rural de las víctimas –basados en su profesión u ocupación- sugieren que el número de las segundas –básicamente las personas vinculadas al sector agropecuario [1]- permaneció más o menos constante a lo largo de los noventa mientras que su participación se reducía paulatinamente. Si a principios de la década las víctimas de origen rural constituían casi la quinta parte del total, en la actualidad su participación apenas supera el 5%.
Lo que a primera vista parece paradójico, una mayor inclinación hacia la localización de los secuestros en los municipios más pequeños y, simultáneamente, una participación creciente de víctimas que se pueden considerar de origen urbano tiende a corroborar el escenario de grupos armados rurales que buscan secuestrar a la gente de la ciudad cuando sale de sus espacios urbanos. En las ciudades, por distintas razones –como la mayor vigilancia policial y, sobre todo, la enorme dificultad para mantener rehenes en cautiverio- fue siempre más costosa la realización de los plagios, que sólo han sido justificables para incidentes de gran magnitud. Aquellos en los cuales el rescate esperado alcanza para subcontratar el operativo. La investigación judicial realizada a una banda que vendía secuestrados a la guerrilla, sugeriría que sólo a partir de ciertos niveles de rescates se justifica ese tipo de operación. Ese mínimo que justifica los operativos urbanos está varias veces por encima de los rescates promedio que se conocen. Estaría más cerca del máximo pago reportado a las autoridades en el año 2003. “Las autoridades aseguran que e l secuestro fue ejecutado por la banda de 'Los calvos', cuyo origen se sitúa en 1998. Estaba integrada por ex policías y fue descrita por investigadores como "una red de delincuencia común, sin capacidad de negociación ni liderazgo entre delincuentes".  Sin embargo, ese panorama cambió radicalmente cuando uno de los ex policías vinculados con la red contactó al jefe de finanzas del frente 53 de las Farc,  'Miller Perdomo' . El guerrillero les ofreció hasta el 20 por ciento sobre el valor total del rescate por cada secuestrado que 'Los calvos' pusiera en poder de las Farc.  Ex policías y policías activos se dedicaron entonces a levantar información de comerciantes y empresarios de nivel medio, 'gente con capacidad de pagar hasta 500 millones de pesos por su liberación'”. El Tiempo, Noviembre 24 de 2003. Esa suma de $500 millones es precisamente el mayor valor reportado a las autoridades como pagado por un rescate en el año 2003 en la base de datos de Fondelibertad.

Un punto que llama la atención sobre este delito esencialmente rural en cuanto a su localización es la evidente contradicción entre esta característica y la importancia que en el país se le asigna a la –siempre mal definida- delincuencia común en la actividad. Por el momento vale la pena señalar que los secuestros supuestamente cometidos por criminales comunes –actores mayoritariamente reconocidos como urbanos- presentan el mismo perfil de distribución por tamaño de los municipios en dónde ocurre. De manera sorprendente, y  atípica para cualquier conducta criminal, se observa que la incidencia de las bandas de secuestradores es proporcionalmente menor en las grandes urbes y mayor en las poblaciones más pequeñas.

Así, mientras en las tres mayores ciudades, en dónde habita la cuarta parte de la población colombiana ocurren menos del 15% de los secuestros atribuidos a delincuentes comunes, en los municipios más pequeños, que albergan al 27% de los habitantes del país la respectiva cifra ha estado siempre por encima del 30% y ha llegado a estar cerca del 40%.


La evolución de las tasas por cien mil habitantes corrobora la extraña característica de un delito cuya incidencia es inversamente proporcional al número de habitantes de los municipios en dónde ocurre. Con la excepción de un par de años, la probabilidad de ser víctima de una banda de secuestradores comunes –o sea independientes de los grupos armados- habría sido siempre inferior en las tres grandes urbes que en las ciudades intermedias que, a su vez, en los municipios más pequeños del país.
Los municipios para los cuales la totalidad de los secuestros  cometidos entre 1998 y junio de 2003 se atribuyeron a la delincuencia común son todos de menos de 40 mil habitantes y tienen en promedio una población de 14 mil personas. Se trata por lo tanto de lugares bastante extraños para localizar allí bandas relativamente organizadas de delincuentes, como las que requiere el secuestro.

Como indicio adicional de esta inconsistencia inherente a un delito rural supuestamente cometido por criminales comunes se puede señalar la caída que se observa en las tasas a partir del primer semestre del 2003, que se da de manera simultánea y abrupta en todos los grupos de municipios en forma independiente de su tamaño. Como si las pretendidas bandas de delincuentes actuaran en forma coordinada precisamente cuando se intensificó el hostigamiento militar a los grupos armados organizados y se reforzó la vigilancia de las carreteras.

No sobra destacar que esta característica del secuestro, tal vez compartida sólo con conductas como el abigeato, es tal vez la objeción más simple, pero no menos contundente, a la pretensión de que se trata de una actividad en la cual las bandas de delincuentes comunes juegan un papel de importancia. Un escenario para el cual también es muy escasa la evidencia  testimonial. No es fortuito que en casi todos los países del mundo las encuestas de victimización se hagan tan sólo en los principales centros urbanos. Las pocas cifras disponibles para el país sobre criminalidad en los pequeños municipios sugieren que el secuestro es una conducta realmente atípica, en el sentido de mostrar allí una participación mayor que en las grandes ciudades. Por ejemplo, los datos de investigaciones preliminares agrupadas por grandes títulos del código penal corroboran el escenario de una delincuencia mayoritariamente urbana. Para estos expedientes, las tres grandes urbes, en dónde habita el 29% de la población atendida por despachos judiciales, se registra un poco más de la tercera parte de las diligencias preliminares a los procesos penales. Los municipios pequeños (con un 16% de la población antes mencionada) contribuyen con el 13% de las investigaciones. Para los delitos contra el patrimonio, la actividad primordial de la delincuencia común, la relación entre la contribución de las grandes urbes y la de los pequeños municipios es superior a cuatro. Incluso para el homicidio, o los atentados al orden público, conductas asociadas al conflicto armado, persiste el patrón. La mayor participación urbana que se observa para el título de atentados contra la libertad, en dónde se incluye el secuestro, se puede explicar porque no se trata del único delito de ese título, ni el de mayor peso. También quedan registradas allí conductas como las amenazas o la violación de domicilio. Al respecto, también se puede hacer una conjetura: los datos utilizados de Fondelibertad registran el lugar en dónde ocurrió el secuestro y las cifras de investigaciones preliminares indican el lugar en dónde se puso la respectiva denuncia, que puede señalar el sitio de residencia habitual de la víctima.  La alta participación urbana en las investigaciones contra la libertad individual es consistente con el escenario de víctimas que son atacadas en lugares diferentes al lugar de residencia.
Vale la pena por lo tanto analizar con mayor detenimiento la cuestión de los secuestros que tanto las estadísticas oficiales como buena parte de los analistas han atribuido tradicionalmente a la delincuencia común.

La extraña asocación entre la delincuencia común y los retenes
Las cifras disponibles de Fondelibertad -aunque desde sus inicios en 1996 adjudican un porcentaje importante de los secuestros a los criminales comunes- también corroboran implícitamente la apreciación de que se trata de una categoría comodín puesto que los secuestros sin autor establecido presentan no sólo una alta asociación  con los casos adjudicados a la delincuencia común sino, sobre todo, una distribución espacial muy similar. La correlación entre las cifras municipales absolutas de una y otra categoría es de 93%, en logaritmos se disminuye el efecto escala y la correlación permanece alta, en el 74%. La de las tasas por cien mil habitantes es del 45%. Las cifras utilizadas para los mapas hacen referencia a los secuestros a particulares no cometidos en retenes. Se excluyen por lo tanto aquellos de la fuerza pública y los de políticos y funcionarios públicos.
No resulta fácil elaborar una teoría consistente con la historia de delincuentes comunes manteniendo rehenes cautivos en áreas rurales bajo control de grupos guerrilleros o paramilitares; o que trasladan las víctimas de plagios realizados en el campo a caletas urbanas, cuando se sabe que las víctimas más apetecidas han sido siempre las citadinas. Como tampoco parece  prudente desligar la ejecución de casi cualquier plagio cometido en una localidad a las organizaciones armadas que operan en los territorios aledaños a dicha localidad. En forma similar a lo que se ha encontrado al analizar la geografía de los homicidios cometidos en las grandes ciudades colombianas, que aparecen concentrados en aquellos barrios en los cuales se ha detectado la presencia de organizaciones criminales, es más que razonable plantear que la distribución espacial de los secuestros adjudicados a la delincuencia común esté asociada con la presencia de grupos armados. La información disponible sobre secuestros tiende a corroborar este planteamiento. En efecto, dentro de los datos de incidentes de secuestro registrados en el país los que dejan menos dudas en materia de autoría son aquellos que fueron cometidos en retenes, las mal llamadas pescas milagrosas. Esta información se puede considerar bastante confiable como indicador suficiente, en el sentido que el establecimiento de un retén en una carretera es un síntoma inequívoco de presencia del grupo responsable en dicha zona, pero que puede haber presencia en otras áreas sin que se monten retenes. Lo que se observa es que el número de retenes en los cuales se realizaron plagios de ciudadanos está altamente asociado, por municipios, con los secuestros selectivos -definidos simplemente como aquellos que resultaron de un retén- a particulares supuestamente cometidos por delincuentes comunes.
La similitud en la distribución espacial de dos fenómenos que, en principio, no deberían estar relacionados se corrobora con ejercicios estadísticos simples. La asociación no sólo es importante –cada retén equivale a dos secuestros selectivos adicionales adjudicados a delincuentes comunes- sino altamente significativa en términos estadísticos. Algo similar se  encuentra para los secuestros con autor desconocido, cuya asociación con el número de retenes establecidos en cada municipio es bastante similar a la que se observa para los secuestros adjudicados a la guerrilla.

En síntesis, el número de retenes para los cuales se reporta captura de rehenes aparece como una variable con un enorme poder explicativo sobre los niveles de secuestro en los municipios: da cuenta de cerca del 80% en las variaciones en el número de secuestros selectivos a particulares, reiterando que se trata de los casos no cometidos en retenes.  El impacto de esta variable es de una magnitud apreciable, y muy significativo: cada reten adicional en un determinado municipio se asocia con un incremento cercano a diez secuestros selectivos en esa misma localidad. Aún después de filtrar por un efecto escala medido por el número de habitantes de cada municipio.

La asociación entre los retenes y el secuestro selectivo a particulares es tan importante que se hace evidente con los datos más básicos. El simple artificio de separar los municipios en los que se han reportado capturas colectivas de rehenes en las carreteras de los que han estado libres de esa práctica desde su aparición en el año 98 muestra diferencias abismales en cuanto al número de secuestros registrados: mientras para el primer conjunto de localidades el promedio anual de plagios fue de menos de uno (0.6) por municipio, en el segundo grupo la cifra equivalente es casi nueve veces superior (5.1). Tal relación se observa en forma relativamente independiente de la autoría que se atribuye a los secuestros.
Si, en segundo término, se agrupan los municipios de acuerdo al número de retenes ocurridos en cada uno de ellos desde 1998, la relación positiva entre número de retenes y plagios individuales es bastante marcada. Mientras, como se mencionó, en aquellas localidades que han permanecido libres de retenes, el promedio anual de secuestros selectivos a particulares fue inferior a uno, en aquellos municipios en los que se registraron tres retenes durante el mismo período la respectiva cifra sube a seis, aumenta a once en las localidades dónde se establecieron cinco retenes y alcanza el impresionante guarismo de 25 en los municipios que sufrieron siete o más retenes desde 1998. Como indicio adicional de la precariedad de la atribución de autoría, el mismo patrón se observa tanto para los plagios de la guerrilla como para aquellos supuestamente cometidos por los delincuentes comunes.
El establecimiento de retenes en las carreteras para secuestrar indiscriminadamente aparece como una condición suficiente, mas no necesaria, para predecir altos niveles de secuestro selectivo en los mismos municipios en los que se realiza dicha práctica. De hecho, únicamente en diez de los 372 municipios en los que se registró algún retén durante los últimos cinco años, no se reportaron secuestros selectivos. Por el contrario, en 462 de los 704 municipios en dónde no ocurrieron las mal llamadas pescas milagrosas, si se reportaron plagios selectivos. Así, de acuerdo con lo observado en entre 1998 y 2003, la probabilidad de secuestros selectivos en una localidad fue casi veinte veces superior si, en esa misma localidad, se habían establecido retenes. Esta asociación entre retenes y secuestros individuales persiste cuando se consideran únicamente aquellos atribuidos a la delincuencia común, cuyo reporte es casi seis veces más probable en aquellos municipios en dónde se han establecido retenes en las carreteras.

La relación, evidente en los datos, entre la presencia guerrillera activa en materia de retenes en las carreteras y los plagios selectivos supuestamente cometidos por delincuentes comunes se puede explicar de dos maneras, no necesariamente excluyentes. La primera, que ya se señaló, y que puede considerarse la más parsimoniosa, es que las cifras oficiales de autoría están subestimando la verdadera participación de la guerrilla en los secuestros.  En forma paralela a lo que ha ocurrido en Colombia con los homicidios, para los cuales durante varios años se consideró que el incidente típico más relevante era el de ciudadanos corrientes que se mataban riñendo entre sí por razones baladíes, disminuyendo de esta manera la responsabilidad de las organizaciones armadas ilegales en el número de muertes violentas, para los secuestros parece haberse instalado en el país la noción vaporosa, algo ingenua, y poco convincente a nivel conceptual, de bandas de delincuentes comunes ajenas al conflicto armado, que además se instalan para secuestrar en aquellos lugares en dónde la guerrilla, previamente, ha promovido la actividad. Toda la literatura sobre crimen organizado y mafias señala la tendencia a la monopolización de las distintas actividades criminales, cuando no al establecimiento de un verdadero estado paralelo del bajo mundo. Es contrario al sentido común suponer que para una actividad tan rentable como el secuestro las organizaciones armadas más poderosas van a dejar su explotación a las bandas  de criminales comunes. Esta es la explicación que se ha sugerido para la situación paradójica de algunos departamentos en dónde la guerrilla “abrió el mercado” para luego, misteriosamente, cederlo a la delincuencia común. Una explicación alternativa es que sólo en las etapas iniciales del secuestro en una zona se hace necesario reivindicar la autoría de los secuestros, para capitalizar la reputación adquirida en otros lugares. Una vez los locales saben quien está realmente detrás de los plagios se hace innecesario reconocer la responsabilidad y se delega en delincuentes de menor renombre.

La mayor inconsistencia de este planteamiento, fuera de asignar un papel preponderante en la comisión de un delito esencialmente rural a estructuras criminales urbanas, es la de suponer implícitamente que en las zonas de alta influencia de la guerrilla, aquellas en donde se montan retenes, esta va a autorizar, o ceder, una actividad tan lucrativa como el secuestro a pequeñas bandas de delincuentes independientes de su rígida organización. La segunda interpretación es que las organizaciones subversivas subcontratan los secuestros en aquellas localidades en dónde tienen una presencia significativa.

Los autores cambian dependiendo de la situación del rehén
Las bases de datos disponibles con los incidentes individuales de secuestros permiten un análisis más detallado de la autoría que se atribuye a los incidentes. El punto de partida es que la participación atribuida a los distintos grupos de eventuales autores en el número total de secuestros depende de manera sustancial de la situación del rehén –si sigue en cautiverio, si fue muerto, si salió libre, o si fue rescatado por los organismos de seguridad- algo que, a su vez, se puede tomar como un indicio de la información que pudo llegar a las autoridades sobre los incidentes. Así, las cifras agregadas de secuestro contienen en realidad una mezcla de casos con diferencias importantes en cuanto a la posibilidad de identificar a los autores y que resulta inadecuado agregar entre sí.

Un primer elemento que se destaca es que, a medida que aumenta el nivel de información sobre un incidente, se hace más nítido el liderazgo de los grupos guerrilleros como principales autores de secuestros en el país. Así, mientras para los casos en los que se tenía información más precaria sobre el incidente –aquellos en los cuales las víctimas seguían en cautiverio- la atribución de responsabilidad a la guerrilla alcanza un mínimo de 38%. Si el rehén murió durante el secuestro, algo que da más información, por ejemplo sobre el lugar de cautiverio, la participación de la guerrilla sube al 47%. Para los casos en los cuales la víctima ya está libre tal porcentaje  se incrementa de manera drástica hasta el 77%. Dentro de este grupo de gente que ya finalizó su cautiverio, una pequeña proporción reportó detalles de su caso a  las autoridades -pues la base de datos registra un monto pagado como rescate- y la atribución de responsabilidad a la guerrilla alcanza el máximo del 85%. Como cabía esperar, la mayor participación de los subversivos se hace a costa de los casos sin autor establecido. También se reduce la atribución de autoría a los grupos paramilitares.
En forma contraria a esta tendencia general, se observa que en aquellos casos en los que los rehenes fueron rescatados por las autoridades, y para los cuales se podría pensar que hay un nivel de conocimiento semejante al de las víctimas libres que reportan su caso, la participación atribuida a la guerrilla es tan baja como la observada para los incidentes con rehén aún cautivo, y los criminales comunes adquieren un papel preponderante como secuestradores. De hecho, parecería que el grueso de los casos de secuestro atribuidos a la delincuencia común proviene de incidentes que finalizaron con un operativo de rescate.

La delincuencia común y los operativos de rescate de rehenes
Hay varias maneras complementarias para explicar esta asociación que se observa entre los secuestros que abortan las autoridades con un operativo de rescate y la atribución de responsabilidad a la delincuencia común. La primera sería el reconocimiento de la gran dificultad para llevar a cabo los secuestros urbanos, o lo que es equivalente, la mayor eficacia de los organismos de seguridad que operan en ese ámbito para rescatar a las víctimas. Las declaraciones de un brigadier general del GAULA (Grupo de Acción Unificada por la Libertad Personal) son explícitas al respecto.  “Es   más difícil luchar con el secuestro que procede de  la subversión, porque ellos se amparan en su aparato bélico. Los lugares de cautiverio están en zonas inaccesibles, inhóspitas, en donde llevar a cabo una operación de rescate hace en primer lugar que se ponga en peligro la vida de la víctima, ya que  hay más de 50 personas cuidándola” [2].

De hecho, distintos datos sugieren que este fue uno de los principales dilemas enfrentados por los grupos subversivos rurales para poder atrapar rehenes citadinos de mayores ingresos que su contraparte campesina. Así, las autoridades encargadas de las labores anti-secuestro estarían, paradójicamente, especializadas en los secuestros cometidos por los grupos menos organizados de la industria y permanecerían virtualmente inactivas en los casos atribuidos a los grupos armados organizados. Este escenario coincide con una respuesta que se puede considerar ha sido típica de los organismos de seguridad a los familiares de las víctimas cuando se sabe que el secuestro puede atribuirse a un grupo subversivo: “mejor negocien”.   

A su vez, la mayor dificultad para rescatar víctimas en poder de la guerrilla simplemente refleja uno de los elementos determinantes de la naturaleza rural de los grupos subversivos: la gran dificultad para ser perseguidos y hostigados en los ambientes selváticos y de difícil acceso. “Un Gaula, en promedio, está integrado por unos 60 militares y cerca de 15 miembros de la Fiscalía, el DAS y el CTI. Una fuerza capaz de incursionar con éxito en buena parte del país pero que resulta insuficiente cuando el enemigo que se tiene al frente es una cuadrilla completa de las Farc (unos 100 combatientes, aproximadamente). Más aún porque esa guerrilla acostumbra a reforzar con cuadrillas móviles a los frentes que 'manejan' un número importante de secuestrados. Ese es uno de los motivos por los que hasta ahora no se ha producido un intento de rescate de los soldados, policías y dirigentes políticos secuestrados por las Farc para el pretendido 'canje'”. (“Rescates no son un apocalipsis”. El País Cali, Noviembre 24 de 2002)

Una de las maneras como los grupos guerrilleros colombianos resolvieron el dilema de los secuestros urbanos –más rentables pero más riesgosos- fue mediante una estricta división del trabajo en las labores de secuestro, y en particular, recurriendo a la subcontratación de la captura inicial del rehén con miembros ajenos a la estructura formal –armada y uniformada- de tales organizaciones. Así, en una especie de procedimiento de outsourcing, ciertos secuestros se dividieron en una serie de etapas sucesivas independientes bajo la responsabilidad de personas especializadas en cada una de las tareas, como captura, cautiverio, o negociación. Según el testimonio de un familiar de  una víctima de secuestro entrevistado, para principios de los años 90, de acuerdo con los expertos del DAS, el grado de división del trabajo era tal que en algunos casos se podía distinguir el promotor inicial del proyecto, que hacía un estudio de factibilidad investigando tanto la capacidad de pago de la víctima potencial como sus rutinas y hábitos de seguridad, el inversionista  que asumía los costos fijos de la operación, los autores materiales del secuestro, los vigilantes del cautivo, los encargados del alquiler o leasing de automóviles o inmuebles, y el negociador, que podía atender varios casos simultáneamente.  

En particular, parece ya generalizada en Colombia la idea de que la guerrilla subcontrata con delincuentes comunes la primera parte del plagio, o sea la detención del rehén. Con este escenario en mente surge una explicación complementaria para la estrecha relación que se observa entre el rescate de víctimas por las autoridades y los secuestros atribuidos a criminales comunes. Una lectura alternativa, y más pertinente, de los datos sugeriría que lo que se denominan secuestros de delincuentes comunes son básicamente aquellos incidentes que abortaron en sus etapas iniciales, por ejemplo antes de que la víctima pudiera ser entregada a los especialistas en negociación o transferida al lugar de cautiverio definitivo, bajo vigilancia de la guerrilla, en algún lugar de las montañas de Colombia. Un hecho reconocido para muchas acciones criminales es que la posibilidad de que las autoridades las resuelvan favorablemente -que se identifique y capture a los responsables- es inversamente proporcional al tiempo que transcurre una vez ocurrido el hecho. La acción de los organismos de seguridad es más eficaz cuando se hace en caliente, justo después del incidente. Esta dinámica no es ajena al secuestro, y en particular a las operaciones de rescate del cautivo, cuya probabilidad de éxito depende de manera crucial del tiempo transcurrido desde la captura del rehén. De acuerdo con declaraciones de Juan Francisco Mesa, ex-director de la Fundación País Libre, “el éxito de un rescate está directamente ligado a la denuncia inmediata del plagio. En efecto, ocho de cada diez rescates se produce el primer día de secuestro, porque las bandas de delincuentes no han tenido la oportunidad de mover a sus víctimas a zonas de acceso más difícil para las autoridades. Por eso, la recomendación para las familias es reportar cuanto antes los plagios de personas: si esa determinación no se toma a tiempo, el primer día, le están quitando al secuestrado el 80% de las posibilidades de ser rescatado”. “Rescates no son un apocalipsis”. (El País Cali, Noviembre 24 de 2002)

Teniendo en cuenta lo anterior, los operativos de rescate que registran las estadísticas, los que fueron exitosos, habrían tenido lugar poco tiempo después de ocurrido el secuestro, antes de que las víctimas pudieran ser transferidas a los grupos subversivos, y a los lugares de más difícil acceso. "En estos casos, señala una fuente del DAS, es vital impedir que la persona llegue a zonas como el Páramo de Sumapaz, en Cundinamarca; a los Farallones, en Cali, o a las áreas de cordillera en Tolima, Huila y Cauca. Allí los rescates son mucho más complicados porque el terreno es muy difícil".

Incluso para secuestros que se sabe son cometidos por la guerrilla, como los de los retenes, testimonios disponibles señalan una primera etapa caracterizada por interminables caminatas para buscar un lugar de cautiverio aislado y relativamente inmune a la acción de las autoridades (Hargrove, Thomas (2001). Long march to freedom. UK: 1stBooks Library).

La información disponible sobre los incidentes individuales de secuestro tiende a corroboras las observaciones anteriores. En primer lugar la duración promedio de cautiverio para los casos que terminaron con un rescate (11 días) es significativamente inferior a la de los casos en los cuales la víctima quedó libre después de un proceso de negociación (84 días) y todavía más cuando se tienen en cuenta todos aquellos casos aún no resueltos (409 días).

Por otra parte, la proporción de victimas rescatadas claramente decrece con el tiempo transcurrido después del incidente. Así, mientras que los casos que concluyeron el mismo día del secuestro la proporción de víctimas rescatadas es superior a la mitad (53%), para los casos que duraron un día tal porcentaje se reduce al 32% y con un día adicional de duración la cifra se reduce aún más, al 21%. En el otro extremo, en los casos de muy larga duración (superior a 180 días) la proporción de rescates no alcanza el 1%.
Es interesante observar que, a pesar de lo estrecha, esta relación no es uniforme. Los datos muestran que existe un período crítico de dos días a partir del cual, y más o menos hasta los tres meses, la fracción de secuestros abortados permanece relativamente constante alrededor del 15%. Para los secuestros de más de tres meses se vuelve a apreciar una reducción continua en los chances de que se produzca un rescate. Este lapso crucial de uno o dos días luego de que se produce el secuestro se corrobora con algunos testimonios. Son relativamente frecuentes en los medios los relatos de rescates hechos antes de que transcurran 72 horas del secuestro.

La asociación no depende tan sólo del alto porcentaje de rescates que se observa en los secuestros de muy corta duración. En el otro sentido, el grueso de los rescates, un 70%, se concentran en incidentes que duraron menos de dos días. Para los secuestros normales, aquellos que terminan con la liberación del rehén tras un proceso de negociación y el pago de un rescate, la fracción de secuestros de pocos días es del 28%. En el otro extremo, solamente el 2% de los rescates registrados se dieron para plagios de más de tres meses. Para los secuestros normales la cifra correspondiente es del 18%. En síntesis, los primeros días después del secuestro sí aparecen como un período durante el cual se define buena parte de la suerte del caso. Así lo corroboran los datos de secuestros que terminan con una fuga, con liberación por presión política o con la muerte del rehén. Estos eventos de finalización prematura de los secuestros también se concentran mayoritariamente en los incidentes que no se prolongan más de dos días.

La celeridad con que se intente un rescate no parece ser el único factor que afecta la probabilidad de que se pueda llevar a cabo con éxito. Así mismo, la duración de un secuestro no es tampoco el único factor que permite discriminar los casos que se atribuyen a la delincuencia común. Vale la pena detenerse brevemente en el análisis de los elementos que caracterizan los secuestros que terminan con un operativo de rescate para, por esta vía, tener algunas luces acerca de qué es lo que determina la atribución de responsabilidad en los secuestros.

Son varias las características de la víctima, o de la manera como ocurrió el incidente de secuestro que ayudan a definir si este termina o no con un operativo de liberación del rehén. Llama la atención, en primer lugar, la mayor proporción de mujeres entre los secuestros que terminan con rescate (31%) que en aquellos casos que concluyen de otra manera (15%). Otro tanto puede decirse de lo que se podrían denominar grupos vulnerables, como los menores, cuya participación también es mayor entre las víctimas rescatadas que en el resto de los casos. Entre los rehenes liberados por las autoridades la participación de los menores es del 18%, contra 4% en los demás casos.

Por otra parte, los operativos de rescate parecen más dirigidos hacia las víctimas particulares que hacia los políticos, funcionarios o miembros de la fuerza pública. En efecto, si la participación de funcionarios públicos o políticos en el total de secuestros es  del 8%, entre las víctimas rescatadas su participación apenas supera el 1%. Otro tanto puede decirse de los militares y policías que, representando el 5% del total de víctimas, llegan tan sólo al 1% de los rescatados.

Por último, los datos muestran, dentro de las personas rescatadas por las autoridades, una sobre representación de aquellas que fueron capturadas en un retén, puesto que teniendo un peso ligeramente superior al 10% en el total de víctimas de secuestro alcanzan un peso cercano al 20% entre los rescatados.

Se puede analizar como actúan de manera simultánea estos factores para alterar las posibilidades de que un secuestro termine con un operativo de rescate por parte de las autoridades [3].
Varios puntos se pueden destacar de este ejercicio. El primero es que la característica más protuberante de los secuestros que terminan con un operativo de rescate es la presencia de víctimas infantiles, menores de 12 años, elemento que multiplica por más de nueve los chances de que el secuestro acabe prematuramente. Un efecto similar, aunque menor en su magnitud, se observa cuando la víctima aún no llega a la mayoría de edad. La lógica de esta respuesta podría ser que los plagios de jóvenes, y con mayor razón de niños producen, más que los otros, una airada protesta de variados segmentos de la opinión pública, por esta vía una mayor presión para que las autoridades organicen un operativo y, probablemente, una mayor colaboración tanto de testigos del incidente como de personas cercanas a los lugares de cautiverio. El caso de Kevin Rojas, secuestrado por el ELN con otros niños en una buseta escolar en Septiembre de 2002, y rescatado por el ejército dos días después  en San Calixto, Norte de Santander, es ilustrativo al respecto, pues motivó protestas airadas no sólo del Obispo de Ocaña -quien manifestó  "los que se equivocaron al llevarse a Kevin Rojas, tengan la valentía de echar atrás y retornarlo a su hogar porque el daño psicológico es grande"- sino del mismo presidente que se encontraba de viaje en Nueva York y que habría manifestado “tristeza y desazón (sobre todo) por el esfuerzo que se ha hecho para buscar acuerdos de paz con estos grupos que siguen secuestrando niños" [4]. En el mismo sentido apunta una columna reciente de opinión. “A los secuestradores hay que decirles que hay muchos pesebres aún sin el niño. Es decir, muchos hogares sin ellos. Como un gesto de alguna humanidad, que al menos dejen volver a los que tengan, además de los abuelos. Sería un gesto de alguna esperanza” [5].

Un efecto similar, aunque menor (aumenta en un 50% los chances de un rescate) y menos significativo, se encuentra cuando las víctimas son personas mayores de 65 años, o personas extranjeras. En los casos relacionados con las edades extremas –niños y ancianos- se puede pensar que otro elemento que juega a favor de la posibilidad de un operativo de rescate es la mayor dificultad para llevar a tal tipo de rehenes a parajes más aislados a los que sólo se accede después de largas jornadas de marchas.

El que la víctima sea mujer también incrementa en un 80% la posibilidad de que el secuestro termine con un operativo de rescate por las autoridades. Es difícil no traer a colación algunos testimonios con explicaciones sexistas que reflejan la percepción de que el secuestro de mujeres es más condenable que el de hombres pues, para ellas, resulta ser una experiencia más dura y traumática. Leszli Kally, una joven mujer secuestrada en por el ELN en el avión de Avianca relata cómo en algún momento su padre, también rehén, propuso “que había que presionar para que (los del ELN) soltaran primero a las mujeres, pues para ellas todo era más difícil”. La machista iniciativa fracasó pues uno de los pilotos del avión, políticamente más correcto, “alzó la voz y dijo que no sería así, pues él tenía el mismo derecho de salir que cualquier mujer” [6]Bajo esta perspectiva la lógica también sería el ejercicio de mayor presión para la liberación que en el caso de los secuestros de hombres.

El efecto negativo que tiene sobre la posibilidad de un rescate que la víctima no sea un particular sino un funcionario, un político o un miembro de la fuerza pública, de magnitud similar , importante y significativa, puede interpretarse de varias maneras, no excluyentes. Se puede pensar, en primer lugar, que este tipo de secuestros se perciben siempre emprendidos por los grupos subversivos y que esta es la razón para la menor incidencia de operativos de liberación de rehenes. Se puede también acudir a la distinción crucial entre el secuestro económico de particulares –incidente que lamentablemente se considera hace parte de la esfera privada- y los plagios de índole política o militar, para los cuales la responsabilidad de la solución sigue recayendo en forma exclusiva sobre el gobierno. En este contexto, se podría pensar que la aversión al fracaso en los operativos de rescate sería mayor para el segundo tipo de plagios. Lo que sí parece claro es que en los secuestros de índole política hay una mayor presión de la opinión pública para que no se lleven a cabo operativos de rescate.

El impacto ya discutido de la duración del secuestro sobre la posibilidad de rescate es de una magnitud apreciable. Si se supusiera un efecto uniforme del tiempo de cautiverio su impacto sería tal que cada día adicional implica una reducción de la probabilidad de rescate del orden del 2%. Como se vio, la relación no es lineal. Si se construye una variable con las categorías que parecen determinar los plazos más relevantes -que parecen ser el mismo día del secuestro, los dos días siguientes, entre 3 y 90 días y más de 90-  se encuentra que cada etapa adicional implica una reducción del orden del 50% en la probabilidad de que el secuestro pueda ser interrumpido por las autoridades.

Por último, hay dos características del secuestro que afectan de manera significativa la forma como puede terminar. El hecho que el cautiverio se haya iniciado en un retén incrementa en un 90% la probabilidad de que el incidente termine anticipadamente con la liberación del rehén por parte de las autoridades. Por otra parte, si el secuestro ocurrió en el casco urbano del municipio –y no a campo abierto- tales chances se incrementan en un 18%. En ambos casos se puede pensar que la mayor visibilidad del caso, la posibilidad de un mayor número de testigos, a la que se agrega en el caso de los retenes el número plural de cautivos pueden ser elementos que contribuyen a las labores de inteligencia previas a los operativos de rescate.

Como se argumentó atrás, la atribución de responsabilidad por autores en las estadísticas de secuestros depende de manera definitiva del estatus de la víctima, y en particular, de la información que se puede pensar ha sido transmitida a las autoridades. Por lo general se observa que a mayor disponibilidad de información sobre los secuestros tiende a ser más importante la participación de la guerrilla. Una excepción a ese patrón lo constituyen los plagios que terminan con un rescate del rehén por las autoridades.

Los datos disponibles permiten realizar un ejercicio, similar al expuesto atrás, para determinar cuales son, dentro de las disponibles, las variables que mejor ayudan a discriminar los secuestros que se atribuyen a la delincuencia común. Puesto que, dependiendo del estatus de la víctima, y de la manera como terminó el secuestro, cambia la información a la que se tiene acceso, este ejercicio se puede realizar para cuatro grupos distintos de secuestros: (i) aquellos en que a la fecha de la base de datos utilizada (Junio 2003) el rehén seguía cautivo, (ii) los que terminaron con un rescate, (iii) aquellos en que la víctima fue dejada en libertad luego de la secuencia normal de negociación y pago de rescate y (iv) los casos en los que, una vez en libertad, la víctima reportó la suma pagada como rescate, y que se puede suponer son los casos para los cuales se ha trasferido mayor volumen de información a las autoridades.

El primer punto que se puede señalar es que un secuestro ocurrido en un retén determina de manera casi absoluta que no se atribuya a la delincuencia común. De hecho, tan sólo uno de los 2614 secuestros que en la base de datos de Fondelibertad se atribuyen a la delincuencia aparece como resultado de un retén. Así, en los sub-grupos considerados esta variable aparece siempre con un poder discriminatorio definitivo.

El segundo punto que se debe señalar es que a medida que se avanza en lo que se puede considerar un sendero con mejor información –desde el cautiverio al rehén libre y al que reporta su caso- se van desvaneciendo los elementos que contribuyen a discriminar los secuestro de delincuencia común de los demás. La excepción a esta tendencia se da para los secuestros que terminan con un rescate, en los cuales la caracterización de los de delincuencia común es muy similar a la de los casos en los que la víctima continúa cautiva. En otros términos, si se planteara que la atribución de autoría en los casos aún no resueltos está basada en ciertos estereotipos, o prejuicios, lo que se observa es que tales estereotipos se mantienen en los casos en que la víctima es rescatada por las autoridades. Por el contrario, cuando se avanza en el acopio de detalles sobre el incidente, los prejuicios tienden a desvanecerse e incluso algunos elementos aparecen con un efecto contrario al planteado inicialmente. En los ejercicios resumidos en la gráfica se compararon los secuestros atribuidos a la delincuencia común con los otros secuestros con autor establecido, básicamente guerrilla y paramilitares. Los secuestros con autor por definir se tomaron como missing values. De todas maneras, al incluir los secuestros sin autor establecido en la muestra, los resultados del ejercicio no se alteran de manera significativa.
De acuerdo con este ejercicio, y suponiendo que la información más completa con que se cuenta sobre los secuestros es la de los casos en los que la víctima ya está libre y ha reportado detalles del incidente a las autoridades, se tiene que los únicos elementos que permiten distinguir un secuestro realizado por delincuentes comunes son su duración (entre más dure un secuestro menos probable que se atribuya a criminales comunes), el haber ocurrido en el casco urbano de un municipio (que duplica la probabilidad de que haya sido cometido por la delincuencia), el género de la víctima y que sea mayor de 65 años, siendo estos dos elementos que disminuyen la probabilidad de que el secuestro pueda atribuirse a la delincuencia común.

Con relación a los dos primeros factores, se observa que los estereotipos en la asignación inicial de la autoría del secuestro –cuando la víctima está cautiva- simplemente exageran el efecto real, en particular el relativo al lugar donde ocurrió el secuestro, factor que, en los casos con víctima aún cautiva, multiplica por cerca de seis la probabilidad de que se atribuya a la delincuencia común. Por otra parte, para estos elementos la racionalización es inmediata: la delincuencia común actúa más dentro del perímetro urbano y, sobre todo, cuenta con menos medios e infraestructura para mantener un rehén por una temporada larga.

En el caso del género de la víctima, por el contrario, el prejuicio para establecer autorías parece contrario a la evidencia que aportan las víctimas una vez han sido puestas en libertad. En efecto, cuando la información sobre el secuestro es precaria, el hecho que la víctima sea una mujer multiplica casi por dos los chances de que el caso se atribuya a delincuentes comunes. Entre los casos conocidos más de cerca tal elemento disminuye en un 56% la probabilidad de que los autores sean delincuentes comunes. Algo similar puede decirse cuando el rehén es un infante, factor que multiplica por más de veintisiete la probabilidad de que el caso quede registrado inicialmente como cometido por criminales comunes, pero que resulta ser irrelevante en la atribución de autoría de los casos mejor conocidos por las autoridades.

Parte de la explicación de este resultado es que los plagios de mujeres y de niños pueden estar sub-representados en la muestra de los casos que se reportan a las autoridades, por dos razones. La primera es que, como ya se vió, se trata de secuestros más sensibles, para los cuales hay mayor presión sobre las autoridades y, por esa vía, mayor probabilidad de que terminen anticipadamente por medio de un operativo de rescate. Dos, podría  pensarse que, precisamente por tratarse de los casos más sensibles, hay una menor propensión a ponerlos bajo conocimiento de las autoridades. Los datos disponibles no avalan esta afirmación. En efecto el hecho que la víctima sea mujer, o menor de 12 años, o de 18, no altera la probabilidad de que los detalles del caso –en este caso el monto pagado como rescate- sean puestos en conocimiento de las autoridades. Por el contrario, las personas mayores de 65 años, y en menor medida los extranjeros, acuden más a las autoridades después del secuestro. El tiempo que duró el cautiverio también aparece como un elemento que aumenta el acercamiento a las autoridades tras la liberación.

No parece prudente ignorar que este resultado puede estar captando la existencia de un claro prejuicio, que hace que los casos más criticables de secuestro se atribuyan de manera casi automática a la delincuencia común, en lugar de a la guerrilla.

En otros términos, los datos sugieren que existiría cierta creencia de que la guerrilla no secuestra mujeres ni niños y que esta errónea apreciación es la que lleva a una mayor inclinación a adjudicar este tipo de incidentes a la delincuencia común. Tal prejuicio lo contradicen varios datos y testimonios. Está en primer lugar el hecho de que la guerrilla sí secuestra tanto mujeres como niños menores de 12 años. Los datos más confiables sobre secuestros cometidos por la guerrilla, los de los retenes, muestran que en ellos han sido capturados 30 infantes y 299 mujeres. Así, un 6% del total de niños y más del 11% de las mujeres secuestrados entre 1998 y el 2003 han sido en retenes; para el total de víctimas tal proporción es del 14%.   El segundo indicio de que se trata de un fenómeno pertinente es el de los repetidos llamamientos para que los grupos subversivos abandonen la práctica del secuestro de menores y las consecuentes manifestaciones de buenos propósitos de la guerrilla. El tercer argumento, en la línea de las explicaciones racionales, es que puede ser más rentable la negociación de los rescates con quienes mayoritariamente manejan los asuntos patrimoniales de las familias manteniendo como rehenes a las mujeres que no trabajan, o a sus hijos. En ese sentido, un detalle revelador es que, dentro del conjunto de personas que una vez liberadas reportaron detalles de su secuestro a las autoridades, el elemento que mejor ayuda a distinguir los secuestros atribuidos a la guerrilla de aquellos en los que se responsabiliza a la delincuencia común es, precisamente, que el rehén sea un ama de casa. En efecto, dentro de esta sub-muestra, la participación de las amas de casa en los secuestros de delincuencia común es del 0% (sobre 77 casos) mientras que para la guerrilla si se observan 28 casos (el 3% del total).

Así, los secuestradores más curtidos serían los que en mayor medida han sofisticado las técnicas de elección de los rehenes al interior de la familia, sin que eventuales barreras morales impongan obstáculos para facilitar la negociación financiera. Un caso que parecería digno de un manual del secuestrador eficaz es el que se inicia con el secuestro un padre de familia, sigue con un intercambio de este primer rehén por su esposa y su pequeño hijo y acaba con este último como único cautivo para agilizar la obtención del dinero del rescate por sus padres. “Hace unos ocho meses, en Arauca, por ejemplo, un hombre fue plagiado. Los mercaderes de vidas llamaron a su casa y, tiempo después, la compañera con su niño de 3 años -quizá lo iban a dejar ver a papá- acudió a una cita. Lo que hubo fue un intercambio inhumano y brutal. Se llevaron a madre e hijo y soltaron al hombre para que consiguiera el dinero. Después soltaron a la mujer. … Los secuestradores se quedaron con él (niño), como si fuera una prenda cualquiera” [7].

En forma consistente con este prejuicio, y con el especial rechazo que generan aún cierto tipo de secuestros, resulta apenas obvio que no se reivindiquen ante la opinión pública sino que, por el contrario, se pretenda delegar la responsabilidad en otro tipo de autores, o de contratistas de la actividad.

Si las opiniones que se expresan en los medios de alguna manera reflejan los mismos estereotipos de la opinión pública, o de los encargados de adjudicar autorías a los secuestros, se podría decir que lo que en Colombia se entiende por delincuente común es fundamentalmente cualquiera que, al cometer un crimen, no viste el uniforme ni muestra ostensiblemente los emblemas de alguna organización armada. Ni siquiera los integrantes de las llamadas milicias urbanas, que se reconocen como un tipo de vinculación parcial con la guerrilla o los paramilitares, con papel activo en alguna etapa de los secuestros, se escapan al mote de delincuentes comunes de medio tiempo. “Su función (el miliciano) consiste en propaganda, consecución de material de intendencia, ataques a los CAI, labores de inteligencia a la Fuerza Pública además del asesinato de delincuentes en los barrios de su influencia. Muchos de ellos trabajan medio tiempo de milicianos y medio tiempo de delincuentes comunes. Por ejemplo, un joven de 19 años recientemente capturado intimidaba a gente en Ciudad Bolívar alegando ser un miliciano de las Farc. Cuando la Policía lo capturó en flagrancia recibiendo la plata de una extorsión de las Farc el joven, que ya tenía antecedentes judiciales, confesó que estaba haciendo un simple mandado por 50.000 pesos. Estos milicianos con frecuencia establecen alianzas con el crimen organizado. Como está comprobado que la mayoría de secuestrados que se mantienen en cautiverio en la ciudad son rescatados, los delincuentes comunes prefieren ‘vender’ el secuestrado a la guerrilla para asegurar por lo menos 50 millones de pesos. El miliciano es el encargado de hacer el contacto con la guerrilla y de sacar el secuestrado hacia la zona rural” [8].

Resulta llamativo que uno de los más experimentados secuestradores de las Farc hubiese iniciado su carrera, precisamente, como un simple miliciano. “Autoridades reportan captura de 'Hugo', presunto jefe del frente 22 de las Farc  La Fiscalía lo investiga por varios secuestros … Se trata de Wilmer Antonio Marín, alias "Hugo" … una de las piezas fundamentales del Bloque Oriental de las Farc en materia económica, ya que, según las autoridades, aportaba más de 10 mil millones de pesos semestrales, por concepto de extorsiones y secuestros … Marín Cano nació en Aguachía, corregimiento de Arauquita (Arauca), donde se inició, a los 17 años, como miliciano. Tras ocho meses fue trasladado a Uribe (Meta), donde recibió instrucción en armamento, infiltración y manejo de masas”  [9].

De todas maneras, las justificaciones para atribuir la responsabilidad de los secuestros a la delincuencia común, son de una ligereza palpable. En los medios de comunicación, parece ser suficiente que, como se mencionó, los secuestradores o los encargados de vigilar al rehén, no vistan uniforme así el lugar del incidente o el sitio de cautiverio esté dentro de territorios de reconocida influencia de actores armados.

Al respecto vale la pena transcribir los relatos de un secuestro en el Distrito de Aguablanca en Cali y de un rescate en la comuna nororiental de Medellín, seguidos de una breve caracterización de tales lugares.
Los incidentes: (1) “En un operativo relámpago, el Gaula del Ejército rescató a  una comerciante que había sido secuestrada sólo tres horas antes. Una banda de delincuentes comunes irrumpió a las 12:30 p.m. de ayer en el negocio de maderas… ubicado en el Distrito de Aguablanca, intimidándola con un arma de fuego para que los acompañara.” (2) “Sano y salvo, la Policía Metropolitana rescató en una vivienda de la comuna nororiental de Medellín, al empresario xxx, secuestrado por delincuentes comunes que exigían  cerca de 150 millones de pesos, como rescate a sus familiares”  [10].

Los lugares: (1) “Entre los diversos actores que históricamente han brindado seguridad en la mayor parte de los barrios del Distrito de Aguablanca se encuentran  bandas, grupos de limpieza, milicias, guerrilla , y pandillas; agrupaciones que han depredado el capital social no solamente al dominar un territorio geográfico sino al reducir la  confianza y hacer prevalecer el silencio como estrategia de supervivencia”. (2) “La Operación Mariscal,  iniciada en mayo pasado por la Fuerza Pública en Medellín para desarticular las  milicias de los sectores nororiental y noroccidental de la ciudad, que son de su  dominio, desencadenó la guerra urbana. Medellín es un punto  estratégico, no sólo para los grupos subversivos, las autodefensas también  buscan controlarla debido a su posición de puente para acceder al Pacífico por  el río Atrato, al Urabá chocoano y antioqueño, al Magdalena Medio y al Eje  Cafetero” [11].

A juzgar por los testimonios recogidos también en la prensa, la ligereza con la que se resuelve que los autores de un plagio son delincuentes comunes  no parecería ajena a los responsables de las estadísticas. Después del rescate de un menor en Bogotá, secuestrado un par de días antes en Villavicencio “el  director de la Policía indicó que aunque inicialmente se había atribuido el plagio a las Autodefensas, los  secuestradores pertenecen a la delincuencia común.  Sin  embargo, investigadores del caso indicaron que aún no se puede descartar  que detrás del secuestro puedan estar grupos alzados en armas”. El Tiempo, abril 8 de 2003.  

De ser tomadas en serio, estas asignaciones de responsabilidad a etéreas bandas, reflejarían la existencia de unas organizaciones de criminales comunes increíblemente sofisticadas.





* Universidad Externado de Colombia. Este trabajo hace parte de un proyecto más amplio sobre secuestro en Colombia financiado por la Guggenheim Foundation. Se agradece la colaboración de Daniel Vaughan.
[1] Se incluyeron como víctimas del sector agropecuario no sólo los agricultores, ganaderos y hacendados sino los agrónomos, avicultores, bananeros, biólogos, cañicultores, chaluperos, floricultores, indígenas, mineros, palmicultores, pescadores, veterinarios y zootecnistas.
[3] Para esto se estima un modelo logit que permite identificar las variables que, dentro de las disponibles en la base de datos de Fondelbertad,  mejor permiten discriminar los secuestros que terminan con un rescate de los demás. Todas las variables incluidas en la Gráfica presentan coeficientes significativamente distintos de cero al 99% de confiabilidad.
[4] “Drama por plagio de un niño”,El País, Cali,  Septiembre 13 de 2002
[5] “Al menos que vuelvan los niños”. El Tiempo, Diciembre 13 de 2003
[6] Kalli, Leszli (2000). Secuestrada. Diario de una joven secuestrada por la guerrilla colombiana. Madrid: Espasa Hoy p. 19. Énfasis propios
[7] El Tiempo Diciembre 13 de 2003. 
[8] “El brazo urbano”. Semana.com Nº 21572, Abril 19 de 2002.
[9] El Tiempo, Diciembre 15 de 2003.
[10] El País Cali, Septiembre 13 de 2003  y Caracol.com Agosto 5 de 2003. 

[11] Fundación Corona. La Casa de Justicia y el Distrito de Aguablanca. www.fundacioncorona.org.co/Programaalianzas/ 1999/Casa%20de%20justicia.pdf y El Colombiano 19 de Octubre de 2002