Maras indígenas en Guatemala


Varias explicaciones [1]
En forma similar a lo que ocurre en otros países de América Latina, en Guatemala es amplio el abanico de explicaciones para los altos niveles de violencia observados en los últimos años [2]. Una de las más reiteradas es la de la herencia del conflicto armado, que habría alterado los mecanismos de cohesión social, debilitado las instituciones judiciales y consolidado la violación de los derechos humanos. Se establecen vínculos entre el conflicto y la consolidación de mafias.

Otra explicación corriente atribuye la violencia a las precarias condiciones sociales y económicas. “La estructura socioeconómica imperante, la cual es percibida como crítica [...] debido a la pobreza, la desigual repartición de la riqueza, la exclusión política, social y cultural que provoca insatisfacciones a todo nivel …  a mayor frustración en el ser humano, mayores niveles de violencia" [3].
También se argumenta que los altos niveles de violencia en Guatemala se explican por la impunidad. “La ineptitud de las autoridades e instituciones encargadas de la seguridad y aplicación de justicia [...] se traduce en impunidad y más violencia” [4].  Una de las consecuencias de la impunidad serían los linchamientos, una peculiaridad guatemalteca. En los primeros informes de la Misión de Naciones Unidas para Guatemala (MINUGUA) se asociaban los linchamientos con la insuficiente reacción estatal. 
Otra explicación usual es la de la cultura de violencia, con profundas raíces históricas.   “Durante la Época Colonial los asentamientos de los pueblos indígenas contaban con su propia legislación, de igual manera que las ciudades de los españoles.  Pero a finales del siglo XVI empezó a surgir una población que no era indígena ni española, ni negra (esclavos), eran los llamados ladinos.  Los ladinos no tuvieron reconocimiento legal hasta 1823, por lo tanto era una población que legalmente no existía, que no tenía cultura enraizada en lo maya, ni en lo español; y que, por ocupar asentamientos ilegales, carecían de instituciones que representaran a las autoridades del gobierno.  Entonces, esa región del Oriente de Guatemala pasó siglos sin autoridad, sin instituciones y la población tuvo que improvisar su propia organización cultural y crear una tradición, que incluía un sistema de justicia se puede resumir en la Ley del Talión[5].

Persistencia de la violencia
La violencia homicida de final del siglo en Guatemala presentaba síntomas de persistencia y concentración.  La correlación de las tasas de homicidio departamentales entre dos años consecutivos era importante (98% entre 1996 y 1997 y 94% entre este último año y el 98).  De hecho, un buen elemento para predecir de la tasa de homicidio en un departamento era justamente la tasa de homicidio en el mismo departamento en el año inmediatamente anterior.

A pesar de esta observación de una alta persistencia regional de la violencia en los últimos años, no parece que esta noción pueda estirarse demasiado en el tiempo.  Sorprende, en ese sentido, la escasa asociación observada entre la violencia a final de los noventa (medida por el promedio de la tasa de homicidios para el período 96-98) y el reporte que hacían, en el año 99, los hogares acerca de las personas conocidas que, alguna vez, hubieran muerto de manera violenta. La pregunta que se hacía en la encuesta de victimización para medir esta cercanía de los hogares con la violencia era “Alguna vez, ¿alguien que usted o sus familiares conocían personalmente, fue muerto violentamente o asesinado?”

Estas dos dimensiones de la violencia –la tasa de homicidio y el vínculo de los hogares con una muerte violenta- mostraron ser relativamente independientes entre sí (el índice de correlación, negativo, no alcanza al 1%).  Parecería entonces que, ya desde el año 99 la violencia en Guatemala estaba, por decirlo de alguna manera, relativamente desvinculada de la del pasado. La anotación anterior tiende a corroborarse cuando se observa la asociación, también débil, entre la violencia y la percepción de los hogares acerca de la intensidad del conflicto armado en su localidad –“¿qué tan intensa o grave fue la situación del conflicto armado interno en su localidad?”- o la gravedad de los abusos de las autoridades durante el conflicto “-¿qué tan serios o graves fueron los abusos de las autoridades durante el conflicto armado interno en su localidad?”.  En ambos casos la respectiva correlación de los indicadores por departamentos con la tasa de homicidios es inferior al 10%.

De hecho, estos dos indicadores sobre el conflicto parecen reflejar una misma realidad: en aquellos lugares en dónde se señala que el conflicto fue más intenso se reporta mayor gravedad de los abusos de las autoridades. La correlación entre  el porcentaje de hogares que consideran que, en su localidad, el conflicto fue intenso y que los abusos fueron graves supera el 85%. Además, persiste una asociación, o al menos tal percepción, entre los niveles de violencia y los abusos de las autoridades con los ciudadanos guatemaltecos. Así, en los departamentos más violentos es mayor la percepción acerca de aumentos en los abusos de las autoridades y menor la impresión sobre disminución de tales abusos. 

Con relación a la herencia del pasado, vale la pena destacar la asociación positiva entre la intensidad con que se vivió el conflicto y la percepción sobre la influencia del crimen organizado. En efecto, los departamentos en los cuales los hogares reportan, en el año 99, una mayor percepción sobre la influencia del crimen organizado son justamente aquellos en los cuales las impresiones acerca de una alta intensidad del conflicto son mayores.

No es fácil, con la información disponible, ofrecer una explicación satisfactoria para esta asociación entre el conflicto interno del pasado y la presencia de crimen organizado. Una posibilidad sería la de la criminalización de algunos de los participantes en el conflicto.  Otra sería la del debilitamiento de la cohesión social, o de algunas instituciones.

En síntesis, una de las hipótesis que se maneja actualmente acerca de la violencia en Guatemala que plantea que esta hunde sus raíces en el pasado y en particular en los excesos de las autoridades no es totalmente consistente con la información disponible a nivel regional. Un dato revelador al respecto lo constituye el hecho que los departamentos  más violentos no coinciden con aquellos en los cuales un mayor número de los hogares reporta conocer una persona asesinada.  En el mismo sentido apunta la débil asociación entre las tasas de homicidio y la percepción de los hogares acerca de la gravedad del conflicto en sus localidades, o los abusos de las autoridades. Por otra parte, sí aparece una asociación por departamentos entre la intensidad del conflicto y la percepción de la influencia de organizaciones criminales.  Así, lo que estos datos sugieren es que la violencia reciente es de una naturaleza diferente o que, por lo menos, se ha relocalizado geográficamente.  Esta nueva violencia, por su parte, si muestra una clara concentración y persistencia local.  Una eventual herencia que se percibe del conflicto sobre la violencia actual sería la de haber inducido, o facilitado, la consolidación del crimen organizado en ciertas regiones. 

Violencia y pobreza
Una explicación corriente en Guatemala acerca de las raíces de la violencia tiene que ver con la pobreza y la exclusión social como factores determinantes, como el caldo de cultivo, de los comportamientos violentos.  Esta explicación, no se corrobora con la información regional disponible a finales de los noventa.

Por un lado, la asociación entre las tasas de homicidio y los indicadores de pobreza o exclusión por departamentos no sólo es débil sino que presenta el signo inverso al esperado.  En efecto, la correlación entre la tasa de homicidios (promedio 96-98) y el índice global de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) es de –19%.  Con el indicador de exclusión la correlación negativa es aún más significativa, - 44%.  Otro de los indicadores disponibles sobre condiciones de vida, el índice de desarrollo humano, tampoco muestra una asociación consistente con las predicciones de la teoría sobre los determinantes económicos de la violencia.  La correlación es del 32% y sugiere que la tasa de homicidios aumenta con el índice de desarrollo humano.

Algo similar puede decirse con respecto a la violencia juvenil. Ninguno de los indicadores sociales disponibles por departamentos muestra una relación digna de mención con la percepción de los hogares sobre la pertinencia del fenómeno de las maras en sus comunidades. Es necesario aclarar que el indicador construido a partir de los datos de la encuesta de victimización no se refiere a la extensión o incidencia de las maras sino a su gravedad, pues estaba basado en la pregunta: “¿Que tan seria es la amenaza de las maras en esta comunidad?”.

Otra versión de la teoría plantea que la violencia es en parte el fruto de las deficiencias en el sistema educativo. La información por departamentos para Guatemala no parece corroborar la predicción que los mayores niveles de violencia están siempre asociados con deficiencias en el nivel educativo de la población.  Nuevamente, lo que se observa es una relación no sólo débil sino con el signo contrario al esperado.  La correlación entre la tasa de homicidios y la de analfabetismo es del orden de –45%, mostrando que a mayor porcentaje de población sin capacidad de lectura la violencia es menor.  Utilizando como indicador del llamado capital humano la escolaridad promedio de los adultos se llega a un resultado similar, en el sentido de un efecto perverso de la educación sobre la violencia.

Una de las ideas con más larga tradición en la criminología es la que identifica la violencia como un fenómeno esencialmente urbano.  El supuesto que el crimen se asocia con la modernización y la industrialización ha tenido una gran influencia y por mucho tiempo el estudio del crimen se ha concentrado en la población urbana marginada como la generadora del delito. Para Guatemala parece útil descomponer esta hipótesis de urbanismo/modernización puesto que si bien no se aprecia un efecto de las tasas de urbanización sobre la violencia, si se puede percibir un efecto notorio de las culturas indígenas en términos de su capacidad para mostrar menores niveles de violencia en las regiones donde su presencia es mayoritaria.  En aquellos departamentos en los que la población indígena constituye más del 40% de la población las tasas de homicidio se sitúan alrededor, o por debajo, de los 20 homicidios por cien mil habitantes.  Por el contrario, los departamentos con mayores niveles de violencia son aquellos para los cuales la participación indígena dentro de la población es inferior al 20%. De hecho, tanto para el promedio del período 1996-1998 como para cada uno de los años, la correlación entre la tasa de homicidios y el porcentaje de población indígena es del orden del –80%. Aunque de manera menos nítida, también se percibe una relación entre la composición étnica de la población y el indicador de influencia de grupos criminales organizados y de maras. Parecería que uno de los obstáculos a la consolidación de mafias en algunas regiones ha sido la alta participación de población indígena. En efecto, en todos los departamentos en dónde la proporción de indígenas en la población supera el 60% menos del 20% de los hogares consideran seria la influencia de organizaciones criminales. Por otro lado, el departamento en el que se reportan los mayores niveles de influencia de las mafias, Chiquimula, la participación indígena es cercana al 30%. La correlación entre estos dos indicadores es de -26%. Con respecto a las maras, el poder de contención de la cultura indígena parece menos definitivo.

Para algunas de las explicaciones usuales sobre las raíces de la violencia, en especial aquellas que la asocian con deficiencias en el capital humano, o más recientemente, en el llamado capital social, estos resultados resultan sorprendentes. El hecho que la población indígena de Guatemala, que es la que presenta mayores niveles de analfabetismo y menores de escolaridad, sea justamente aquella que ofrece un terreno menos fértil a la violencia contradice abiertamente la noción que la violencia surge de la falta de oportunidades sociales.

Violencia y crimen organizado
La relación entre la violencia y el crimen organizado ha sido ampliamente reconocida en la literatura. El trabajo clásico sobre las mafias de Diego Gambetta plantea que un componente crucial de los servicios privados de protección –y de justicia privada- es precisamente la capacidad coercitiva. En el mismo sentido, Thoumi (1994) señala que la violencia es un insumo importante de las actividades del crimen organizado por cuatro razones: (1) es el elemento básico en la resolución de conflictos y se usa como garantía para el cumplimiento de los acuerdos, (2) se utiliza como barrera a la entrada de eventuales competidores, (3) es un mecanismo de protección de la propiedad obtenida ilegalmente y (4) se puede usar contra las autoridades para alterar las reglas del juego.

Los datos agregados por departamentos para Guatemala tienden a corroborar esta asociación.  En efecto, y como se observa en la parte izquierda de la Gráfica 9.7 el grupo de departamentos en dónde un porcentaje importante de la población considera “muy seria” la influencia del crimen organizado en su localidad corresponde con los mayores niveles de violencia.  Nótese como, al interior de este grupo, la mayor presencia de crimen organizado no coincide con los lugares de mayor violencia.  Esto podría ser consistente con la observación que una vez consolidadas las mafias logran imponer una especie de orden paralelo. A la derecha se observa la relación, un poco más débil, entre violencia e influencia de las maras. En este caso, por el contrario, los lugares en dónde se observa mayor desbordamiento de la violencia sí coinciden con aquellos en los que se considera más grave la influencia de las maras.

En cualquier caso, lo que vale la pena destacar es que de acuerdo con los resultados de la encuesta realizada, la percepción de influencia del crimen organizado y de las maras son en extremo similares.  Esta relación, sugiere la existencia de una relación bastante clara de integración entre el crimen organizado y las maras. No es difícil encontrar argumentos teóricos de soporte, o referencia a otros países, como Colombia, en dónde la delincuencia juvenil ha sido utilizada por las mafias, como proveedora de servicios o como instancia de entrenamiento.  Lo sorprendente en el caso de Guatemala es que tal relación sea relativamente ajena a las explicaciones corrientes acerca del origen y la funcionalidad de las maras
Gráfica 9.1
Con relación a los determinantes sociales y económicos de la violencia, uno de los resultados que aparece de manera recurrente en diversos trabajos empíricos, tanto en comparaciones internacionales [6] como en algunos países [7], es el de la asociación positiva entre los indicadores de desigualdad y la violencia.  En la mayoría de estos trabajos también se encuentra, de manera consistente con lo que sugieren los datos para Guatemala, que los niveles de pobreza no ayudan a explicar las diferencias que se observan en las tasas de homicidio. Desafortunadamente no es posible contrastar para Guatemala esta hipótesis, puesto que no se cuenta con indicadores de desigualdad por departamentos.

¿Cuál es el recurso escaso por el que pelean los jóvenes?
Los resultados empíricos que señalan esta relación entre desigualdad y violencia, y que en su mayoría han sido desarrollados por economistas, presentan un inconveniente y es el de no ofrecer un buen soporte teórico para esta asociación.  En efecto, si se acepta como marco conceptual la llamada teoría económica del crimen no es fácil dar cuenta del efecto de la distribución del ingreso sobre la decisión de recurrir a la violencia.  Eventualmente, se podría elaborar un argumento que llevara a la consideración de la violencia como una forma extrema de redistribución de los recursos.  En esas líneas, la predicción sería la de individuos pobres atacando individuos de un mayor nivel económico.  Que no es lo que por lo general se observa tanto en Guatemala como en el resto de América Latina: muchachos jóvenes, de escasos recursos, matándose entre sí.

Por estas razones, parece un poco limitada la explicación económica para los comportamientos violentos.  En realidad, una de las pocas aproximaciones teóricas sugestivas  para la relación entre desigualdad y violencia la suministra no la economía sino la psicología evolucionaria.  Según esta disciplina la lucha por los recursos sólo se torna violenta cuando están en juego las posibilidades reproductivas de los machos.  A la desigualdad en la repartición de la riqueza se debe agregar un desequilibrio importante en el mercado de las parejas para que surja la violencia.  La violencia se da entre los machos porque entre ellos, mucho más que entre las hembras, el acceso a los recursos es más determinante del éxito reproductivo.  Así, es esta la única rama de las ciencias sociales que en la actualidad ofrece una explicación para una de las características más evidentes de la violencia, su diferente incidencia por géneros [8].

De manera preliminar, y desafortunadamente sin poder contar con información sobre distribución del ingreso, se trató de corroborar esta hipótesis para Guatemala.  Como ya se señaló, es la única que da cuenta de una de las características más reconocidas sobre la violencia homicida: la de ser un asunto entre hombres, y entre hombres jóvenes.

Como primera aproximación, se construyó como proxy del desequilibrio en el mercado de parejas un índice de masculinidad específico por edad y estado civil: la relación entre el número de hombres solteros entre 12 y 29 años y el número de mujeres solteras de la misma edad. El indicador ideal sería número de hombres solteros en el rango de edades a las cuales es habitual que se casen los hombres sobre número de mujeres solteras en el rango de edad a las cuales es habitual que se casen las mujeres. Estas edades generalmente no coinciden siendo mayor la de los hombres. 

El primer punto que vale la pena señalar es que en Guatemala, a nivel nacional, hay un exceso de hombres solteros del orden del 12%.  Alrededor de este promedio se dan enormes diferencias regionales.  En un departamento como el Petén el superávit varonil en edad matrimonial se acerca al 40%.  El punto que resulta difícil de explicar, con los esquemas tradicionales de determinantes de la migración, es que este índice de masculinidad específica está positivamente asociado con los niveles de pobreza.  Esta asociación no concuerda bien con la idea tradicional de jóvenes hombres que emigran de las regiones más pobres en búsqueda de oportunidades de trabajo.  Podría explicarse con movimientos migratorios de mujeres jóvenes desde las regiones más pobres.  Por ejemplo hacia las maquilas o a los trabajos en el sector servicios en la capital, único lugar en donde no existe el desequilibrio.  La otra explicación sería que la emigración de hombres jóvenes en busca de oportunidades se da hacia ciertas zonas en donde la riqueza y la posibilidad de acceso a recursos no están adecuadamente representadas por los indicadores de pobreza.  Tal sería el caso de regiones de tránsito hacia otros países o con actividades ilegales.

El otro aspecto interesante acerca de este indicador es que está negativamente asociado, y de manera significativa, con el porcentaje de población indígena.  Si se acepta que el desequilibrio surge ante todo de movimientos migratorios se tendría que la población indígena dispone de mejores mecanismos para contener la emigración. De todas maneras, estas dos variables, el índice de NBI y el porcentaje de población indígena, explican más del 60% de la varianza observada en el índice de masculinidad específica.

Luego de este paréntesis, y para volver a los factores de riesgo de la violencia, vale la pena destacar que este indicador del desequilibrio en el mercado de parejas sí muestra una asociación con la tasa de homicidios, y que el signo de esta relación es el que se esperaría en principio: a mayor superávit de hombres en edad de casarse, mayores niveles de violencia.  En efecto, los departamentos más violentos coinciden con aquellos en los cuales el desequilibrio es mayor.  Nótese como en esta gráfica se pueden distinguir claramente dos grupos de departamentos: en los más violentos (por encima de 40 homicidios por cien mil habitantes) la relación entre violencia y la tasa de masculinidad específica es aún más nítida que para el total de departamentos.  En los otros, la asociación es menos estrecha.  Estos últimos son precisamente aquellos en los cuales la población indígena tiene una mayor participación en el total.

Gráfica 9.2
Así, con relación a los determinantes sociales y económicos de la violencia, la información departamental para Guatemala muestra un perfil que va en contra de la sabiduría convencional sobre la violencia.  No aparece una relación clara con los niveles de pobreza y no se corrobora la noción de que la violencia surge de deficiencias en el nivel educativo.  Por el contrario, aparece con nitidez una mayor capacidad de la población indígena, precisamente la más pobre y con menor nivel escolar, para controlar la violencia.  Por otro lado se observa una asociación entre los niveles de violencia y la tasa de masculinidad entre la población joven soltera.

Homicidios, población indígena, desequilibrio demográfico y crimen organizado
En síntesis, la violencia reciente en Guatemala presenta varias características. Uno, enormes disparidades regionales, con tasas de homicidio que superan en ciertos departamentos los 100 homicidios por cada cien mil habitantes (hpcmh) en forma simultánea con regiones con una tasa cercana a cero. Dos, al igual que en muchos lugares de América Latina, se observa una gran concentración y persistencia de la violencia en ciertas localidades. A pesar de múltiples declaraciones en sentido contrario, la relación entre la violencia actual y la intensidad del conflicto en los ochenta parece bastante débil. En particular, es pobre la asociación que se observa entre las tasas de homicidios en los últimos años  y (1) el reporte que hacen los hogares acerca de las personas conocidas que, alguna vez, hubieran muerto de manera violenta o (2) la gravedad del conflicto tal como la perciben hoy los hogares o (3) la gravedad de los abusos cometidos por las autoridades. Estos dos últimos factores están altamente correlacionados.  Además aparece capacidad de las culturas indígenas para controlar la violencia, por lo menos hasta hace unos años, en las regiones donde su presencia es mayoritaria.

Hasta este punto, se han identificado tres factores que ayudan a explicar las diferencias departamentales en los niveles de violencia en Guatemala: la proporción de población indígena en el total, el índice de masculinidad entre los jóvenes solteros y la percepción sobre la influencia del crimen organizado.  ¿Cual es el efecto conjunto de estos factores sobre los niveles departamentales de la tasa de homicidios? A pesar de contar con un número relativamente reducido de observaciones es posible realizar un ejercicio estadístico de regresión múltiple. Esta tres variables explican en conjunto más del 80% de las variaciones en los niveles de violencia por departamentos, y todas lo hacen con una significancia estadística que supera el 95%. 

Un elemento que llama la atención de este ejercicio estadístico es que en están adecuadamente representados los tres grandes paradigmas del comportamiento humano: la dimensión instrumental racional, representada por el efecto del crimen organizado, el elemento cultural, que se capta a través de la proporción indígena de la población, y la dimensión más natural,  que se manifiesta por el exceso de hombres solteros.

Cambios recientes
Un punto que se debe señalar para Guatemala es el de un cambio, aparentemente sensible, en la situación de seguridad en los últimos años. En particular,  parece haber habido, en los años más recientes, un aumento significativo y generalizado en el fenómeno de afiliación a las maras o pandillas juveniles en todo el país. Por otra parte, parece clara la consolidación de las maras en las comunidades indígenas, fenómeno que no parecía muy relevante hace apenas un quinquenio. En una encuesta reciente, realizada por Aragón y Asociados (EAA) a finales del 2003, se indagó sobre la presencia de maras en distintas localidades [9]. Los resultados tienden a corroborar la impresión de una creciente incidencia de maras, así como su propagación hacia las comunidades indígenas.

Son varias las características de Guatemala que hacen de este un país particularmente interesante tanto para el diagnóstico de la violencia juvenil como para el diseño de programas de prevención. La primera es la heterogeneidad racial, y en particular la importante fragmentación que subsiste entre una importante fracción indígena de la población y lo que se podría denominar el establecimiento político, económico y burocrático.  Parcialmente vinculada con esta característica se puede mencionar, como segunda peculiaridad, la herencia del conflicto armado, y la todavía reciente firma de los acuerdos de Paz, que han contribuido a configurar la manera de abordar los problemas de violencia y, en particular, lo que se considera el rol adecuado de los organismos de seguridad en las respuestas para enfrentarla. El principal elemento que se debe tener en cuenta es que persiste, en forma más marcada que para el resto de países Centroamericanos, una gran desconfianza hacia los organismos de seguridad del Estado, incluso la Policía Nacional Civil (PNC). Por esa vía, son considerables en Guatemala las objeciones políticas e incluso ideológicas para emprender programas globales de prevención en los cuales se incluya, como se acepta fácilmente en otros países, un elemento policial. La observación anterior es pertinente ante todo cuando el objetivo de los esfuerzos preventivos se orienta hacia la población joven. Así, y de manera bastante más marcada que en otros países de la región, en Guatemala parece haber, por fuera de las instancias oficiales responsables de la seguridad, un amplio consenso político en el sentido que los programas orientados hacia los jóvenes, incluso para prevenir la violencia y la delincuencia, no deben tener ningún componente policivo. Para corroborar esta observación se pueden citar diversas opiniones publicadas en informes, o en los medios de comunicación, en dónde casi se da por descontado que la PNC es parte activa del problema de la violencia juvenil, y difícilmente puede hacer parte de la solución. “Son los mismos agentes de la Policía   quienes cometen un gran número de agresiones y violaciones al  momento de la detención, como consta en el informe 2001 de la Defensoría de Menores, de la Procuraduría de los Derechos Humanos” [10]. Afirmaciones recientes del conocido e influyente Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales de Guatemala (ICCPG) no  son menos elocuentes. “Los diversos estudios que ha realizado el INSTITUTO han demostrado que la mayoría de los adolescentes ingresan a prisión por detenciones ilegales; que existe arbitrariedad en la actuación policial; que muchos de ellos son golpeados o torturados y  que en muchas ocasiones, al ingresar a los centros de privación de libertad, son sometidos a un medio de deterioro físico y social. Todo ello constituye violaciones a sus derechos fundamentales” [11]. “La realidad que afronta la niñez y juventud víctima de la maquinaria estatal es alarmante … En el caso de la niñez y juventud indígena acusada de transgresiones a la leyes penales, este sector es comúnmente violentado por el sistema … El Plan Saturación, el Plan Anti-maras, el Plan Tornado lo  único que hacen es captar a la población con determinado perfil, el cual siempre corresponde a la población marginalizada, estigmatizada y pobre, dando como resultado que el 70% de las capturas realizadas por la Policía Nacional Civil el año recién pasado fuesen por faltas, para las cuales la Constitución o las leyes penales no contemplan cárcel, lo cual nos lleva a argumentar que las mismas fueron ilegales y que representaron una saturación innecesaria del sistema” [12].

Vale la pena reiterar que con la transcripción de estas opiniones no se pretende respaldarlas, ni desvirtuarlas, algo que se sale del alcance de este trabajo. Se recurre a ellas simplemente para ilustrar el hecho que reflejan la existencia de un ambiente relativamente desfavorable para emprender programas hacia la juventud en los que esté involucrada de manera explícita la policía.

También resulta indicativo al respecto el hecho que en la encuesta AEE de opinión pública que se hizo para contribuir al diagnóstico de la situación de violencia juvenil y aportar  elementos para el diseño de intervenciones los términos policía o PNC no aparecen en ninguna de las preguntas que se hicieron a los hogares. Así, lo que se plantea implícitamente es que las intervenciones orientadas a prevenir la violencia entre los jóvenes deben ser totalmente ajenas al ámbito de actuación de la policía. Son varias las organizaciones con amplia experiencia en programas con jóvenes, que manifiestan de manera explícita y enfática su rechazo, e incluso su voluntad de oponerse “políticamente”, a cualquier iniciativa de prevención que incluya como actor relevante al Ministerio de la Gobernación.

En forma independiente de la veracidad de estas afirmaciones, o de la pertinencia de estas impresiones lo que no se puede ignorar es que han configurado un ambiente políticamente adverso a la dimensión policiva de los programas orientados hacia la juventud.

En el mismo sentido, es fácil prever que el desarrollo de la legislación de jóvenes Guatemalteca siga siendo particularmente desfavorable, incluso cada vez más reacio, a los esfuerzos que incluyan componentes que se puedan considerar represivos.

La existencia de maras constituidas por jóvenes de origen indígena, de configuración relativamente reciente, plantea un desafío particular, puesto que su lógica y su dinámica no se conocen muy bien y no han sido suficientemente estudiadas. Está además el fenómeno, peculiar a Guatemala, de los linchamientos, varios de los cuales han sido dirigidos en contra de los jóvenes y que inevitablemente afectan cualquier tema relacionado con la violencia. 

Maras, sistema educativo y población indígena
El primer punto que sobresale de la encuesta de opinión pública realizada en una veintena de municipios en el año 2003, es la generalización del fenómeno de las maras o pandillas juveniles en todo el país. En efecto, como se observa en la Gráfica, en la mayor parte de las localidades en las que se realizó la encuesta hay relativo acuerdo, que en varios municipios alcanza un consenso del 100%, en la existencia de maras o pandillas juveniles.
Gráfica 9.3
Aunque por la manera como se hicieron las preguntas sobre presencia de maras en las dos encuestas, realizadas con tres años de diferencia, las respuestas no son totalmente comparables [13] si parece confirmarse la impresión de un incremento sostenido durante los últimos años en la incidencia de maras en los municipios guatemaltecos. A su vez, la decisión de incluir en la muestra municipios como Mazatenango, Chimalatenango, Mixco, Quetzaltenango, Puerto Barrios, San Marcos y Panajachel, parece acertada puesto que en todos ellos se da, de acuerdo con la opinión de los ciudadanos, una significativa incidencia del fenómeno marero.  El otro aspecto que parecen corroborar los datos de las encuestas es el de la consolidación de las maras en las comunidades con población predominantemente indígena.

En el año 2000 la tendencia de los jóvenes a agruparse en pandillas parecía algo relativamente independiente de la composición étnica de la población. Por otra parte, en los grupos focales que se hicieron entonces entre expertos de distintos sectores de opinión guatemaltecos antes de realizar la encuesta, el problema de las maras indígenas no apareció como algo digno de mención en ninguna de las discusiones.  En la muestra de municipios en dónde se realizó la encuesta tres años más tarde, por el contrario, se alcanza a percibir una asociación positiva entre el porcentaje de población indígena [14] y la percepción de presencia de maras. Aunque la relación no es lineal, y para un número importante de municipios con baja proporción de población indígena es alta la presencia de maras –lo que indicaría que lo primero no es condición necesaria de lo segundo- la gráfica anterior sugeriría que alta participación de la población indígena se asocia con alta incidencia de maras. De la observación de esta gráfica sobresale la importancia de cuatro municipios –Chimaltenango, Chichicastenango, Quetzaltenango y San Lucas- con una participación indígena superior al 50% de la población y, por otro lado, con un alto consenso en cuanto a la percepción de presencia de maras entre las personas encuestadas.

Un primer conjunto de elementos que puede contribuir a dar cuenta de esta creciente importancia de las maras de origen indígena serían razones de índole puramente demográfica. Uno, el grupo de niños y jóvenes indígenas ha crecido en forma sostenida a una tasa superior a la de sus contrapartes no indígenas. Así, por efecto de una más lenta transición demográfica, la población indígena, en forma aún más marcada que el resto, es una población predominantemente joven [15]. Dos, porque por diversos motivos –urbanización acelerada, reclutamiento militar forzado, conflicto armado, inseguridad rural- se trata de una población en la cual se han dado con mayor fuerza, en épocas recientes, los movimientos migratorios del campo a la ciudad. Así, en unos pocos años, la proporción de población indígena residente en los centros urbanos casi se triplicó. Además, estos desplazamientos masivos se concentraron en ciertos grupos etáreos específicos. “Son los niños y los jóvenes (indígenas), de ambos sexos, así como las madres solas quienes más se han movilizado a los centros urbanos en las ultimas dos décadas”. [16]

Es difícil no pensar, para ayudar a explicar esta relación que muestran los datos, en el abandono escolar como importante factor de riesgo para la afiliación de los jóvenes indígenas a las maras. En efecto, de acuerdo con los resultados de la EAA, el abandono escolar muestra una asociación positiva –aunque no lineal- tanto con la proporción de población indígena como, por otro lado, con la incidencia de pandillas juveniles en las localidades. En este contexto, sobresalen cinco municipios –Huehuetenango, Mixco, Coban, Puerto Barrios y Chinaltenango- por sus altas tasas de abandono escolar. El indicador de abandono escolar utilizado acá también se basó en los resultados de la encuesta AA(2003). Se definió como la proporción de jóvenes menores de 18 años que no estaban estudiando en el momento en que se hizo la encuesta. A su vez, con la excepción del primero de estos municipios, todos ellos presentan una alta percepción en cuanto a la presencia de pandillas juveniles o maras.

Es interesante observar que, entre los municipios de la muestra, se distinguen dos grupos para los cuales la asociación entre abandono escolar y proporción de población indígena es diferente. En particular, conviene destacar un primer conjunto con altos niveles de deserción –Puerto Barrios, Coban, Mixco y Huehuetenango- para el cual las tasas de abandono se sitúan siempre por encima del 25%. En un segundo grupo más numeroso de municipios, los niveles de deserción son por lo general inferiores al 20%. En ambos casos, sin embargo, el efecto de una mayor proporción de indígenas en la población sobre el abandono es similar.

Otra manera de percibir esta asociación entre las deficiencias en el sistema educativo y la presencia de maras es a través de la “oferta percibida” de escuelas en las comunidades. En aquellos municipios en los que existe un mayor porcentaje de hogares  que manifiestan que en su comunidad no hay escuelas se observa una impresión relativamente alta de presencia de maras. Se destacan algunos municipios –Chichicastenango, Quetzaltenango, Mixco y Huehuetenango- para los cuales se manifiestan deficiencias superiores al promedio en cuanto al cubrimiento efectivo del sistema escolar. No sorprende encontrar que tres de estos municipios  se caractericen, a su vez, por una alta participación de la población indígena.

Las comunidades indígenas: al margen de los programas para jóvenes
El otro aspecto que, a nivel de los resultados agregados por municipios, muestra una asociación preocupante con la composición étnica de las localidades es el de la existencia instituciones dedicadas al trabajo con las pandillas juveniles o maras. En concreto, se preguntaba en la encuesta “¿Existe alguna entidad o institución que trabaje con estas maras?”. Lo que se observa es que , con la excepción de Huehuetenango, aquellos municipios en dónde se observa algún nivel no despreciable –superior al 5%- de importancia de las instituciones orientadas al trabajo con jóvenes mareros –Guatemala, Villa  Nueva, Antigua, Jocotenango, Puerto barrios y Mazatenango- presentan todos una participación muy débil de los indígenas dentro del conjunto de la población (alrededor del 10%).

Así, si se excluye Huehuetenango -único municipio mayoritariamente indígena en dónde un 10% de las personas que respondieron la encuesta reporta estar enterado de la existencia de instituciones de apoyo a los jóvenes mareros-, las localidades en dónde parece existir algún tipo de esfuerzo institucional orientado a las maras muestran un participación bastante baja -promedio del 10%- de la población indígena. En las demás localidades, dónde es escaso el reporte de instituciones de trabajo con maras, tal porcentaje es del 34%. Así, los datos sugieren que el fenómeno de las maras de origen indígena parece hasta el momento bastante al margen de los esfuerzos institucionales de prevención.

Es difícil, a partir de una información tan fragmentaria como puede ser el simple reporte por parte de los hogares sobre la existencia o no de instituciones preocupadas por los grupos mareros, hacer cualquier tipo de análisis sistemático acerca de la efectividad de tales esfuerzos. A pesar de lo anterior, lo que si sugieren los datos de la encuesta agregados por municipios es que existe un número importante de municipios que cumplen el doble requisito de presentar –siempre de acuerdo con la percepción de los hogares- alta presencia de maras y virtual inexistencia de esfuerzos de trabajo con las maras.

Los datos de la encuesta analizados a nivel de la unidad básica utilizada para la encuesta, los hogares, tienden a corroborar las observaciones anteriores. En efecto, el que la persona que responde la encuesta pertenezca a una etnia indígena [17] incrementa de manera significativa –en casi 50%- la probabilidad que manifieste que en su comunidad operan pandillas juveniles o maras. Esta última probabilidad, por otra parte, se reduce a casi la quinta parte si en la encuesta se reporta que existen escuelas en esa comunidad. A este nivel, aparece también un nuevo factor que incrementa de manera significativa la percepción de presencia de maras y es la existencia de bares/prostíbulos en la comunidad Es desafortunada la manera como se mezclaron en la encuesta los bares y los prostíbulos, que se incluyeron como una misma categoría en el formulario. Este efecto, sin embargo, no se percibe en los datos agregados por municipios.

Otros indicadores disponibles del entorno institucional –como la existencia de juzgado, estación de policía o parque en la comunidad- no se asocian de manera estadísticamente significativa con el reporte de presencia de pandillas juveniles o maras. Algo similar puede decirse de la disponibilidad de alguna infraestructura deportiva o de recreación, que no muestra tener ningún efecto significativo sobre la percepción de la influencia de maras en las localidades. En efecto, ni el reporte sobre la existencia de áreas deportivas o culturales, o de cancha de fútbol, o de básket, o de  papi-fútbol muestran tener un impacto negativo sobre la percepción de presencia de maras en los barrios. A pesar de la observación anterior, y de manera realmente difícil de explicar o racionalizar, los datos de la encuesta muestran una asociación positiva, y estadísticamente muy significativa entre la presencia de pandillas y la existencia de un gimnasio en la comunidad, y simultáneamente una relación negativa con el hecho que la localidad cuente con un estadio. Aunque, como se señaló, no es fácil encontrar argumentos para dar cuenta de estos resultados, puede pensarse nuevamente en un efecto relacionado con la composición étnica de las comunidades, que parecería implicar cierto tipo de especialización en cuanto a la naturaleza de las instalaciones deportivas. Así, por ejemplo, en las comunidades con mayor proporción de población indígena parece más probable que se construyan estadios mientras que, por el contrario, resultan más escasos los gimnasios.

El otro aspecto que se corrobora con los datos de la encuesta a nivel de los hogares es el de la relación negativa entre la influencia indígena y el reporte sobre conocimiento de organismos o instituciones que trabajen con los jóvenes mareros. En efecto, el hecho que quien responde la encuesta manifieste ser indígena reduce en un 70% la probabilidad de que reporte conocimiento sobre instituciones que adelanten programas con los jóvenes pertenecientes a las maras. Además, ninguno de los demás elementos del entorno institucional –juzgado, policía, escuela- muestra una asociación negativa con la existencia de tales instituciones preocupadas por las maras.

Por otra parte, los datos sugieren una asociación positiva entre el manejo institucional del problema de las maras y la existencia de cierto tipo de infraestructura deportiva. La asociación más significativa se observa con las canchas de papi-fútbol, cuya simple existencia en una localidad multiplica por más de tres la probabilidad de que en esa misma localidad se reporte la existencia de instituciones que atiendan a los jóvenes mareros. A su vez la existencia de gimnasio multiplica por cerca de 2 la probabilidad de reporte de tales instituciones, la de estadio de fútbol la incrementa en un 50%, mientras que la de canchas de básquetbol muestra un efecto menos significativo. Se percibe en los datos una nueva peculiaridad puesto que las canchas de fútbol aparecen negativamente asociadas con las instituciones a favor de los mareros.

Así, indirectamente, los datos sugieren que las instituciones que actualmente desarrollan trabajo con los jóvenes mareros en Guatemala serían relativamente independientes del sistema educativo tradicional y estarían, por el contrario, asociadas con cierto tipo de instalaciones deportivas, en especial con las canchas de papi-futbol.  Esta observación no deja de resultar paradójica si se tienen en cuenta los resultados anteriores –fuera de un volumen importante de literatura tanto teórica como empírica- que sugieren, por distintas vías, una asociación entre el problema de las pandillas y el sistema educativo, y en particular con el fenómeno del abandono escolar. En algunas de las entrevistas realizadas, se pudo percibir, entre las organizaciones con experiencia en programas con jóvenes pandilleros, bastante escepticismo en cuanto a las bondades del sistema escolar tradicional como mecanismo de prevención de la afiliación a las maras.

Deporte y uso del tiempo libre
Con relación a la conveniencia o eficacia de los componentes de los programas de prevención con énfasis en la reorientación del uso del tiempo libre, y la práctica de algún deporte no es posible, con la información disponible, hacer una evaluación sistemática. Puede ser útil, sin embargo hacer algunas observaciones muy generales y, por otra parte, llamar la atención sobre algunos resultados que se derivan de la encuesta.

El primer comentario general es que la cobertura de lo que de manera genérica se denominó en la encuesta áreas deportivas y culturales (ADC) es sustancial. Aunque para el conjunto de municipios incluidos en la muestra la oferta de infraestructura deportiva y cultural es por lo general inferior a la del sistema educativo –sólo en tres de los municipios es superior- no por eso debe considerarse reducida, ya que en todos los municipios el porcentaje de respuestas positivas a la pregunta en la que se indagaba por ese tipo de disponibilidad fue superior al 80%. Algo similar –en el sentido de un cubrimiento que en principio parece razonable- puede decirse acerca de la disponibilidad de canchas deportivas de distinto tipo.

Como ya se mencionó, no es posible con la información de la encuesta evaluar de manera sistemática el potencial de la infraestructura deportiva como eventual mecanismo de prevención de asuntos como la afiliación a las maras, pero el hecho que coexistan simultáneamente una amplia cobertura de las primeras con una incidencia generalizada de las segundas sugiere cautela a la hora de asignarle un papel preponderante a este tipo de esfuerzos como componentes de los programas de prevención.

Otro punto relacionado con el uso de las canchas deportivas como estrategia preventiva que conviene mencionar es que algunos resultados de la encuesta sugieren cierto grado de resistencia a este tipo de intervenciones por parte de las comunidades que padecen la presencia de las maras, y en especial cuando es alta la participación de la población indígena.  En efecto al indagar sobre la opinión acerca de la conveniencia que los jóvenes mareros puedan tener acceso a las instalaciones deportivas [18] la respuesta es mayoritariamente negativa: más de las tres cuartas partes de las personas manifiestan no estar de acuerdo. Además, la negativa es más extendida entre quienes reportan presencia de maras en su comunidad y entre los indígenas. Así, el hecho que una persona señale que en su comunidad operan pandillas juveniles incrementa en un 86% la probabilidad de mostrarse en desacuerdo con el uso de las canchas por parte de los jóvenes mareros. Para las personas indígenas el incremento adicional en la probabilidad de rechazo a este tipo de iniciativa es del 33%.

Responsabilidad institucional de los programas para jóvenes
Otro resultado pertinente tiene que ver con la opinión sobre quien debe ser responsable de los programas para los jóvenes. La pregunta que se hacía era “¿qué organismo o institución le gustaría que apoyara programas para la juventud?”. Al respecto, un punto digno de mención es que, en términos generales, los ciudadanos encuestados manifiestan tener una mayor preferencia por los programas bajo la responsabilidad del gobierno central, seguido en su orden, por la Iglesia, el municipio y las ONGs.

Gráfica 9.4
El segundo elemento que amerita un comentario es que los ciudadanos indígenas manifiestan una preferencia mayor por los programas bajo responsabilidad del municipio que los ladinos o los mestizos. A pesar de lo anterior, entre los indígenas la primera opción sigue siendo el gobierno central. Como dato curioso se puede señalar que la población indígena es la que muestra una mayor desconfianza hacia los programas bajo la responsabilidad de las ONGs. Tercero, el hecho de manifestar que en la comunidad hay presencia de maras incrementa levemente la preferencia por la Iglesia como institución de apoyo a los programas con los jóvenes.

Es interesante observar que el hecho de que un ciudadano tenga conocimiento sobre la existencia, en su comunidad, de programas orientados hacia la juventud –tales como instituciones que trabajen con maras, u organizaciones que promuevan programas de apoyo a la juventud- parece alterar las preferencias sobre la responsabilidad de esos programas, en detrimento del gobierno central y a favor de los municipios pero, sobre todo de la Iglesia.
Gráfica 9.5
El conocimiento que se tiene sobre programas para la juventud no es el único elemento del entorno institucional que muestra tener un efecto sobre las preferencias acerca de la responsabilidad de los programas. También interesante es el resultado de acuerdo con el cual la opinión que se tiene sobre quien debe liderar  los esfuerzos a favor de la juventud -algo que puede servir para prever el apoyo que recibirá cierto tipo de intervención en detrimento de otra- se altera de acuerdo con la manera como se resuelven los conflictos, que se puede suponer relacionados con la violencia y la delincuencia, en las localidades. Es desafortunado que en la encuesta no se hiciera en la pregunta una referencia más concreta al tipo específico de conflicto. Peor aún, que en el enunciado de la pregunta se mezclara problema con conflicto. A pesar de lo anterior, y teniendo en cuenta las opciones consideradas para las respuestas, se puede suponer que al responder, la gente estaba pensando en conflictos de tipo penal. La pregunta específica y las opciones de respuesta eran: “¿Cómo se resuelven los problemas o conflictos en su comunidad?
Denunciándolos a las autoridades
Linchándolos (sic)
Haciendo justicia por mano propia
Metiéndolos preso (sic)
No sabe/ No responde


En este contexto, es pertinente destacar que cuando la gente percibe que en su localidad predominan las soluciones que de manera general se pueden denominar de justicia privada –linchamientos o ajusticiamientos- se manifiesta una mayor preferencia por los programas apoyados por el gobierno central, en detrimento de aquellos bajo responsabilidad de la Iglesia,  los municipios o las ONGs. Por el contrario, en aquellos lugares en los que se percibe una presencia estatal mejor consolidada –que se refleja en el mecanismo de denuncia para enfrentar los conflictos penales- aumenta la preferencia por las instituciones locales para adelantar los programas con jóvenes.

Gráfica 9.6
Este resultado, a primera vista paradójico, no podría ser más lógico y diciente: los ciudadanos perciben que, cuando hay fallas de Estado profundas y estructurales –como la debilidad de mecanismos públicos de justicia- se debe fortalecer, y no debilitar aún más, la presencia estatal, incluso en las áreas relacionadas con la juventud. 

La sensación implícita de que las instituciones locales se ven desbordadas, y que por lo tanto se debe recurrir al Gobierno central para manejar los programas con los jóvenes, es particularmente aguda cuando los ciudadanos consideran que la manera más usual de resolver los conflictos penales en un municipio es el linchamiento. Por el contrario, cuando el mecanismo típico de justicia privada es el ajusticiamiento, se incrementa la confianza en la Iglesia y el municipio en detrimento de las instancias del Gobierno central.
Gráfica 9.7
Una eventual explicación para este resultado sería que los ajusticiamientos se asocian normalmente con organismos de seguridad paraestatales, con lo cual su incidencia en una localidad implica una merma en la confianza para que el Gobierno central sea el principal apoyo en los programas orientados hacia la juventud.

Vale la pena analizar cual es el efecto conjunto de los distintos elementos que se acaban de señalar sobre las preferencias de los ciudadanos en términos de sobre quien debe recaer la responsabilidad de los programas con jóvenes. Los datos a nivel de hogar sugieren que la manifestación de apoyo a programas liderados por el Gobierno central depende positivamente del reporte de linchamientos como la manera más usual de resolver conflictos violentos, y negativamente de la presencia de maras en la comunidad, de la existencia de instituciones trabajando con mareros y del origen indígena de quien responde. El impacto más importante en magnitud y más significativo es la referencia a los linchamientos, que multiplica por más de tres la probabilidad de una opinión favorable a los programas bajo tutela del Gobierno. La presencia de maras en la comunidad reduce esa probabilidad en un 62%.

A su vez, el apoyo a los programas bajo responsabilidad del municipio depende positivamente de que las denuncias o los ajusticiamientos  sean el modo primordial de resolver conflictos violentos en la comunidad, de la existencia de instituciones para el trabajo con los mareros y de que quien responde la encuesta sea indígena.

Es curioso observar que el efecto de la presencia de maras en los municipios es el de bajar el apoyo a los programas para jóvenes gubernamentales para aumentar el de aquellos  apoyados por la Iglesia, no por los municipios. Por el contrario, este tipo de alternativa se ve desfavorecida cuando se reportan linchamientos.

En síntesis, los datos de la encuesta sugieren que la opinión que se expresa sobre la instancia más idónea para liderar los programas orientados a la juventud varía sustancialmente dependiendo del entorno institucional. Estos efectos, aunque relativamente complejos tienen mucha lógica. En esencia, las comunidades parecen apoyar programas respaldados por el Gobierno cuando en las localidades priman ciertos mecanismos de justicia privada, como los linchamientos, para resolver los conflictos violentos. Por el contrario, el reporte de ajusticiamientos disminuye de manera significativa el respaldo a los programas bajo la órbita estatal. Por otra parte, las comunidades indígenas parecen más desconfiadas de este tipo de programas gubernamentales que la población ladina o mestiza.

Solamente cuando están mejor consolidados los mecanismos de justicia penal pública mediante denuncias parece abrirse paso un ambiente favorable para que se emprendan programas liderados por la municipalidad. Este resultado tiene sentido. Significaría que primero se debe consolidar el Estado para que luego se pueda delegar en los municipios la capacidad de emprender programas orientados a los jóvenes. Además, la población indígena es más favorable que el resto de la población a los programas de índole municipal.

Los resultados anteriores sugieren que en aquellas localidades en donde es pertinente el fenómeno de los linchamientos la gente parece darle prioridad a las intervenciones apoyadas o lideradas por el gobierno central mientras que en las que se puede considerar mejor consolidada la justicia penal hay mayor margen para emprender intervenciones lideradas por el municipio. En el otro extremo parecería que en aquellas localidades en dónde se reportan fenómenos de ajusticiamientos, que se podrían asimilar a violaciones graves a los derechos humanos, se le da un mayor énfasis a las intervenciones lideradas por el municipio en detrimento del gobierno central.

No es redundante la recomendación de impulsar un centro  concentrado en el análisis de los problemas de violencia y seguridad, en particular de jóvenes, en las comunidades indígenas guatemaltecas. Parece claro que uno de los elementos más importantes de la evolución reciente de la problemática juvenil en ese país es el de las maras indígenas. Igualmente llamativo es el enorme vacío que existe en términos de diagnóstico del fenómeno. En la única referencia que se pudo encontrar sobre el tema [19] se menciona que la mara indígena “tiene rasgos distintivos que le son propios, por ejemplo, los nombres en idiomas mayas y muchas de las actitudes e intereses de sus integrantes son mecanismos de defensa contra la discriminación y abuso de la población ladina. El estudio señala que desde 1985, cuando resurgieron las pandillas juveniles, éstas sirvieron como un espacio de protesta de los jóvenes de ambos sexos y de distintos estratos sociales hacia la política estatal, la carencia de servicios públicos y principalmente de los servicios dirigidos a los adolescentes. Sin embargo, con el tiempo estas agrupaciones se fueron degenerando a tal punto de convertirse en delincuencia común, fenómeno que también ha influido en muchos indígenas quienes equivocadamente se han organizado en las comunidades con fines de protesta violenta y criminal, indica. Finalmente, el estudio hace un llamado a las instancias estatales y civiles para que creen proyectos de entretenimiento e información, con el fin de prevenir que los jóvenes se pierdan su identidad y equivocadamente se adhieran a las denominadas maras” [20].

No parece necesario desarrollar un argumento muy largo a favor de la idea que este fenómeno requiere de mayor análisis y, muy posiblemente, de intervenciones específicamente adaptadas a sus peculiaridades. Como bien lo refleja el fenómeno del abandono escolar, también con rasgos e incidencia peculiares a la población indígena, parece conveniente profundizar el conocimiento que se tiene de la vinculación de los jóvenes indígenas tanto al sistema educativo como al mercado laboral. “Tendencias previsibles en el crecimiento y la distribución de la  juventud indígena sugieren que es necesario poner atención especial en el grupo de  indígenas en edad escolar, ya que por las condiciones de vida y de trabajo en las áreas  rurales, los niños indígenas ingresan muy tempranamente a la etapa juvenil de vida rural”  [21]. En ambos casos, se trata de problemas muy relacionados con la formación de pandillas y maras.

La dimensión internacional tanto de las maras como de las respuestas
Sería un error desconocer que las maras en Guatemala hacen parte de un fenómeno más amplio que, sin exagerar, se puede decir ya tiene una dimensión continental. De hecho, uno de los resultados del trabajo realizado por AA(2003) sugiere que, con la excepción de Jocotenango, en todos los municipios analizados se encontraron maras locales afiliadas, o bajo franquicia, de la mara Salvatrucha y de La 18. También sería poco razonable ignorar que este tipo de organizaciones, a escala continental, tienen vínculos de distinto tipo con fenómenos como el narcotráfico, el contrabando de armas o los flujos de inmigración irregular.

La observación que tanto la actividad de las maras en otras países como las respuestas a esas actividades pueden tener repercusiones en Guatemala, hace necesario tener en cuenta no sólo las peculiaridades locales de las pandillas sino también su dimensión de fenómeno con ramificaciones internacionales.

En síntesis, aunque, como es lógico, los programas de prevención no necesariamente se deben ocupar de cuestiones tan complejas como los linchamientos, o los ajusticiamientos, o los flujos internacionales de la droga, si resulta conveniente tener en cuenta ese tipo de condicionantes para el diseño de las intervenciones e incluso para la definición de los lugares en los cuales se pueden adelantar los programas con relativa confianza de que no serán desbordados.


[1] En esta sección se resumen algunos resultados del proyecto “Violencia en Guatemala” realizado en el año 1999 y financiado por el BID. Como parte de este proyecto se realizó en agosto de ese año, una encuesta de victimización a hogares. No se hicieron, como en otros países de la región, encuestas de auto-reporte. Para la ficha técnica de la encuesta y los detalles de las estimaciones ver CIEN (2000).
[2] Ver referencias en CIEN (2000)
[3] Marco Antonio Garavito (1999), et al, “Percepciones de la violencia en Guatemala”, Guatemala, pp 19 y  34. Citado en CIEN (2000).
[4] Ibid., p. 34.
[5] CIEN (2000)
[6] Ver por ejemplo Soares (2000), o Bourguignon (1999) o Fajnzylber et al  (1999).
[7] Para Colombia ver Sarmiento (1998)
[8] Ver por ejemplo Wright (1994) o Daly & Wilson (1988). Una revisión de esta literatura se encuentra en Rubio y Salcedo (2006)
[9] Ver AA(2003)
[10] El valor de una oportunidad. Prensa Libre Marzo 3 de 2003.
[11] Ibid. Subrayados propios
[12] Es interesante observar que para la última parte de la afirmación la autora se basa en una publicación de la PNC: Manual de Criminología. Policía Nacional Civil. Enero 2001. Flores, Gabriela (sf) Situación de la Legislación en el tema Niñez y Juventud en Guatemala. ICCPG
[13] Se puede pensar que, con relación a la encuesta de BID-CIEN (2000) en la que se pedía que se calificara entre 1 y 5 la influencia de las maras, la de Aragón y Asociados, A (2003) sobre estima esa calificación puesto que se refiere sólo a si existen o no pandillas, en forma independiente de la gravedad o  intensidad de tal influencia.
[14] La composición étnica de la población a la que se hace referencia en estas gráficas se deriva de la misma encuesta de AA (2003).
[15] Cardona (1999)
[16] Cardona (1999) p. 2
[17] En contraposición a ladino o mestizo. No es claro si esta es una pregunta que se hizo abiertamente a los hogares encuestados o si se trata de una opinión del encuestador.
[18] La pregunta específica era “¿tendría usted algún inconveniente en que estos jóvenes (los mareros) utilicen las instalaciones deportivas y culturales al igual que toda la población?”
[19] El trabajo “De mi pueblo a la fábrica: crisis de identidad Maya” realizado por el Programa de Desarrollo Económico y Social de la Mujer Kichin Konojel. Citado en El Informador Rural, No. 17, semana del 22 al 28 de octubre 2002
http://www.guatemalanetz.ch/documenti/rural-2002-17.pdf
[20] Ibid
[21] Cardona (1999) p. 5