Publicado en El Espectador, Noviembre 17 de 2016
Feministas e intelectuales han negado
tercamente la influencia de las hormonas en el comportamiento. Pero ellas siguen
actuando, como la tierra moviéndose.
Con los años, los hombres sentimos la
caída de la testosterona, y del deseo. El nivel de la hormona aumenta súbitamente
en la adolescencia, alcanza un máximo hacia los veinte años y baja continuamente
hasta la tercera edad. Las variaciones de corto plazo se asocian con cambios en
la percepción del estatus y las consecuentes posibilidades sexuales. Ganar o
perder una competencia deportiva, incluso una partida de ajedrez, altera la
concentración de testosterona. La poderosa sustancia no desencadena conductas,
pero sí prepara el cuerpo para el conflicto o los encuentros físicos,
aumentando la energía.
Menos conocidos son los primeros dos
picos de la curva, al iniciarse la vida embrionaria y poco antes del
nacimiento. La primera subida provoca la diferenciación de los genitales: se
forman el escroto y el pene; sin ella, quedan vulva y clítoris. Estos cambios
físicos preceden el desarrollo y diferenciación cerebrales en la segunda mitad
del embarazo. Cualquier modificación del perfil endocrino en esos dos períodos
implica un desfase del cuerpo con los rasgos de personalidad dependientes del
cerebro, que se forma después. Los flujos prenatales de testosterona y
estrógeno definen en buena parte la identidad y la orientación sexuales, que
excepcionalmente pueden diferir de la morfología genital.
Tras muchos debates sobre la asignación
del sexo en competencias deportivas, en 2011 se adoptó como criterio la
testosterona en la sangre. La tasa masculina puede ser 30 veces superior a la
femenina. El cambio de voz en los hombres ocurre en la adolescencia con el
súbito aumento de las secreciones testiculares, y el correspondiente crecimiento
del aparataje vocal. Si una inyección de testosterona masculiniza una voz
femenina, el tono de los castrati se explica por su insuficiencia. La
asociación con la violencia ha sido muy estudiada. Niveles extremadamente altos
pueden implicar incrementos de la agresión, pero factores sociales y
educacionales -actuando sobre una fisiología afectada por la hormona- la
explican mejor. En adolescentes, la testosterona se relaciona con dominio
social pero siempre dependiendo del contexto. Varias enfermedades características
de la vejez masculina parecen depender de faltantes de la hormona. Una
manipulación extrema y controvertida es la castración química, utilizada en
algunos países con agresores sexuales reincidentes y asociada con una fuerte
caída de la testosterona.
Desde siempre los granjeros saben que
capar animales ayuda a su domesticación, pero sólo a mediados del siglo XIX se comprendió
que el efecto dependía de una sustancia producida en los testículos. Un médico
reportó haber mejorado su fortaleza y habilidad mental inyectándose extracto de
criadilla. Nació así la “organoterapia” –introducción de sustancias o
transplante de órganos sexuales- para combatir enfermedades, desde gripa hasta
esclerosis. Hace cien años se acuñó el término hormona para esos mensajeros que
lograban efectos lejos del lugar donde se producían; la palabra, de raíz
griega, significa “poner en movimiento, excitar, estimular”. La industria
farmacéutica buscó capitalizar el éxito de la organoterapia aislando, hacia
1930, la testosterona. Inicialmente se creyó que alterando la relación de
hormonas masculinas y femeninas se podría corregir la homosexualidad; se
comprobó que únicamente cambiaba la disfunción eréctil.
No sólo animales han sido domados de un
tajo. En Bizancio, Roma Antigua, el Imperio Otomán y las dinastias Chinas hubo
eunucos, para vigilar el harem, y como educadores. Según un escritor árabe, en
estos hombres, libres de apuros, la "mente se vuelve refinada, la
inteligencia se agudiza, la naturaleza se pule y el alma se anima”. Además,
sexualmente, “combinan todo lo que una mujer quisiera tener, permaneciendo a
salvo de la suprema desgracia, un impulso demasiado fuerte para el placer”.
Un mínimo reconocimiento de la
importancia de la biología, la medicina y la farmacología llevaría a considerar
intervenciones más eficaces, complementarias de la reforma legal y el cambio
cultural. Las doctrinas igualitarias no pueden seguir ignorando la
endocrinología, las neurociencias o la etología para comprender y eventualmente
modificar la naturaleza varonil, que es en extremo dispar entre la población. La
testosterona, y por ende la líbido masculina, varía mucho más entre individuos
de una misma edad que el promedio entre jóvenes vigorosos y ancianos decrépitos.
Afirmar que todos los hombres somos machistas, posesivos y violentos es tan
acertado como proponer que tenemos la misma estatura y aptitud para el
básquetbol. El discurso contra los “excesos masculinos” en general es inocuo,
incluso contraproducente. La búsqueda de relaciones de género equilibradas sería
trivial si bastara con dejar de enseñar lo que en cualquier época o cultura ha
tocado amansar, a veces drásticamente, caso por caso.
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