Publicado en El Espectador, Diciembre 8 de 2016
Cuartas Rodríguez, Pilar (2016). “¿Todos los piropos son acoso callejero? ¿Sirve prohibirlos?”. El Espectador, Nov 29
Parra, Andrea (2016) “Las mujeres queremos poder caminar tranquilas, no es mucho pedir”. El Espectador, Nov 29
En Timbío, Cauca, la Alcaldía busca
desincentivar los piropos. La loable iniciativa debería complementarse
pidiéndole el mismo silencio respetuoso a las feministas.
Ante una conducta que incomoda, es
apenas razonable pedir que cese, sin elucubraciones. Es la esencia de la
campaña, que las mujeres “levanten la mano para decir ¡No me gusta que me digan
esas cosas!”. Al acusar apresuradamente, algunos reclamos también ofenden: afirmar
que la intención es siempre agredir o adueñarse de un objeto sexual es una
imprecisión que no aporta un ápice a disuadir la conducta. Si alguien se cuela
en una fila basta señalarle que la respete, sobra recordarle antepasados
ventajosos. Contra el grafiti, asimilar los autores a comunistas que expropian
espacios urbanos sería pésima estrategia.
El piropo genera acaloradas discusiones
que reflejan un claro conflicto de intereses. Mi posición dio un giro de 180º
tras un debate en La Silla Vacía. Fui defensor acérrimo de una costumbre que me
dejó un noviazgo y amistades perdurables. Por su tufo clasista, critiqué la
cruzada de universitarias y ejecutivas contra los guaches. Un testimonio
contundente me hizo cambiar de opinión. Desde entonces, mi argumento contra los
piropos es utilitarista: lo que ellas pierden por oírlos parece superior a lo
que ellos ganan echándolos. Desconozco qué proporción de mujeres los detestan,
pero no son todas: a algunas les gustan. Esto complica el diagnóstico e irrita
fundamentalistas, pero no puede ignorarse.
Si una campaña se contamina con
mitología, o francas tonterías, perderá fuerza. “No hay mujeres bonitas o
mujeres feas”, sentencia una partidaria tan voluntarista como hipócrita del
decreto en Timbío. Borra de un plumazo la importancia de la belleza femenina,
desconoce esa obsesión humana, la moda, el maquillaje e infinidad de sectores y
personas que se dedican a mantener la figura y la juventud. Basta leer la
columna de una académica -“Las mujeres queremos poder caminar tranquilas, no es
mucho pedir”- para constatar que el título engaña y lo que pretende la autora es
sermonear, echar línea, pontificar sobre cómo debemos pensar. La sexualidad,
advierte, “debe producir placer para todas las partes involucradas y eso sólo
ocurre cuando media el consentimiento”. En esa sexología ficción nadie lo pide,
ni insiste, ni ruega, ni se adelanta: el flechazo es simultáneo, y las
relaciones están perpetua y milimétricamente coordinadas. Es un equivalente de
lo que las feministas llaman “mansplaining”, el tic masculino de explicarles
todo a las colegas de trabajo como a menores de edad. Pretender que un cuento
de hadas igualitario servirá para civilizar patanes refleja ingenuidad y
maternalismo ideológico.
Para erradicar el piropo sin entenderlo,
en la torre de marfil se recurre a las mismas consignas que dizque explican
todos los ataques contra las mujeres, confundiendo prioridades, gravedad de las
ofensas e infractores. Antes de enfrentar el hostigamiento verbal, las
autoridades de Timbío establecieron prioridades y fortalecieron la atención a
mujeres víctimas de la violencia. En nuestras universidades, líderes en
reflexión sobre asuntos de género, se intensifican las campañas contra
cualquier expresión del machismo mientras las violaciones siguen impunes porque
las estudiantes no denuncian a sus compañeros. La mescolanza de incidentes y el
irrespeto por la precisión del lenguaje no ayudan a sancionar, ni a prevenir.
“El primer acto violento que se comete contra la mujer es vestirla de rosadito
cuando nace”, proclama una tuitera. Sólo esos estándares de valoración del daño
conducen a que un “psst, ¡qué negros tienes los ojos!” se asimile a una
agresión.
Los avances en la situación de la mujer
llevan años, y es evidente que falta progresar, sobre todo en democratizarlos,
como se busca en Timbío. La obsesión por la minucia de feministas privilegiadas
refleja rendimientos decrecientes, negativos, de su activismo: “engrandecen lo
masculino, se burlan y estereotipan lo femenino. Nos enseñan, nos corrigen, nos
aburren”. No perciben la viga en el ojo propio, e insultan sin agüero.
Por diferencias en el cableado
cerebral, reforzadas culturalmente, la empatía sexual entre mujeres y hombres
sencillamente no funciona. Ignorando esa realidad, se sugieren intervenciones
inspiradas en algo como “yo jamás haría eso, entonces nadie debe hacerlo”. En
la otra orilla, la queja es simétrica: “¿cómo puede molestarles mi flirteo?”.
Ante ese impasse, sería fatídico que los hombres ventiláramos nuestras
especulaciones sobre la aversión de las militantes al piropo. Es más cordial y
procedente limitar la discusión a la aceptación o rechazo de la conducta, sin
arandelas que la enreden. Y la política a disuadir, como en Timbío, no a
prohibir.
Tras su célebre “¿por qué no te
callas?” a Hugo Chávez, el rey Juan Carlos no siguió con una retahíla sobre los
venezolanos que siempre hablan sin parar. Se habría ganado, bien merecida, idéntica
amonestación. Para corregir una molestia no hace falta machacar un discurso
tóxico e inconducente. Conviene silenciar los piropos, pero también los
sermones que agobian e incordian.
Cuartas Rodríguez, Pilar (2016). “¿Todos los piropos son acoso callejero? ¿Sirve prohibirlos?”. El Espectador, Nov 29
Parra, Andrea (2016) “Las mujeres queremos poder caminar tranquilas, no es mucho pedir”. El Espectador, Nov 29
Rubio, Mauricio (2012). “En defensa del piropo”. La Silla Vacía, Enero 17
____________ (2012a). “El piropo de andamio en un país clasista”, La Silla Vacía Feb 7